Lázaro (23 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Lázaro
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Fuera del enclave de la Clínica Internacional, entre las cinco y las diez, se produjo una serie de episodios triviales.

Una mujer realizó una llamada telefónica y dejó un mensaje; otra mujer tomó un avión que dos horas después llegó a destino. Un cajón con un rótulo que decía «documentos diplomáticos» fue cargado en otro avión con destino diferente. En una villa de la Appia Antica un hombre esperó una llamada que nunca llegó. Después llamó a su chófer y ordenó que le llevase a un club nocturno cercano a Via Véneto. En el aeropuerto de Fiumicino, un empleado de la oficina de la Middle East Airlines hizo una fotocopia del cupón de un billete aéreo, se guardó la fotocopia en el bolsillo y en el camino de regreso a su casa la entregó al portero de un edificio de apartamentos. El ciclo completo de pequeños episodios fue comunicado al funcionario de guardia de la embajada israelí en Roma. Por la mañana, antes de dirigirse a la clínica, el hombre del Mossad fue informado del significado de estos hechos.

La llamada telefónica a la clínica, a las 7 de la tarde, se originó en el vestíbulo del aeropuerto. La voz estaba deformada y casi cubierta por el ruido de fondo, pero la operadora de la centralita de la clínica afirmó que había entendido el mensaje y lo había anotado exactamente. Miriam Latif no se presentaría a trabajar por la mañana, como había prometido. Su madre estaba muy enferma. Se disponía a tomar el vuelo nocturno a Beirut, con la Middle East Airlines. Si no regresaba, debía pagarse el sueldo pendiente a su cuenta del Banco di Roma. Lamentaba el inconveniente, pero esperaba que el profesor Salviati lo entendería.

A las 7:30, una mujer, con el rostro cubierto por el velo tradicional, se presentó en el mostrador de la Middle East Airlines. Tenía un billete para Beirut y un pasaporte libanes a nombre de Miriam Latif. Llevaba únicamente equipaje de mano. Como estaba saliendo de la República y no entrando, la policía de fronteras no la obligó a quitarse el velo. Tres horas después la misma mujer desembarcó en el aeropuerto de Beirut, presentó un pasaporte con otro nombre y desapareció.

El cajón que llevaba el rótulo de «documentos diplomáticos» fue cargado en el vuelo nocturno de El—Al a Tel Aviv. Dentro yacía Miriam Latif, completamente drogada, envuelta en mantas térmicas y ventilada con orificios para permitir el paso del aire, y un tanque de oxígeno de liberación lenta. Cuando llegó a Tel Aviv fue llevada a la enfermería de un centro de detención del Mossad y registrada con un número y un código que indicaban la orden de someterla a un interrogatorio especial y prolongado.

En el club nocturno que estaba cerca del Véneto, Omar Asnan, el comerciante de Teherán, pidió champaña para la joven que solía acompañarle, y deslizó en su escote un billete de 50.000 liras. El mensaje incluido en el billete fue entregado diez minutos después a dos hombres que bebían café en uno de los reservados. La entrega fue advertida por la vendedora de cigarrillos, una agente israelí que hablaba francés, italiano y árabe.

Su informe completó la operación. La asesina Miriam Latif había sido eliminada del juego. El Mossad se había adueñado de una rehén valiosa y una fuente de información vital. Omar Asnan y sus secuaces de La Espada del Islam aún ignoraban lo que había sucedido. Solamente sabían que Miriam Latif no había acudido a la cita. Necesitarían por lo menos veinticuatro horas para recomponer una explicación verosímil de los hechos. Había pocas posibilidades de que pudieran organizar otro intento de asesinato durante el limitado tiempo de convalecencia del Pontífice.

El único problema que quedaba era tranquilizar a Salviati y obligarle a ensayar su testimonio. El hombre del Mossad lo hizo con su habitual brevedad.

—¿La operadora de la centralita copió el mensaje de Miriam Latif?

—Sí. Lo tengo aquí.

—¿Generalmente es una persona precisa y fidedigna?

—Todas nuestras operadoras tienen que serlo. Atienden cuestiones médicas… asuntos de vida o muerte.

—¿Qué hará con las ropas de la joven, con sus efectos personales?

—He pedido a su compañera de habitación que las reúna y las guarde. Las retendremos hasta que nos lleguen noticias de la propia Miriam.

—Entonces, eso es todo —dijo el hombre del Mossad—. Excepto que me pareció conveniente que viera esto para tranquilizar su delicada conciencia.

Entregó a Salviati la fotocopia del cupón del billete aéreo, a nombre de Miriam Latif. Salviati la examinó con una ojeada y la devolvió.

—Por supuesto, usted no lo ha visto —dijo el hombre del Mossad.

—Soy un mono sabio —dijo agriamente Sergio Salviati—. Sordo, mudo y ciego.

Pero el hombre del Mossad no estaba ciego. Advertía muy claramente las nuevas posibilidades de violencia creadas por la desaparición de Miriam Latif. La operación contra el Pontífice se había frustrado completamente, como la propia Latif había advertido que podía suceder: «el lugar está sembrado de gusanos». Pero se había pagado dinero —una suma importante— y las normas del juego de la muerte eran explícitas: nosotros pagamos, usted entrega. De manera que alguien debía mucho dinero a La Espada del Islam. Y esa persona debía devolver el dinero o en su lugar un cadáver. Y no se trataba sólo del dinero. Estaban en juego el honor, la dignidad, la autoridad del movimiento sobre sus adeptos. Si no se aplicaban las reglas, si no se entregaba a la víctima prometida, los adeptos buscarían otra organización.

Por último —y quizá éste era el golpe más duro para los profesionales— tan pronto como se descubriese el secuestro de Miriam Latif, el grupo terrorista se dispersaría, y todo el trabajo de penetración, todos los riesgos afrontados para mantener allí a una agente se perderían de la noche a la mañana.

Eso dejaba a cargo del hombre del Mossad algunas decisiones delicadas. Cuánto debía decir a los italianos. Qué tipo de advertencia, si se llegaba a eso, correspondía hacer a la gente del Vaticano, y si el propio Sergio Salviati necesitaba o merecía protección. En definitiva, parecía sensato mantener la red de seguridad alrededor de su persona. Pasaría mucho tiempo antes de que el Mossad pudiese crear una pantalla más segura, tan útil y tan auténtica como la Clínica Internacional.

En un rincón tranquilo del jardín, protegido de la brisa por una pared y del sol por un dosel de sarmientos, el Pontífice León estaba sentado frente a una mesa de piedra gastada por la intemperie, y escribía el diario de su séptimo día en el hospital.

Ahora se sentía mucho más fuerte. Mantenía más erguido el cuerpo, caminaba más. Las variaciones de su temperamento eran menos violentas, aunque se conmovía hasta las lágrimas o soportaba dolorosos sentimientos de ansiedad. Todos los días un terapeuta trabajaba sobre su espalda y hombros, y aunque la caja torácica aún le dolía, comenzaba a sentarse y acostarse más cómodamente. Lo único que le molestaba más que todo el resto era la conciencia de que estaba sometido a estricta vigilancia cada hora del día y de la noche. Incluso así, no mencionaba el asunto por temor a parecer caprichoso y quejicoso.

El propio Salviati habló del tema con él una mañana que fue a beber una taza de café con su paciente. El Pontífice manifestó su placer ante la desusada concesión. Salviati se encogió de hombros y sonrió.

—Hoy no operaré. Pensé que a usted le vendría bien un poco de compañía. Esos individuos… —Su gesto abarcó a los tres tiradores que rodeaban el sector—. Esos individuos no son muy habladores, ¿verdad?

—No, no hablan mucho. ¿Usted cree que los necesito realmente?

—No me pidieron opinión —dijo Salviati—. Y creo que tampoco a usted. Y ya que hablamos del asunto, es una situación extraña. Usted es el Papa. Yo dirijo esta clínica. Pero parece que siempre hay un momento en que la Guardia de Palacio asume el control. De todos modos, no permanecerá usted aquí mucho tiempo. Dentro de poco le daré de alta.

—¿Cuándo?

—En tres días. El sábado.

—Es una magnífica noticia.

—Pero tendrá que continuar con el régimen… dieta y ejercicio.

—Lo haré, créame.

—¿Ha decidido dónde se alojará?

—Había abrigado la esperanza de ir a la villa del Cardenal Drexel; pero mi Curia no lo aprueba.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Me dicen que exigiría una nueva y costosa operación de seguridad.

—Lo dudo. He visitado el lugar varias veces con Tove Lundberg. Probablemente sería muy fácil clausurar el sitio. El muro de circunvalación es claramente visible desde la propia villa.

—Por supuesto, ésa no es la única razón. El Vaticano es una corte, como señaló cierta vez André Gide. Y los cortesanos se muestran celosos como niños de su jerarquía y sus privilegios.

—Creía que los eclesiásticos estaban más allá de esas cuestiones mundanas.

La sonrisa de Salviati despojó de malicia el comentario. El Pontífice se echó a reír.

—Amigo mío, el hábito no hace al monje.

—¿Y desde cuándo el Papa lee a Rabelais?

—Créame, amigo mío, jamás lo he leído. Mi lista de lecturas ha sido algo limitada.

—En todo caso, las ha aprovechado bien.

—He aprendido más durante la última semana que en media vida… y ésa es la verdad,
senza complimenti
. Le estoy profundamente agradecido, y debo mucho a la sabiduría y a la gentileza de su consejera.

—Es muy eficaz. Puedo considerarme afortunado de contar con sus servicios.

—Es evidente que ustedes se tienen mucho afecto.

—Hemos mantenido una relación estrecha durante mucho tiempo.

—¿No han pensado en el matrimonio?

—Hemos hablado de eso. Coincidimos en que no funcionaría para ninguno de los dos… Pero hablemos un momento de usted. Es evidente que volverá a la situación tensa de su propia residencia. Había abrigado la esperanza de postergar eso hasta que se sintiera más fuerte… Sin duda, está recobrándose muy bien; pero debe comprender que el sentimiento de bienestar es relativo. Hoy es mejor que ayer, mañana se sentirá todavía más fuerte, pero agotará rápidamente sus energías y todavía depende de los cuidados de nuestro personal. Con su autorización, desearía hablar de esto con el Cardenal Agostini. Francamente, creo que el bienestar es más importante que los celos de sus cardenales y la Curia. ¿Por qué no los ignora y sigue mi consejo?

—Podría hacerlo. Preferiría que no fuese el caso.

—Entonces, permítame ser su defensor. Por lo menos, nadie puede acusarme de perseguir un interés egoísta. Mi opinión clínica debe tener cierto peso. Quisiera hablar con el Cardenal Agostini.

—Pues hágalo.

—En efecto, lo haré.

—Deseo que sepa, amigo mío, cuánto le agradezco su habilidad y la atención que me ha dispensado.

Salviati sonrió como un escolar avergonzado.

—Ya le dije que era un fontanero muy bueno.

—Es mucho más que eso. Advierto todo el esfuerzo consagrado a este lugar, y toda la energía que aún lo mantiene funcionando. Más tarde, desearía comentar con usted la posibilidad de una contribución permanente a su obra, quizá una donación, o el aporte de equipos especiales. Usted me dirá qué conviene más.

—Ahora mismo puede realizar su aporte. —Salviati fue directo y habló con energía—. Tove Lundberg y yo estamos trazando una serie de perfiles psíquicos del postoperatorio de los pacientes cardíacos. En todos nuestros pacientes advertimos síntomas de un cambio psíquico radical. Necesitamos comprender mejor ese estado. En sus sesiones con Tove, usted ha descrito ese cambio con diferentes metáforas: la serpiente que se desprende de su vieja piel, el injerto de un árbol que origina un fruto distinto, Lázaro saliendo de la tumba, un hombre nuevo en un mundo nuevo…

—Es la mejor descripción que he hallado hasta ahora. Por supuesto, sé que no he muerto, pero…

—Estuvo bastante cerca —dijo secamente Salviati—. Latido cardíaco más o menos. Pero ésta es mi pregunta. Usted llegó a esta situación mejor equipado que la mayoría. Tenía una fe definida, una concepción filosófica, una teología y una práctica moral bien estructuradas. ¿Qué parte de todo ese equipaje ha dejado atrás? ¿Qué parte ha conservado?

—Todavía no lo sé. —Las palabras brotaron lentamente de sus labios, como si estuviera sopesando cada una—. Ciertamente, no todo el equipaje ha sobrevivido al viaje, y lo que he conservado es mucho, muchísimo menos de lo que tenía al principio. Respecto al resto, es demasiado temprano para saberlo o para decir algo… Quizá más tarde pueda explicarme mejor.

—La respuesta será importante para todos. Es suficiente que pasee la mirada por este jardín para saber que los fanáticos están apoderándose del mundo.

—Parte del equipaje que todavía conservo —dijo el Pontífice León— es una serie de instrucciones referidas a la supervivencia. Fue escrita por un judío, Saúl de Tarso… «Ahora quedan estas cosas: la fe, la esperanza y la caridad. Y la principal es la caridad.» Yo mismo no siempre las he usado bien; pero estoy aprendiendo.

Sergio Salviati le miró largamente, y después una sonrisa lenta suavizó las líneas sombrías de su cara.

—Quizá hice un trabajo mejor de lo que creía.

—Por mi parte, jamás le subestimaré —dijo el Pontífice León—. Vaya con Dios.

Observó a Salviati mientras atravesaba de prisa el jardín. Vio cómo los guardias le saludaban al paso. Después, abrió su diario y retomó la tarea de explicar su nueva personalidad a la antigua.

«…En mi discusión con el Cardenal Clemens, ayer, hizo mucho hincapié en los peligros de la «nueva teología», en el rechazo por ciertos eruditos católicos de lo que él denominó «las normas clásicas de la enseñanza ortodoxa». Sé lo que quiere decir. Comprendo su sospecha frente a la novedad, su preocupación en vista de que están proponiendo nuevos conceptos de las doctrinas tradicionales a los alumnos de los seminarios y universidades, y eso antes de que hayan sido demostradas por la discusión y la experiencia, y confrontadas con el Depósito de la Fe, de la cual Clemens y yo somos guardianes designados, y yo el arbitro e intérprete definitivo.

»¡Bien! ¡Acabo de escribirlo! La frase me mira desde la página… «El arbitro e intérprete definitivo.» ¿Lo soy? ¿Quién me asigna ese carácter? ¿La elección por parte de un colegio de mis iguales? ¿Un coloquio privado con el Espíritu Santo, un episodio acerca del cual no tengo registro ni recuerdo? Incluso en mi condición de Papa, ¿podría atreverme a sostener una discusión con un filósofo, un teólogo o un erudito en la Biblia de las grandes universidades? Sé que no podría, haría el ridículo; porque sólo podría apelar a esas «normas clásicas» y a su expresión tradicional, la que me fue inculcada tan exhaustivamente en otra época. No fui elegido por mis logros intelectuales o por el caudal de mi intuición en las cuestiones espirituales. No soy Trineo, no soy Orígenes, ni Tomás de Aquino. Soy y siempre fui un hombre de la organización. La conozco al derecho y al revés, sé cómo servirla, y cómo mantenerla en funcionamiento. Pero ahora la organización está envejecida y yo no tengo imaginación suficiente para renovarla. Soy tan deficiente en ciencias sociales como en filosofía y teología. Por lo tanto, me veo obligado a reconocer que mis arbitrios e interpretaciones pertenecen a otros, y que todo lo que contribuyo a ellos es el sello de Pedro.

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