Esos crímenes energizaron al Soviet de San Petersburgo, que en las semanas y meses sucesivos formó milicias obreras y se empeñó en conseguir armas por todos los medios legales o ilegales a su alcance. Entre los militantes del campo revolucionario se tenía la impresión de que por fin venía algo distinto. Mi pecho mantenía una taquicardia permanente y tuve que consular a un médico, que me prescribió sedantes. Ese año prometía dar una vuelta de página a la historia.
Mientras, Yuri Gapon recorría varios países. Se entrevistó con Plejánov, Lenin, Kropotkin y también con otras figuras no rusas como Jean Jaurès y George Clemenceau. Repetía los detalles de su trágica epopeya como un poema aprendido de memoria. Fundó un santuario en Ginebra, al que ninguno de mis amigos quiso acercarse siquiera, y otro en Londres. En septiembre le otorgaron permiso para volver a Rusia, gracias a que no había interrumpido su discreta correspondencia con la
Ojrana
. El gobierno le garantizaba su seguridad si no irritaba al régimen y facilitaba la delación de revolucionarios. Yuri Gapon estaba encadenado a una contradicción: era un sincero pope de la reaccionaria iglesia ortodoxa, pero deseaba mayor justicia social. El pobre creía que su ambivalencia beneficiaría a los trabajadores y sería grata a los ojos de Dios.
Años después, en un encuentro con Víctor Adler en su confortable estudio, me sorprendió con una reflexión dura.
—¿Sabes? Yuri Gapon se ha declarado socialdemócrata. ¡Un pope socialdemócrata! No me alegra. Al contrario, me da lástima… Si hubiera desaparecido para siempre en la masacre del Domingo Sangriento, habría dejado una hermosa leyenda. En el destierro, en cambio, hizo el ridículo. Mire usted —añadió, y el fuego que había en sus ojos explicaba la crueldad de su ironía— …a hombres como ése conviene tenerlos de mártires, no de compañeros en el partido.
Como si sus palabras hubiesen sido adivinadas previamente por el diablo, a las pocas semanas de regresar, Gapon fue ahorcado en un cottage cercano a San Petersburgo. Se dijo que lo liquidaron sus propios seguidores, indignados por la continuidad de sus vínculos con los represores. Otros afirmaban que fue obra de la implacable
Ojrana
, famosa por sus maldades, no por su clemencia.
Fugitivo
Rusia-Finlandia
(1905-1906)
Ensayo de revolución
Decidimos correr el peligro de regresar. Primero nos dirigimos a Ucrania, con pasaportes falsos, desde luego. Yo no ocultaba la emoción de volver a respirar el aire de mi infancia. Pero tuvimos que peregrinar de ciudad en ciudad y de cuarto en cuarto. En Kiev conseguimos pasar unos días en la casa de un abogado loco que tenía miedo hasta de su sombra y nos espiaba de día y de noche. Nos despertó con una vela para verificar si éramos los mismos. Natasha se incorporó de golpe y la vela cayó sobre la sábana, que en el acto empezó a arder. Pegué con mi almohada al centro del fuego y enseguida Natasha me ayudó con otra almohada, hasta que desapareció el peligro. El abogado pidió temblorosas disculpas mientras sus dedos sudados tanteaban las paredes para encontrar la puerta. A la mañana siguiente salimos en busca de otro alojamiento. Lo encontramos en casa de un profesor de la Escuela Técnica. Pero la habitación era una buhardilla de techo tan bajo que había que caminar con la cabeza encorvada hasta la pelvis. Había una gotera y descomponía la humedad. Entonces nos mudamos a la vivienda de una viuda que decía ser liberal y nos recibió con infrecuente simpatía. Una semana después llegaron de improviso sus sobrinos de Crimea y, con las manos en oración, pidió que le dejásemos el cuarto.
Un camarada me advirtió que la policía tuvo noticias de nuestra presencia y nos andaba buscando. Cambié de nuevo el corte del pelo y me afeité bigote y barba: parecía más joven. Lo único que no podía abandonar eran los anteojos. Natasha consiguió a bajo precio vistosa ropa usada para ambos, así lucíamos como burgueses adinerados. Actualizamos la foto de nuestros documentos con la ayuda de un hábil falsificador. Por suerte ocurrió algo providencial.
El director de una clínica de ojos donde tuve que hacerme examinar por una herida en la córnea se dio cuenta de nuestra filiación real y dijo que era un discreto revolucionario.
—¿Discreto?
Tras media hora de charla, emocionado por el nomadismo que estábamos sufriendo, propuso darnos refugio transitorio en su clínica.
—¿Cómo?
—Déjenlo en mis manos.
Nos prescribió a los dos un tratamiento especial, que explicó en su jerga a los colaboradores de la institución. Dijo que le interesaba nuestro caso y quería atenderlo de forma exclusiva. Fuimos instalados en un pequeño cuarto con olor a medicamentos. La enfermera venía cuatro veces por día a darnos baños de pies y lavarnos los ojos. Me curé de la herida, pero no aguantaba el encierro. Natasha bromeaba diciendo que nunca tuvimos los pies más limpios. Retomó sus dibujos y acuarelas, yo pude reiniciar mis lecturas.
En Kiev funcionaba una imprenta clandestina que, a pesar de la furia de las pesquisas y detenciones, seguía produciendo hojas ante las narices de la autocracia. Allí se imprimían las proclamas que comencé a escribir en el sanatorio. Pero cuando eran extensas pasaban a manos de un ingeniero que disponía de otra imprenta más sofisticada en el Cáucaso. Había confeccionado una red de vínculos que lo ligaban con los barrios obreros de varias ciudades. Era un artista de las relaciones públicas. También dirigía empresas de alto riesgo: grupos de choque, compras de armas y preparación de explosivos.
Antes de marcharnos a San Petersburgo, ese ingeniero-impresor nos hizo llegar una lista con nombres y direcciones. La personalidad más conveniente en la capital imperial era Alejandro Litkens, médico de la Escuela de Artillería, nada menos. Partimos con la satisfacción de haber activado la lucha obrera en Ucrania.
En el tren acaricié la mano de Natasha.
—Ahora nos esperan más sorpresas —dije.
—Tus sorpresas ya no me sorprenden…
—¿No estás arrepentida de haberme conocido?
—¡Ésa sí fue una sorpresa!
El departamento del doctor Litkens estaba en el mismo campo de la Escuela de Artillería. Nos recibió con afecto y una irreal seguridad. Dijo que tenía dispuesto un cuarto para nosotros.
—Pero vivir aquí es como hacerlo en la casa de un comisario leal al gobierno.
—Yo tengo fama de ser leal al gobierno.
—Lo felicito. No debe ser fácil, recibiendo gente como nosotros.
—No es fácil. Pero deberán cumplir con la serie de recaudos. ¿Están dispuestos al sacrificio de la simulación?
—El teatro me fascina desde la adolescencia.
—¡Buen dato!
En esa residencia vivimos el resto de ese año crucial. A veces llegaban por sorpresa, rozando los ojos de la guardia, tipos que jamás habían pisado la Escuela. Quizás el mayor secreto consistía en que todo el personal simpatizaba con este médico por su bonhomía y caballerosidad. ¿Ésa era su armadura de acero? Con Natasha susurramos con preocupación que no terminaría bien.
Me puse a trabajar con los grupos revolucionarios. Salía vestido de aristócrata y llegaba a los encuentros clandestinos haciendo dos o tres postas que desorientasen a probables espías. Cediendo a mi insistente presión, tanto bolcheviques como mencheviques se unieron para impulsar el boicot a la Duma, rebajada a mera institución consultiva. Era un modo de hacerle saber al régimen que se pretendía una democracia en serio.
Natasha fue detenida en un parque. Litkens trató de averiguar su paradero.
—Mientras —me dijo con inusual nerviosismo—, usted tiene que hacerse humo.
—¿Y abandonarla?
—Cientos de hocicos husmeaban los alrededores. Váyase a Finlandia, yo seguiré los rastros de su mujer.
—¿Lo promete?
Asintió con la cabeza y me dio su mano.
En menos de una hora ya tenía el pasaje y esperaba en la estación de ferrocarril. En mis pesadillas sufrí los tormentos que tal vez aplicaban a mi dulce retratista. Apenas pude, envié mensajes a Litkens y el polivalente ingeniero-impresor para que no cesaran en sus esfuerzos de liberarla. Luego de cruzar la frontera e instalarme en un albergue, daba largos paseos por los bosques y un lago próximo. Intentaba concentrarme en las bellezas naturales —como me había enseñado Alexandra— para distraer mi mente. Devoraba los periódicos que llegaban desde lejos y muy tarde, pero me permitían seguir la caprichosa formación de partidos revolucionarios en diversos lugares de Rusia. En esos días avanzaron mis ideas sobre las fuerzas que latían en la sociedad rusa y las perspectivas de una inminente revolución. Me parecía que, poco a poco, se estaban abriendo las compuertas de un salto hacia la democracia.
Quien ha visitado Finlandia sabe que regala paisajes de ensueño: suaves colinas, bosques, lagos de un azul intenso, aire transparente. En octubre fui a instalarme en una pensión recoleta llamada Rauha, que quiere decir “descanso”. Era grande y permanecía desierta durante el otoño. Un escritor sueco y una artista inglesa de teatro se habían marchado sin pagar. El dueño partió en su busca con una escopeta. La dueña estaba enferma de muerte en su cama y el corazón sólo funcionaba con sorbos de champán, según prescribió un curandero. Falleció cuatro días después de mi arribo, mientras su esposo corría tras los fugitivos. Sobre mi cuarto, pues, yacía su cadáver, porque el único empleado que había quedado en la solitaria pensión era un hombre viejo que, para colmo, había partido a Helsingfors para convencer a su propietario de que debía regresar. Sólo me acompañaba un chico adoptado por los dueños, que se pasaba la noche y el día en una cocina excavada unos metros bajo tierra. Le pregunté qué haría con el cadáver y me dijo que ya lo había metido en un cajón.
Empezó a nevar. Los árboles quedaron envueltos por un sudario. Los días se acortaban con rapidez. No se oía un solo ruido. El muchacho, por suerte, cocinaba para ambos con las provisiones que sobraban en el almacén de la pensión. Yo seguía escribiendo y daba paseos con una montaña de pieles sobre los hombros. Al anochecer llegaba el cartero con periódicos de San Petersburgo. En ese momento se me aceleraban los latidos. Las huelgas se multiplicaban por todas partes. Era innegable que avanzaba la revolución. Un telegrama me hizo saltar de alegría: Natasha estaba a salvo.
Pedí la cuenta al chico, busqué un caballo y dejé esa burbuja de paz. Fui a la estación más cercana y regresé a San Petersburgo por tren. Ya en el viaje olfateé un ambiente de revuelta. Hablé con varios pasajeros, que me colorearon el paisaje político, las huelgas, la inseguridad, la represión. Apenas descendí y, antes de dirigirme a lo del doctor Litkens, apuré mis pasos rumbo al Instituto Politécnico, donde solían realizarse los mitines más rabiosos de la capital. Empujé hasta subir a la tribuna. El fuego me quemaba la garganta y enardecí a la audiencia. Mi oratoria se había fortificado con el descanso en Finlandia.
La cadena de huelgas que había arrancado en Moscú se extendía por todo el país. Sus reivindicaciones dejaban a un lado la prudencia inicial y manifestaban una clara intención política. En muchas ciudades hubo choques con tropas. El arcaico absolutismo comenzaba a perder fuerza y, para ganar tiempo, efectuaba transitorias retiradas tácticas. El ministro Witte, en un rapto de sinceridad, denunció que el Palacio de Invierno era “un nido de cobardía y ceguera, de estupidez y felonía”. Yo me froté las manos, nadie lo pudo describir mejor.
El Soviet de San Petersburgo era presidido por un abogado temeroso, una suerte de suma algebraica entre el pope Gapon y referencias socialistas. La detención de ese infeliz por parte de la
Ojrana
fue providencial, porque imponía elegir una nueva Junta. Como resultado de mis incendiarias piezas oratorias, sucedió algo que no se había dejado ver ni siquiera en mis sueños. ¡Fui elegido presidente del Soviet! ¡Yo, un jovencito, Presidente del Soviet! No podía dar crédito al resultado de la elección. Ya mi candidatura me había parecido alocada, pero obtener el primer lugar no entraba ni en los registros de una fantasía. Sobraba gente más capaz y experimentada. Debía haber errores, un nuevo escrutinio los develaría. Iánovka, Bobrinez, Elizavetgrad, Nikolaiev, Odesa y los monstruos del Instituto, la granja de Franz, Usti-Kut y los lobos de Siberia aullaban asombro dentro de mi cerebro convertido en un hirviente caldo. Llegábamos a la culminación de ese curioso 1905, imposible de olvidar en el futuro.
Natasha había sufrido un encierro durante unos meses, al cabo de los cuales fue enviada a una aldea solitaria bajo vigilancia policial. Las gestiones de Litkens y el ingeniero-impresor lograron hacerla retornar a San Petersburgo. Convenía alejarnos de la Escuela de Artillería y alquilamos un cuarto en lo de un caballero especulador de Bolsa por recomendación de un cochero que asistía a nuestros mitines clandestinos. Nos recibió desconfiado. Vestía con elegancia, pero sus negocios iban de mal en peor. A veces aparecía con la corbata desanudada y la chaqueta en la mano. Odiaba a todos los inquilinos que había aceptado en su casa para ganarse unos rublos. Ni siquiera gastaba en periódicos, sino que los pedía prestados a Natasha. Un día ingresó en nuestro cuarto hecho una furia. Agitaba el diario y chilló apuntándome.
—¡Usted, usted, es un maldito!
Arrojó a mis pies el diario que contenía un artículo que yo había publicado con seudónimo. Se titulaba “¡Buenos días, porteros de San Petersburgo!” Era una crítica irónica y mordaz sobre la vida cotidiana.
—¿Lo ve? ¿Lo ve? ¡Hasta con los porteros se meten ya! ¡Si tuviese delante al presidiario que ha escrito esta basura, le digo que ahora mismo lo dejo seco! —sacó un revólver del bolsillo y lo blandió iracundo. No tenía idea de que ese presunto presidiario lo estaba mirando con desprecio y se alojaba en su propia casa.
Mientras, en el Soviet yo había adoptado el nombre de Ianovsky, por la aldea donde había nacido. En los periódicos había empezado a usar la firma de León Trotsky, que no abandonaría jamás. Colaboraba en tres diarios a la vez. La otrora pequeña
Russkaia Gazella
(Gacela Rusa) se convirtió en un órgano de prestigio. Su número de ejemplares vendidos ascendía brioso y llegó a cien mil. Un milagro. Pronto pudo rascar las alturas del medio millón. Las imprentas no alcanzaban para responder a la creciente adiposidad de las tiradas. ¿Quién vino a sacarnos de ese ahogo? El gobierno. ¿Cómo? Sí, el gobierno, porque prohibió su impresión y difusión. Como respuesta nació de inmediato otra iniciativa. Nació el ambicioso
Natchalo
(Comienzo), cuya tirada creció de manera fulminante y ya el gobierno no se animó a prohibirlo. Sus colaboradores parecíamos magos que convertíamos en oro cada artículo. En las esquinas y las estaciones de trenes impresionaban las filas que reclamaban ese periódico.