Legado (74 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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El aire a su alrededor se volvió más denso y cálido, y sintió que le costaba respirar. Si no hubiera sabido que las plantas no eran más que un espejismo, podría haberse dejado llevar por el pánico, pero escupió a la oscuridad y maldijo el nombre de Galbatorix. No era la primera vez... ni sería la última, estaba segura. Pero se negó a concederle el placer de saber que la había desequilibrado.

Luz… Rayos de sol que bañaban unas suaves colinas cubiertas de campos y viñedos. Ella estaba al borde de un pequeño patio, bajo un enrejado cargado de campanillas en flor, cuyos tallos le resultaban desagradablemente familiares. Llevaba un bonito vestido amarillo.

Tenía una copa de cristal llena de vino en la mano derecha y sentía el sabor afrutado y almizclado del vino en la lengua. Soplaba una suave brisa del oeste. El aire olía a cálido y a tierra recién arada.

—Ah, ahí estás —dijo una voz a sus espaldas, y al volverse vio a Murtagh caminando hacia ella procedente de una finca majestuosa.

Al igual que ella, tenía en la mano una copa de vino. Llevaba puestas unas calzas negras y un jubón de satén marrón ribeteado con cordones dorados. Del cinto, tachonado, le colgaba una daga con incrustaciones de piedras preciosas. Llevaba el cabello más largo de lo que ella recordaba, y tenía un aspecto relajado y confiado que resultaba nuevo en él. Eso, y la luz sobre su rostro, le daban una imagen muy atractiva, incluso de nobleza.

La alcanzó bajo el enrejado y le apoyó una mano en su brazo desnudo, en un gesto aparentemente involuntario e íntimo.

—Desde luego, mira que dejarme con Lord Ferros y sus interminables historias… He tardado media hora en escapar —dijo, pero se interrumpió, se la quedó mirando más de cerca y su expresión cambió, volviéndose de preocupación—. ¿Te encuentras mal? Tienes la cara apagada.

Ella abrió la boca, pero no salió ninguna palabra. No reaccionaba.

Murtagh frunció el ceño.

—Has tenido otro de tus ataques, ¿no?

—No…, no lo sé… No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, ni…

—Se calló de pronto, al ver el dolor que aparecía en los ojos de Murtagh, y que él se apresuró a ocultar.

Le pasó la mano por la parte baja de la espalda mientras la rodeaba y alzaba la vista hacia el paisaje montañoso. Con un ágil movimiento, apuró su copa. Luego, en voz baja, dijo:

—Sé lo confuso que es esto para ti… No es la primera vez que pasa, pero… —Respiró hondo y sacudió la cabeza ligeramente—. ¿Qué es lo último que recuerdas? ¿Teirm? ¿Aberon? ¿El sitio de Cithrí…? ¿El regalo que te di aquella noche en Eoam?

Una terrible sensación de incertidumbre se apoderó de ella.

—Urû’baen —susurró—. La Sala del Adivino. Ese es mi último recuerdo.

Por un instante, sintió que la mano de él temblaba sobre su espalda, pero el rostro de Murtagh no reflejó ninguna reacción.

—Urû’baen —repitió él, con voz áspera, y la miró—. Nasuada…

Han pasado ocho años desde Urû’baen.

«No —pensó—. No puede ser.» Y sin embargo, todo lo que veía y lo que sentía parecía perfectamente real. El cabello de Murtagh agitado por el viento, el olor de los campos, el contacto del vestido contra su piel… Todo tenía el aspecto que debía tener. Pero si de verdad estaba allí, ¿por qué no la había tranquilizado Murtagh, contactando con su mente, como había hecho antes? ¿Se le había olvidado? Si habían pasado ocho años, quizás él hubiera olvidado la promesa que le había hecho tanto tiempo atrás, en la Sala del Adivino.

—Yo… —empezó a decir, y en aquel momento oyó a una mujer que la llamaba.

—¡Mi señora!

Ella miró por encima del hombro y vio a una corpulenta doncella que se acercaba corriendo desde la finca, con el delantal blanco aleteando al viento.

—¡Mi señora! —repitió la doncella, y le hizo una reverencia—. Siento molestarla, pero los niños esperaban que quisiera ver la representación que han preparado para los invitados.

—Los niños… —murmuró. Volvió la mirada hacia Murtagh y vio brillar sus ojos humedecidos por las lágrimas.

—Sí —dijo él—. Los niños. Cuatro, todos fuertes y sanos y llenos de energía.

Ella se estremeció, emocionada. No pudo evitarlo. Entonces levantó la barbilla.

—Enséñame qué es lo que he olvidado. Enséñame «por qué» lo he olvidado.

Murtagh le sonrió con una pizca de orgullo.

—Con mucho gusto —dijo, y la besó en la frente. Le cogió la copa de la mano y le dio ambas a la doncella. Luego le agarró las manos con las suyas, cerró los ojos y bajó la cabeza.

Un instante después, sintió una «presencia» que presionaba contra su mente, y entonces lo supo: no era él. Nunca podría haber sido él.

Furiosa y decepcionada por la pérdida de lo que nunca podría ser, separó la mano derecha de las de Murtagh, le cogió la daga y le clavó la hoja en el costado, gritando:

En El-harím vivía un hombre, un hombre de ojos amarillos.

Me dijo: «Desconfía de los susurros, pues los susurros mienten».

Murtagh la observó con una curiosa mirada sin expresión y luego se desvaneció ante sus propios ojos. Todo lo que la rodeaba —el enrejado, el patio, la finca, las colinas con los viñedos— desapareció, y se encontró flotando en un vacío sin luz ni sonido alguno. Intentó seguir con su letanía, pero de su garganta no salía ningún sonido. No podía oír siquiera el pulso de sus venas.

Entonces sintió que la oscuridad «giraba sobre sí misma» y…

Cayó a cuatro patas, sobre las manos y las rodillas. Sintió las piedras cortantes en las palmas. Parpadeó para adaptarse a la luz, se puso en pie y miró alrededor.

Niebla. Jirones de humo flotando sobre un campo yermo como el de los Llanos Ardientes.

Volvía a llevar su andrajosa túnica, y tenía los pies descalzos.

Algo rugió tras ella, y al darse la vuelta vio a un kull de cuatro metros cargando en su dirección, agitando al aire una maza de hierro tan grande como ella. De su izquierda le llegó otro rugido, y vio un segundo kull y cuatro úrgalos más pequeños. Luego un par de personajes jorobados y vestidos con capas aparecieron por entre la blanca bruma y se lanzaron hacia ella, emitiendo una especie de chirrido y agitando sus espadas de hoja lanceolada. Aunque era la primera vez que los veía, sabía que eran los Ra’zac.

Volvió a reírse. Ahora Galbatorix estaba intentando castigarla.

Hizo caso omiso de los enemigos que se acercaban —y a los que sabía que nunca podría abatir, ni podría escapar de ellos— y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, tarareando una vieja cancioncilla de los enanos.

Los primeros intentos de Galbatorix por engañarla habían sido elaborados montajes que muy bien podrían haber prosperado de no ser porque Murtagh la había advertido previamente. Para no revelar que había recibido ayuda de Murtagh, fingió no darse cuenta de que Galbatorix estaba manipulando su percepción de la realidad, pero con independencia de lo que pudiera ver o sentir, se negó a dejar que el rey la convenciera para pensar en las cosas en que no tenía que pensar o —peor aún— para jurarle lealtad.

No era fácil resistirse, pero ella recurría a sus rituales de pensamiento y de habla y, con ellos, había conseguido desbaratar los diferentes montajes del rey.

La primera ilusión había consistido en otra mujer, Rialla, que también había sido enviada a la Sala del Adivino como prisionera. Esta le contó que estaba casada en secreto con uno de los espías de los vardenos en Urû’baen y que había sido capturada mientras le llevaba un mensaje. En lo que le pareció una semana, Rialla intentó congraciarse con Nasuada y, sin que se diera cuenta, convencerla de que la campaña de los vardenos estaba condenada, que sus motivos para la lucha tenían errores de base y que lo único que tenía sentido era someterse a la autoridad de Galbatorix.

Al principio Nasuada no cayó en que Rialla era una imagen.

Supuso que Galbatorix estaba distorsionando las palabras o el aspecto de la mujer, o quizá que estuviera alterando su propia percepción para hacerla más vulnerable a los argumentos de Rialla.

Los días pasaron sin que Murtagh la visitara ni contactara con ella, y Nasuada había empezado a temerse que la hubiera abandonado, dejándola en manos de Galbatorix. Aquella idea le provocaba una angustia mayor de lo que era capaz de admitir, y le constantemente estaba preocupada por ello.

Entonces empezó a preguntarse por qué hacía una semana que Galbatorix no había ido a torturarla, y se le ocurrió que si ya había pasado una semana, los vardenos y los elfos habrían atacado Urû’-baen. Y si eso era así, Galbatorix sin duda lo habría mencionado, aunque solo fuera para regodearse. Además, el comportamiento algo extraño de Rialla, combinado con una serie de lagunas inexplicables en su memoria, la dejadez de Galbatorix y el silencio prolongado de Murtagh —porque no podía creerse que hubiera roto la palabra que le había dado— la convenció de que, por descabellado que pareciera, Rialla era una aparición y de que el tiempo no había pasado tal como lo percibía ella.

Le impresionó darse cuenta de que Galbatorix podía alterar su percepción del paso del tiempo. Era algo horrible. Desde luego había perdido algo la noción del tiempo desde su reclusión, pero conservaba cierta conciencia. Perder la referencia temporal significaba estar aún más a la merced de Galbatorix, que podría prolongar o concentrar sus experiencias a su antojo.

Aun así, seguía decidida a oponerse a los intentos de coacción del rey, por mucho tiempo que parecieran durar. Si tenía que aguantar cien años en aquella celda, los aguantaría.

Una vez que se demostró inmune a las insidias y murmuraciones de Rialla —hasta el punto de acusar a aquella mujer de ser una cobarde y una traidora—, la visión desapareció y Galbatorix cambió de ardid.

A partir de entonces, los montajes se volvieron cada vez más elaborados y rebuscados, pero ninguno desafiaba las leyes de la razón ni se contradecía con lo que ya le había enseñado, puesto que el rey seguía intentando mantenerla al margen de sus actividades.

El momento culminante llegó cuando hizo que pareciera que la sacaba de aquella cámara y se la llevaba a la celda de una mazmorra en algún otro lugar de la ciudadela, donde vio a Eragon y Saphira encadenados. Galbatorix amenazó con matar a Eragon a menos que Nasuada le jurara lealtad. Cuando se negó, para enojo de Galbatorix

—enojo y sorpresa, pensó Nasuada—, Eragon lanzó un hechizo que los liberaba de algún modo a los tres. Tras un breve duelo, Galbatorix huyó —algo que dudaba que fuera a hacer en la realidad— y entonces ella, Eragon y Saphira emprendían el vuelo y escapaban de la ciudadela.

Había sido un episodio trepidante y excitante, y había sentido la tentación de esperar a ver cómo se resolvía la historia, pero le pareció que ya había participado bastante en los montajes de Galbatorix. Así que se aferró a la primera irregularidad que observó —la forma de las escamas alrededor de los ojos de Saphira— y la usó como excusa para fingir su reacción al darse cuenta de que el mundo que la rodeaba no era más que un espejismo.

—¡Me prometiste que no me mentirías mientras estuviera en la Sala del Adivino! —gritó al aire—. ¿Qué es esto si no, hombre sin palabra?

El arranque de ira de Galbatorix al enterarse de su descubrimiento fue terrible; Nasuada oyó un rugido más propio de un dragón del tamaño de una montaña, y luego el rey abandonó todas las sutilezas y durante el resto de la jornada la sometió a una serie de horribles tormentos.

Por fin cesaron las apariciones. Murtagh contactó con ella para decirle que ya podía confiar de nuevo en sus sentidos. Nasuada nunca había estado tan contenta de sentir que alguien entraba en contacto con su mente.

Aquella noche Murtagh fue a verla y se pasaron horas sentados, charlando. Le habló de los progresos de los vardenos —ya casi habían llegado a la capital— y de los preparativos del Imperio, y le dijo que creía haber encontrado un modo de liberarla. Cuando ella le instó a que le diera detalles, él se negó a hacerlo:

—Necesito uno o dos días más para ver si funcionará. Pero existe un modo, Nasuada. Anímate pensando en ello.

A ella lo que le animaba era la dedicación y la preocupación de Murtagh. Aunque no consiguiera escapar, le consolaba saber que no estaba sola en su cautiverio.

Le contó algunas de las cosas que le había hecho Galbatorix y los montajes con los que había intentado engañarla, y Murtagh chasqueó la lengua.

—Has demostrado ser más dura de lo que él creía. Hace mucho tiempo que nadie le plantea tanta batalla. Desde luego yo no me resistí tanto… No sé mucho del tema, pero sí sé que es increíblemente difícil crear ilusiones convincentes. Cualquier mago competente puede hacerte parecer que estás flotando en el aire o que tienes frío o calor, o que hay una flor creciendo delante de ti. Las cosas pequeñas y complicadas, o grandes y simples, son lo máximo que puede esperar crear un mago, y para mantener la ilusión se requiere una enorme concentración. Si te desconcentras, de pronto la flor tiene cuatro pétalos en lugar de diez. O puede desaparecer del todo. Los detalles son lo más difícil. La naturaleza está llena de infinitos detalles, pero nuestras mentes solo pueden retener un número limitado. Si alguna vez dudas de si lo que ves es real, observa los detalles. Busca las junturas del mundo, los lugares que el hechicero no conoce o que ha olvidado que están ahí, o que ha pasado por alto para ahorrar energía.

—Si tan difícil es, ¿cómo lo consigue Galbatorix?

—Usa los eldunarís.

—¿Todos?

Murtagh asintió.

—Le aportan la energía y los detalles que necesita, y él los dirige a su antojo.

—Entonces, ¿lo que yo veo son recuerdos acumulados en la memoria de los dragones? —preguntó ella, algo sorprendida.

Él volvió a asentir.

—Eso, y los recuerdos de los Jinetes, en el caso de los dragones que tuvieran Jinetes.

La mañana siguiente Murtagh la despertó con un mensaje mental para advertirla de que Galbatorix estaba a punto de volver a empezar.

A partir de aquel momento la asaltaron fantasmas e ilusiones de todo tipo, pero con el paso del día Nasuada observó que las visiones —con algunas excepciones notables, como las de ella y Murtagh en la finca— se habían ido volviendo más difusas y sencillas, como si Galbatorix o los eldunarís se fueran agotando.

Y ahora se encontraba sentada en la llanura desierta, tatareando una melodía de los enanos, mientras los kull, los úrgalos y los Ra’zac se echaban sobre ella. La cogieron, y sintió los golpes y las heridas que le infligían, y en más de una ocasión chilló y deseó que aquel dolor acabara, pero ni por un momento se planteó ceder a los deseos de Galbatorix.

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