Las vírgenes suicidas (29 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Mary, metida en su saco de dormir, estaba sola en el extremo opuesto de aquellos días, sobre el duro suelo de un dormitorio que ya no compartía con nadie. El saco de dormir era antiguo, forrado de franela cubierta de bolitas y con un estampado de patos muertos sobre cazadores tocados con gorros rojos y una trucha saltando con un anzuelo prendido en la boca. A pesar de que era verano, Mary subió la cremallera y sólo dejó al descubierto la cabeza. Dormía hasta tarde, hablaba poco y se duchaba seis veces al día.

Desde nuestro punto de vista, la clase de tristeza de los Lisbon era absolutamente incomprensible, y por eso nos sorprendía todo lo que hacían durante aquellos últimos días en que los vimos. ¿Cómo era posible que se sentaran para comer, que al atardecer salieran al porche trasero para disfrutar del frescor de la brisa, que la señora Lisbon abandonase la casa con paso vacilante, como le vimos hacer una tarde, cruzara el jardín con el césped sin cortar y recogiera una flor del jardín de la señora Bates? ¿Cómo era posible que se la acercara a la nariz, que pareciera desagradarle su fragancia, que se la metiese en el bolsillo como un Kleneex usado, que saliera caminando a la calle y entrecerrando los ojos, pues no llevaba las gafas puestas, mirase a su alrededor? Además, el señor Lisbon dejaba todas las tardes la furgoneta aparcada en la sombra y abría el capó para inspeccionar el motor.

—Hay que mantenerse ocupado —comentó el señor Eugene como justificando su proceder—. ¿Qué otra cosa puede hacerse?

Vimos a Mary recorrer la calle rumbo a la casa del señor Jessup para tomar la primera lección de canto del año. Aunque no se había puesto previamente de acuerdo con él, el señor Jessup no podía darle con la puerta en las narices. Se sentó al piano y acompañó a Mary en las escalas y después metió la cabeza en un cubo de basura metálico para hacerle una demostración de cómo resonaba con su adiestrado vibrato.

Mary cantó la canción nazi de
Cabaret,
la que ella y Lux habían practicado el día que empezó la tragedia, y el señor Jessup comentó que todas las penalidades que había pasado habían prestado a su voz una melancolía y una madurez inusuales para su edad.

—Se fue sin pagar la lección —puntualizó—, pero es lo menos que podía hacer por ella.

Aquél volvió a ser un verano hecho y derecho. Había pasado más de un año desde que Cecilia se cortara las venas y difundiera el veneno en el aire. Un vertido en el río Rouge Plant aumentó el índice de los fosfatos en el lago y dio lugar a una capa de algas tan espesa que atascó los motores fuera borda. Con su capa de ondulante espuma, nuestro hermoso lago empezaba a tener todo el aspecto de un estanque cubierto de nenúfares. Los pescadores lanzaban piedras desde la orilla a fin de abrir rendijas por las que pudiesen pasar los hilos de las cañas. El olor que despedía la ciénaga era una ofensa para las magníficas mansiones de las familias acomodadas, para las pistas de
paddle y
para las fiestas de graduación celebradas bajo toldos iluminados. Las jóvenes que eran presentadas en sociedad se lamentaban de la desgracia que suponía tener que celebrar la fiesta justamente un año que todos recordarían por el mal olor. A pesar de ello, los O'Connor encontraron una ingeniosa solución al elegir la «asfixia» como tema de la fiesta de su hija Alice, razón por la cual los invitados acudieron con esmoquin y máscara de gas o traje de noche y casco de astronauta, mientras que el señor O'Connor llevaba un traje de buzo, lo que le obligaba a abrir el cristal de la escafandra para engullir el bourbon con agua. En el momento culminante de la fiesta, cuando Alice se metió en un pulmón artificial alquilado para la ocasión en el hospital Henry Ford (el señor O'Connor formaba parte del consejo de administración), el olor putrefacto que invadía el aire no parecía sino el toque de gracia de un ambiente de fiesta.

Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos a chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.

En el calor de la fiesta, a los adultos se les enrojecía la cara. La señora O'Connor se cayó del sillón de orejas y la falda de miriñaque se le levantó hasta la cabeza. El señor O'Connor empujó al cuarto de baño a una de las amigas de su hija. Aquella noche todo el vecindario pasó por casa de los O'Connor, cantó viejas canciones interpretadas por la atrevida banda o recorrió los pasillos de la parte de atrás, estuvo en la polvorienta sala de juegos o se metió en el ascensor, que hacía tiempo que no funcionaba. La gente alzó las copas de champán y dijo que estábamos recuperando nuestra industria, nuestra nación, nuestro estilo de vida. Los invitados se pasearon por debajo de farolillos venecianos que conducían hasta el lago. Bajo la luz de la luna, la capa de algas era como una alfombra hirsuta y todo el lago parecía un salón hundido. Alguien cayó dentro, fue rescatado y conducido al muelle, donde permaneció tumbado.

—¡Es lo que quiero! —dijo entre carcajadas—. ¡Adiós, mundo cruel! —Intentó arrojarse otra vez al lago, pero los amigos se lo impidieron—: No lo entendéis —exclamó—. ¡Soy adolescente, tengo problemas!

—No grites, que te van a oír —lo reprendió una voz de mujer.

A través de los árboles se divisaba la casa de los Lisbon, pero no se distinguían luces, probablemente porque a esa hora ya no funcionaba la electricidad. Nos metimos dentro, donde la gente se lo estaba pasando en grande. Los camareros servían ahora unos pequeños cuencos de plata llenos de helado verde. En la pista de baile habían colocado una caja de gas lacrimógeno que difundía una niebla totalmente inofensiva. El señor O'Connor bailaba con su hija. Todos brindaron por el futuro de Alice.

Nos quedamos hasta que amaneció. Al salir al encuentro de la primera madrugada alcohólica de nuestras vidas (una desleída aparición de luz, utilizada excesivamente a lo largo de los años por los directores que insisten en la misma nota), teníamos los labios hinchados a fuerza de besos y en la boca sentíamos un regusto a muchacha. En cierto sentido ya habíamos estado casados y divorciados, y Tom Faheem encontró una carta de amor en el bolsillo del pantalón, olvidada por la última persona que había alquilado el esmoquin. Las moscas del pescado que habían criado durante la noche seguían temblando en los árboles y en las farolas y hacían resbaladiza la acera, como si caminásemos entre ñames. El día amenazaba con ser bochornoso. Nos quitamos las chaquetas y seguimos por la calle de los O'Connor arriba, arrastrando los pies, después dimos la vuelta a la esquina y enfilamos nuestra calle hacia abajo. A lo lejos, delante de la casa de los Lisbon, estaba la ambulancia con sus destellos de luces. Ni siquiera se habían molestado en encender la sirena.

Aquella mañana los sanitarios vinieron por última vez. En nuestra opinión se movían con excesiva lentitud, y el gordo hizo el mismo chiste de siempre: aquello no era como en la televisión. Habían ido tantas veces a la casa que ni llamaron a la puerta, sino que entraron directamente, pasaron la cerca que ya no estaba, se dirigieron a la cocina para ver si el horno de gas estaba en marcha, bajaron al sótano donde encontraron la viga expedita y finalmente subieron a la planta superior, donde en el segundo dormitorio que inspeccionaron encontraron lo que andaban buscando: la última de las hermanas Lisbon metida en un saco de dormir y atiborrada de somníferos.

Llevaba tanto maquillaje encima que los sanitarios tuvieron la impresión de que algún empleado de pompas fúnebres la había preparado para que la vieran los deudos, impresión que persistió hasta que se dieron cuenta de que tenía corridos el carmín de los labios y la sombra de ojos. Al final se había manoseado un poco. Iba vestida de negro y llevaba velo, lo que a algunos les recordó las ropas de viuda de Jackie Kennedy. Y era verdad: el cortejo final, saliendo por la puerta principal, con los dos sanitarios que parecían portaféretros de uniforme y el ruido de los fuegos artificiales posteriores a la fiesta a poca distancia de la casa, hacía pensar en la solemnidad con que una figura nacional es conducida a su última morada. Ni el señor ni la señora Lisbon hicieron acto de presencia, por lo que nos correspondió a nosotros despedir a la muerta y, por consiguiente, estar presentes en la ceremonia en posición de firmes. Vince Fusilli sostenía en alto el mechero encendido, como en los conciertos de rock. Era lo más parecido a una llama eterna que teníamos a nuestro alcance.

Durante un tiempo tratamos de aceptar las explicaciones generales, que calificaban el dolor de las hermanas Lisbon como algo meramente histórico, surgido de la misma fuente que otros suicidios de adolescentes, cada muerte formando parte de una tendencia. Intentamos volver a nuestras vidas anteriores, dejar que las muchachas descansaran en paz, pero en la casa de los Lisbon seguía persistiendo un misterio que nos hacía ver, cada vez que la mirábamos, un arco flamígero en el tejado o una llama que oscilaba en alguna de las ventanas de arriba. Muchos de nosotros continuábamos soñando que las hermanas Lisbon se nos aparecían más reales que en vida, y despertábamos con la plena seguridad de que en la almohada persistía su perfume, llegado del otro mundo. Nos reuníamos casi a diario, como para comprobar lo que era evidente o para recitar fragmentos del diario de Cecilia (la descripción de Lux al probar la frialdad del mar, levantando una rodilla igual que un flamenco, había pasado a ser popular entre nosotros). Pese a todo, siempre terminábamos aquellas sesiones con la sensación de recorrer un camino que no conducía a ninguna parte, y cada vez nos sentíamos más hoscos y frustrados.

Quiso la suerte que el día en que se suicidó Mary se hubiera solucionado la huelga de empleados del cementerio después de cuatrocientos nueve días de negociaciones. La duración de la huelga había sido la causa de que los depósitos estuvieran llenos a rebosar desde hacía meses, por lo que ahora iban llegando de fuera del estado los muchos cadáveres que aguardaban ser enterrados. Los traían en camiones refrigerados o en avión, según los posibles del difunto. En la autopista Chrysler un camión tuvo un accidente y dio una vuelta de campana, por lo que en la primera página del periódico apareció una foto con todos los ataúdes metálicos desparramados como si fuesen lingotes. Nadie asistió a la misa de difuntos celebrada durante el entierro de las hermanas Lisbon aparte del señor y la señora Lisbon, el señor Calvin Honnicutt, empleado del cementerio recientemente reintegrado, y el padre Moody. Debido a lo limitado del espacio disponible, las tumbas de las chicas no estaban una al lado de la otra sino muy separadas, por lo que el cortejo fúnebre tuvo que trasladarse de sepultura en sepultura a la marcha terriblemente lenta del tráfico del cementerio. El padre Moody se lamentó de que el constante subir y bajar de la limusina había hecho que ya no recordase en qué tumba yacía cada muchacha.

—Tuve que hacer los panegíricos de una manera general —explicó—. Aquel día reinaba una gran confusión en el cementerio. Estamos hablando de los difuntos de todo un año. Toda la tierra estaba removida.

En cuanto al señor y a la señora Lisbon, la tragedia los había hundido en un estado de embotada sumisión. Seguían al sacerdote de sepultura en sepultura, hablando apenas. La señora Lisbon, bajo el efecto de los sedantes, continuaba con los ojos levantados al cielo, como si contemplase pájaros. El señor Honnicutt nos dijo:

—Me había pasado diecisiete horas seguidas trabajando, y eso gracias al No Doz. Sólo en aquel turno había enterrado a más de cincuenta personas. Pese a todo, aquella mujer me partió el corazón.

Vimos al señor y a la señora Lisbon cuando volvieron del cementerio. Salieron de la limusina con gran dignidad y se dirigieron a su casa; para acceder a las escaleras del porche de entrada se abrieron paso a través de arbustos y trozos rotos de pizarra. Por vez primera en la vida descubrimos el parecido existente entre la cara de la señora Lisbon y las caras de sus hijas, pero quizá esto se debía al velo negro que algunos recuerdan que llevaba. Nosotros no nos acordamos del velo y pensamos que es un detalle que obedece a una romántica elaboración de los recuerdos. Pese a todo, conservamos la imagen de una señora Lisbon vuelta hacia la calle y mostrando una cara que nunca habíamos visto a los que estábamos arrodillados ante las ventanas del comedor o atisbábamos a través de visillos de gasa, a los que sudábamos en el desván de Pitzenberger, a todos los que mirábamos por encima de capós de coche o desde hoyos utilizados como primera, segunda y tercera base, desde detrás de barbacoas o desde lo alto del arco descrito por un columpio. Se volvió, dirigió su mirada azul en todas direcciones —una mirada del mismo color que la de las niñas, fría, espectral e indiscernible—, y después dio media vuelta y siguió a su marido al interior de la casa.

Como en la casa no había muebles, no creíamos que los Lisbon se quedasen mucho tiempo en ella. Aun así, transcurrieron tres horas sin que volviesen a aparecer. Con un bate de béisbol, Chase Buell proyectó una pelota Wiffle al jardín de los Lisbon, pero volvió diciendo que dentro no había visto una sola alma viviente. Probó más tarde con otra pelota Wiffle, pero fue a parar entre los árboles. Durante el resto del día y de la tarde no vimos señales del señor ni de la señora Lisbon. Salieron cuando ya era noche cerrada. Nadie los vio, excepto el tío Tucker. Años después, hablando con él, lo encontramos absolutamente sobrio y totalmente recuperado después de decenios de abusar del alcohol. Comparado con los demás, con nosotros incluso, a quienes el paso de los años nos había puesto peor, el tío Tucker tenía mucho mejor aspecto que antes. Le preguntamos si recordaba haber visto salir a los Lisbon y nos dijo que sí.

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