Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
Ove, quien acababa de jurarle solemnemente a Erika que no intervendría en el trabajo de la redacción más que como «amigo y consejero», se sintió de repente atado de pies y manos y se vio obligado a dedicarse a un intrincado juego entre bastidores. Intentó por todos los medios ganarse a Erika, a Malin y a Christer para cumplir los nuevos objetivos, que, por otra parte, nunca se habían llegado a formular de manera clara —como suele suceder con todo aquello que es fruto del pánico y se hace deprisa y corriendo— pero que, en cierto sentido, aspiraban a rejuvenecer y a convertir la revista en un producto más comercial.
Naturalmente, Ove Levin no perdía ocasión para subrayar, una y otra vez, que no se trataba de transigir con el alma y la actitud rebelde de la publicación, aunque en realidad no supiera muy bien lo que eso quería decir. Lo único que tenía claro era que necesitaba introducir más glamour en
Millennium
para contentar a la junta directiva del Grupo Serner y que las intensas investigaciones de las actividades de la industria sueca tenían que reducirse, pues podían provocar a los anunciantes y crearle más enemigos a la junta. Aunque eso no se lo había dicho a Erika, por supuesto.
No quería conflictos innecesarios. Por eso aquel día se había vestido, por si acaso, de modo más informal de lo habitual; no quería llamar la atención con esos trajes y esas corbatas brillantes que estaban tan de moda en la oficina central. En su lugar, llevaba vaqueros, una sencilla camisa blanca y un jersey azul marino de cuello de pico que ni siquiera era de cachemir; y la larga melena rizada, que siempre había sido su pequeño gesto de rebeldía, la llevaba recogida en una coleta, al estilo de los periodistas más duros de la tele. Pero, sobre todo, inició su discurso con toda la humildad que había aprendido en los cursos de
management
:
—Hola a todos —dijo—. ¡Vaya tiempo más terrible! Lo he dicho varias veces ya, pero no me importa repetirlo una más: en Serner estamos muy orgullosos de poder participar en este viaje, y para mí personalmente significa aún mucho más. Es el compromiso con publicaciones como
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lo que hace que mi trabajo tenga sentido, lo que hace que recuerde por qué en su día decidí elegir esta profesión. ¿Te acuerdas, Micke, cuando nos sentábamos en Operabaren y soñábamos con todo lo que íbamos a conseguir juntos? Y no es que se nos aclararan demasiado las ideas con la de copas que nos tomamos… Je, je.
Mikael Blomkvist no daba la impresión de guardar recuerdo alguno de eso. Pero Ove Levin no se vino abajo.
—Y sin embargo no, no pienso ponerme nostálgico —continuó—, y la verdad es que tampoco hay motivo para ello. Por aquella época sobraba dinero en el periodismo. Aunque se tratara de un asesinato cualquiera en un pueblo perdido en medio de la nada, alquilábamos un helicóptero, reservábamos una planta entera en el mejor hotel de las inmediaciones y, ya que estábamos, pedíamos que pusieran a enfriar champán para la fiesta que nos montábamos después. Ya sabéis que cuando iba a hacer mi primer viaje al extranjero le pregunté al ya legendario reportero Ulf Nilsson sobre el cambio del marco alemán. «No tengo la menor idea —me respondió—, los tipos de cambio me los invento yo». ¡Je, je! ¡Cómo engordamos las facturas de los gastos en aquellos tiempos! ¿Te acuerdas, Micke? Quizá ahí estuvimos más creativos que nunca. Por lo demás, los encargos los despachábamos al instante. ¿Qué más daba?, los periódicos se vendían como churros de todos modos. Pero la situación ha cambiado, todos lo sabemos. La competencia se ha vuelto letal, y hoy en día no es fácil ganar dinero haciendo periodismo, ni siquiera si se dispone de la mejor redacción de Suecia, como es vuestro caso. Por eso quería hablaros un poco sobre los desafíos del futuro. No porque crea que os pueda enseñar algo, sino para daros un punto de partida que luego podríamos comentar tranquilamente. En Serner hemos encargado unos estudios centrados en los lectores y en cómo ven la revista. Algunos detalles quizá os den un buen susto, pero en vez de desanimaros debéis verlos como un desafío. Tened en cuenta que ahí fuera se está gestando un proceso de cambio que es una auténtica locura.
Ove hizo una pequeña pausa para reflexionar sobre si la expresión «una auténtica locura» no habría sido un error, un intento exagerado de parecer relajado y joven, y sobre si quizá había empezado demasiado en plan colega enrollado y con demasiadas bromas. «Nunca desestimes la falta de sentido del humor entre moralistas mal pagados», solía decir Haakon Serner. Pero no, decidió; esto va bien.
«Conseguiré que se pasen a mi bando».
Mikael Blomkvist había dejado de prestar atención más o menos cuando Ove les estaba explicando que debían reflexionar sobre su «madurez digital», por lo que no reparó en su comentario acerca del hecho de que la generación más joven no conocía ni
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ni a Mikael Blomkvist. De modo que fue de lo más inoportuno que justo en ese momento decidiera que ya no aguantaba más y saliera a prepararse un café. Tampoco se enteró, por lo tanto, de que el consultor noruego, Aaron Ullman, de forma completamente abierta, había comentado:
—Patético. ¿Tanto miedo tiene a que le olviden?
A decir verdad, en ese instante nada le habría importado menos. Estaba cabreado con Ove Lundin porque éste parecía creer que los estudios de mercado iban a salvarlos. ¡Joder, que no eran los putos análisis mercantiles los que habían hecho posible la revista, sino el
pathos
y el compromiso!
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había alcanzado la posición que tenía porque todos habían apostado por lo que les parecía correcto e importante, sin necesidad de levantar el dedo al aire para ver de dónde soplaba el viento. Se quedó parado en el cuartito del café preguntándose cuánto tardaría Erika en llegar.
La respuesta fue unos dos minutos. Por el ruido de sus tacones intentó determinar hasta qué punto estaría enfadada con él. Pero nada más llegar y quedarse frente a Mikael, Erika sólo mostró una sonrisa de resignación.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—No aguantaba más, sencillamente.
—¿No entiendes que incomodas una barbaridad a la gente cuando te comportas así?
—Sí, lo entiendo.
—Y supongo que también entiendes que Serner no puede hacer lo más mínimo sin nuestro visto bueno. Todavía tenemos el control.
—¡Y una mierda tenemos el control! ¡Somos sus rehenes, Ricky! ¿No lo ves? Si no hacemos lo que ellos quieren nos retirarán su apoyo y nos quedaremos con el culo al aire —sentenció en un tono exageradamente alto y cabreado. Y cuando Erika le dijo «¡shh…!» mientras negaba con la cabeza, él añadió en un tono algo más comedido—: Lo siento, me comporto como un niño. Me voy a casa. Necesito pensar.
—Has empezado con unas jornadas laborales muy cortas.
—Es para compensar todas las horas extras que me debes.
—Vale. ¿Quieres compañía esta noche?
—No lo sé. La verdad es que no lo sé, Erika —dijo. Acto seguido, dejó la redacción y salió a Götgatan.
Sintió el azote de la lluvia y la tormenta. Maldijo aquel tiempo y, muerto de frío, sopesó por un instante entrar en Pocketshop para comprar otra novela inglesa de misterio en la que zambullirse. En vez de eso, se metió por Sankt Paulsgatan y, justo a la altura del restaurante de
sushi
, sonó el móvil. Estaba convencido de que se trataba de Erika, pero era Pernilla, su hija, quien sin duda había elegido un mal momento para llamar a un padre que, para empezar, tenía remordimientos porque no hacía lo suficiente por ella.
—Hola, tesoro —dijo él.
—¿Qué es eso que suena? —preguntó Pernilla.
—La tormenta, supongo.
—Ah, vale. Seré breve. Me han admitido en el curso de escritura creativa de Biskops Arnö.
—Así que ahora lo que quieres es escribir —le soltó de forma demasiado brusca, casi rayando el sarcasmo, algo que a todas luces era injusto.
Debería haberse limitado a felicitarla y a desearle buena suerte. Pero Pernilla llevaba tantos años mareándolo con sus historias y sus idas y venidas en extrañas sectas cristianas y estudios de una cosa hoy y de otra mañana, sin ser capaz de terminar nada, que a él, al saber de otro giro más en la vida de su hija, lo que le inundó fue un gran cansancio.
—No te veo muy entusiasmado.
—Lo siento, Pernilla. No estoy teniendo un buen día.
—¿Y cuándo lo vas a tener?
—Lo único que deseo es que encuentres algo que realmente sea positivo para ti. Y no sé si lo de escribir es una idea muy acertada teniendo en cuenta cómo está el negocio hoy en día.
—¿Y qué quieres, que haga un periodismo tan aburrido como el que tú practicas?
—Y entonces ¿qué vas a hacer?
—Escribir de verdad.
—Muy bien —dijo sin preguntar qué era lo que pretendía decir Pernilla con eso—. ¿Tienes dinero?
—Trabajo por horas en Wayne’s Coffee.
—¿Te apetecería venir a cenar esta noche y así hablamos?
—No tengo tiempo. Tan sólo quería contártelo —dijo Pernilla para, acto seguido, colgar. Y aunque Mikael intentó ver el lado positivo de su entusiasmo, lo único que consiguió fue ponerse de peor humor. Cruzó Mariatorget y Hornsgatan y subió hasta su ático de Bellmansgatan.
Le pareció que sólo habían pasado unos minutos desde que salió por la puerta y le embargó la extraña sensación de que ya no tenía trabajo, de que estaba entrando en una nueva existencia en la que, en lugar de matarse a trabajar, tendría montañas de tiempo libre. Por un momento se preguntó si no debería recoger un poco la casa: había ropa, revistas y libros tirados por doquier; pero, en vez de eso, cogió un par de botellas de Pilsner Urquell de la nevera y se sentó en el sofá del salón para repasar mentalmente todo aquello de forma tranquila y clara, al menos con esa claridad con la que se contempla la vida cuando se tienen un par de cervezas en el cuerpo. ¿Qué iba a hacer?
Ni la más remota idea. Y lo más preocupante de todo, quizá, era que no tenía demasiadas ganas de luchar. Más bien al contrario: se sentía extrañamente resignado, como si
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estuviese a punto de alejarse de sus intereses. Y de nuevo se preguntó si no habría llegado la hora de hacer algo nuevo. Eso, obviamente, sería una enorme traición a Erika y a los demás. Pero ¿era él en realidad la persona más adecuada para dirigir una revista que vivía de los anunciantes y los suscriptores? ¿No estaría mejor en otro sitio, fuera donde fuese?
Hasta los periódicos matutinos más importantes, los grandes elefantes, estaban agonizando. A decir verdad, los únicos que contaban con recursos y dinero para los reportajes de investigación eran las cadenas públicas de radio y televisión, a saber: el grupo de investigación del informativo «Ekot» en radio o algún que otro programa de la SVT… Bueno, ¿y por qué no? Le vino a la mente Kajsa Åkerstam, una persona encantadora con la que tenía por costumbre quedar para tomar una copa de vez en cuando. Kajsa era la directora del programa televisivo «Misión Investigación» y llevaba años intentando ficharlo. Pero a él nunca le interesó. Hasta ahora.
Poco le importaba lo que ella le hubiera ofrecido ni cuán solemnemente le hubiese jurado que le daría todo tipo de apoyo y una absoluta independencia.
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había sido su corazón y su casa. Aunque ahora… quizá debería aceptarlo. Si es que la oferta aún seguía en pie, después de toda la basura que se había publicado sobre su persona. Excepto televisión —sus colaboraciones en centenares de programas de debate y tertulias matinales no contaban—, había hecho de todo en esta profesión. Un trabajo en «Misión Investigación» tal vez le infundiera un nuevo entusiasmo.
Sonó el móvil y, por un segundo, se alegró. Independientemente de que se tratara de Erika o de Pernilla se dispuso a ser amable y a prestarles atención. Pero no, era un número oculto, así que respondió poniéndose un poco en guardia.
—¿Mikael Blomkvist? —preguntó una voz que se le antojó joven.
—Sí —respondió.
—¿Puedes hablar?
—Si te presentas, quizá.
—Me llamo Linus Brandell.
—Muy bien, Linus. Dime.
—Tengo una historia para ti.
—Soy todo oídos.
—Te la contaré si te dignas a venirte al Bishops Arms que tienes enfrente de casa.
Mikael se mosqueó. No por el tono mandón, sino por esa presencia tan incómoda e indeseada en su propio barrio.
—Puedes hacerlo por teléfono.
—No es algo que se deba tratar por teléfono.
—¿Por qué me cansa tanto hablar contigo, Linus?
—Es posible que hayas tenido un mal día.
—He tenido un mal día, sí, has acertado.
—¿Lo ves? Venga, tío, vente al Bishops, te invito a una cerveza y te cuento una historia alucinante.
En realidad lo único que quería Mikael era espetarle al tipo ese que dejara de una vez de darle órdenes. Aun así, sin comprenderlo muy bien del todo, o quizá porque no tenía nada mejor que hacer que estar sentado en su sofá cavilando sobre su futuro, le dijo:
—Yo pago mis propias cervezas. Pero de acuerdo, ahora voy.
—Una inteligente decisión por tu parte.
—Oye, Linus.
—Dime.
—Si empiezas a enrollarte y te pones a soltar disparatadas teorías conspirativas como que Elvis está vivo o que sabes quién mató a Olof Palme, sin ir al grano, me vuelvo a casa inmediatamente.
—OK —respondió Linus Brandell.
Capítulo 3
20 de noviembre
Hanna Balder se encontraba en la cocina de su casa de Torsgatan fumando un Camel sin filtro. Llevaba puesta una bata azul y unas desgastadas zapatillas grises, y aunque su cabello era abundante y bonito y ella todavía se podía considerar una belleza, se la veía desmejorada: sus labios estaban hinchados y el excesivo maquillaje que rodeaba sus ojos no sólo tenía un objetivo estético. Hanna Balder había recibido una nueva paliza.
De hecho, Hanna Balder recibía frecuentes palizas. Como es lógico, sería una mentira decir que estaba acostumbrada; nadie se habitúa a ese tipo de maltrato. Pero era parte de su día a día y apenas se acordaba ya de la persona alegre que una vez fue. Ahora el miedo formaba parte de su personalidad, y desde hacía tiempo fumaba sesenta cigarrillos al día y tomaba tranquilizantes.
En el salón, Lasse Westman se maldecía a sí mismo, algo que no sorprendió a Hanna. Hacía ya muchos días que ella sabía que estaba arrepentido de haber tenido ese generoso gesto para con Frans. Lo cierto era que aquello había sido muy extraño desde un principio, pues Lasse había dependido del dinero que Frans le enviaba a August. Durante largas temporadas vivió prácticamente gracias a ello, e incluso en más de una ocasión Hanna había tenido que mandar un correo en el que se inventaba unos gastos imprevistos de algún pedagogo o de un tratamiento especial, aunque en realidad August no veía ni un céntimo, claro. Por eso era tan extraño.