Las vírgenes suicidas (25 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Nosotros sabíamos más cosas. Tres noches después de la sesión de los discos, vimos que Bonnie metía una maleta negra en su cuarto. La dejó sobre la cama y comenzó a llenarla de ropa y libros. Se acercó Mary y metió dentro su espejo climático. Discutieron sobre el contenido de la maleta y, cediendo a un arranque, Bonnie sacó algunas prendas que había metido y dejó más espacio para las cosas de Mary: una grabadora, un secador de cabello y un tope de puerta de hierro forjado, objeto cuya utilidad no entendimos hasta más tarde. No teníamos idea de lo que hacían, pero de inmediato nos dimos cuenta del cambio que se apreciaba en su conducta. Ahora se movían con un nuevo propósito. Su carencia de objetivo había desaparecido. Paul Baldino interpretó sus actos de esta manera:

—Parece como si quisieran tomarse un descanso —dijo dejando a un lado los prismáticos. Enunció aquella conclusión con la seguridad de quien ha visto desaparecer parientes camino de Sicilia o de América del Sur y nosotros le dimos crédito inmediato—. Os apuesto diez dólares contra cinco a que este fin de semana se largan.

Tenía razón, aunque no ocurrió exactamente tal como había anunciado. La última nota, escrita en el dorso de una estampa plastificada de la Virgen, llegó al buzón de Chase Buell el 14 de junio. Decía simplemente: «Mañana. A medianoche. Esperad la señal».

En esa época del año las moscas del pescado formaban una capa que cubría las ventanas y dificultaba mirar a través de ellas. La noche siguiente nos reunimos en el solar que había al lado de la casa de Joe Larson. El sol se había puesto detrás del horizonte, pero aún iluminaba el cielo con una franja química de color naranja más bella que si hubiera sido natural. La casa de los Lisbon, al otro lado de la calle, estaba a oscuras salvo por el neblinoso fulgor rojizo que envolvía el altar de Cecilia, prácticamente escondido. Desde abajo apenas si distinguíamos el piso de arriba, de modo que intentamos subirnos al tejado de los Larson, si bien el señor Larson nos paró los pies.

—Acabo de alquitranarlo —nos dijo.

Volvimos a vagar por el solar, nos fuimos después calle abajo y pusimos las palmas de las manos sobre el asfalto, todavía caliente por el sol. El olor a humedad de la casa de los Lisbon llegó hasta nosotros, pero se desvaneció en seguida, por lo que creímos haberlo imaginado. Joe Hill Conley comenzó a subirse a los árboles, como siempre hacía; los demás pensamos que ya no teníamos edad para eso. Nos quedamos mirándolo mientras trepaba a un arce. No podía subir muy alto porque las ramas eran delgadas y no lo habrían sostenido. Chase Buell le gritó:

—¿Ves algo?

Joe Hill Conley entrecerró los ojos y después tiró de la comisura de los párpados por considerarlo más efectivo, y finalmente negó con la cabeza. Pese a todo, aquello nos dio una idea y nos dirigimos a la vieja casa del árbol. Inspeccionándola a través del follaje, examinamos su estado. Hacía años que una tormenta se había llevado parte del tejado y le faltaba aquel detalle con que la habíamos rematado, el pomo de la puerta, pero la estructura aún parecía habitable.

Subimos a la casa del árbol igual que habíamos hecho siempre, haciendo pasar la cuerda deshilachada a través del agujero de un nudo, después a través del tablero claveteado, a continuación por los dos clavos torcidos, antes de tirar de ella e introducirnos por la trampilla. Ahora éramos mucho más voluminosos y nos costó entrar. Una vez dentro, el suelo de contrachapado se venció con el peso de nuestros cuerpos. La ventana apaisada que muchos años atrás habíamos cortado con una sierra de mano seguía dominando la fachada de la casa de los Lisbon. Junto a la ventana había cinco fotografías de las hermanas Lisbon manchadas y clavadas con chinchetas oxidadas. No recordábamos haberlas colocado allí, pero allí estaban, veladas por el paso del tiempo y la intemperie, por lo que apenas si nos revelaron los perfiles fosforescentes de los cuerpos de las muchachas, convertido cada uno de ellos en una letra brillante y diferente de un alfabeto desconocido. Abajo, algunos vecinos habían salido a regar el césped o los parterres de flores y lanzaban chorros de plata. De toda una serie de aparatos de radio salió la voz cascada de nuestro locutor local de béisbol describiendo un drama lento que no veíamos y sobre los árboles convergieron los clamores de la vuelta completa, que se dispersaron después. Oscureció aún más. La gente se metió en sus casas. Probamos de encender la mecha de la vieja lámpara de queroseno y prendió a causa de algún invisible residuo, pero al cabo de un minuto una multitud de moscas del pescado comenzaron a entrar por la ventana y tuvimos que apagar la lámpara. Oíamos sus cuerpos estrellándose contra las farolas de la calle, una granizada de bolas de pelo, reventando debajo de los neumáticos de los coches que pasaban. Unos cuantos bichos reventaron con un chasquido cuando nos recostamos en las paredes de la casa del árbol. Inertes a menos que se los arrancase de su sitio, se debatían furiosamente, entre nuestros dedos, después de lo cual huían volando para adherirse, nuevamente inertes, sobre cualquier cosa. Los desechos de sus cuerpos muertos o moribundos oscurecían las farolas de la calle y los faros de los coches y transformaban las ventanas de las casas en telones por los que apenas se filtraba la luz. Nos acomodamos e izamos con una cuerda una caja de seis botellas de cerveza calientes, bebimos y esperamos.

Todos habíamos dicho a nuestras familias que nos quedábamos a dormir en casa de algún amigo, o sea que disponíamos de toda la noche para pasarla allí sentados y bebiendo sin que los adultos nos molestaran. Pero ni a la hora del crepúsculo ni después vimos ninguna luz en casa de los Lisbon aparte de la que proyectaban las velas. Parecían arder más débilmente, y sospechamos que, pese a administrarla, a las chicas comenzaba a escasearles la cera. La ventana de Cecilia tenía ese fulgor húmedo de los acuarios sucios. Moviendo en ángulo el telescopio de Carl Tagel a través de la ventana del árbol, pudimos observar la luna picada de viruelas emanando silenciosamente vapor a través del espacio, y también el azulado Venus, pero cuando dirigimos el telescopio a la ventana de Lux quedamos tan cerca de ella que nos fue imposible ver nada. Lo que al principio semejaba el xilofón de su columna vertebral acurrucado en la cama resultó ser una moldura decorativa. Un correoso hueso de melocotón colocado sobre la mesilla de noche, que databa de los tiempos en que tomaban alimentos frescos, dio pie a una serie de extravagantes conjeturas. Cada vez que descubríamos o veíamos alguna cosa que se movía, se trataba de una pieza demasiado pequeña para montar el rompecabezas, por lo que al fin renunciamos, plegamos el telescopio y nos fiamos de nuestros ojos.

La medianoche pasó en silencio. La luna se ocultó. Apareció una botella de vino de fresas Boone's Farm, que hicimos circular y dejamos después en una rama del árbol. Tom Bogus se dirigió, vacilante, a la puerta y desapareció de la vista. Un minuto más tarde oímos sus arcadas entre los arbustos. Permanecimos despiertos lo bastante como para ver salir al tío Tucker con un trozo de linóleo. Era la decimotercera capa que instalaba a fin de llenar las horas de su vida. Después de sacar una cerveza de la nevera del garaje, se paseó por el jardín delantero de su casa y echó una ojeada a su territorio nocturno. Se apostó detrás de un árbol y esperó a que apareciese Bonnie, rosario en mano. Desde el lugar en que se encontraba no podía ver el destello de luz que aparecía en la ventana del dormitorio, y cuando oímos que ésta se abría él ya se había metido en casa. Teníamos los ojos fijos en aquella luz; osciló en la oscuridad y después se encendió y se apagó tres veces seguidas.

Se levantó brisa. En la negrura las hojas del árbol en que estábamos se agitaron un poco y el aire se llenó con el aroma crepuscular que emanaba la vivienda de los Lisbon. Ninguno de nosotros recuerda haber pensado ni decidido nada, puesto que en aquel momento preciso la mente dejó de funcionarnos y se nos llenó con la única paz que conocimos nunca. Estábamos allá arriba, sobre el nivel de la calle, a la misma altura que las ruinosas habitaciones de las hermanas Lisbon, y ellas nos llamaban. Oímos el crujido de la madera. Entonces, por un instante, las vimos —Lux, Bonnie, Mary y Therese— enmarcadas en la misma ventana. Nos miraban, penetraban el vacío hasta nosotros. Mary nos envió un beso o quizá se secó la boca. La luz se apagó. La ventana se cerró y ellas se marcharon.

Ni nos paramos a hablarlo siquiera. En fila, como los paracaidistas, saltamos del árbol. Era un salto fácil, y el golpe nos reveló cuán cerca estaba el suelo: a no más de tres metros. Si saltábamos, casi podíamos tocar el suelo de la casa del árbol. Nos asombró nuestra nueva altura y más tarde muchos dijeron que aquello contribuyó a potenciar nuestra audacia porque por primera vez nos sentimos hombres.

Avanzábamos hacia la casa desde diferentes direcciones, ocultándonos en las sombras de los árboles que aún sobrevivían. A medida que nos acercábamos, algunos arrastrándose por el suelo a la manera de los soldados, otros caminando, el olor era cada vez más fuerte. El aire se espesaba. Pronto llegamos a una barrera invisible: hacía meses que nadie se acercaba tanto a la casa de las hermanas Lisbon. Vacilamos y entonces Paul Baldino levantó la mano, dio la señal y nos aproximamos aún más. Rozamos las paredes de ladrillo, nos agachamos debajo de las ventanas, se nos prendieron telarañas en los cabellos. Nos metimos en la húmeda suciedad del jardín trasero. Kevin Head tropezó con el comedero de los pájaros, que todavía seguía allí. Se partió por la mitad y las semillas que contenía se desparramaron por el suelo. Nos quedamos helados, pero no se encendió ninguna luz. Un minuto después nos acercamos un poco más. Los mosquitos se lanzaban en picado sobre nuestras orejas, pero no les hacíamos caso porque estábamos demasiado absortos tratando de descubrir en la oscuridad una escala hecha con sábanas anudadas y un camisón que descendía por ella. No vimos nada. La casa se erguía ante nosotros, sus ventanas reflejaban oscuras masas de hojas. Chase Buell nos recordó en un murmullo que acababa de obtener el carné de conducir y nos mostró las llaves del Cougar de su madre.

—Podemos coger mi coche —dijo.

Tom Faheem escudriñó los descuidados parterres en busca de piedrecillas para arrojar a las ventanas de las chicas. En cualquier momento una de las ventanas de arriba podía abrirse después de romper la soldadura de las moscas del pescado y entonces se asomaría una cara que nos miraría durante el resto de nuestras vidas.

Cuando llegamos a la ventana de atrás fuimos lo bastante valientes para atisbar dentro. A través de una maraña de plantas muertas colocadas en el alféizar, descubrimos el interior de la casa: un paisaje marino de objetos confusos que tan pronto avanzaban como retrocedían a medida que los ojos se iban acomodando a la luz. La butaca del señor Lisbon rodó hacia delante, el apoyo de los pies se levantó como una pala de recoger nieve, el sofá de vinilo marrón retrocedió hacia la pared. Mientras se movían de un lado a otro, el suelo pareció elevarse como un escenario hidráulico y entonces, iluminada por la única luz de la habitación, procedente de una pequeña lámpara con pantalla, vimos a Lux. Estaba tumbada en un almohadón y tenía las rodillas levantadas y separadas, la parte superior del cuerpo hundida en el cojín, como si la sujetase igual que una camisa de fuerza. Llevaba vaqueros y zuecos de ante y la larga cabellera se le desparramaba sobre los hombros. Tenía un cigarrillo en la boca, y la larga ceniza estaba a punto de caer.

No sabíamos qué hacer a continuación. Nadie nos había dado instrucciones. Apretábamos la cara contra las ventanas y nos servíamos de las manos como de unos anteojos. Los vidrios transmitían las vibraciones de los sonidos y, al inclinarnos hacia delante, sentíamos a las demás muchachas moviéndose en la planta superior. Algo se deslizó, se detuvo, volvió a deslizarse. Algo rebotó. Apartamos las caras y todo volvió a quedar quieto. Después volvimos a acercarnos al vidrio que zumbaba.

Lux buscó a tientas un cenicero. Al no encontrar ninguno al alcance de la mano, sacudió la ceniza, que cayó sobre sus vaqueros. Se los restregó con la mano. Al moverse se incorporó y vimos que llevaba una camiseta de tirantes. Los llevaba atados detrás del cuello con un lazo y los extremos descendían por sus pálidos hombros y sus clavículas salientes, para ensancharse después en dos tiras amarillas. Llevaba la camiseta ligeramente torcida hacia la derecha, y cuando se estiró reveló una suave y blanda carnosidad.

—En julio hará dos años —dijo Joe Hill Conley refiriéndose a la última vez que la habíamos visto con aquella camiseta.

Era un día muy caluroso. Lux había salido pero a los cinco minutos su madre le ordenaba que entrara en la casa y se cambiara. Ahora, esa camiseta nos hablaba de todo el tiempo transcurrido, de todas las cosas que habían sucedido desde entonces, pero sobre todo nos informaba de que las chicas se marchaban y de que a partir de entonces llevarían lo que se les antojase.

—Quizá tendríamos que llamar —murmuró Kevin Head.

Pero nadie llamó. Lux volvió a acomodarse en el almohadón. Aplastó el cigarrillo en el suelo. Detrás de ella, en la pared, se proyectó una sombra. Lux se volvió de pronto, pero sonrió en seguida al ver a un gato que nunca habíamos visto hasta ese momento y que subió a su regazo. Ella abrazó el cuerpo indiferente del animal hasta que éste, tras debatirse un instante, consiguió liberarse (ésta es otra de las cosas que deseamos hacer constar: al final Lux quería a aquel gato extraviado. El animal se escapó y desapareció de este informe). Lux encendió otro cigarrillo. Al quedar iluminada por el reflejo de la cerilla, miró hacia la ventana. Levantó la barbilla y tuvimos la impresión de que nos había visto, pero entonces se pasó la mano por el cabello. Sólo estaba observando el reflejo de su imagen. La luz del interior de la casa nos hacía invisibles y, aunque nos encontrábamos a pocos centímetros de la ventana, no podía vernos, como si estuviésemos mirándola desde otro plano de la existencia. El débil resplandor que salía de la ventana aleteaba ante nuestra cara mientras teníamos el tronco y las piernas sumidos en la oscuridad. En el lago un carguero hacía sonar la sirena, no era noche de niebla. Otro carguero le respondió con un sonido más agudo. De un tirón brusco se le habría podido arrancar a Lux aquella camiseta de tirantes.

Tom Faheem fue el primero, desmintiendo con ello la fama que tenía de tímido. Subió los escalones del porche trasero, abrió sigilosamente la puerta y, finalmente, nos franqueó la entrada de la casa de los Lisbon.

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