Las vírgenes suicidas (17 page)

Read Las vírgenes suicidas Online

Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Seguro.

Se oyó el chasquido de las puertas al abrirse, bajaron las chicas, se alisaron el vestido y se dirigieron a la casa.

El tío Tucker acababa de ir a la nevera del garaje en busca de otro paquete de seis botellas de cerveza cuando se paró el taxi, dos horas más tarde de lo convenido. Vio que de él bajaba Lux y que hurgaba en el bolso para sacar el billete de cinco dólares que la señora Lisbon había dado aquella noche a cada una de sus hijas antes de que salieran de casa. «Siempre hay que llevar encima lo suficiente para pagar un taxi», era una de sus máximas, pese a que aquélla era la primera noche que las dejaba salir y, por lo tanto, la primera que habría podido hacerles falta el dinero.

Lux no aguardó a que el taxista le devolviera el cambio. Enfiló el camino de entrada levantándose un poco el vestido para caminar mejor. Tenía los ojos clavados en el suelo. Llevaba la espalda de la chaqueta manchada de blanco. Se abrió la puerta principal y el señor Lisbon se asomó al porche. Se había quitado la chaqueta, pero aún llevaba la corbata anaranjada. Bajó las escaleras y coincidió con Lux a medio camino. Lux comenzó a excusarse con gestos de las manos. Cuando el señor Lisbon la interrumpió, bajó la cabeza y asintió de mala gana. El tío Tucker no podía recordar en qué momento exacto la señora Lisbon se incorporó a la escena. Sin embargo, de repente se dio cuenta de que se oía una música de fondo y, al mirar hacia la casa, vio a la señora Lisbon recortada en el marco de la puerta. Llevaba una bata a cuadros y tenía un vaso en la mano. La música procedía de dentro de la casa, y en ella reverberaban órganos y arpas seráficas. Como había empezado a beber a mediodía, el tío Tucker ya casi había terminado la caja de cervezas que consumía diariamente. Al mirar fuera del garaje, mientras la música llenaba la calle como si fuese aire, le entraron ganas de llorar.

—Era esa clase de música que tocan cuando alguien se muere —explicó.

Era música de iglesia, una selección de alguno de los tres discos que a la señora Lisbon le gustaba poner una y otra vez los domingos. Sabíamos de aquella música por el diario de Cecilia («Domingo por la mañana. Mamá ha vuelto a poner esa mierda») y, meses más tarde, cuando cambiaron de casa, encontramos los discos entre la basura que dejaron junto al bordillo. Los álbumes son —según hemos enumerado en el Archivo de Pruebas Físicas—:
Canciones de fe,
de Tyrone Little y the Believers;
Arrobamiento eterno,
del Coro Baptista Toledo; y
Cantando tus alabanzas,
de los Grand Rapids Gospelers. En cada una de las fundas se veían nubes atravesadas por rayos de luz. No pusimos los discos ni una sola vez. Era ese tipo de música que nos saltamos en la radio, entre el Motown y el rock and roll, un faro de luz en un mundo de tinieblas, basura absoluta llena de voces rubias que cantan a coro, escalas que suben hacia armónicos
crescendos,
como un espumoso dulce de malvavisco que nos inundase los oídos.

Siempre nos habíamos preguntado quién podía escuchar esa clase de música y nos imaginábamos que seguramente eran adictas a ella viudas solitarias que vivían en casas de reposo o familias de pastores que pasaban las veladas haciendo circular bandejitas de jamón. Ni una sola vez supusimos que aquellas piadosas voces pudiesen atravesar las tablas del suelo y llenar con sus eclesiásticos sones los rincones donde las hermanas Lisbon, agachadas, se pulían con piedra pómez los callos de los pies. El padre Moody también había escuchado aquella música las pocas veces que fue a tomar café a casa de los Lisbon alguna tarde de domingo.

—La verdad es que no me gustaba mucho —nos dijo después—. A mí me van cosas más augustas, como el
Mesías
de Händel, el
Réquiem
de Mozart, una música que, si se me permite la expresión, es más propia de una familia protestante.

Mientras sonaba la música, la señora Lisbon se mantenía inmóvil en la puerta. El señor Lisbon escoltó a Lux hasta la casa. Lux subió los peldaños de la escalera, atravesó el porche, pero su madre le impidió el paso. La señora Lisbon dijo algo que el tío Tucker no pudo oír. Lux abrió la boca y la señora Lisbon se inclinó hacia delante y mantuvo la cara, muy quieta, junto a la de su hija.

—Por el aliento —nos explicó el tío Tucker.

La prueba no duró más de cinco segundos antes de que la señora Lisbon retrocediera para abofetear a Lux. Pero Lux se hizo atrás y no recibió la bofetada. La señora Lisbon se quedó petrificada, con el brazo levantado, y sólo se volvió para escudriñar la oscuridad de la calle, como si presintiera que la estaban observando cien ojos y no sólo los dos del tío Tucker. El señor Lisbon también se volvió. Y lo mismo hizo Lux. Los tres escrutaron el barrio a oscuras, donde los árboles seguían goteando y los coches dormían en garajes y cobertizos con los motores emitiendo crujidos a lo largo de toda la noche a medida que se iban enfriando. Permanecieron muy quietos y después la mano de la señora Lisbon cayó inerte a un costado del cuerpo, momento en que Lux vio el cielo abierto, ya que escapó corriendo escaleras arriba y se metió en su habitación.

Sólo años más tarde nos enteramos de lo que les había ocurrido a Lux y a Trip Fontaine. Hasta el mismo Trip Fontaine habló con desgana del asunto, insistiendo, tal como ordenaban los Doce Pasos, en que él ahora era otro hombre. Después de bailar como rey y reina de la fiesta, Trip había escoltado a Lux a través de todo el corro de compañeros que los aplaudían y la había conducido a la puerta donde Therese y Kevin estaban tomando el fresco.

—Después del baile estábamos acalorados —dijo.

Lux todavía llevaba la tiara de Miss América que le había puesto el señor Durid. Los pechos de ambos estaban cruzados por las bandas reales.

—¿Qué haremos ahora? —había preguntado Lux.

—Lo que queramos.

—Quiero decir como rey y reina. ¿Tenemos que hacer algo?

—No, ya ha terminado. Hemos bailado, nos han puesto las bandas. Sólo seremos reyes esta noche.

—Creía que íbamos a serlo todo el año.

—Bueno, en realidad sí, pero no tenemos que hacer nada más.

Lux asintió con la cabeza.

—Me parece que ya ha parado de llover —comentó.

—¿Quieres que salgamos?

—Mejor no. Nos iremos en seguida.

—Podemos vigilar el coche. No van a irse sin nosotros.

—¿Y mi padre? —preguntó Lux.

—Después le dices que has ido a guardar la corona en el armario.

Había parado de llover, en efecto, pero flotaba una cierta neblina cuando cruzaron la calle y, cogidos de la mano, se dirigieron al campo de fútbol, totalmente empapado.

—¿Ves aquel montoncito de tierra? —le preguntó Trip Fontaine—. Pues allí es donde hoy le he dado fuerte al tío aquel. ¡Será gilipollas!

Pasaron los cincuenta metros, los cuarenta y llegaron a la línea de meta, donde nadie podía verlos. Aquella raya blanca que el tío Tucker vio después en la chaqueta de Lux se la hizo al tumbarse en la línea de meta. Mientras hacían el acto los reflectores recorrieron el campo, pasaron por encima de ellos e iluminaron el poste de la portería. A la mitad Lux dijo:

—Yo siempre lo fastidio todo, siempre. —Y se echó a llorar.

Trip Fontaine apenas nos contó más. Le preguntamos si la había acompañado al coche, pero nos dijo que no.

—Yo volví andando a casa y no me preocupó cómo volvía ella a la suya. Simplemente me marché. —Después añadió—: Es muy extraño... me refiero a que la chica me gustaba, me gustaba de veras. Y en aquel momento me harté de ella.

En cuanto a los demás, pasaron el resto de la noche dando vueltas con el coche por el barrio. Pasaron por delante del Little Club, del Yacht Club, del Hunt Club, cruzaron el Village, donde la parafernalia del Halloween había dado paso a la del Día de Acción de Gracias. A la una y media de la noche, incapaces de quitarse de la cabeza a las chicas cuya presencia seguía llenando el coche, decidieron pasar por última vez por delante de la casa de las hermanas Lisbon. Pararon un momento para que Joe Hill Conley se aliviara detrás de un árbol y después siguieron Cadieux abajo pasando a toda marcha por delante de las casitas que en otro tiempo habían sido cabañas para temporeros. Pasaron por una urbanización donde mucho tiempo atrás se había levantado una de nuestras grandes mansiones, cuyos ornamentados jardines habían sido sustituidos por casas de ladrillo rojo con puertas pretendidamente antiguas y garajes gigantescos. Enfilaron Jefferson, pasaron por delante del Monumento a los Caídos y de las puertas negras de los últimos millonarios y condujeron en silencio hacia la casa de aquellas chicas que por fin se habían convertido para ellos en seres reales. Al acercarse a la casa de los Lisbon vieron que la ventana de uno de los dormitorios estaba iluminada. Parkie Denton levantó la mano para que los demás le dieran un palmetazo.

—Ha habido suerte —dijo.

Pero su alegría duró poco. Antes de parar ya sabía qué había ocurrido.

—Sentí en la boca del estómago que aquellas chicas ya no volverían a salir en su vida —nos dijo Kevin Head unos años más tarde—. La vieja bruja las había vuelto a encerrar. No me preguntéis cómo lo supe, pero fue así.

Las persianas de las ventanas se habían cerrado igual que párpados y los descuidados parterres daban a la casa un aire de abandono. Pero en la única ventana donde había luz la cortina se estremeció. La retiró una mano que reveló el atisbo de una cara amarillenta —Bonnie, Mary, Therese o incluso Lux— que miraba calle abajo. Parkie Denton hizo sonar el claxon, un bocinazo breve y preñado de esperanza, pero justo cuando la chica ponía la palma de la mano en el cristal, se apagó la luz.

-4-

Unas semanas después de que la señora Lisbon cerrase la casa y le impusiera un aislamiento total, la gente comenzó a ver a Lux haciendo el amor en el tejado.

Después del baile del Homecoming, la señora Lisbon cerró las persianas de abajo. Lo único que podíamos ver eran las sombras encarceladas de las hermanas Lisbon, que adquirían tintes alucinantes en nuestra imaginación. Por otra parte, cuando el otoño cedió paso al invierno, los árboles del jardín se vencieron y espesaron hasta tapar la casa, pese a que las ramas desnudas de hojas deberían haberla desvelado. Sobre el tejado de los Lisbon siempre había una nube, hecho que no tenía más explicación que la psíquica: la casa estaba en sombras porque así lo quería la señora Lisbon.

El cielo se oscureció y el día se quedó sin luz, por lo que nos encontramos metidos en una lobreguez intemporal en la que sólo podíamos saber qué hora era por el sabor de los eructos: por la mañana sabían a pasta dentífrica y por la tarde a la salsa del estofado que comíamos en la escuela.

Sin que mediara explicación alguna, las hermanas Lisbon dejaron de asistir a clase. Una mañana no se presentaron y la siguiente tampoco. Cuando el señor Woodhouse quiso que le informaran del asunto, el señor Lisbon parecía no tener ni idea de adónde podían haber ido.

—Decía continuamente: «¿Seguro que no están?».

Jerry Burden conocía la combinación del armario de Mary, lo abrió y dentro encontró casi todos sus libros.

—Tenía postales pegadas. Cosas muy raras. Sofás y mierdas de ésas.

(En realidad, se trataba de postales del museo de arte, que mostraban una silla Biedermeier y un sofá Chippendale tapizado de chintz rosa.) Las libretas estaban en el estante de arriba, cada una con el nombre de una materia nueva e incitante que nunca llegó a estudiar. Dentro de la de Historia americana, entre espasmódicas notas, Jerry Burden encontró el siguiente garabato: una chica con coletas vencida bajo el peso de una enorme roca. Tenía los carrillos hinchados y de sus labios gordezuelos salía una nube de vapor. Dentro de esa nube, que se ensanchaba progresivamente, figuraba escrita la palabra «presión» con trazo oscuro.

Teniendo en cuenta que Lux no se había sometido al toque de queda, todo el mundo estaba a la espera de que ocurriese algo, si bien nadie se figuraba que pudiera ser tan drástico. Sin embargo, al hablar con ella unos años después, la señora Lisbon insistió en que nunca había tenido la intención de comportarse con sus hijas de forma punitiva.

—Dada la situación, la escuela no hacía sino empeorar las cosas —dijo—. Las compañeras no les dirigían la palabra, los únicos que les hablaban eran los chicos, y éstos ya se sabe lo que buscan. Las chicas necesitaban tiempo para ellas. Son cosas que una madre sabe muy bien. Pensé que, si se quedaban en casa, se repondrían mejor.

La entrevista con la señora Lisbon fue breve. Nos encontramos en la parada del autobús del pueblo en que ahora vive, porque era el único sitio donde servían café. Tenía los nudillos enrojecidos y se le habían contraído las encías. La tragedia que había vivido no la había hecho más abordable, en realidad le había infundido esa cualidad impalpable que poseen los que han sufrido más de lo que puede expresarse con palabras. Aun así, queríamos hablar con ella sobre todo porque nos dábamos cuenta de que, por su condición de madre de las chicas, tenía que saber mejor que nadie por qué se habían suicidado. Pero lo que nos dijo fue:

—Esto es lo más espantoso, que no lo sé. Cuando no están contigo, son diferentes. Los hijos son así.

Cuando le preguntamos por qué no buscó nunca el consejo psicológico que podía ofrecerle el doctor Hornicker, la señora Lisbon se molestó.

—El médico aquel nos echaba la culpa a nosotros. Decía que Robbie y yo éramos los culpables de todo.

En ese momento llegó un autobús a la parada, que escupió por la puerta abierta de la Salida 2 una ráfaga de monóxido de carbono sobre el mostrador, cubierto de montones de rosquillas fritas. La señora Lisbon dijo que tenía que dejarnos.

Pero la señora Lisbon hizo algo más que impedir a sus hijas que fueran a la escuela. El domingo siguiente, de regreso a su casa después de escuchar un encendido sermón en la iglesia, ordenó a Lux que destruyera sus discos de rock. La señora Pitzenberger (que estaba pintando una habitación en la casa de al lado) oyó la enfurecida discusión.

—¡Ahora! —no cesaba de repetir la señora Lisbon, mientras Lux intentaba hacerla entrar en razón, llegar a un acuerdo con ella, y estallaba finalmente en sollozos.

A través de la ventana del pasillo de arriba, la señora Pitzenberger vio que Lux se dirigía taconeando furiosamente a su dormitorio y volvía con unas cajas que habían contenido melocotones. Eran cajas pesadas y Lux las soltó escaleras abajo como si fueran trineos.

Other books

A Change of Heart by Philip Gulley
Demon's Embrace by Devereaux, V. J.
Heart of the West by Penelope Williamson
Sweet by Julie Burchill
The Sleepwalkers by J. Gabriel Gates