Leviatán (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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Supuse que ella y Johnston eran íntimos amigos, así que le estreché la mano y me esforcé por no mirarla fijamente. Johnston estaba casado con otra la última vez que yo le había visto, pero deduje que se había divorciado y no se lo pregunté. Luego resultó que él e Iris apenas se conocían. Los tres hablamos durante unos minutos y luego Johnston se dio la vuelta de pronto y empezó a hablar con otra persona, dejándome a solas con Iris. Sólo entonces empecé a sospechar que su relación era casual. Inexplicablemente saqué mi cartera y le enseñé a ella algunas instantáneas de David, presumiendo de mi hijo como si fuese una figura pública famosa. De hacer caso a Iris cuando recuerda esa tarde ahora, fue en ese momento cuando comprendió que estaba enamorada de mí, que yo era la persona con la que iba a casarse. Yo tardé un poco más en comprender lo que sentía por ella, pero sólo unas cuantas horas. Continuamos hablando durante la cena en un restaurante cercano y luego mientras tomábamos una copa en otro lugar. Debían de ser más de las once cuando terminamos. Paré un taxi para ella en la calle, pero antes de abrir la puerta para que entrase, alargué las manos y la cogí, atrayéndola hacia mí y besándola profundamente en la boca. Fue una de las cosas más impetuosas que he hecho nunca, un momento de pasión loca y desenfrenada. El taxi se marchó, e Iris y yo continuamos de pie en medio de la calle, abrazados. Era como si fuésemos las primeras personas que se habían besado nunca, como si hubiésemos inventado juntos esa noche el arte de besar. A la mañana siguiente, Iris se había convertido en mi final feliz, el milagro que me había sucedido cuando menos lo esperaba. Nos tomamos el uno al otro por asalto y nada ha vuelto a ser igual para mi desde entonces.

Sachs fue mi padrino de boda en junio. Hubo una cena después de la ceremonia y hacia la mitad de la comida se levantó para hacer un brindis. Fue muy breve y por eso recuerdo exactamente lo que dijo.

—Tomo estas palabras de la boca de William Tecumseh Sherman —dijo—. Espero que al general no le importe, pero él llegó antes que yo y no se me ocurre una forma mejor de expresarlo. —Luego, volviéndose hacia mí, Sachs levantó su copa y dijo—: Grand me apoyó cuando estaba loco. Yo le apoyé cuando él estaba borracho, y ahora nos apoyamos mutuamente siempre.

3

Comenzó la era de Ronald Reagan. Sachs continuó haciendo lo que siempre había hecho, pero en el nuevo orden americano de la década de 1980 su posición se hizo cada vez más marginal. No era que no tuviese público, pero éste se reducía progresivamente y las revistas que publicaban su trabajo eran cada vez más minoritarias. Casi imperceptiblemente, Sachs llegó a ser considerado un caso atávico, alguien en discordia con el espíritu de la época. El mundo había cambiado a su alrededor y en el actual clima de egoísmo e intolerancia, de golpes de pecho, de americanismo imbécil, sus opiniones sonaban curiosamente duras y moralistas. Ya era bastante malo que la derecha estuviera en ascenso en todas partes, pero para él aún era más perturbador el colapso de cualquier oposición efectiva. El Partido Demócrata se había hundido; la izquierda prácticamente había desaparecido; la prensa estaba muda. De repente el bando contrario se había apropiado de todos los argumentos y levantar la voz contra él era considerado de mala educación. Sachs continuó fastidiando, defendiendo aquello en lo que siempre había creído, pero cada vez eran menos las personas que se tomaban la molestia de escucharle. Él fingía que no le importaba, pero yo veía que la batalla le estaba agotando, que aunque intentaba hallar consuelo en el hecho de que tenía razón, iba perdiendo gradualmente la fe en sí mismo.

Si se hubiese hecho la película, tal vez las cosas habrían cambiado para él, pero la predicción de Fanny resultó certera, y después de seis u ocho meses de revisiones, renegociaciones y vacilaciones el productor acabó abandonando el proyecto. Es difícil calcular la medida exacta de la decepción de Sachs. Aparentemente se tomó el asunto jocosamente, gastando bromas, contando historias de Hollywood, y riéndose de las grandes sumas de dinero que había cobrado. Puede que esto fuera un farol o puede que no, pero estoy convencido de que una parte de él había dado gran importancia a la posibilidad de ver su libro convertido en película. Al revés que otros escritores, Sachs no tenía ningún recelo ante la cultura popular y no había tenido ningún sentimiento conflictivo respecto al proyecto. No era cuestión de hacer concesiones, era una oportunidad de llegar a un gran número de personas y no titubeó cuando recibió la propuesta. Aunque nunca lo dijo explícitamente, intuí que la llamada de Hollywood había halagado su vanidad, aturdiéndole con una breve y embriagadora vaharada de poder. Era una reacción absolutamente normal, pero Sachs nunca era indulgente consigo mismo, y es probable que más tarde se arrepintiese de aquellos exagerados sueños de gloria y éxitos. Eso hacia que le resultase más difícil hablar de sus verdaderos sentimientos una vez que el proyecto fracasó. Había mirado a Hollywood como una forma de escapar a la inminente crisis que crecía en su interior, y una vez que quedó claro que no había escape, creo que sufrió mucho más de lo que nunca dejó entrever.

Todo esto es especulación. Que yo notara, no hubo cambios bruscos o radicales en la conducta de Sachs. Su programa de trabajo era el mismo disparatado embrollo de compromisos excesivos y fechas límite, y una vez que el episodio de Hollywood quedó atrás, continuó produciendo tanto como siempre, si no más. Artículos, ensayos y reseñas seguían manando de él a un ritmo asombroso, y supongo que se podría argumentar que, lejos de haber perdido el rumbo, corría a toda velocidad. Si pongo en duda este retrato optimista de Sachs durante aquellos años, es sólo por lo que ocurrió después. En su interior se sucedieron cambios notables, y aunque es bastante sencillo señalar el momento en que empezaron estos cambios —centrar la puntería en la noche de su accidente y echarle la culpa de todo a aquel extraño suceso—, ya no creo que esa explicación sea adecuada. ¿Es posible que alguien cambie de la noche a la mañana? ¿Puede un hombre dormirse siendo una persona y despertarse siendo otra? Tal vez, pero yo no apostaría por ello. No es que el accidente no fuese grave, pero una persona puede reaccionar de mil maneras diferentes ante un roce con la muerte. Que Sachs reaccionase como lo hizo no significa que yo crea que tenía elección. Por el contrario, lo considero un reflejo de su estado mental antes del accidente. En otras palabras, aunque aparentemente a Sachs le fuese más o menos bien por entonces, aunque sólo fuese vagamente consciente de su propia angustia durante los meses y los años que precedieron a aquella noche, estoy convencido de que estaba muy mal. No tengo pruebas que apoyen esta afirmación, excepto la prueba de la percepción retrospectiva. La mayoría de las personas se hubieran considerado afortunadas por haber sobrevivido a lo que le pasó a Sachs aquella noche y luego no le habrían dado más vueltas. Pero Sachs no hizo eso, y el hecho de que no lo hiciese —o, para ser más precisos, el hecho de que no pudiese hacerlo— sugiere que no fue tanto que el accidente le cambiase como que puso de manifiesto algo que anteriormente había estado oculto. Si me equivoco en esto, todo lo que he escrito hasta ahora son estupideces, un montón de meditaciones irrelevantes. Puede que la vida de Ben se rompiese en dos aquella noche, dividiéndose en un antes y un después bien definidos; en cuyo caso todo lo del antes puede borrarse del registro. Pero si eso es verdad, significaría que la conducta humana no tiene ningún sentido. Significaría que nunca se puede entender nada acerca de nada.

Yo no presencié el accidente, pero estaba allí la noche en que sucedió. Habría cuarenta o cincuenta personas en la fiesta, una masa de gente hacinada en los confines de un abarrotado piso de Brooklyn Heights, sudando, bebiendo, armando mucho alboroto en el aire caliente del verano. El accidente ocurrió a eso de las diez, pero para entonces la mayoría de nosotros habíamos subido al tejado para ver los fuegos artificiales. Sólo dos personas vieron caer a Sachs: Maria Turner, que estaba de pie a su lado en la escalera de incendios, y una mujer que se llamaba Agnes Darwin, la cual involuntariamente le hizo perder el equilibrio al tropezar con Maria desde atrás. No hay duda de que Sachs podría haberse matado. Dado que estaba a cuatro pisos del suelo, casi parece un milagro que no lo hiciera. De no ser por las cuerdas de la ropa que cortaron su caída aproximadamente a metro y medio del suelo, no hubiese sido posible que escapara sin alguna lesión permanente: la espalda rota, el cráneo fracturado, o cualquier otra catástrofe. Afortunadamente, la cuerda se rompió bajo el peso de su cuerpo y, en lugar de caer de cabeza sobre el cemento, aterrizó sobre una maraña de alfombrillas de baño, mantas y toallas. El impacto fue tremendo de todas formas, pero nada comparado con lo que pudo haber sido. Sachs no sólo sobrevivió sino que salió del accidente prácticamente ileso: unas cuantas fisuras en las costillas, una contusión leve, un hombro fracturado, algunos chichones y hematomas. Uno podría consolarse con eso, supongo, pero al final el verdadero daño tuvo poco que ver con el cuerpo de Sachs. Eso es lo que todavía me esfuerzo por aceptar, el misterio que todavía intento resolver. Su cuerpo se curó, pero él no volvió a ser el mismo. En esos pocos segundos antes de caer al suelo, fue como si Sachs lo perdiera todo. Su vida voló en pedazos en el aire, y desde ese momento hasta su muerte, cuatro años más tarde, nunca consiguió volver a juntarlos.

Era el 4 de julio de 1986, el primer centenario de la Estatua de la Libertad. Iris estaba haciendo un viaje de seis semanas por China con sus tres hermanas (una de las cuales vivía en Taipé), David estaba pasando dos semanas en un campamento de verano en Bucks County y yo estaba encerrado en mi piso trabajando en un libro nuevo y sin ver a nadie. En circunstancias normales, Sachs habría estado en Vermont en esas fechas, pero el
Village Voice
le había encargado un artículo sobre las festividades y no pensaba marcharse de la ciudad hasta que lo hubiese entregado. Tres años antes había sucumbido a mis consejos y había llegado a un acuerdo con una agente literaria (Patricia Clegg, que también era mi agente), y era Patricia quien daba la fiesta aquella noche. Dado que Brooklyn estaba situado en un lugar ideal para ver los fuegos artificiales, Ben y Fanny habían aceptado la invitación de Patricia. Yo también había aceptado, pero no pensaba ir. Estaba demasiado metido en mi trabajo como para querer salir de casa, pero cuando Fanny me llamó aquella tarde y me dijo que ella y Ben irían, cambié de idea. No les había visto desde hacía casi un mes y puesto que todo el mundo estaba a punto de dispersarse para las vacaciones supuse que sería mi última oportunidad de hablar con ellos antes del otoño.

En realidad apenas hablé con Ben. La fiesta estaba en todo su apogeo cuando llegué, y al cabo de tres minutos de saludarle, la gente nos había empujado a los extremos opuestos de la habitación. Por pura casualidad me encontré junto a Fanny y al poco rato estábamos tan absortos en nuestra conversación que perdimos la pista de Ben. Maria Turner también estaba allí, pero no la vi entre el gentío. Sólo después del accidente me enteré de que había ido a la fiesta (que estaba de pie al lado de Sachs en la escalera de incendios antes de que se cayera), pero entonces la confusión era tal (invitados que chillaban, sirenas, ambulancias, enfermeros que corrían) que no percibí todo el impacto de su presencia. En las horas que precedieron a aquel momento me divertí mucho más de lo que esperaba. No era tanto la fiesta como estar con Fanny, el placer de volver a hablar con ella, de saber que seguíamos siendo amigos a pesar de todos los años y todos los desastres que quedaban a nuestras espaldas. A decir verdad, me sentía bastante sensiblero aquella noche, presa de pensamientos curiosamente sentimentales, y recuerdo haber mirado la cara de Fanny y haberme dado cuenta —de repente, como si fuese la primera vez— de que ya no éramos jóvenes, de que nuestras vidas se estaban escapando. Puede que fuese el alcohol que habíamos bebido, pero esta idea me golpeó con toda la fuerza de una revelación. Todos estábamos envejeciendo y ya sólo podíamos contar los unos con los otros. Fanny y Ben, Iris y David: aquélla era mi familia. Eran las personas a quienes quería y eran sus almas las que llevaba dentro de mí.

Subimos al tejado con los otros, y a pesar de mi inicial renuencia, me alegré de no haberme perdido los fuegos artificiales. Las explosiones convertían Nueva York en una ciudad espectral, una metrópoli bajo asedio, y saboreé la absoluta confusión de todo ello: el ruido incesante, las corolas de luz, los colores flotando a través de los inmensos dirigibles de humo. La Estatua de la Libertad destacaba a nuestra izquierda en la bahía, incandescente con su gloria iluminada, y en varios momentos tuve la sensación de que los edificios de Manhattan estaban a punto de despegar del suelo para no volver más. Fanny y yo nos sentamos un poco atrás, clavando los talones para mantener el equilibrio a pesar de la pendiente del tejado, los hombros en contacto, hablando de cosas irrelevantes. Recuerdos, las cartas de Iris desde China, David, el articulo de Ben, el museo. No quiero darle demasiada importancia, pero justo unos momentos antes de que Ben se cayese, la conversación nos llevó a la historia que él y su madre nos habían contado acerca de su visita a la Estatua de la Libertad en 1951. Dadas las circunstancias, era natural que la historia saliese a relucir, pero de todas formas fue horrible, porque nada más reírnos de la idea de caerse por la Estatua de la Libertad, Ben se cayó desde la escalera de incendios. Un instante después Maria y Agnes empezaron a gritar. Era como si el haber anunciado la palabra
caída
hubiese precipitado una caída real, y aunque no existiese ninguna relación entre los dos sucesos, todavía siento náuseas cada vez que pienso en lo sucedido. Todavía oigo los gritos que daban las dos mujeres y todavía veo la expresión en la cara de Fanny cuando oímos que gritaban el nombre de Ben, la expresión de miedo que invadió sus ojos mientras las luces de colores de las explosiones continuaban rebotando contra su piel.

Le llevaron al Long Island College Hospital, aún inconsciente. Aunque se despertó al cabo de una hora, le tuvieron allí casi dos semanas, haciéndole una serie de pruebas en el cerebro para medir la extensión exacta del daño. Creo que le habrían dado el alta antes, pero Sachs no dijo nada durante los primeros diez días; no pronunció ni una sílaba con nadie, ni con Fanny, ni conmigo, ni con Maria Turner (que venía a visitarle todas las tardes), ni con los médicos o las enfermeras. El locuaz e irrefrenable Sachs se había quedado silencioso y parecía lógico suponer que había perdido el habla, que el golpe recibido en la cabeza le había causado graves daños internos.

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