Lo que dicen tus ojos (48 page)

Read Lo que dicen tus ojos Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
4.55Mb size Format: txt, pdf, ePub


Tu sei la mia vita
—lo complació Francesca entre jadeos, pues Kamal se había dirigido a su entrepierna donde sus labios gruesos la acariciaban diestramente—.
Senza di te, io non potrei mai vivere. Io ti amo cosí tanto, tanto...
—siguió repitiendo hasta que el orgasmo sólo le permitió gemir.

Al día siguiente, mientras viajaban rumbo a París, Francesca le preguntó:

—¿Puedo pedirte un favor?

—Sabes que puedes pedirme lo que quieras.

—No es para mí, en realidad.

—Ya me extrañaba que pidieras algo para ti. Ahora que lo pienso, jamás me has pedido algo para ti,

—Se trata de Nando y Sofía —explicó ella—. Nando no tiene trabajo y es muy pobre. Pensé que, quizá, tú podrías ayudarlo. Sé que tienes contactos y relaciones aquí, en Argentina.

—¿Por qué supones eso? —se interesó Kamal.

—¿De qué otra manera habrías conseguido que la Cancillería me trasladara de Ginebra a Riad? Sé muy bien que pensaban enviar a otra persona. Y ni siquiera era mujer.

Kamal rió y le besó la sien.

—Sí, es cierto —concedió—. Tengo conexiones importantes en Argentina. El dinero es, por lo demás, un gran aliado cuando de conseguir un objetivo se trata. Y tú eras mi objetivo más importante. Te habría raptado de no haber logrado tu pase.

—No dudo de que habrías sido capaz. ¿Ayudarás a Nando, entonces?

—Haré lo posible.

La mansión de Al-Saud en París estaba ubicada en la avenida Foch, cerca del Arco de Triunfo. Los recibió una mujer elegante en su traje gris oscuro, el cabello prolijamente recogido y un manojo de llaves colgado al cuello. Kamal la presentó como madame Nadine Rivière, el ama de llaves.

—Madame Rivière —dijo a continuación—, le presento a mi esposa, la señora Al-Saud.

La mujer abandonó su actitud ceremoniosa y abrió grande los ojos. Aseguró que pocas veces había visto una mujer tan hermosa y agraciada. Les auguró felicidad y muchos hijos, al tiempo que pensaba que ya era hora de que el patrón sentara cabeza. A ella le había tocado presenciar el desfile de amantes, algunas muy vulgares. Ninguna de esas mujeres, que tomaban mucho champán —a pesar de que el señor Al-Saud sólo bebía zumos y agua— y que reían continuamente, le había provocado la buena impresión de aquella jovencita, y presintió que trabajaría a gusto con ella. Kamal la despidió después de algunas indicaciones.

Francesca se aproximó al ventanal, descorrió la cortina y miró hacia la Avenida Foch. La calle permanecía muda al igual que la casa. Al-Saud arrojó el saco en el sofá y Francesca lo escuchó acercarse. Sin tocarla, le habló al oído.

—¿Te ha gustado lo que has visto hasta ahora? —Francesca asintió—. Ven, quiero mostrarte el resto.

La casa era de dos plantas, con tantas habitaciones que, al terminar la visita, Francesca aseguró que no sabría cómo llegar a su dormitorio. La deslumbró la minuciosidad de cada detalle y el buen gusto. Kamal la miraba con ojos expectantes, aguardando su aprobación.

—Esta es tu casa, mi amor —manifestó—. Tú eres ahora dueña y señora de estas paredes. Puedes hacer lo que te plazca con ella. Puedes cambiarla de techo a piso si te place.

—Es perfecta así como es. No le cambiaría nada.

Esa noche, la primera en París, cenaron en La tour d'argent. El
maître
llamó «alteza» a Kamal y, en medio de genuflexiones obsecuentes, lo acompañó a la mesa de mejor ubicación, cerca de la ventana desde donde apreciarían la noche parisina. Francesca se preguntó a cuántas mujeres habría llevado al famoso restaurante. Casi al final de la cena, como la encontraba callada y seria, Al-Saud le preguntó qué le pasaba.

—Pensaba en la cantidad de mujeres que debes de haber traído a este sitio.

Kamal sesgó los labios en una sonrisa taimada mientras encendía un cigarrillo, y su actitud displicente acendró la rabia en ella.

—Me gusta que seas celosa; una vez más demuestras el fuego que hay en tu interior, que no se limita a la cama, por lo que veo. Sí, es verdad, he traído aquí a muchas mujeres, mujeres hermosas, mundanas y divertidas; he pasado momentos agradables con ellas y sé que ellas han disfrutado conmigo.

Francesca lo miró fijamente y Kamal volvió a sonreírle con ironía.

—Sí, muchas mujeres —repitió, más para sí—. Muchas en verdad, pero puedo jurarte por la memoria de mi padre que a ninguna le dije que era y que sería el único y verdadero amor de mi vida. Eso sólo puedo decírtelo a ti. A ti, a mi esposa, Francesca Al-Saud, que se unió mí a pesar de todo, a pesar de conocer mi carácter, mis orígenes y mi vida de locos, a pesar de haber sufrido como sufrió por mi causa y de las diferencias que nos separan.

Francesca abandonó la silla y, haciendo caso omiso a las miradas escandalizadas de los comensales, que hacía rato lanzaban vistazos de recelo a la mujer blanca con el hombre de tocado, se sentó sobre las rodillas de Al-Saud, le tomó el rostro entre las manos y lo besó.

Esos días en París, Francesca los recordaría como de los más felices de su vida. Invadidos de una continua sensación de plenitud, reían por tonterías, encontraban placer en cosas simples y proyectaban el futuro que sólo deparaba buenos momentos. Veían el mundo a través de otro prisma. La pasión se desataba sin continencias y hacían el amor a cualquier hora del día. Kamal era un buen maestro y Francesca aprendía rápidamente. Le gustaba complacerlo, y más le gustaba cuando él se mostraba tan preocupado por hacerla gozar.

—Nunca te daré una excusa para que me abandones —le aseguró una noche—: tendrás dinero a manos llenas y placer en la cama como ninguna mujer ha tenido. No encontrarás en otro lo que yo puedo darte. Tenlo por seguro.

—Ya lo sé —aseguró Francesca, con acento benevolente—. Ya me lo habías dicho. Y yo te creo.

A veces, Kamal se despertaba de madrugada y se quedaba mirándola con la cabeza apoyada en la mano. Así dormida, con las facciones relajadas y ese halo de inocencia que la circundaba, parecía una quinceañera. Se imaginó dentro de algunos años, él ya casi un viejo, ella en el apogeo de su hermosura y madurez, y con todo no dudó de que lo seguiría amando, viejo como sería. Dudar de Francesca le parecía una traición.

—¿Por qué no duermes? —lo sorprendió una vez, devolviéndolo de sus reflexiones.

—Te miraba y pensaba que podría quedarme aquí contigo toda la eternidad. Si estoy contigo no me importa dónde me encuentro.

—Te importa —rebatió ella, y le acarició la mandíbula—. Para ti no es lo mismo estar en cualquier parte, no mientras exista Arabia. Debemos volver a Riad. Presiento que si, por mi culpa, no volvieses a tu patria, terminaría perdiéndote.

—Nunca me perderás —dijo con severidad—, ni siquiera por Arabia. Quizá algún día regresemos, no ahora —agregó, con un gesto que indicaba que no volvería a referirse a esa decisión.

—Jacques me contó que una creencia beduina dice que una vez que una persona ha visto el desierto, regresa y se queda para siempre. ¿Es cierto?

—Sí, es cierto. Pero por ahora nos quedaremos aquí —insistió—. Más ahora que tu amiga Sofía y su futuro esposo vendrán a vivir a París. —Francesca medio se incorporó y Kamal la obligó a que se recostara nuevamente—. Le ofrecí a Nando un trabajo aquí, en mis oficinas de París. Él aceptó y tengo entendido que Sofía está muy conforme.

Francesca lo miró a través de lágrimas. Le acarició la mejilla y Kamal le besó la mano.

—Mi árabe galante —dijo—. Sé que lo has hecho por mí, para que tenga a mi amiga más querida cerca de mí y de ese modo no me sienta tan sola en esta ciudad.

—Claro que lo he hecho por ti. Siempre estás primero en mis pensamientos. Pero también creí que un distanciamiento entre Sofía y su familia no vendría mal.

—¿Cuándo llegarán?

—Nando me pidió dos meses. Se casarán en Córdoba y luego vendrán a París.

La boda según el rito islámico se realizó en El Cairo. Zila, hermana mayor de Fadila, casada con un potentado industrial egipcio, ofreció su mansión en los suburbios de la ciudad, y Kamal aceptó de buen grado. Llegaron una tarde en el
jet
de Al-Saud. Francesca se encontraba presa de los nervios, Kamal, relajado y feliz al reencontrarse con su familia.

Las hermanas, sobrinas y cuñadas de Kamal se encargaron de Francesca y la llevaron de compras al zoco de El Cairo, donde la abarrotaron de telas, alhajas y perfumes. Durante esos días, Fadila se mantuvo a distancia, ocupada en otros detalles de la boda, y confió la atención más personalizada de su futura nuera a Zora, la esposa de Faisal. La tensión se percibía en el ambiente, aunque Fadila se esforzaba por mostrarse gentil y considerada. A veces miraba a Francesca y, pese a su orgullo, admitía que era hermosa y simpática; había demostrado ser fértil y amaba a Kamal. De todos modos, le costaba aceptar que su primogénito y único hijo varón se uniría a una plebeya, y peor aún, católica. Callaba y rumiaba su descontento en soledad, pues sabía a quién elegiría Kamal en caso de un enfrentamiento.

A Francesca, Zora le agradó desde el primer momento y le resultó de gran apoyo los días previos a la boda, durante los cuales, según el rito, le prohibieron ver al novio. Fueron tres largas y agotadoras jornadas sin Kamal en las que se sucedieron las ceremonias y las fiestas exclusivamente de mujeres. La mañana del cuarto día, después de que Fadila presentó a Francesca la diadema de brillantes y zafiros que su hijo le ofrecía para desposarla, Zila, Fátima y Zora se afanaron en prepararla para el matrimonio que se celebraría al mediodía. La depilaron con un mejunje de melaza y aceites aromáticos que le dejó las piernas suaves como seda; le rasuraron el pubis, una costumbre ancestral que, según explicó Zora, los árabes encuentran muy excitante; la bañaron y perfumaron, la vistieron y peinaron, y, por último, se dedicaron al maquillaje, todo un arte en el cual Zila se desempeñaba con maestría. Le unieron la línea de las cejas, lo que le recordó a un retrato de Frida Kahlo; le destacaron los ojos con
khol
y sombra rosa, que entonaba con los colores del vestido. Cargaron varias jeringas con una pasta carmesí similar al lacre y le dibujaron filigranas y pequeñas flores en dedos y manos, sobre la frente y el pecho. «Sale con agua», le susurró Zora, para tranquilizarla. Francesca se miró al espejo y no le agradó lo que vio: era la antítesis de una novia occidental. «Si me viera mi madre», gimoteó.

—Eres la novia más hermosa que yo haya visto —la alentó Zora, mientras le colocaba la diadema de brillantes y zafiros sobre el velo—. Kamal morirá de amor por ti.

Kamal la encontró fascinante cuando la vio aparecer en medio de un mar de flores sobre parihuelas. Los sirvientes apoyaron la angarilla sobre el piso, y el abuelo de Kamal, el jeque Al-Kassib, que había abandonado la tribu para asistir a la boda, se apresuró a ofrecerle la mano y conducirla hasta su nieto. El derviche recitó su parte, y Francesca contestó, en un árabe mal pronunciado, aquello que Zora le había indicado.

Los festejos comenzaron alrededor de las dos de la tarde y terminaron al día siguiente, al alba. Había muchísimas personas, y Francesca, que sólo conocía a unas pocas, se sentía perdida. Aferrada a la mano de Kamal, se dejaba conducir por los salones y el parque mientras él le presentaba a los parientes. No se comentó la ausencia de Saud ni la de su esposa e hijos porque se conocían las diferencias irreconciliables que existían entre los dos hermanos. Sí preguntaron por Mauricio Dubois, acostumbrados a encontrarlo en las celebraciones importantes de familia. Pero ya se había producido el presagiado golpe de Estado en la Argentina; depuesto Frondizi, había tomado su lugar el vicepresidente José María Guido, junto al caos y a la confusión que reinaban de facto. En consecuencia, la Cancillería había convocado a Mauricio, que debió viajar a Buenos Aires.

Al caer el crepúsculo, Kamal llevó a Francesca a una habitación apartada y silenciosa donde Marina aguardaba desde hacía unos minutos. Francesca se emocionó hasta las lágrimas al verla y se le aferró al cuello con desesperación, en parte porque Marina pertenecía a su mundo, ese mundo que ella conocía tan bien. Un alivio le colmó el espíritu y pudo volver a la fiesta con mayor seguridad.

—Tu esposo me llamó por teléfono la semana pasada y me pidió que viniera. Él pagó el pasaje en avión y el hotel. Me pidió también que no te dijera nada para que fuera una sorpresa. ¡Cómo te ama ese hombre, amiga! Eres muy afortunada por ser su esposa. Nunca me habías dicho que era tan buen mozo y elegante. ¡Qué ojos, mi Dios! ¡A ver si consigo cautivar a alguno de estos árabes, que hay y de sobra! Lo mínimo que pretendo es que me rapte y me desvirgue en un oasis.

—La mezcla mejora la especie humana, hijo —manifestó Yusef Zelim, el esposo de tía Zila, a Kamal en el otro extremo de la mesa, y le guiñó un ojo antes de agregar—: Admito que has elegido el mejor ejemplar de mujer occidental que yo haya conocido.

Se comía, se bailaba, se cantaba, y, mientras algunos reponían energías, otros seguían comiendo, bailando y cantando, nunca cesaba el movimiento ni el ruido. Fátima reclamó a Francesca para sí y la llevó a la mesa de las matriarcas más importantes, donde se encontraba Juliette, tan fuera de sitio como ella. Juliette, sin embargo, la sorprendió al manifestarle que disfrutaba entre aquellas mujeres. Francesca, en cambio, juzgó intimidante al grupo de ancianas, que le hablaban al unísono, le tocaban el pelo y el género del vestido, se admiraban de la blancura de su piel y le quitaban y ponían la diadema. Terminada la minuciosa inspección, Fátima le aseguró que las matriarcas la habían aceptado como nuevo miembro de la familia.

Kamal la arrancó de la fiesta y se la llevó al centro de El Cairo, donde había reservado una habitación en el mejor hotel.

—Tu tía Zila nos había preparado una recámara en su casa para la noche de bodas. Se enojará conmigo, pensará que yo te he disuadido.

—Mi tía Zila sabrá muy bien que he sido yo el que tomó la decisión de pasar la noche en un hotel. Además, no quiero testigos. No conoces las costumbres de mi pueblo. Habrían estado todas pendientes detrás de la puerta esperando comprobar mis dotes viriles.

—En el pueblo de mi madre, en Sicilia, se espera que, al día siguiente de la boda, el marido cuelgue la sábana con la mancha de sangre en la ventana, por las mismas razones que tus tías nos habrían espiado.

—Ya ves, no somos tan distintos después de todo.

No se habían visto en tres días y, al cerrar la puerta de la habitación del hotel, fueron asaltados por un deseo carnal que, satisfecho, los dejó extenuados.

Other books

Short Back and Sides by Peter Quinn
The Black Ships by A.G. Claymore
Invisible Man by Ralph Ellison
Sexual Politics by Tara Mills
Before Dawn by Bruce, Ann