—¿Cómo? No entiendo.
Josette corrió hacia el teléfono.
—Espera un momento a que llame a Stephanie y ya te explicaré —prometió mientras comenzaba a marcar—. Y después iremos de visita al hostal.
Jacques se retiró a su asiento del rincón de la chimenea, sintiéndose igual de satisfecho que la última vez que había comido
cassoulet
cocinado por Josette. Todo se iba a solucionar. El municipio estaba en buenas manos.
En el hostal las cosas seguían su curso. Lorna se devanaba los sesos tratando de pensar qué iba a cocinar para sus tres imprevistos invitados mientras Claude iba de un lado a otro quitando y poniendo fusibles y probando todos los enchufes de la casa. Mientras tanto, Christian, René y Paul inspeccionaban la caldera y el depósito abajo en el sótano.
Después de presentar con tanto entusiasmo a René y Claude, percibiendo el escepticismo de Paul y Lorna, Christian se apresuró a dar una explicación. En primer lugar rodeó con el brazo el hombro de Claude.
—El es electricista y ha venido desde Seix para hacer un diagnóstico de la instalación eléctrica. —Luego rodeó con el otro brazo a René—. Y él es el fontanero de la zona. Va a instalar una nueva caldera y un nuevo depósito esta semana. Así podrán pasar la inspección.
A Paul le costó responder.
—Pero… —tartamudeó—, nosotros no tiene mucho dinero. No puede pagar.
Christian levantó la mano para hacerlo callar.
—Lo sabemos. René ha aceptado hacer el trabajo sólo por el precio de los materiales. ¿Cuánto calculas que resultará, René? ¿El precio total?
El fontanero se tiró del bigote y entornó los ojos como si calculara el tamaño del edificio.
—Creo que podría hacerlo por dos mil quinientos, todo incluido.
—¿Dos mil quinientos? —preguntó Paul con voz atiplada—. ¡Es baratísimo! ¿Y la electricidad?
—Gratis —respondió Claude con una tímida sonrisa.
—Bueno, no gratis del todo —intervino Christian—. El problema es que sólo podemos trabajar por la noche. Durante el día estamos ocupados y, además, no queremos que la gente sepa que estamos aquí. ¡Asuntos de política! —Torció el gesto antes de proseguir—. De modo que nuestra paga va a ser la cena de esta noche y de todas las noches en que trabajemos, ¿de acuerdo?
—¿Eso es todo? —preguntó Lorna—. ¿Una comida?
Confirmó enérgicamente con la cabeza mirando a Paul, que estrechó, uno por uno, la mano de los tres hombres cerrando el trato.
—Pero ¿por qué? —quiso saber Lorna mientras se disponían a trabajar—. ¿Por qué ayudan a nosotros?
René rozó el suelo con el zapato con aire incómodo, cabizbajo.
—Yo voté por el cierre del hostal —repuso en voz baja—, a pesar de que Christian y Josette intentaron convencerme de lo contrario. Después Christian me llamó anoche y me contó lo que había averiguado sobre el alcalde, sobre lo del toro y todo. —Sacudió la cabeza con gesto de repugnancia—. No está nada bien lo que les ha pasado a ustedes, así que he venido aquí para enmendarlo.
—¿Y Claude? Él ni siquiera vive aquí. ¿Por qué ayuda?
—¡Ah, Claude! —exclamó desdeñosamente el fontanero, mientras a su cuñado se le formaban hoyuelos en la cara al sonreír—. Es muy sencillo. El invierno pasado cuando estábamos cazando me disparó por accidente, de manera que me debe una.
—¿Le dispara a usted? —exclamó Lorna—. ¿Dónde?
Claude soltó una risita y Christian reprimió una sonrisa. René se rozó el trasero y los miró con mal genio.
—¡Sólo diré que fue una suerte, porque tengo un buen material de relleno!
A continuación se pusieron manos a la obra y Paul y Lorna se quedaron comentando aquel inesperado giro en los acontecimientos.
—Dos mil quinientos euros por la caldera y el depósito… No puedo creerlo. Podremos abrir en cuestión de semanas.
—Te olvidas de la inspección —lo previno Lorna—. Monsieur Souquet dijo que tendríamos que esperar hasta mediados de mayo, y no creo que cambie de idea.
—¡No, pero puede que el alcalde sí! Puede que incluso anule la orden de cierre si sabe que se han hecho las obras. Iremos a verlo la semana que viene y no vamos a aceptar una negativa.
—De todas formas, no llegaremos a tiempo para el plazo de solicitud de la subvención.
Paul se mordió el labio.
—Sí, no va a haber manera con eso, pero si tenemos entrada de dinero y nos llegan reservas, quizás el banco nos dé un préstamo para el tejado más adelante. —Esbozó una gran sonrisa con contagioso optimismo—. Al menos ahora tenemos una posibilidad.
Los interrumpió un estrépito en el sótano seguido de una maldición. Paul se apresuró a reunirse con los demás mientras Lorna revolvía la cocina en busca de inspiración. Veinte minutos más tarde se acordó del chorizo que tenía en el fondo de un armario y que había comprado para probar una nueva receta, para lo cual le había faltado el entusiasmo cuando todo había comenzado a salir mal. Perfecto. Comenzó a preparar los ingredientes y ya estaba casi lista para empezar a cocinar cuando oyó voces en el comedor. Paul asomó la cabeza en la cocina.
—¿Te sientes en condiciones de hacer milagros? —inquirió.
—¿Milagros? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, ¿podrías convertir esto en una comida para once? —preguntó señalando el embutido, los tomates y las cebollas de la encimera.
—¿Once?
Sonriendo, Paul abrió la puerta para que viera.
—
Bonsoir, Lorna!
—gritó un coro de voces mientras ella observaba con asombro el grupo de personas concentradas en el comedor.
Estaban Stephanie, con Annie, la de la casa de arriba; Josette, de la tienda; la cartera, cuyo nombre desconocía, todavía con muletas después de lo del incendio, y un hombre y una mujer mayores a quienes no había visto nunca.
—Venimos a ayudar —anunció Josette, con la cara apenas visible detrás de la montaña de tela que cargaba en los brazos—. Y hemos traído algunas cosas que Stephanie ha dicho que necesitaban para la inspección de
hôtel de tourisme
.
Lorna la descargó del peso y vio que se trataba de dos pares de cortinas.
—Para las habitaciones —explicó Josette.
Fueron adelantándose uno tras otro, presentando algo distinto cada cual. Stephanie traía varios botes de pintura blanca para tapar las manchas de las goteras, y el hombre, a quien presentó con el nombre de Alain Rougé, ofreció un surtido de lámparas que superaban con creces sus necesidades. Annie explicó que en el coche de Stephanie tenía dos rollos de moqueta de su casa, que al haber sufrido algún desperfecto superficial a consecuencia del temporal se los iba a cambiar la compañía de seguros. En su opinión, todavía podían servir por el momento. Después la señora mayor, que se llamaba Monique Sentenac, dijo que tenía una cama en el coche. Después de disculparse porque era un poco pasada de moda y porque no había sido utilizada desde hacía de veinte años, murmuró algo sobre un cura que suscitó carcajadas generales. Finalmente la cartera, que se llamaba Véronique, avanzó con trabajos teniendo que controlar las muletas y algo que llevaba en los brazos.
—Yo lo perdí todo en el incendio —adujo—. Por eso he traído esto.
Lorna tomó el voluminoso bulto que sostenía y lo depositó en la mesa. Al levantar la manta en que iba envuelto apareció la estatua más grotesca que había visto nunca. Parecía una pastora leprosa que tenía una horripilante herida en el cuello, acompañada por un cordero deforme. Aun así, a Lorna se le anegaron los ojos de lágrimas.
—Es santa Germaine —explicó Véronique—. Como a mí me trajo suerte, puede que también se la traiga a ustedes.
—¡Gracias! —Lorna dio un impetuoso abrazo a la mujer.
—Pero ¿qué es esto? —tronó desde la puerta de atrás el vozarrón de Christian—. ¿Ya te estás deshaciendo de mi regalo, Véronique?
—No te prrreocupes, Chrrristian. Es sólo un prrréstamo —precisó, riendo, Annie—. ¡Le alegrrrarrrá saberrr —susurró a Lorna— que quierrre que se lo devuelva después de la inspección!
—Bueno… —Josette dio unas palmadas para poner orden en el incipiente caos—. ¿En qué podemos ayudar?
Al cabo de unos minutos todos estaban trabajando. Llevaron la moqueta arriba, montaron la cama, colgaron las cortinas, distribuyeron las lámparas y colocaron a santa Germaine en el pedestal del vestíbulo. Cuando Lorna anunció que la cena estaba lista, el hostal era un hervidero de actividad.
—¡Cocina inglesa! —dijo René con un punto de inquietud tomando asiento en la mesa—. ¡Bueno, al menos Christian no quedará decepcionado!
—¡Bah! —resopló Annie—. ¿Chrrristian crrree que madame Loubet era una buena cocinera?
—¿Madame Loubet? ¿Esa vieja bruja? —exclamó Alain—. La peor comida que he consumido en toda mi vida.
Christian se ruborizó al tiempo que se instalaba entre Stephanie y Véronique.
—A mí me parecía que su
cassoulet
era bueno —protestó.
Captando lo esencial de la broma, Lorna no pudo resistirse a sumarse a ella mientras depositaba la gran cazuela de estofado de judías con chorizo en el centro de la mesa y Paul iba sirviendo generosas copas de vino a todos.
—¿Su
cassoulet
? ¿Es bueno? —preguntó con fingida inocencia.
—¡Buenísimo! —aseguró Christian, sintiendo que podía recuperar una parte del orgullo perdido—. No hay nada como la sencilla comida casera.
Lorna se fue a la cocina y regresó cargando una enorme lata.
—Un regalo —dijo depositando la lata de
cassoulet
delante de Christian—. Madame Loubet lo deja aquí.
En torno a la mesa estallaron las risas. Después Véronique reparó en la fecha de caducidad inscrita al lado y las carcajadas cobraron nuevo vigor.
Por encima del alboroto, Lorna percibió un agudo timbre. Era el teléfono. Corrió a descolgarlo en el bar, aunque con el ruido no pudo oír nada. Al darse cuenta, Paul reclamó silencio. Para alivio de Christian, todos callaron y entonces pudieron oír claramente la voz de Lorna.
—¿Podría repetir, por favor?
Después de escuchar con atención, tapó el auricular y dirigió la mirada a sus vecinos, recientes amigos y a su marido.
—Visto el anuncio en Internet —explicó—. ¡Preguntan si el hostal aún es en venta! ¿Qué digo?
Se produjo un instante de silencio, que interrumpió Christian.
—¡Diles que no! —gritó.
Los demás respaldaron entre gritos y risas su opinión, hasta el punto que Lorna tuvo que retirarse a la cocina para poder responder.
—Lo siento —dijo, procurando que no se le notara las ganas de reír—, pero el hostal no es en venta.
Luego colgó y, con una cesta de pan y otra botella de vino, se fue a sentar con los demás.
P
ara el municipio de Fogas, la semana siguiente transcurrió envuelta en una maraña de intrigas y engaños. Para Serge Papon, aquello no tenía nada de extraordinario. El lunes posterior a su incursión nocturna en el Ayuntamiento volvió a acudir allí, pero en aquella ocasión se aseguró de que lo viera el mayor número de personas posible.
En el aparcamiento, se demoró un momento hablando con Bernard de la nueva sujeción para la máquina quitanieves que por fin había llegado para sustituir la anterior, pues había encontrado su final a raíz de un choque contra una pared de piedra del que Bernard se negaba a hacerse responsable. Después escuchó con gran paciencia a madame Aubert. La anciana viuda, que vivía sola en la entrada del pueblo junto a los antiguos lavaderos públicos, le soltó una arenga quejándose de que no podía ir a cobrar la pensión en La Rivière y quiso saber cuándo iban a volver a abrir la oficina de correos. Él apaciguó su enojo con unas cuantas mentiras y un par de promesas que no tenía posibilidades de cumplir.
En el vestíbulo se encontró con Philippe Galy, que estaba iracundo con el aplazamiento de la reunión del Ayuntamiento y amenazaba con emprender acciones legales contra el municipio si se demoraba aún más la concesión de su permiso de obras. El alcalde se compadeció de su situación y lo calmó garantizándole que habría un pleno a no más tardar dentro de siete días. Insinuó que el permiso estaba prácticamente aprobado, pese a que él no había pasado de echar un somerísimo vistazo a la documentación desde que había llegado en diciembre.
Reafirmado en la confianza de que aún conservaba el delicado toque que lo había mantenido en el poder durante todos aquellos años, Serge entró en la oficina de Céline y le dispensó un afectuoso abrazo. Aturdida por la sorpresa de verlo en persona después de tanto tiempo y por la inhalación del potente aroma de su loción de afeitado, a la secretaria le costó decidir por dónde debía empezar. Por fin cogió un montón de papeles que debía firmar y mientras el alcalde comenzaba a ocuparse de la labor, estampando con donaire su firma, le leyó los mensajes que habían llegado ese día. Al cabo de poco ya había llegado al final de la lista.
—Ehm… ¿qué más? Ah, sí. Philippe Galy acaba de venir. Quiere saber cuándo se va a celebrar el próximo pleno.
—Acabo de verlo —respondió Serge sin levantar la vista—. Ya está arreglado.
Céline tachó otra cuestión y pasó a la última.
—Y por último, Pascal ha llamado —anunció, impregnando de veneno el nombre.
—Creía que estaba de vacaciones —señaló con aspereza Serge, centrando la atención en su secretaria.
—Así es. Volverá el lunes próximo. Sólo quería asegurarse de que todo estaba en orden.
—¿Ha llamado desde los Alpes para asegurarse de que todo estaba en orden?
Céline efectuó una lograda imitación de la afectada sonrisa de Pascal y entonces el alcalde se relajó. Era hora de disponer la trampa.
—Quería preguntarte algo, Céline —dijo, con tono grave y preocupado—. ¿Se acordó ese simplón de darle a monsieur Webster la carta que le dejé en el escritorio la semana pasada cuando los recibió por mí?
—No estoy segura. No recuerdo que lo mencionara. ¿Era importante?
—Mucho.
—Iré a mirar en su mesa. Nadie ha estado allí desde que él la usó el martes pasado.
—Si eres tan amable… Yo acabaré esto mientras tanto.
Serge retuvo la respiración mientras Céline se iba al amplio despacho de al lado. Cuando estuvo seguro de que no lo veía, sacó un sobre del bolsillo y lo dejó en la pila de correo que había que enviar. A diferencia de la carta posada debajo de su escritorio y en la que con suerte Céline no iba a reparar, aquélla debía llegar sin demora. En ella se informaba a los propietarios del hostal de la inminente inspección que iba a tener lugar, pero de ese modo, al no estar la secretaria al corriente, el 26 de enero no habría constancia del hecho en el Ayuntamiento, tal como le convenía a él.