Leviatán (15 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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—¿Y esperas que me crea esto?

—No pienses que me estoy divirtiendo. No es fácil hablar de ello. Pero supongo que tienes derecho a saberlo, y estoy haciendo todo lo que puedo.

—¿Y Valerie Maas? ¿Vas a decirme que nunca has tenido nada que ver con ella?

—Ése es un nombre que salía a relucir a menudo. Es redactora de una de las revistas para las cuales he escrito. Hace un año o dos comimos varias veces juntos. Comidas estrictamente de trabajo. Comentábamos mis artículos, hablábamos de proyectos futuros, esa clase de cosas. Finalmente a Fanny se le metió en la cabeza que Val y yo estábamos liados. No digo que no me sintiera atraído por ella. Si las circunstancias hubiesen sido diferentes, tal vez habría cometido una estupidez. Fanny intuyó todo eso, creo. Probablemente mencioné el nombre de Val en casa demasiadas veces o hice demasiados comentarios halagadores acerca de lo buena redactora que era. Pero la verdad es que a Val no le interesan los hombres. Vive con otra mujer desde hace cinco o seis años, y yo no hubiese conseguido nada aunque lo hubiese intentado.

—¿No le contaste eso a Fanny?

—No habría tenido ningún sentido. Una vez que está convencida, no hay forma de sacarla de su error.

—Haces que parezca tan inestable... Pero Fanny no es así. Es una persona equilibrada, una de las personas menos ilusas que he conocido.

—Cierto. En muchos aspectos es realmente fuerte. Pero también ha sufrido mucho, y los últimos años han sido muy duros para ella. No siempre fue así, ¿comprendes? Hasta hace cuatro o cinco años no tenía nada de celosa.

—Hace cinco años es cuando yo la conocí. Oficialmente, quiero decir.

—También es cuando el médico le dijo que nunca podría tener hijos. Las cosas cambiaron para ella después de eso. Lleva dos años viendo a un terapeuta, pero creo que no le ha servido de mucho. No se siente deseable. Piensa que ningún hombre puede quererla. Por eso se imagina que yo me lío con otras mujeres. Porque cree que me ha fallado. Porque cree que debo castigarla por haberme fallado. Una vez que te vuelves contra ti mismo, es difícil no creer que todo el mundo está también contra ti.

—Nada de eso se nota.

—Eso es parte del problema. Fanny no habla lo suficiente. Se lo guarda todo, y cuando algo sale a relucir, es siempre de una forma indirecta. Eso empeora la situación. La mitad del tiempo sufre sin ser consciente de ello.

—Hasta el mes pasado yo siempre había pensado que el vuestro era un matrimonio perfecto.

—Nunca sabemos nada de nadie. Yo solía pensar lo mismo acerca de tu matrimonio y mira lo que os sucedió a Delia y a ti. Ya es bastante difícil seguir la pista de uno mismo. Cuando se trata de otras personas, no tenemos la más remota idea.

—Pero Fanny sabe que yo la quiero. Debo habérselo dicho mil veces, y estoy seguro de que me cree. No puedo imaginar que no me crea.

—Te cree. Por eso pienso que lo sucedido es una buena cosa. La has ayudado, Peter. Has hecho más por ella que nadie.

—Así que ahora me estás dando las gracias por acostarme con tu mujer?

—¿Por qué no? Gracias a ti, hay una posibilidad de que Fanny empiece a creer en sí misma de nuevo.

—Llame al doctor Arreglalotodo, ¿eh? Repara matrimonios rotos, cura almas heridas, salva parejas en peligro. No es necesario pedir hora, visitas a domicilio las veinticuatro horas del día. Marque nuestro número gratuito. Así es el doctor Arreglalotodo. Le entrega su corazón y no pide nada a cambio.

—No te culpo por estar resentido. Debes estar pasándolo bastante mal, pero por si te vale de algo, Fanny piensa que eres el hombre más maravilloso que ha existido. Te ama. Nunca dejará de amarte.

—Lo cual no cambia el hecho de que quiere seguir casada contigo.

—La historia se remonta demasiado lejos, Peter. Hemos pasado demasiadas cosas juntos. Toda nuestra vida está ligada a eso.

—¿Y en qué situación quedo yo?

—En la misma que has estado siempre. En la de mi amigo. En la del amigo de Fanny. En la de la persona que más nos importa en el mundo.

—Así que todo vuelve a empezar otra vez.

—Si tú quieres, si. Siempre que puedas soportarlo, es como si nada hubiese cambiado.

Repentinamente, yo estaba al borde de las lágrimas.

—No lo estropees —dije—. Es lo único que te digo. No lo estropees. Cuídala bien. Tienes que prometérmelo. Si no mantienes tu palabra, creo que te mataré. Te buscaré y te estrangularé con mis propias manos.

Me quedé mirando mi plato, luchando por dominarme. Cuando finalmente levanté la vista, vi que Sachs me estaba mirando. Tenía la mirada sombría, en la cara una expresión de dolor. Antes de que pudiera levantarme de la mesa para marcharme, él alargó su mano derecha y la sostuvo en el aire, resistiéndose a bajarla hasta que yo la tomé en la mía.

—Te lo prometo —dijo, estrechándome la mano con fuerza, aumentando la presión cada vez más—. Te doy mi palabra.

Después de ese almuerzo, yo ya no sabia qué creer. Fanny me había dicho una cosa, Sachs me había dicho otra, y en cuanto aceptase una historia, tendría que rechazar la otra. No había ninguna alternativa. Me habían presentado dos versiones de la verdad, dos realidades separadas y distintas, y por mucho que empujara, nunca podría juntarlas. Me daba cuenta de eso y, sin embargo, al mismo tiempo comprendía que ambas historias me habían convencido. En la ciénaga de pesar y confusión en la que estuve hundido durante los meses siguientes, vacilaba entre una y otra. No creo que fuese una cuestión de lealtades divididas (aunque puede que eso formase parte del asunto), sino más bien una certeza de que tanto Fanny como Ben me habían dicho la verdad. La verdad tal y como ellos la veían quizá, pero, no obstante, la verdad. Ninguno de los dos se había propuesto engañarme; ninguno de los dos había mentido intencionadamente. En otras palabras, no había una verdad universal. Ni para ellos ni para nadie. No había nadie a quien culpar o defender, y la única respuesta justificable era la compasión. Les había admirado a los dos durante demasiados años y era inevitable que me sintiera decepcionado por lo que había descubierto, pero ellos no eran los únicos que me habían decepcionado. Estaba decepcionado conmigo mismo, estaba decepcionado con el mundo. Incluso los más fuertes son débiles, me dije; incluso a los más valientes les falta valor; incluso los más sabios son ignorantes.

Me resultaba imposible seguir rechazando a Sachs. Había sido tan franco durante nuestra conversación en aquel almuerzo, tan claro al manifestar su deseo de que nuestra amistad continuara, que yo no era capaz de volverle la espalda. Pero él se había equivocado al suponer que nada cambiaría entre nosotros. Todo había cambiado entre nosotros y, nos gustara o no, nuestra amistad había perdido su inocencia. A causa de Fanny, habíamos penetrado en la vida del otro, habíamos dejado una huella en la historia interna del otro, y lo que antes había sido puro y simple entre nosotros era ahora infinitamente turbio y complejo. Poco a poco, empezamos a adaptarnos a estas nuevas condiciones, pero con Fanny era otra historia. Me mantuve alejado de ella, siempre veía a Sachs a solas. Siempre me disculpaba cuando me invitaba a su casa. Aceptaba el hecho de que ella pertenecía a Ben, pero eso no quería decir que estuviese dispuesto a verla. Ella comprendió mi renuencia, creo, y aunque continuó mandándome recuerdos a través de Sachs, nunca me insistió para que hiciera nada que yo no quisiera. Finalmente me llamó en noviembre, al cabo de seis o siete meses. Fue entonces cuando me invitó a la cena de Acción de Gracias en casa de la madre de Ben en Connecticut. En ese medio año, me había persuadido de que nunca había existido ninguna esperanza para nosotros, de que aun cuando ella hubiese dejado a Ben para vivir conmigo, la cosa no habría salido bien. Eso era un embuste, por supuesto, y no tengo ninguna forma de saber qué habría sucedido, no tengo ninguna forma de saber nada. Pero me ayudó a soportar aquellos meses sin perder la razón, y cuando repentinamente ni la voz de Fanny en el teléfono, pensé que había llegado el momento de ponerme a prueba en una situación real. Así que David y yo nos fuimos en el coche a Connecticut y pasé un día entero en su compañía. No fue el día más feliz de mi vida, pero conseguí sobrevivir. Las viejas heridas se abrieron, sangré un poco, pero cuando regresé a casa aquella noche con David dormido en mis brazos, descubrí que seguía estando más o menos entero.

No quiero sugerir que lograra esta cura yo solo. Una vez que Maria regresó a Nueva York, desempeñó un papel importante en la conservación de mi integridad y me sumergí en nuestras escapadas particulares con la misma pasión que antes. Tampoco era la única. Cuando Maria no estaba disponible, encontraba a otras que me distrajeran de mis penas de amor. Una bailarina que se llamaba Dawn, una escritora que se llamaba Laura, una estudiante de medicina que se llamaba Dorothy. En un momento u otro, cada una de ellas ocupó un lugar singular en mis afectos. Siempre que me paraba a examinar mi comportamiento, llegaba a la conclusión de que yo no estaba hecho para el matrimonio, que mis sueños de echar raíces con Fanny habían estado equivocados desde el principio. Yo no soy monógamo, me decía. Me sentía demasiado atraído por el misterio de los primeros encuentros. Demasiado fascinado por el escenario de la seducción, demasiado hambriento de la excitación de los cuerpos nuevos, y no se podía contar conmigo a largo plazo. Ésa era la lógica que me aplicaba, en cualquier caso, y funcionaba como una eficaz cortina de humo entre mi cabeza y mi corazón, entre mi entrepierna y mi inteligencia. Porque la verdad era que no tenía ni idea de lo que hacía. Había perdido el control y follaba por la misma razón por la que otros hombres beben: para ahogar mis penas, para embotar mis sentidos, para olvidarme de mí mismo. Me convertí en
homo erectus
, un falo libertino enloquecido. Al poco tiempo estaba enredado en varias relaciones a la vez, haciendo juegos malabares con las novias como un prestidigitador demente, entrando y saliendo de diferentes camas tan a menudo como la luna cambia de forma. En la medida en que este frenesí me mantenía ocupado, supongo que fue una medicina eficaz. Pero era una vida de loco y probablemente me hubiese matado si hubiese durado mucho más tiempo.

Sin embargo, había algo más que el sexo. Trabajaba bien y mi libro finalmente se acercaba a su fin. A pesar de los muchos desastres que me creaba, conseguía continuar escribiendo, avanzar sin reducir el paso. Mi mesa se había convertido en un santuario, y mientras siguiera sentándome allí y luchando por encontrar la palabra siguiente, nadie podría alcanzarme: ni Fanny, ni Sachs, ni siquiera yo mismo. Por primera vez en todos los años que llevaba escribiendo me sentía como si estuviera ardiendo. No sabía si el libro era bueno o malo, pero eso ya no me parecía importante. Había dejado de cuestionarme. Estaba haciendo lo que tenía que hacer y lo estaba haciendo de la única manera que me era posible. Todo lo demás derivaba de eso. No era tanto que empezase a creer en mi mismo como que estaba habitado por una sublime indiferencia. Me había vuelto intercambiable con mi trabajo, y aceptaba ese trabajo en sus propios términos, comprendiendo que nada podría liberarme del deseo de hacerlo. Esto era la sólida epifanía, la luz en la cual la duda se disolvía gradualmente. Aunque mi vida se cayera en pedazos, seguiría habiendo algo por lo que vivir.

Acabé
Luna
a mediados de abril, dos meses después de mi conversación con Sachs en el restaurante. Mantuve mi palabra y le di el manuscrito; cuatro días más tarde me llamó para decirme que lo había terminado. Para ser más exactos, empezó a gritar por teléfono, abrumándome con tan extravagantes elogios que noté que me ruborizaba. No me había atrevido a soñar con una reacción semejante. Levantó tanto mi ánimo que pude quitar importancia a las decepciones que siguieron, y ni siquiera cuando el libro hizo la ronda de las editoriales neoyorquinas cosechando un rechazo tras otro, permití que eso interfiriera con mi trabajo. Sachs me alentaba asegurándome que no tenía de qué preocuparme, que todo saldría bien al final, y a pesar de la evidencia continué creyéndole. Empecé a escribir una segunda novela. Cuando
Luna
finalmente fue aceptada (siete meses y dieciséis rechazos después), yo ya estaba bien metido en mi nuevo proyecto. Eso sucedió a finales de noviembre, justo dos días antes de que Fanny me invitase a la cena de Acción de Gracias en Connecticut. Sin duda eso contribuyó a que tomase la decisión de ir. Le dije que sí porque acababa de recibir la noticia acerca de mi libro. El éxito me hacia sentir invulnerable y sabía que nunca habría mejor momento para enfrentarme a ella.

Luego vino mi encuentro con Iris, y la locura de aquellos dos años terminó bruscamente. Eso ocurrió el 23 de febrero de 1981: tres meses después del día de Acción de Gracias, un año después de que Fanny y yo rompiésemos nuestra relación amorosa, seis años después de que empezase mi amistad con Sachs. Me parece a la vez extraño y adecuado que Maria Turner fuese la persona que hizo posible ese encuentro. Una vez más, no fue nada intencionado, no tuvo nada que ver con un deseo consciente de que sucediera algo. Pero sucedió, y de no ser por el hecho de que el 23 de febrero fue la noche en que se inauguraba la segunda exposición de Maria en una pequeña galería de Wooster Street, estoy seguro de que Iris y yo nunca nos habríamos conocido. Habrían pasado décadas antes de que nos encontrásemos de nuevo en la misma habitación, y para entonces la oportunidad se habría perdido. No es que Maria nos reuniese, pero nuestro encuentro tuvo lugar bajo su influencia, por así decirlo, y me siento en deuda con ella por eso. No con Maria como mujer de carne y hueso, quizá, pero si con Maria como espíritu del azar, como diosa de lo impredecible.

Como nuestra relación continuaba siendo un secreto, no tenía sentido que le sirviera de acompañante aquella noche. Me presenté en la galería como otro invitado cualquiera, le di a Maria un beso de enhorabuena y luego me quedé entre la gente con un vaso de plástico en la mano, bebiendo vino blanco barato mientras recorría la sala con los ojos en busca de caras conocidas. No vi a nadie conocido. En un momento dado, Maria miró hacia mi y me guiñó un ojo, pero aparte de la breve sonrisa con la que respondí, mantuve el trato y evité el contacto con ella. Menos de cinco minutos después de ese guiño, alguien se me acercó por la espalda y me dio un golpecito en el hombro. Era un hombre que se llamaba John Johnston, un conocido a quien no había visto en varios años. Iris estaba de pie a su lado y, después de que él y yo intercambiásemos unos saludos, el hombre nos presentó. Basándome en su aspecto, supuse que ella era modelo, un error que la mayoría de la gente sigue cometiendo cuando la ve por primera vez. Iris tenía tan sólo veinticuatro años entonces, una presencia rubia deslumbrante, una estatura de un metro ochenta con una exquisita cara escandinava y los ojos azules más profundos y alegres que se pueden encontrar entre el cielo y el infierno. ¿Cómo hubiese podido adivinar que era una estudiante graduada en literatura inglesa en la Universidad de Columbia? ¿Cómo hubiese podido saber que había leído más libros que yo y que estaba a punto de empezar una tesis de seiscientas páginas sobre las obras de Charles Dickens?

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