Se sumergió en el agua con un gemido de placer. Se dejó atrapar por el calor que la absorbía, cerró los ojos y sonrió. Estaba en un castillo. ¡Guauuuuuuuuu!
—¡Un castillo encantado! —exclamó en voz alta.
En cuanto lo dijo la recorrió un escalofrío. Percibió algo extraño, como si alguien hubiera escuchado sus palabras. Como si alguien la vigilara. Como decía su abuela, igual que si alguien caminara sobre su tumba.
Miriam Kells subió a buscarla, tal y como prometiera, tras darle tiempo para relajarse, ponerse ropa seca y arreglarse el cabello. Habían ido, por otra parte, en busca de sus maletas al coche averiado, y una criada se las entregó justo cuando salía del baño.
Cristina se miró repetidas veces en el espejo del armario. Había desparramado el contenido de las maletas sobre la cama para acabar eligiendo un pantalón negro combinado con un conjunto de suéter y rebeca rosa palo. Peinó su larga cabellera de varias formas y acabó por hacerse una especie de moño soso en la coronilla, con la ayuda de un lapicero que sacó de su bolso. No era elegante, pero se encontraba cómoda. Le gustaba llevar el pelo largo, pero le resultaba un incordio cuando le caía sobre la cara.
—¡Que preciosidad, señorita! —exclamó Miriam, acariciando un chaquetón de marta.
—Es un regalo —respondió Cristina recomponiéndose el peinado, o lo que fuese aquel conjunto de guedejas a medio recoger—. Personalmente, soy poco partidaria de las pieles.
—A mí, por el contrario, me entusiasman. Siempre soñé con poseer un manguito —rió el ama de llaves, un poco avergonzada.
—Podemos irnos cuando quiera —se rindió Cristina ante la imposibilidad de acomodarse el pelo a su gusto.
El castillo le resultaba más encantador conforme accedía a las distintas dependencias. Fue conducida a un pequeño comedor, en la planta baja, dispuesto sin duda para unos pocos comensales, aunque la mesa, alargada y de madera oscura, estaba rodeada por doce sillas y flanqueada por dos enormes aparadores de la misma madera para la vajilla.
De repente, un agradable aroma le llegó de alguna parte y le hizo recordar que hacía mucho que no ingería alimento alguno.
Colgaba una araña del alto techo abovedado: una maravilla de lágrimas de cristal irisado. En la chimenea crepitaba un fuego que despedía un calor acogedor.
Un lacayo y una doncella esperaban su llegada y en cuanto el hombre hubo retirado la silla para que se acomodara, Miriam se sentó en la que se encontraba enfrente.
Vajilla, cristalería y cubertería le hablaban de solemnidad a Cristina, que se sintió un poco cohibida por el entorno.
—Como le dije, señorita, el señor se retiró y nosotros solemos cenar en la cocina, pero imagino que no le gustará hacerlo a solas. Con su permiso, me quedo con usted y, de paso, podemos ir conociéndonos.
Cristina asintió, agradecida.
Le sirvieron una sopa de verduras y ella cerró los ojos saboreando cada cucharada.
—¡Excelente!
—¿Ha notado algo… extraño en su habitación, señorita?
Cristina se sorprendió.
—¿Extraño?
—Algo que le falte para su comodidad.
—¡Ah! No. No, por cierto. La habitación es magnífica. Y el cuarto de baño, una delicia.
—El difunto conde ordenó hacer algunas mejoras en el castillo. Ésa fue la última habitación que se restauró, aunque han tratado de mantener el estilo original.
—Parece diseñada para alojar a la realeza.
—Ni mucho menos. Las habitaciones de los invitados, me refiero a los invitados que solían visitar Killmarnock en tiempos pasados, se han dejado como estaban. Y sin añadidos de cuarto de baño, lógicamente. Forman parte del itinerario de visitas.
—Ya entiendo.
—Se las mostraré mañana, si lo desea.
—Me encantaría visitar todo el castillo, gracias. Aún no me creo que esté aquí, ¿sabe? Por otra parte, Lian Watford me habló sobre la leyenda.
—¿De veras? —Miriam se removió en su silla.
—Un hombre encantador. —Cristina agradeció con un gesto al criado que le retirara la sopa y colocara en su lugar un plato de bacalao con puré de patata que le hizo la boca agua. ¡Vaya!, pensó, al menos ese día no iba a poder quejarse de la comida.
—El señor Watford se encargaba ya de los asuntos del viejo conde. Y… ¿qué piensa usted sobre la leyenda?
Cristina se echó a reír.
—Pues eso, que es una leyenda. Imagino que todo castillo que se precie debe tener una. Fantasmas y esas cosas.
—Sí. —La señora Kells sonrió como si sufriera un cólico nefrítico—. En Irlanda es habitual.
—Bueno, si hay un fantasma en Killmarnock —bromeó Cris—, espero tener el honor de conocerlo.
Miriam se sirvió un vaso de agua, y la joven reparó en su repentina palidez.
—¿Se encuentra bien?
—Oh, no es nada. Algo ha debido de sentarme mal. En mi familia siempre ha habido propensión a las malas digestiones y… Una hora después, Cristina conocía todas y cada una de las enfermedades de los parientes de Miriam Kells, así como el nombre de sus médicos de cabecera. Y aunque le pareció que el ama de llaves había desviado deliberadamente la conversación hacia esos derroteros, encontró su cháchara tan agradable que no se percató de la hora hasta que un reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea, una bola del mundo sujeta por dos ángeles, dio las diez.
—Disculpe. Creo que la he entretenido demasiado, señorita. —Miriam se puso de pie—. Debe de estar agotada por el viaje.
—Me encuentro un poco cansada, sí. —Cristina agradeció de nuevo al criado que le retiró la silla y a quien instantes antes había visto hacer esfuerzos por reprimir un bostezo—. Me encantaría seguir charlando mañana con usted, si tiene tiempo.
—Será un placer. La acompaño a su cuarto.
Cristina siempre se jactaba de su sentido de la orientación, pero siguiendo los pasos de Miriam se dio cuenta de lo fácil que habría resultado perderse en aquel laberinto. Cuando entraron en la alcoba, vio con agrado que su ropa había sido primorosamente dispuesta, el embozo de la cama estaba simétricamente doblado y la chimenea había conseguido crear un ambiente caldeado y cómodo. Volvió a admirar la habitación y sonrió, complacida.
—Miriam…, ¿de quién era este cuarto? Me ha parecido entender que había sido el de los condes, ¿no es cierto?
—Del antiguo conde, señorita.
—¿Del padre de lord Killmar?
—El señor apenas lo utilizó, le gustaban los espacios más reducidos. Me refiero al tatarabuelo. A Dargo Killmar.
—¡No me diga! —se entusiasmó—. ¿Del que dicen que vaga por el castillo como un alma en pena? —Se rió no sin cierto nerviosismo—. ¡Ahora me dirá que tiene incluso salidas ocultas en el muro!
—Para lo que servirían…
Por alguna razón, la extraña respuesta hizo que Cristina se envarara, como si alguien le hubiera tocado la espalda. Miriam le dio las buenas noches y ella se apresuró a cerrar la puerta. Se apoyó en la madera al quedarse a solas. Sin proponérselo, sus ojos escrutaron toda la estancia. Aunque nunca dio crédito a los temas sobrenaturales, no pudo evitar observar con cierta desazón los rincones en sombra. Inspiró hondo. Luego de esos momentos, acabó sacudiendo la cabeza y diciendo en voz alta:
—Si le hago mucho caso a esa mujer, acabaré buscando debajo de los muebles.
Se sentó en el borde de la cama, tomó el móvil y buscó en su agenda. Pulsó y esperó, tumbándose boca arriba con los ojos cerrados. Una voz jovial pidió al otro lado con un grito:
—¡¡¡Vamos, cuéntamelo todo!!!
—He tomado un avión, he conducido y me he instalado —contestó Cristina con ironía, separando el móvil y masajeándose el oído con un dedo—. Un vuelo perfecto, gracias.
—¡Eso me interesa poco, mujer! ¿Cómo es el castillo? ¿Tan antiguo como te dijo tu jefe? ¿Resulta tétrico? ¿Oscuro? ¿Es…?
—¡No te aceleres! Todo parece fabuloso, pero acabo de instalarme, no puedo contarte mucho.
—¿Y el conde?
—No lo he visto —suspiró Cristina ante el acoso—. Puede que ni llegue a conocerlo, Alba.
—¡No te des por vencida tan pronto! —protestó su amiga—. Recuerda lo que te dije antes de partir. ¡Un conde, por amor de Dios! ¡Tienes que echarle el lazo, chica! Y de paso olvidarte de una vez de ese idiota de Óscar. ¡No sabes lo que te envidio! ¡Daría un ojo por haberte acompañado!
—¿Dónde estás? Hay un ruido insoportable.
—En un pub. —La voz se diluía entre la música y el bullicio.
—¿Qué?
—¡En un pub! —gritó Alba a pleno pulmón.
—¿Con Sergio?
—Hija, ¡qué mala leche tienes! Creí que eras mi amiga.
Cristina rió con ganas. Alba Cánovas no sólo era su amiga, sino su paño de lágrimas y su confidente. Se conocían desde pequeñas y era una persona a quien le habría confiado la vida. Delgada, de metro setenta y cinco— ligeramente más alta que ella—, de cabello cortísimo y oscuro y ojos almendrados de color chocolate con ligeras motitas doradas, risa fácil, hablar directo y rostro de ángel, resultaba un imán para los hombres y siempre tenía alguno babeando tras ella. También estaba algo loca. Y era un genio como decoradora.
—Alba, te dejo. Estoy agotada. Te volveré a llamar.
—Solamente si consigues ligarte al conde —bromeó su amiga.
—Deja de decir sandeces.
—No son sandeces, desagradecida. ¡Encima que trato de que ahorres en cremas! Practicar el sexo es lo mejor para tu cutis.
—Eres incorregible.
—Lo soy, ¿verdad? —Se echó a reír—. Llama. Un beso.
—Un beso —repitió Cristina y cortó la comunicación.
Se incorporó, se desvistió y se puso un camisón transparente que, oportunamente, habían dejado sobre el edredón. Se soltó el cabello y se lo cepilló varias veces (nunca tuvo paciencia para hacerlo las cien que, según los cánones de belleza, resultaba imprescindible para conseguir una hermosa cabellera). Luego entró en el cuarto de baño, se lavó los dientes y se limpió el escaso maquillaje que llevaba. De vuelta, saltó sobre la cama con una sonrisa picara. Era gigantesca, mullida y cómoda. Se metió bajo las sábanas y alargó la mano para apagar la luz. Se frenó un instante antes. Sonriendo, como una niña a punto de hacer una travesura, se inclinó hacia un lado y miró debajo de la enorme cama.
—Por supuesto que no hay nada. ¡Seré mema! —Y apagó la luz.
Al fondo de la habitación, una sombra se fundió con la oscuridad reinante. Y unos ojos color esmeralda brillaron como los de un gato, inmóviles y fijos en las formas del cuerpo de Cristina bajo las mantas.
Dargo suspiró. El deseo que despertaba en él la recién llegada estaba haciendo que su cuerpo se materializara de nuevo. Había sentido la imperiosa necesidad de tocarla, de acariciarla, cuando la chica se había desvestido y caminado, gloriosamente desnuda, hacia aquella liviana prenda colocada sobre la cama. Y cuando se la puso, dejando que la suavidad de la tela descendiera sobre sus pechos, su vientre y sus muslos, estuvo a punto de entrar en éxtasis. Mostraba mucho más de lo que cubría, y Dargo dio las gracias mentalmente a los modistos del siglo XXI. Su cuerpo reaccionó como cuando estaba vivo. Sus músculos se tensaron, la sangre comenzó a latirle con fuerza en las ingles y notó, ¡glorificado fuese Dios!, que su miembro se alargaba y ensanchaba por el deseo. ¡Dulce Jesús! Después de casi quinientos años volvía a sentirse un hombre.
Inspiró un par de veces, hasta calmarse, y luego, envuelto en el mismo halo que lo había llevado hasta allí, hasta sus antiguos aposentos, ahora deliciosamente ocupados por aquella mujer, se desvaneció entre las sombras.
E
staba realmente hechizada.
Durante buena parte de la mañana Miriam Kells había sido su guía, mostrándole la sala donde debía trabajar y casi todo el castillo, tanto las dependencias a las que accedían los turistas como las que estaban vedadas a los curiosos.
Se tomaron un respiro para degustar una taza de café. Fue la propia Miriam quien lo sirvió, en una salita apartada de la planta baja, cerca de la biblioteca y que, según explicó, había sido el gabinete privado de trabajo de todos y cada uno de los condes a lo largo de los siglos. En la actualidad lo ocupaba el abogado cuando pasaba una estadía en el castillo. Era un cuarto pequeño y acogedor, totalmente revestido de paneles de madera y con un ventanal alargado quedaba al jardín de la parte trasera y a las caballerizas.
—Esperaba poder acabar el trabajo en un tiempo prudencial, pero la colección es… Bueno, no creí que fuera tan numerosa. Y la Navidad está demasiado cerca.
—Siempre puede regresar luego de las fiestas.
—No. Cuando empiezo algo, lo termino. Por otra parte, no me gustan esas fechas.
—A mí me encantan. Y estoy deseando que lleguen. Todos los años, desde hace seis, viene mi nieto, ¿sabe? Es un buen chico y estoy muy orgullosa de él.
—¿Está casada? ¿Su marido trabaja en el castillo?
—No. —No pudo disimular un gesto de tristeza—. Estuve casada. Me separé cuando mi hija tenía un año y medio, en una época en que eso era cosa de herejes, más aún en Irlanda. A pesar de todo, la vida fue generosa… hasta que mi hija y su marido murieron en un accidente. Hube de hacerme cargo de Duncan. De su crianza, de sus estudios. Por fortuna, el difunto conde era un hombre generoso y mi nieto fue un alumno aventajado. Ahora trabaja de calígrafo para el departamento de policía, en Dublín.
Cristina asintió, sin ahondar más en el tema.
—Bueno, señorita —suspiró la señora Kells, poniéndose de pie—, he desatendido mis otros quehaceres. ¿Puede arreglarse sin mí el resto del día?
—Lamento haberle robado su tiempo. —Se levantó también.
—Nada de eso. Uno de mis cometidos es atenderla en todo cuanto necesite, según las instrucciones del señor Watford. Y me encanta. Por otra parte, Killmarnock es tan magnífico que disfruto mostrándolo. ¿No se perderá?
—Si lo hago, gritaré —bromeó Cristina.
—Y yo le enviaré refuerzos —rió Miriam.
—Es usted un encanto.
—No dicen lo mismo los del servicio cuando les pongo los puntos sobre las íes. Hasta la noche, entonces, señorita.
Miriam atravesó la pieza con aquel andar peculiar que la caracterizaba, a pasitos cortos y rápidos. Antes de salir, preguntó:
—Por cierto, ¿durmió usted bien?
—Estupendamente, sí.
—Me alegro.
Cristina miró desconcertada el hueco de la puerta por un momento. Luego se encogió de hombros, salió y recorrió la larga galería para ascender las escaleras hasta su habitación, donde conectó el ordenador portátil. Trataría de aprovechar lo que quedaba de mañana.