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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (27 page)

BOOK: Lázaro
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—Dígaselo usted mismo. —La voz de Drexel se le impuso como una orden militar—. Entiende todo.

—Britte, querida, posaré para ti todos los días. Y cuando el cuadro esté terminado, lo llevaré al Vaticano y lo colgaré en mi estudio.

Después, extendió la mano y la atrajo hacia él, deseando tener la fe necesaria para producir el milagro que la convirtiese en un ser completo y bello.

En la terraza del Palazzo Lanfranco, Nicol y Katrina Peters estaban bebiendo café. Nicol clasificaba los mensajes que se habían acumulado en el curso de la noche sobre su máquina.

…El Papa será dado de alta en la clínica esta mañana. Su estado es satisfactorio. Su convalecencia será supervisada por el médico papal… eso lo sabemos todos… Aquí hay algo extraño. Procede de la agencia de noticias árabe. Reuter y Associated Press lo repiten. Dice el texto: «Misteriosa desaparición. Se teme que una joven musulmana haya sido secuestrada. Miriam Latif, atractiva técnica de laboratorio de veinticinco años, empleada en la clínica del profesor Salviati en Castelli, donde es paciente el Papa actual, León XIV. El martes pasado pidió permiso para hacer compras en Roma y después asistir a una cena con un amigo.

»No llegó a la cena en cuestión. A las siete de la tarde la clínica recibió una llamada telefónica, presuntamente de Miriam Latif. Dijo que estaba en el aeropuerto de Fiumicino y que salía inmediatamente para Beirut porque su madre se encontraba gravemente enferma.

»Las investigaciones policiales han confirmado que una mujer que usó el nombre de Miriam Latif compró en efecto un billete para Beirut en la Middle East Airlines, y que la misma mujer, usando el espeso velo tradicional, presentó el pasaporte de Miriam Latif y subió al avión. Al llegar a Beirut, la mujer usó otro pasaporte para pasar los puestos de aduana en inmigración, y después desapareció. Se ha hablado con los padres de Miriam Latif, que viven en Biblos, al norte de Beirut. Ambos gozan de perfecta salud. Nada saben de los movimientos de su hija y no han tenido noticias suyas.

»A última hora de hoy la policía del aeropuerto ha descubierto el automóvil de Miriam Latif en el aeropuerto de Fiumicino. Se están recogiendo pruebas del vehículo. El director de la clínica, profesor Sergio Salviati, afirma que Miriam es un miembro muy competente y apreciado de su personal. Dice que todos los miembros del personal a veces se ausentan para realizar compras y visitas personales en Roma. No se formulan objeciones, si se solicita permiso y hay suplentes. La compañera de habitación de Miriam y sus compañeros más allegados la describen como una persona amable y responsable. Preguntado si Miriam Latif tenía afiliaciones políticas, el doctor Salviati dijo que no las conocía, y que en todo caso Miriam Latif había sido investigada por las autoridades italianas antes de que se la autorizara para ocupar un cargo en el plan de entrenamiento dirigido por la Clínica Internacional.

»El actual novio de Miriam, el señor Omar Asnan, con quien ella debía cenar la noche de su desaparición, está profundamente preocupado y reconoce sin rodeos que teme por la seguridad de la joven. El señor Asnan es ciudadano iraní y dirige una próspera empresa de importación y exportación entre Italia y Oriente Medio…»

—Y esto —dijo Nicol Peters— me dice exactamente lo que yo deseaba saber.

—¿Crees que podrías explicármelo?

—Durante la cena, Salviati estuvo muy misterioso, y formuló conjeturas del tipo «supongamos esto… supongamos aquello». ¡Aquí está todo! Sabíamos que el Papa estaba amenazado de muerte. La Espada del Islam sin duda había infiltrado a una persona en la clínica: Miriam Latif. El Mossad la sacó de allí, viva o muerta… ¿quién lo sabe? Y ahora, La Espada del Islam está comenzando el proceso del «misterio y martirologio».

—¿Y eso de qué le sirve?

—Cubre sus actividades actuales y prepara el clima para las posibles represalias. Y créeme, ¡habrá represalias!

—Y bien, ¿qué piensas hacer al respecto?

—Lo de siempre. Formular preguntas a diferentes fuentes: a los italianos, a los israelíes, a Salviati, al Vaticano, a todos los embajadores musulmanes, incluso los iraníes. También probaré con el señor Omar Asnan, el amante dolido.

—¡Espero que seas cuidadoso!

—¿No lo soy siempre? ¿Hay más café?

Katrina Peters sirvió el café y después inició su propio recitado de distintos asuntos, que a su juicio eran mucho más importantes que la política del terror y la teología. A medida que conocía mejor las costumbres de una ciudad muy antigua, Nicol Peters tendía a coincidir con ella.

—…Los rusos nos invitan a cenar en la embajada el día 25. Ella desea que la ayude a elegir un guardarropa de otoño e invierno para Roma. ¡Ahí ya tendremos un agradable beneficio!… Salviati nos ha enviado una nota muy cálida. Lo pasó bien. Tove Lundberg ha enviado una pieza de porcelana danesa, algo muy amable e imprevisto. ¡Esa mujer me agrada!

—¡Es un cumplido desusado viniendo de ti! —Nicol Peters dirigió una sonrisa a su esposa.

—¡Pero no estoy tan segura de que me agrade Micheline Mangos—O’Hara!

—¿Y quién es esa persona?

—Nuestra dama de los misterios, de la Academia Norteamericana. Tampoco me parece verosímil su apellido. Dkfen que la madre era griega, y el padre irlandés.

—¿Como Lafcadio Hearn?

—Por favor, ¿quién es ése?

—Un periodista, como yo, pero vivía en una época que tenía mayores posibilidades. Se casó con una japonesa. Olvídalo. ¿Qué sucede con Mangos—O’Hara?

—Dará una conferencia sobre las religiones mistéricas. Estamos invitados.

—¡Rechaza la invitación!

—Ya lo creo. Pero también afirma que Matt Neylan es el varón más interesante que ha conocido en muchos años. La nota de Neylan afirma que ella le pareció muy divertida, ¡y que quizá la invite a compartir un apartamento durante el resto de la estancia de la dama en Roma!

—Yo diría que eso es apresurar un poco las cosas; pero si comete un error, Neylan dispone de mucho tiempo para repararlo. —Los pensamientos de Nicol estaban en otra cosa—. Él también me ha llamado. Los rusos están cortejándole, sin duda a causa de su pasado en el Vaticano. Está invitado a almorzar en la embajada, y el embajador sugirió la idea de un viaje a Moscú para reunirse con miembros de la jerarquía ortodoxa. Matt no está muy entusiasmado con la idea. Dice que ya ha tenido bastante del tema divino, y desea beber un trago largo y abundante de vino de la vida. Lo cual significa que probablemente morderá un buen pedazo de la realidad. Tiene mucho que aprender.

—Y habrá un montón de mujeres que se disputarán el privilegio de enseñarle.

—¿Por qué no? Es inteligente y divertido. Sabe cantar… e incluso después de tantos años vistiendo el hábito no es un
tenor castrato
.

—Lola Martinelli le ha echado el ojo.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha llamado para preguntarme si creía que a Matt Neylan podía interesarle que ella le nombrase su secretario privado. Le he contestado que se lo pregunte al propio Matt.

—¿Y?

—Así lo ha hecho, y él ha contestado con su mejor y más dulce acento irlandés: «Querida señora, soy un caballero de medios independientes, de modo que no necesito el dinero. Poseo muchas cualidades, mas sería un mal secretario. Pero si puedo ofrecerle otra cosa de buena gana lo hablaré con usted mientras cenamos a una hora y en un lugar apropiados».

—Bien, si no es cierto, por lo menos puede considerársele
ben trovato
. Parece el estilo de Matt. ¿Y qué ha dicho Lola?

—Que se fuera al infierno. Después me ha telefoneado para decirme que Matt no es más que otro de esos ex sacerdotes que quieren llevarse el mundo por delante.

—¡Bien por ella!

—Es lo que he pensado; pero mantengamos a Matt en la lista de invitados. Siempre puede cantar para pagar su cena.

—Ahora es mejor que me ponga a trabajar y vea cómo desarrollaré este asunto de Miriam Latif.

Las primeras personas que saludaron al Pontífice en su nuevo alojamiento fueron su asistente, Pietro, y una joven de mejillas sonrosadas que usaba el velo azul de la Pequeña Compañía de María. Lucía una amplia sonrisa y un humor sin alegría, y se presentó diciendo que era la hermana Paulina.

—Su Eminencia me ha traído de Roma para cuidarle. Procedo de Australia, y eso explica mi mal italiano. Lo primero que hará usted es acostarse y descansar un par de horas. Está pálido y demacrado, y el pulso se le ha acelerado con tanto movimiento… Pietro puede ayudarle a desvestirse. Volveré para acomodarle y darle su medicación… Su Eminencia dijo que quizá se mostrase usted difícil; pero no será así, ¿verdad? Tengo una cura infalible para los pacientes difíciles. Empiezo a hablar y no me detengo…

—Me rindo. —El Pontífice elevó una mano fatigada en señal de protesta—. Puede dejar de hablar ahora mismo. Estoy dispuesto a acostarme.

Diez minutos después estaba instalado, rodeado por el olor a sábanas limpias escuchando el canto de las cigarras en el jardín. Lo último que oyó fue la voz de la hermana Paulina que explicaba a Pietro.

—¡Por supuesto, puedo manejarle! Es un gatito. Nuestro viejo cura parroquial se lo habría comido en el desayuno. ¡Ese sí era terrible!

Despertó entrada la tarde. Se sentía tranquilo y relajado, ansioso de explorar ese pequeño rincón de un mundo del que se había visto excluido durante tantos años. Sobre la mesa, al lado de su cama, había una campanita de plata. Cuando llamó, apareció Pietro, con toallas, lavanda, las zapatillas… y órdenes superiores.

—La hermana dice que debo afeitarle, ayudarle a tomar la ducha y vestirle, y después salir con usted a dar un paseo. Han empezado a cosechar la uva. Su Eminencia está en los viñedos. Dice que tal vez a usted le agrade ir a verlos.

—De acuerdo, Pietro. —De pronto sintió el entusiasmo de un escolar—. Y monseñor O’Rahilly me dijo que ha traído usted ropa de calle para mí.

—Así es, Santidad. —Pareció dudar un poco—. Sé que le quedarán bien, porque entregué las medidas al monseñor. Él se encargó de seleccionar el tipo de prendas.

Depositó las ropas sobre la cama, para que su amo las inspeccionara: pantalones de algodón, camisa abierta en el cuello, zapatos cómodos y jersey deportivo. El Pontífice vaciló un momento y después se rindió con una sonrisa.

—¿Quién sabe, Pietro? Si hay escándalo, atribuiremos la culpa a Su Eminencia.

—Santidad, espere a ver cómo viste él. Parece un viejo campesino.

—Pietro, quizá es lo que deberíamos hacer: convertir a todos nuestros príncipes en campesinos… yo mismo incluido.

Cuando salió al aire libre y contempló la ondulada pendiente de tierra fecunda, comprendió súbitamente que había pasado gran parte de su vida en claustros, salas y corredores que olían a desinfectante y a cera, y en capillas saturadas de viejo incienso. Pero todavía era peor pensar cuánto tiempo precioso había malgastado en el papeleo y las discusiones agotadas por siglos de debate estéril. En la Ciudad del Vaticano y en Castel Gandolfo era un prisionero, a quien se permitía salir en las ocasiones ceremoniales y en los viajes llamados misioneros, donde cada movimiento estaba predeterminado, y cada palabra, escrita de antemano.

Y ahora estaba allí, en una ladera de Castelli, contemplando a los cosechadores de la uva que subían y bajaban entre las hileras de viñedos, acomodaban los frutos en canastos, vaciaban los canastos en los carros enganchados al tractor amarillo que después llevaría la cosecha a las grandes vasijas. Allí estaban todos: el personal de la villa, los peones de la finca, los maestros, los terapeutas, la hermana Paulina. Incluso los niños se entregaban a los trabajos que podían realizar. Los que ocupaban sillas de ruedas se desplazaban entre los viñedos. Solamente Britte no trabajaba en eso. Estaba sentada, encaramada —¿o enredada?— precariamente sobre un taburete, con un caballete y una caja de pinturas, y pintaba con un pincel sostenido entre los dientes.

La escena era tan vivaz, mostraba tal abundancia de detalles humanos, que el Pontífice permaneció largo rato contemplando la simple maravilla del espectáculo (y la grisácea futilidad de gran parte de su propia existencia). Allí era donde debía buscar al pueblo de Dios. Ése era el modo de encontrarlo, haciendo las cosas cotidianas de acuerdo con los ritmos del mundo del trabajo.

Él, León XIV, Obispo de Roma, en otro tiempo Ludovico Gadda, ¿qué hacía? Bien, gobernaba la Iglesia, lo cual significaba que la mayor parte del día se sentaba frente a su escritorio y recibía a la gente, leía trabajos, escribía documentos, intervenía en algún desfile, pronunciaba un discurso todos los domingos en la plaza de San Pedro, discursos que todos escuchaban pero nadie entendía, porque el eco y la resonancia de la plaza de San Pedro determinaba que el episodio entero fuese ridículo… Por eso mismo, más valía no desperdiciar un solo instante de ese día tan bello, de esa vendimia tan especial…

Descendió los peldaños de las terrazas con la ayuda de Pietro y caminó lentamente para mezclarse con los recolectores. Le saludaron al pasar, pero no interrumpieron sus tareas. Estaban trabajando seriamente, pues era una labor que prometía dinero. Uno de los hombres le ofreció un trago de vino. El Papa aceptó la botella, la llevó a los labios y bebió gozosamente. Se limpió la boca con el dorso de la mano y devolvió la botella con una palabra de agradecimiento. El hombre sonrió y volvió al trabajo.

Por fin, al terminar la tercera hilera, llegaron donde estaba Drexel, sentado al volante de un tractor, esperando arrancar apenas el carro estuviese lleno de racimos de uva. Bajó para saludar al Pontífice.

—Tiene mejor aspecto, Santidad.

—Así debe ser, Antón. Esta tarde he descansado maravillosamente. Y gracias por haberme enviado una enfermera.

Drexel se echó a reír.

—Conozco a la hermana Paulina desde que vino a Roma. Es un auténtico personaje. ¡Incluso a mí llegó a domesticarme! Cuando visité por primera vez la comunidad me preguntó cuál era la tarea de un cardenal protector. Se lo expliqué: proteger los intereses de la Congregación. Me miró a los ojos y me dijo con ese horrible italiano que habla: «Bien, para empezar, hay una lista entera de cosas en las que no recibimos protección, ¡y aquí hay otra lista en que la protección que recibimos es bastante ineficaz!». Y tenía razón. Desde entonces, somos amigos.

—¿Qué puedo hacer para ayudar aquí?

—Por el momento, nada. Conténtese mirando a los demás y descansando. Podría acompañarme en el tractor, pero el movimiento sería excesivo. Pietro, ¿por qué no va al huerto con Su Santidad y recoge fruta para la cena? Esta noche comemos al estilo del campo… ¡y otra cosa! Tiene que conocer a Rosa. Le espera con un puñado de medallas, porque quiere que las bendiga… ¡nuestra cena depende de la seriedad con que usted lo haga!

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