, —Levántese —suplicó Scarlett—. Parece usted un tonto. Imagine que entrase aquí Mamita y lo viese.
—Se quedaría estupefacta e incrédula ante los primeros signos de mi entusiasmo —dijo Rhett, levantándose rápidamente—. Vamos, Scarlett, no sea usted chiquilla; no es una niña ni una colegiala para sacarme de quicio con esas absurdas excusas de decencia y cosas por el estilo. Diga que se casará usted conmigo cuando vuelva o... ¡por Dios, que no me iré! Me quedaré por estos alrededores y tocaré la guitarra debajo de su ventana todas las noches, y cantaré con toda mi voz, y la comprometeré hasta que tenga usted que casarse conmigo para salvar su reputación.
—Rhett, sea comprensivo, por favor. No quiero casarme con nadie.
—¿No? No me dice la verdadera razón; no puede ser timidez infantil. ¿Qué es?
De repente, Scarlett se acordó de Ashley, lo vio tan claramente como si estuviese allí a su lado: el cabello dorado, los ojos soñadores, ; lleno de dignidad, tan radicalmente distinto a Rhett. Él era la verdadera razón por la que no quería casarse otra vez, aunque no tuviera ninguna objeción seria que oponer a Rhett y hasta estuviera encariñada con él. Pertenecía a Ashley desde siempre y para siempre. Nunca había pertenecido a Charles ni a Frank, nunca podría pertenecer a Rhett. Cada partícula de su ser, todo lo que había hecho, por lo que había luchado, lo que había conseguido, pertenecía a Ashley, lo había hecho porque le amaba. Las sonrisas, las risas, los besos que había dado a Charles y a Frank eran de Ashley, aunque él nunca los hubiera reclamado ni nunca los reclamaría. En algún sitio, en lo más profundo de su ser, existía en Scarlett el deseo de reservarse para él, aunque supiera que él nunca había de aceptarla.
Ella no sabía que su rostro había cambiado, que el ensueño le había dado una dulzura que Rhett no le había visto nunca. Él icontemplaba los oblicuos ojos verdes, grandes y sombríos, y la curva i suave de sus labios; y por un momento contuvo la respiración. Luego hizo con la boca una mueca de burla y exclamó con apasionada impaciencia:
—Scarlett O'Hara, se ha vuelto usted loca.
Antes de que pudiera ser de nuevo dueña de su imaginación, los brazos de él la rodearon tan fuertemente como aquel día, hacía tanto tiempo, en el oscuro camino de Tara. De nuevo sintió la embestida brutal, el naufragio de su voluntad, la oleada de calor que la dejó inerte. Y el secreto de Ashley Wilkes se borró y desapareció en la nada. Él inclinó la cabeza por encima de su hombro y la besó, suavemente al principio, y luego con una creciente intensidad que la obligó a cogerse a él como a lo único firme en un loco mundo vacilante. La boca insistente de Rhett se apoyaba en los temblorosos labios de Scarlett, haciendo vibrar todos sus nervios, evocando en ella sensaciones que nunca se había creído capaz de sentir. Y antes de que el vértigo se apoderara de ella se dio cuenta de que le estaba devolviendo sus besos.
—Déjeme, por favor, no puedo más —balbuceó, intentando débilmente volver la cabeza.
Pero él la oprimió con fuerza contra su hombro y ella vio como en un sueño el rostro de Rhett; sus ojos muy abiertos lanzaban llamas; el temblor de sus manos la asustó.
—No importa. Eso quiero. Has estado esperando esto durante muchos años. Ninguno de los necios que has conocido te ha besado así, ¿verdad? Tu precioso Charles, o Frank, o tu estúpido Ashley.
—Por favor...
—Digo tu estúpido Ashley. Caballeros todos ellos. ¿Qué saben de mujeres? ¿Cómo habían de comprenderte? Yo sí te comprendo.
Su boca estaba de nuevo unida a la de Scarlett y ésta se rindió sin lucha, demasiado débil para volver la cabeza, sin sentir siquiera el deseo de volverla. Su corazón palpitaba con fuertes latidos. Sus nervios se relajaron, ¿Qué iba a hacer Rhett? Ella acabaría desmayándose si no la dejaba. ¡Oh, si la dejase, si la dejase por fin!
—Di que sí.
Su boca se posaba sobre la de ella y sus ojos estaban tan cerca que parecían enormes, llenaban el mundo.
—Di que sí, maldita sea, o...
Scarlett balbuceó: «¡Sí!», sin siquiera pensar lo que decía. Era casi como si él hubiera deseado la palabra y ella hubiese hablado hipnotizada. Pero, en cuanto lo hubo dicho, una súbita calma la invadió, su cabeza cesó de dar vueltas y hasta el mareo del brandy disminuyó. Le había prometido casarse con él cuando no tenía intención de prometerlo. Apenas se daba cuenta de cómo había ocurrido, pero no lo sentía. Ahora le parecía muy natural haber dicho: «Sí», casi como si por intervención divina una mano más fuerte que la suya arreglase sus asuntos resolviendo por ella sus problemas.
Rhett lanzó un profundo suspiro cuando ella hubo hablado y se inclinó como para besarla. Scarlett cerró los ojos y dejó caer la cabeza, pero se sintió algo decepcionada al ver que él se echaba atrás sin tocarla. Ser besada de aquel modo le resultaba extraño, pero también agradablemente excitante.
Rhett permaneció durante un rato sentado muy quieto, con la cabeza de ella apretada contra su hombro. Con poderoso esfuerzo había logrado dominar el temblor dé sus brazos. La separó un poco de sí y la miró. Ella abrió los ojos y vio que de su rostro había desaparecido la expresión que tanto la asustaba; sin embargo, no pudo resistir su mirada y bajó la suya, llena de confusión. Cuando Rhett habló, su voz era muy tranquila.
—¿Lo piensas así? ¿No deseas retirar tu palabra?
—No.
—¿No será porque te haya... ¿cómo se dice?... hecho perder los estribos con mi... fogosidad?
Scarlett no pudo contestar, pues realmente no sabía qué decir; tampoco podía mirarle a los ojos. Él le cogió la barbilla con una mano y le levantó la cara.
—Te dije una vez que podría soportar de ti cualquier cosa excepto una mentira. Y ahora quiero saber la verdad. Dime: ¿por qué has dicho que sí?
Todavía no consiguió Scarlett pronunciar una palabra; pero, habiendo recobrado algo su equilibrio, sin levantar los ojos sonrió levemente.
—¡Mírame! ¿Es por mi dinero?
—¡Pero, Rhett! ¡Vaya una pregunta!
—Mírame y no intentes engañarme. Yo no soy Charles, ni Frank, ni ninguno de los muchachos del Condado para que me engañes con tus caídas de ojos. ¿Es por mi dinero?
—Sí... En parte...
—En parte.
No parecía enojado. Suspiró profundamente y con un esfuerzo barrió de sus ojos la ansiedad que hasta entonces los llenara, ansiedad que a Scarlett la sorprendía un poco.
—Bien —balbuceó ella apurada—, el dinero ayuda, ya lo sabes tú, Rhett; y Frank no me ha dejado demasiado. Pero... bueno, te lo diré: eres el único hombre que conozco que puede sufrir que una mujer le diga la verdad; será agradable tener un marido que no me crea una tonta y al que no tenga que mentir y... además, te tengo cariño.
—¿Me tienes cariño?
—Mira —le dijo, nerviosa—, si te dijera que estoy locamente enamorada de ti, mentiría y, lo que es peor, tú lo notarías. Estoy completamente segura.
—Algunas veces me parece que llevas tu afán de decir la verdad demasiado lejos. ¿No crees que, aunque fuese mentira, sería más propio que dijeses: «Te quiero, Rhett»?
Scarlett, cada vez más desconcertada, se preguntaba adonde iría Rhett a parar. Su expresión era extraña, ansiosa, dolida y burlona a un tiempo; desasió las manos que ella le tenía cogidas, las metió en el bolsillo del pantalón y ella le vio apretar los puños.
«Aunque me cueste un marido, he de decir la verdad», pensó, malhumorada.
—Rhett, sería una mentira, y ¿qué íbamos a sacar en limpio? Te tengo cariño, como ya te he dicho. Una vez tú me dijiste que no me amabas, pero que teníamos mucho en común. Ambos éramos unos picaros; era lo que tú...
—¡Oh, Dios! —interrumpió él—. ¡Ser cogido en mis propias redes!...
—¿Qué dices?
—Nada.
Y, mirándola, se rió; pero no con una risa alegre.
—Fija la fecha, querida.
Y volvió a reír y se inclinó para besarle las manos. Scarlett se sintió aliviada al ver que su enfado había pasado y otra vez estaba de buen humor, al menos en apariencia.
Rhett acarició sus manos un momento y luego, haciéndole un guiño:
—¿No has tropezado nunca, en las novelas que has leído, con el gastado truco de la mujer indiferente que llega a enamorarse de su propio marido?
—Ya sabes que no leo novelas —dijo ella, y, procurando ponerse a tono con su humor de broma, continuó—: Además, tú mismo me has dicho muchas veces que no hay cosa más ridicula en el matrimonio que estar enamorados uno de otro.
—¡Maldita sea! ¡La cantidad de majaderías que yo he dicho! —replicó Rhett de mal humor, levantándose.
—No jures.
—Tendrás que acostumbrarte a oírme y aprender a hacerlo tú también. Tendrás que hacerte a todas mis costumbres. Eso será el precio de... tenerme cariño y echarle la zarpa encima a mi dinero.
—Bueno, no lo repitas tanto, porque no miento y te hago sentirte orgulloso. Tampoco tú estás enamorado de mí, ¿no es eso? ¿Por qué habría de estar yo enamorada de ti?
—No, hija mía, no estoy más enamorado de ti de lo que tú lo estás de mí; y, si lo estuviera, tú serías la última persona a quien se lo diría. Dios tenga piedad del hombre que se enamore de ti; le destrozarás el corazón, querida. Eres una gatita cruel y revoltosa y tan despreocupada que ni siquiera te preocupas en esconder las uñas.
La obligó a levantarse y la volvió a besar; pero esta vez de un modo distinto. No parecía preocuparse de no hacerle daño; es más, parecía querer hacérselo, intentar insultarla. Sus labios se deslizaron por su garganta y por fin se detuvieron sobre el terciopelo del vestido oprimiendo su pecho tan fuertemente y por tanto tiempo, que su aliento llegó a quemarle la piel. Sus manos lucharon rechazándolo en un ademán de pudor herido.
—No debes... ¿Cómo te atreves?
—Tu corazón late tan agitado como el de un conejo —dijo él burlonamente—. Demasiado de prisa para tratarse de simple cariño, pensaría yo si fuese presuntuoso. Alisa tu alborotado plumaje. Ya empiezas a adoptar aires virginales. Dime, ¿qué quieres que te traiga de Inglaterra? ¿Un anillo? ¿Cómo lo quieres?
Ella vaciló un momento entre el interés de sus últimas palabras y el femenil deseo de prolongar la escena colérica e indignada.
—¡Oh!... Un anillo de brillantes... Cómpramelo muy grande, Rhett.
—¿Para que puedas lucirlo ante tus amistades pobres y decirles: «Mirad lo que pesqué»? Muy bien; lo tendrás grande, tan grande que tus amigas menos afortunadas puedan consolarse cuchicheando que es atrozmente plebeyo llevar unas piedras tan enormes.
De repente cruzó rápido el salón y ella, asombrada, lo siguió hasta las cerradas puertas.
—¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?
—A mi casa a terminar el equipaje.
—¡Oh!, pero...
—Pero ¿qué?
—Nada. Espero que tengas una feliz travesía.
—Gracias.
Él abrió la puerta y salió al vestíbulo. Scarlett lo siguió, un poco desconcertada y un mucho decepcionada por el súbito cambio de tono. Rhett se puso el abrigo y cogió el sombrero y los guantes.
—¿No vasa...?
—¿A qué? —dijo Rhett, que parecía impaciente por irse.
—¿No vas a darme un beso de despedida? —cuchicheó, temerosa de que la oyesen.
—¿No te parece que ya han sido bastantes besos para una tarde? —repuso él haciéndole un guiño—. Pensar que una jovencita modosa y bien educada... ¿Lo ves? Ya te dije yo que sería divertido.
—¡Eres insoportable! —gritó Scarlett, rabiosa, sin preocuparse de que Mamita la oyera—. Me tiene sin cuidado que no vuelvas nunca.
Se volvió, dirigiéndose hacia las escaleras, esperando sentir cómo la cálida mano de Rhett le agarraba, del brazo para detenerla. Pero él abrió la puerta y una ráfaga de aire helado penetró en la casa.
—Pero volveré —dijo, y salió, dejándola en mitad de la escalera mirando la cerrada puerta.
El anillo que Rhett trajo era verdaderamente enorme, tan enorme que a Scarlett la azoraba llevarlo. Le gustaban las joyas ostentosas y de precio, pero tenía la molesta sensación de que todo el mundo decía, con perfecta verdad, que el anillo era charro. La piedra central era un brillante de cuatro quilates rodeado de esmeraldas. Le llegaba al nudillo y daba a su mano la apariencia de ir cargada con un peso. Scarlett tenía la sospecha de que Rhett había pasado grandes trabajos para conseguir que le hiciesen el anillo y que por pura maldad lo había encargado lo más ostentoso posible.
Hasta que Rhett estuvo de vuelta en Atlanta y el anillo en su dedo, no comunicó a nadie sus propósitos, ni siquiera a su familia, y cuando anunció su compromiso estalló una tormenta de las más agrias críticas. Desde el asunto del Klan, Scarlett y Rhett habían sido los más impopulares personajes de la ciudad, excepción hecha de los yanquis y los
carpetbaggers.
Todo el mundo desaprobaba la conducta de Scarlett desde el ya lejano día en que abandonó el luto que había llevado por Charles Hamilton. El desacuerdo había aumentado a causa de su conducta poco femenina en el asunto de las serrerías, su falta de decoro exhibiéndose cuando estaba encinta y otras muchas cosas. Pero cuando llevó a la muerte a Frank y a Tommy y puso en peligro las vidas de una docena más de hombres, el desvío se convirtió en pública reprobación.
En cuanto a Rhett, se había atraído el odio de la ciudad desde sus especulaciones durante la guerra; no se había hecho más grato por sus alianzas con los republicanos, después. Pero, cosa extraña, el hecho de que salvase la vida de algunos de los hombres más eminentes de Atlanta fue lo que le atrajo el más ardiente odio de las damas de Atlanta.
No es que sintieran que sus hombres hubiesen salvado la vida. Era que lamentaban amargamente deber su vida a un hombre como Rhett y a un truco tan violento. Durante meses se habían sentido humilladas ante la risa y la burla de los yanquis, y decían que, de interesarse Rhett realmente por el bien del Klan, debió arreglar el asunto de un modo menos aparatoso.
Decían que había tramado con Bella Watling la forma de poner en evidencia a la gente de más viso de la ciudad. Y así no merecían ni agradecimiento por haber salvado la vida de los hombres, ni siquiera perdón por sus faltas pasadas.
Aquellas mujeres, tan sensibles a la bondad, tan caritativas con el dolor, tan infatigables en momentos difíciles, podían ser también tan implacables como furias con cualquier renegado que quebrantase el más insignificante artículo de su inédito código. Este código era bien sencillo: reverencia a la Confederación, honor a los veteranos, lealtad a las antiguas costumbres, orgullo en la pobreza, manos acogedoras para los amigos y odio a muerte a los yanquis. Y Scarlett y Rhett habían ultrajado todos los artículos de este código.