Authors: Graham Brown
—Vienen las lluvias —insistió él—. Quizá mañana, tal vez pasado, pero están llegando.
Danielle puso toda su atención en los cielos, contemplando la fantasmal luna. Por primera vez desde que había empezado aquella locura, creía que, de algún modo, tal vez sobrevivieran.
La primera mitad de la noche fue tranquila, tal vez a causa de los fuegos, o quizá por el gran número de animales heridos la noche anterior. Pero ya avanzada la noche, los
zipacna
volvieron a merodear por las proximidades del claro. Las alarmas del perímetro se dispararon al menos diez veces, atrayendo cada vez cortas ráfagas de fuego; pero sólo por dos veces intentó alguno de ellos penetrar en el claro, y ninguna de las dos intentonas acabó bien.
Fiel a su palabra, Hawker los mató a los dos con letales disparos de su fusil Barret. El primer
zipacna
simplemente cayó y se quedó quieto, inmóvil; mientras que el segundo literalmente explotó, hecho pedazos como un plato de arcilla en un campo de tiro. Después de eso los animales fueron más cautos, y se quedaron tras la primera línea de árboles, lejos de la parpadeante luz de los fuegos y del penetrante rayo color rojo, del láser de la mira. Al amanecer se habían ido, y el equipo del NRI se puso manos a la obra.
Al ir rompiendo el día, empezaron a llevar sus armas y munición a la parte más alta del templo, que era el punto que iban a defender hasta el fin.
El plan era muy simple: mantener a los
zipacna
alejados, hasta que llegasen las lluvias. Encima del templo estarían en posesión del terreno más alto, con un perfecto campo de visión; para volver a su subterráneo, los
zipacna
iban a tener que, literalmente, asaltar el castillo. Inicialmente pensaron que una carga de las bestias podría llegarles desde cualquier dirección; pero, mientras McCarter examinaba los costados del templo, se sintió súbitamente agradecido a los mayas por su habilidad como constructores. Las tres caras sin escaleras estaban muy inclinadas, con un ángulo de al menos setenta grados o más, formadas por piedras perfectamente ajustadas, lisas y resbaladizas. A pesar de la increíble habilidad escaladora de aquellas bestias, dudaba que pudieran subir por aquellas paredes. Eso reducía la principal amenaza a un ataque frontal, escaleras arriba.
Para defenderse contra eso, cavaron un foso poco profundo a unos tres metros por delante del escalón más bajo. Lo tapizaron con hojas de burbujas y bolsas de basura, que habían llevado para proteger los hallazgos y otros tesoros. Finalmente, llenaron el foso de gasoil, colocando al lado uno de los dos barriles que aún tenían intactos y llenos. Y dispusieron, en varios puntos a lo largo, los explosivos de Kaufman. Como defensa adicional recolocaron las puntas de metal y otros obstáculos en la parte más cercana al foso.
Trabajaron todo el día sin parar, apenas si dándose cuenta de cómo se iba borrando el color del cielo. A media tarde el horizonte era de un blanco bilioso y el aire estaba espeso con una neblina. Ya no se veían las colinas que antes se divisaban desde lo alto del templo, y el sol era un perfecto disco naranja, desprovisto de su brillo, flotando en un proceloso mar blanquecino de nubes.
A esas alturas cada uno de los componentes del grupo se había dado cuenta de lo que Hawker ya había descubierto la noche anterior: que llegaban las lluvias y que las lluvias les salvarían… si es que podían resistir lo bastante. Pero también sabían que la amenaza de la tormenta iba a atraer a los
zipacna
hacia casa, llamándolos como el sonido de una sirena; todos ellos se dirigían hacia el único lugar en el que podían hallar refugio en diez mil kilómetros a la redonda.
En medio de la jungla pluvial Hawker y Danielle trabajaban con los sensores, tratando de recalibrarlos para que controlaran los árboles, además del suelo. Hawker vigilaba, acompañado por el más sano de los pastores alemanes supervivientes, mientras Danielle trasteaba con los controles de los detectores de movimiento. Se iban moviendo de sensor en sensor, llamando a Brazos para que apagase la red momentáneamente y luego volviéndole a llamar para que la conectara de nuevo, una vez recalibrado el aparato.
Realizaron los primeros cambios sin problemas, pero en el cuarto una descarga de electricidad estática saltó entre el control del aparato y el dedo de Danielle.
Brazos llamó al instante por radio:
—¿Qué han hecho? ¡La pantalla entera se ha vuelto loca!
Danielle se echó atrás y Hawker llamó por radio al porteador:
—¿Qué tal se ve ahora?
Hubo una pausa mientras Brazos comprobaba la pantalla.
—Está bien —dijo, con evidente alivio.
—La humedad hace que haya mucha más estática —le dijo Hawker a Danielle—. Quizá sea mejor que te apresures…
Ella le lanzó una mirada sesgada y habló de nuevo por su radio:
—Apáguelo.
Allá en el claro, Brazos movió una clavija y la pantalla se puso negra. Durante el siguiente minuto estarían sin ojos, y Brazos se había dado cuenta de que no podía quedarse mirando a la pantalla negra ni siquiera por tan poco tiempo.
Paseó la mirada por el campamento. McCarter y el superviviente de los mercenarios de Kaufman estaban en lo alto del templo, instalando el rifle Barret. El doctor Singh estaba subiendo las escaleras, cargado con dos cajas de munición, mientras Susan rebuscaba entre las cajas de suministros, por si aún quedaba algo que pudiera serles útil. Cerca, Verhoven hacía trabajar a Devers de un modo inmisericorde, obligándole a apilar piedras en un trineo improvisado que luego tenía que arrastrar y descargar en el foso. Una docena de viajes había dejado al lingüista empapado en sudor y con su herida en el hombro sangrando a través de la gasa.
Cerca de ellos el otro perro superviviente estaba sentado tranquilamente, lamiéndose su propia herida vendada.
Brazos cogió la radio:
—¿Puedo conectarlo ya?
En el bosque, Hawker miró a Danielle:
—No quiero meterte prisa, pero…
Danielle le ignoró mientras se peleaba con los pequeños controles. Finalmente, se apartó del sensor.
—Ya debería funcionar…
Hawker apretó el botón de hablar:
—Conéctelo.
La respuesta le llegó en un tono de incertidumbre:
—Más estática. Creo que esta vez es en el Sector Dos.
El Sector Dos estaba en el extremo opuesto del círculo.
—No tiene sentido, aún no hemos llegado allí. Probablemente está haciendo algo mal…
Hawker alzó la radio para volver a llamar a Brazos, pero antes de que pudiera hacerlo el pastor alemán que tenía al lado se puso rígido. Un segundo más tarde les llegaron ladridos del otro perro desde el claro, y el que estaba junto al piloto echó a correr hacia su compañero. Hawker y Danielle corrieron tras él.
La sirena aérea resonó en el claro cuando una de las bestias salió de entre la espesura y corrió a través del espacio abierto, dirigiéndose al templo. Atrapada en medio, a Susan le entró el pánico; dejó lo que estaba haciendo y corrió hacia McCarter, sin darse cuenta de que, involuntariamente, se cruzaría en el camino del animal
Verhoven le gritó, pero ella ya no atendía a razones. El sudafricano agarró su escopeta, apuntó al
zipacna
y disparó. La sólida posta Brenekke de plomo le dio a la bestia y le cuarteó el caparazón, pero salió rebotada y, al no penetrar, no detuvo al animal. Sin su mano sujeta con cinta americana al arma, Verhoven no podía recargar.
La bestia saltó.
Verhoven la golpeó con la escopeta, usándola como una maza, pero el
zipacna
siguió adelante a pesar del golpe, derribando al sudafricano al suelo y ensañándose con él.
Brazos era el que estaba más cerca: disparó y el
zipacna
se medio volvió hacia él.
En el breve instante en que el animal no estuvo encima de él, un ensangrentado Verhoven se empujó hacia atrás con las piernas y tomó de su cinto la pistola de Hawker.
El animal se volvió y de nuevo se abalanzó sobre él, con sus abiertas fauces descendiendo justo mientras Verhoven alzaba la pistola; se la metió en la boca y apretó el gatillo.
La coronilla de la bestia saltó hecha trizas y su cabeza se inclinó lateralmente, arrancando la pistola y grandes pedazos de carne del brazo del sudafricano, tras lo que el animal retrocedió un paso y cayó de costado.
Hawker llegó hasta él unos segundos más tarde, abrumado por el daño que le había causado el
zipacna
: Verhoven había conseguido proteger su cara y su cuello, pero la sangre salía a borbotones de una herida en su costado y brotando también de una arteria rota en su antebrazo.
El piloto rasgó un pedazo de la camisa del sudafricano para hacerle un torniquete, mientras gritaba llamando al doctor Singh.
La cabeza de Verhoven se inclinó y se miró el brazo y el costado.
—Demasiado tarde —dijo—. Es demasiado tarde para eso…
Hawker le ignoró, atornillando el jirón de tela alrededor de su brazo.
—Para —le dijo Verhoven—. ¡Joder, te digo que ya es muy tarde!
Hizo una pausa para coger aliento.
—Mejor irse así. Mejor que en una casa cualquiera, en algún lugar…
Hawker apretó más el torniquete y miró a Verhoven. Ya era un fantasma…
Su voz se convirtió en un áspero susurro:
—¿Perdonados todos los pecados? —le preguntó.
Hawker miró a su viejo amigo, a su viejo enemigo. Sabía que se estaba muriendo. Negó con la cabeza:
—No hay nada que perdonar.
Casi imperceptiblemente, el sudafricano asintió.
—Maldita sea, así es… —luego, mientras Danielle se acercaba, agarró a Hawker por la camisa y le dijo—: Acaba esto. Acábalo tú: lleva a esta gente a casa.
Verhoven le dio un tirón, como para enfatizar la orden. Pero su mano había empezado a perder fuerza. Siguió agarrado un momento, mirando a Hawker, y luego su mano cayó, quedando sobre el polvo con la palma hacia arriba. Exhaló un dolorido aliento y luego, con sus ojos aún abiertos, Pik Verhoven murió.
Hawker no podía apartar la vista de él.
La voz de Brazos rompió el silencio.
—Será mejor que vengan aquí —dijo—. Más vale que vean esto…
Tanto Danielle como Hawker miraron a Brazos. El porteador seguía ante la consola de defensa, con una expresión seria en el rostro.
Hawker se volvió de nuevo hacia Verhoven, alargó la mano y le cerró los ojos. La negra pistola que le había dado yacía junto a él, la agarró y caminó hacia la consola.
Estaban apareciendo blancos, ya al menos una docena, reuniéndose de nuevo en el borde oeste. Su número aumentaba con rapidez, como si estuvieran agrupándose para atacar en masa.
Hawker se preguntó a qué estarían esperando. Fuera lo que fuese, no iban a esperar mucho más. La sombra que había encima de ellos se había espesado hasta ser una sólida capa y, prácticamente, el sol había desaparecido. Pequeñas nubes negras se deslizaban bajo el cada vez más oscuro y gris firmamento. A punto de que estallara la tormenta a todos ellos, bestias y hombres, se les había acabado el tiempo.
Hawker le echó una mirada a la pantalla del ordenador: la radiación ya casi la había destruido, pero por lo que aún podía ver, cada vez eran más las criaturas reunidas en el borde oeste.
—Id al templo —le dijo a Danielle.
Ella miró a la pantalla:
—No me voy a ir.
Hawker señaló a Brazos:
—Él no podrá llegar si no le ayudas.
Ella asintió de mala gana.
—Llenad el foso y prendedlo —añadió—, y daos prisa: no nos queda mucho tiempo…
Danielle asió a Brazos y le ayudó a ponerse en pie.
—Vamos —le dijo. Comenzaron a caminar, y los dos perros les siguieron.
Hawker miró hacia la línea de los árboles. Bajo el cielo que se iba haciendo más y más gris, los árboles habían empezado a moverse a causa de la brisa. En los huecos entre sus troncos vio movimientos, más que formas. Los animales estaban allí, tomando posiciones, gruñendo y llamándose los unos a los otros. Parecían nerviosos, dubitativos: quizá fuera por los fuegos, porque la luz del día aún dominaba el claro o por la muerte de la primera bestia, pero algo parecía retenerlos.
Fuera lo que fuese, no iba a durar. El cielo se estaba oscureciendo por momentos, y el viento había arreciado: era una brisa fría, producto de las corrientes descendentes de la tormenta que se estaba acercando. Hojas y pequeñas ramas llegaban volando a través del claro, rebotando de un modo desordenado. Pronto habría un momento decisivo, cuando ni la luz del sol ni la lluvia estuviesen presentes. Entonces intentarían llegar al templo.
—Vamos a ver si puedo daros otra cosa en la que pensar —dijo Hawker, mientras lanzaba una rápida ráfaga en dirección a la manada, y luego unos disparos al barril de gasoil que quedaba, situado a mitad de camino entre él y la selva.
El barril estalló con estruendo y las bestias se dispersaron, pero pronto se volvieron a reunir y, poco después, una de ellas salió de entre los árboles.
Hawker se la quedó mirando boquiabierto: era un monstruo del tamaño de un antiguo caballo de guerra romano, alto de lomos, ancho y anguloso. Sus fauces se abrían un poco cuando respiraba, dejando al descubierto sus colmillos como dagas. Se alzó por un momento sobre sus patas traseras, olisqueando el aire, como si fuera una repugnante gárgola tallada en alguna piedra negra volcánica.
Más allá, un ejemplar algo más pequeño atravesó el lindero de la jungla, gruñendo bajo, con las hileras de cerdas de detrás de su cabeza moviéndose de un lado a otro como cañas al viento. Los ojos de ambos animales fueron de Hawker al furioso fuego de gasoil, y hasta el templo de detrás.
El piloto puso la mano en una granada de concusión, la soltó de su correaje y tiró de la anilla. Con sus ojos en la bestia más grande, la lanzó hacia los árboles, mirando como los animales la seguían con la mirada por el aire. Cuando estalló junto a ellos, al mismo tiempo abrió fuego.
Sangre oscura y trozos de hueso saltaron por todos lados cuando las balas blindadas de Hawker hicieron impacto en la bestia más grande. Cayó donde estaba, como si le hubiesen segado las patas. El segundo animal giró para volver a la selva, pero se desplomó bajo una lluvia de balas cuando estaba entrando en la espesura.
Asustados por el ataque, algunos de los
zipacna
retrocedieron, pero algunos otros cargaron. A los primeros les fue mejor: Hawker fue acabando con las bestias que cargaban, en rápida sucesión, con una puntería tan fría y certera como si de una máquina de matar se tratase.