—¡Tengo que llevarte a la Academia!… ¡Para que la derribes!
En la siguiente conferencia descubrí a una muchacha de cabellos negros cuyos ojos tenían un encanto diferente al de las demás mujeres. Procuré descender enseguida de la tribuna y alcanzarla antes de que se fuera. Resultó sencillo acercarme, porque me estuvo esperando. Sonreía. Podía ser la sonrisa de una admiradora intelectual. Pero yo había aprendido a distinguir otros ingredientes más sutiles en el dibujo de los labios. Cuando estuve cerca, no supe qué decirle. Ella me tendió la mano y felicitó.
—Muy didáctico… Y apasionado.
“Apasionado”, reflexioné. Palabra que deriva de pasión. ¿Qué pasión cruza por la mente de esta bella muchacha?
Apasionado
Dejé a Jacques y demás admiradores con el apuro de un adolescente. La invité a caminar. Enfilamos hacia el Sena y cruzamos el Puente de las Artes. De reojo observé su perfil delicado, al que un rizo de cabello le acariciaba la mejilla. Casi siempre mantenía la boca entreabierta y se podían apreciar sus dientes pequeños y muy blancos. Conversamos sobre el Affaire Dreyfus y la valentía de Emile Zola. La bruma de la tarde, como una ceniza densa, emitía fosforescencias semejantes a débiles llamas dentro de una lámpara de vidrio. El universo se tornaba armónico, los árboles rodaban hacia el violeta y el cielo hacia un tornasol irreal. La ciudad mantenía su bullicio, pero a nosotros no nos llegaba. La voz de Natasha sonaba musical y su risa tintineaba. Recorrimos varias cuadras del Boulevard Montparnasse y luego regresamos al puente de los Orfebres. Nos inclinamos para mirar las aguas turbias del Sena. Acercamos nuestros cuerpos mientras permanecíamos apoyados sobre la baranda. Nuestras manos enguantadas se tocaron con cierta timidez. ¿Temíamos enamorarnos? Nos miramos con ganas de avanzar hacia al beso, pero un guiño invisible nos aconsejó esperar. Fuimos hasta Les Halles para gozar la típica
soupe a l’oignon
. Después la acompañé a su hotelito y quedamos en volver a encontrarnos al día siguiente en el jardín de Luxemburgo.
El sol fue generoso ese día, porque nos acompañó con un dorado suave, aunque invernal. Nos sentamos cerca de la fuente de Galatea. Miramos a los pájaros que desafiaban el frío y se lavaban en una fuente. Oleadas de pensamientos nos llevaron a sacarnos los guantes y estrechar las manos. Los dedos se acariciaban unos a otros y, por momentos, se apretaban; eran más valientes que nuestras bocas para expresar la atracción. Luego de contarnos algo sobre las respectivas historias —en la que mencioné a mis hijas, pero comencé a ser infiel al no emitir opinión sobre Alexandra—, urgía explorar la etapa siguiente. Nos estudiamos y, poco a poco, haciendo ceder resortes, aproximamos los labios. Los rozamos y separamos, para mirar el suelo, con vergüenza, o con miedo a que todo se echase a perder. Al minuto siguiente la abracé. Con la sangre al galope volvimos a besarnos, esta vez sin frenos, ni cálculos, ni temores. Apreté sus labios entre los míos, estrujándolos para beberle el zumo. Después nos quedamos con las mejillas pegadas. Ambos respirábamos agitados. El beso se repitió dos, cuatro, seis veces. Y ya no fueron suficientes las turgencias de los labios, sino que nuestras lenguas se convirtieron en un ejército invasor.
Reconozco que Natasha era tan entusiasta de la naturaleza que pronto logró despertar mi interés aún embrionario. Describía los árboles, los arbustos y las flores con poesía. A las eternas nubes de París les colgaba metáforas. Y hasta el salvajismo urbano —que alternaba edificios viejos con estructuras palaciegas—, el caos de la circulación y la mezcla infinita de personas le inspiraban frases hermosas. Yo le agradecía que me aportase una dimensión que no había atendido hasta entonces (aunque Alexandra ya me había introducido bastante). Natasha me hacía descubrir en esa ciudad riquezas y contrastes. Las leyendas que atesoraba su historia empezaban a tener justificación. Advertí el gusto por la buena vida que reinaba por doquier. Presté atención a sus restaurantes con extravagancias culinarias y vinos caros, donde ni podíamos asomar la nariz. Esos restaurantes alternaban con bistrós económicos, panaderías —donde se erguían las lanzas de rubias
baguettes
— y comercios para bolsillos pobres. Había más informalidad en la ropa que en ciudades imperiales como Viena y Londres. Cada cual vestía como se le antojaba: los pintores usaban sombreros anchos y chaquetas de un gastado terciopelo negro, las niñeras se distinguían por sus cofias bretonas, los estudiantes se encasquetaban boinas torcidas, mucha gente andaba en mangas de camisa que cubrían con mantas gruesas, los taberneros se ponían delantales. Por todos lados reinaba la animación. Algunos cocheros se trenzaban con insultos y la policía no los castigaba, sino ordenaba que terminasen con un apretón de manos, a menudo sellado con un vaso de vino en el mostrador más cercano.
Había estado tan metido en las cuestiones políticas que era un bárbaro en otros temas. Ella logró vencer mi resistencia a visitar durante horas el Museo del Louvre. La primera vez fui irritado, como obligado a perder el tiempo. Encontré a Rubens demasiado rozagante,
La Gioconda
tenía más fama que la merecida, Rembrandt odiaba la luz, David idealizaba de forma grotesca el mundo napoleónico, las piezas antiguas de Grecia y Egipto no agregaban mucho a mis conocimientos de historia. En realidad, me resistía a aceptar el arte como antes me había resistido a la revolución y el marxismo, como me había resistido a los encantos de Alexandra. Todos mis amores empiezan con el miedo a entregarme. ¿De esa forma indirecta también me resistía a Natasha?
Contó que se dedicaba al dibujo y la pintura. Con los retratos que hacía a mano alzada en algunos restaurantes conseguía un buen dinero. Dije que me encantaría ver su producción. Caminamos por las tortuosas calles hasta su hotelito. Sabía que esa noche descubriríamos nuestros cuerpos. Mientras avanzábamos tomados de la mano, escuchábamos los rumores cada vez más tranquilos de la ciudad. Una lejana música de acordeón parecía remontarse a las pocas estrellas que se asomaban en el cielo. Abrió la puerta y saludó al adormecido conserje, hundido en el fondo del zaguán. Escalamos varios pisos hasta llegar a su cuarto. Encendió la lámpara y vi su lecho rodeado por tableros de dibujo, rollos de papel grueso apilados en las esquinas y cuadros pequeños colgados en los muros. Me invitó a sentarnos sobre unos almohadones y aportó dos vasos y una botella de vino. Me sentí invadido por una sensación novedosa que, pese a mi excitación, obligaba a disfrutar ese momento con glotonería lenta. Brindamos y bebimos. Después nos abrazamos y rodamos por un gastado trozo de alfombra. Los besos fueron más serenos que en el parque o junto al Sena. Parecían finas corrientes de aire cálido. Besamos nuestras mejillas, orejas, gargantas. Por momentos yo abría los ojos y en la penumbra escarlata miraba sus párpados concentrados, su frente limpia, sus ondulados cabellos negros. Pretendíamos que ese tiempo cargado de contradicciones entre el apuro sexual y el éxtasis de las caricias durase una eternidad. Por instantes nos aflojábamos y permanecíamos quietos. Entonces volvíamos a escuchar los asordinados mensajes que afluían desde la calle, en gran medida generados por una orquesta de hojas secas. Hasta que nos estremecía un nuevo beso. Entonces apetecíamos otros besos, más besos y se desenfrenaba la libertad de manos y piernas. Se nos fueron desatando las ropas y asomaban espacios más grandes de piel. Sobre ellos caían en picada las burbujas de los labios. Un creciente huracán incendiaba cada trozo del cuerpo, hasta que nos arrojamos al vacío del terremoto.
Como salvajes extenuados volvimos a rodar, pero sin querer desprendernos. Natasha apoyó su cabeza en el hueco de mi hombro y susurraba algo que no entendí. Ni siquiera tuve fuerzas para preguntarle qué decía. Terminamos dormidos.
Una rompiente de luz, en la madrugada, atravesó las celosías. Nos acariciamos y sonreímos. En mi cabeza volvió a presentarse el rostro de Alexandra. ¿Debía entretejer mi pasado con este presente repentino y poderoso? Era extraña la paz que me invadía. ¿Amaba a las dos?
Botas insoportables
A pedido de varios estudiantes, Lenin fue invitado a París para dictar tres conferencias en la Universidad que habían fundado profesores expulsados de Rusia. Para muchos Lenin no merecía confianza, porque se lo asociaba con el terrorismo. La acalorada controversia terminó con un acuerdo infantil: pedirle que sus exposiciones evitasen la agresividad. Solución estúpida, porque sus frases podrían saltear un enfrentamiento enojoso, pero no dejaría de verter sus ideas. Si no, ¿para qué dar conferencias? Lenin tenía sobrada ductilidad política. Enfatizó de entrada que admitía la pluralidad de opiniones y pudo vencer muchos prejuicios.
Pese al “amistoso” sabotaje de varios profesores, en cada presentación tuvo un lleno total. Habló con simpatía y buen nivel académico. Desplegó estadísticas y enumeró datos objetivos sobre la crítica situación en Rusia, datos que comentaba de modo sencillo, para que lo entendiesen hasta los legos.
Acordamos premiarlo con una función en la Ópera. Natasha se ocupó de conseguir las entradas. Llegamos desde diferentes puntos de la ciudad. Lenin venía acompañado por los anfitriones que lo alojaban en un hotelito cercano a Les Halles. Se presentó con la misma cartera donde guardaba los papeles que había utilizado en sus disertaciones. El magnífico edificio estaba iluminado a pleno. Largas filas de carruajes traían a hombres y mujeres vestidos de gala. Guardias, policías y agentes secretos vigilaban el orden y mantenían alejados a los mendigos.
La veintena de jóvenes que acompañamos a Lenin subimos las altas escaleras para llegar a la galería, pegada a la cúpula del teatro. Los primeros minutos no pudimos hablar, arrobados por las luces y los colores que animaban al grandioso ámbito. Vimos cómo se llenaban las butacas de la platea, forradas en terciopelo rojo y cómo también se llenaban los palcos, donde las damas se sentaban junto al borde del redondo balcón y enseguida se ponían a espiar con sus binoculares de oro, plata o nácar.
De esa noche recuerdo con intensidad el “conflicto” de las botas. Lenin se había comprado en una zapatería de París unas botas de calidad, inusualmente baratas. Luego de caminarlas un día confesó que le apretaban. Yo las miré codicioso, porque también necesitaba renovar mi calzado. Le ofrecí probármelas. Lenin se las sacó e instaló junto a mis pies. Correspondían a mi número y las sentí cómodas. Dije que me las quedaba y le pagaría su precio. Él se negó, prefería regalármelas. Ante mi protesta, insistió que merecía ese regalo por los esfuerzos que invertí en lograr que lo invitasen. Pero yo insistía en que era un premio desproporcionado. Pisar sobre el calzado de Lenin me hacía sentir fatuamente poderoso. Las botas, sin embargo, no correspondían al tamaño de mi pie. Llevó horas descubrirlo, quizá porque mi mente deseaba conservarlas. Hasta llegar al teatro las pude tolerar, pero luego de trepar las escaleras y sentarnos en la galería empezó el martirio. Lenin me contemplaba con lástima y diversión. Lanzó una risita cuando, desesperado, me saqué las botas. Lo hice con disimulo, como si me rascase la pierna. Él no se dejó engañar y me espiaba de reojo. Mantuve los pies libres y felices hasta terminar la función. Después tuve que sudar como un caballo para ponérmelas de nuevo; usé como calzador el programa de cartulina varias veces doblado. Las escaleras se convirtieron en un tormento. Bajé peldaño tras peldaño reprimiendo los quejidos. No me atreví a descender descalzo en medio de la espesa multitud. En la calle ya no podía hablar. Lenin estalló en carcajadas. Nunca le escuché una risa más abierta y sonora. Contagió a los demás camaradas, que hasta se apretaban el estómago al enterarse del motivo. Entonces no pude frenar la bronca y di una patada en el trasero a un amigo. Grité que si no se callaban les tiraría las botas a la cabeza.
—Es lo mejor que puedes hacer —exclamó Lenin secándose las lágrimas.
Me las quité con odio y marché descalzo por los fríos adoquines de París.
Dos días después tuve la sorpresa de encontrarme con Lenin en la puerta de mi pequeño cuarto. Propuso que tomásemos un café con
croissants
en una de las terrazas que había descubierto a la vuelta. Quería hablar a solas conmigo antes de regresar a Londres. Empezó preguntándome con seriedad si me había comprado nuevas botas. Me cruzó un relámpago, pero advertí que su preocupación mezclaba burla y afecto.
—No, no tuve tiempo.
Dijo que las necesitaría, porque me esperaban viajes y largas caminatas. Con su admirable capacidad de síntesis expuso el panorama político de Rusia bajo un gobierno desesperado. Los acontecimientos avanzaban rápido y nuestro mensaje revolucionario debía expandirse con más fuerza. La trágica guerra ruso-japonesa, trágica como toda guerra, llegaba a su fin con horribles pérdidas de ambas partes. La habían inspirado absurdas ambiciones imperiales que ahora podían convertirse en el sepulturero de la autocracia zarista.
Al despedirnos puso en mis manos una caja. La abrí curioso. Era un nuevo par de botas, más grandes y más bellas. Lo miré sorprendido. Tanto, que no pude articular mi agradecimiento. Además, me entregó un sobre grande cuyo contenido debía leer con atención. Pero sus labios no sonreían. Me sentí confundido. Su gesto podía interpretarse como el de un hermano mayor, afectuoso e incondicional, o el de un jefe implacable. Ambos a la vez.
Varios papeles me informaban sobre el programa de conferencias. Debía viajar a Bruselas, Lieja, Heidelberg, Friburgo y Zurich. Ya estaban ultimados los detalles de pasajes, recepción y alojamiento. Había datos sobre muchos de mis anfitriones y características de los grupos a los que debía reclutar. Propuse a Natasha que me acompañase. Ella pensó varios minutos; el tema le parecía complicado. Más complicado que a mí. Entonces me expuso, con dolorosa sinceridad, los inconvenientes que me acarrearía su presencia. Yo no podría robar minutos para ella y ella no se sentiría bien quitándome tiempo y energía. La misión que me encargaban era un fuego de metralla para generar revolucionarios. Me rasqué la nuca al comprobar que las dos mujeres más importantes de mi vida coincidían en el valor de la tarea que se me confiaba.
Antes de partir nos regalamos otra sesión de prolongado y sísmico erotismo, que incluía la angustia de no volver a vernos.
Debates, disputas, divisiones