Las uvas de la ira (8 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Se echó a reír.

—El abuelo es un buen elemento, más duro que una piedra. Decía sentado en el almohadón del indio: «Que se atreva Albert a venir y llevárselo. ¡Pues sí!, agarro a ese mequetrefe y lo escurro como si fuera unas bragas.»

El gato volvió a acercarse hasta situarse entre los dos hombres, con la cola estirada, y sus bigotes se agitaban de vez en cuando. El sol iba bajando hacia el horizonte y el aire polvoriento era rojo y oro. El gato estiró una zarpa, gris e inquisitiva y tocó la chaqueta de Joad. Éste se volvió.

—Vaya, me había olvidado de la tortuga. No la voy a llevar envuelta hasta el fin del mundo.

Sacó del lío la tortuga y la empujó bajo la casa. Pero al cabo de un momento estaba fuera y andando en dirección al suroeste, en la misma dirección que seguía desde el principio. El gato saltó encima de ella, golpeó la cabeza en tensión al tiempo que cortaba con las uñas las patas en movimiento. La vieja cabeza dura y humorística desapareció en el interior de la concha y la gruesa cola se introdujo en ella con un chasquido; cuando el gato se cansó de esperar y se alejó, la tortuga caminó de nuevo hacia el suroeste.

Tom Joad y el predicador contemplaron la tortuga que se marchaba, bandeando las patas e impulsando la pesada y alta bóveda de la concha en camino hacia el suroeste. El gato se arrastró tras ella durante un rato, pero, después de haber recorrido unos diez metros, dibujó con el lomo un arco fuerte y tenso, bostezó y volvió sigilosamente junto a los hombres.

—¿Dónde diablos se imagina que va? —preguntó Joad—. He visto tortugas toda la vida y siempre están yendo a alguna parte. Parece que siempre quieren llegar allí.

El gato gris volvió a sentarse detrás de ellos, entre los dos. Parpadeó con parsimonia. La piel de sus hombros se movió hacia adelante al sentir una pulga y luego regresó a su posición anterior. El gato levantó una garra y la inspeccionó, sacó y escondió las uñas experimentalmente y lamió la almohadilla con la lengua rosada. El rojo sol tocó el horizonte y se extendió como si fuera una medusa, y por encima, el cielo pareció más brillante y más vivo que antes. Joad desenvolvió los zapatos nuevos color mostaza y se sacudió con la mano los pies llenos de polvo antes de calzarse.

Con la mirada sobre los campos, el predicador dijo:

—¡Mira! Allí viene alguien. Allí, atravesando el algodón.

Joad dirigió la vista hacia donde señalaba el dedo de Casy.

—Viene a pie —dijo—. El polvo que levanta no me deja verle. ¿Quién diablos será?

Observaron la figura que se aproximaba bajo la luz del atardecer y el polvo que levantaba y que la puesta del sol teñía de rojo.

—Es un hombre —dijo Joad.

El hombre se fue acercando, y conforme pasaba el granero Joad continuó:

—Pero si yo le conozco. Usted también… es Muley Graves.

Le llamó:

—¡Eh! Muley, ¿cómo va eso?

El hombre se detuvo, sorprendido por la voz, y después continuó andando con rapidez. Era delgado, más bien bajo. Sus movimientos eran desiguales y rápidos. Llevaba en la mano una bolsa de arpillera. Vestía unos vaqueros con las rodillas y los fondillos gastados y la chaqueta de un viejo traje negro, sucia y con manchas, con las mangas descosidas de los hombros por detrás y las coderas agujereadas por el uso. El sombrero negro estaba tan sucio como la americana, y la cinta, medio desprendida, se movía arriba y abajo con el caminar. El rostro de Muley era suave y no tenía arrugas, pero mostraba la expresión truculenta de un niño malo, con la boca pequeña cerrada con decisión y los ojillos entre ceñudos y petulantes.

—¿Se acuerda usted de Muley? —preguntó Joad en voz baja al predicador.

—¿Quién anda ahí? —inquirió el hombre mientras avanzaba.

Joad no respondió. Muley se acercó hasta estar casi al lado, antes de poder reconocer los rostros

—¡Caramba! —exclamó—. Si es Tommy Joad. ¿Cuándo saliste, Tommy?

—Hace dos días —replicó Joad—. Me llevó algún tiempo llegar hasta aquí haciendo autostop. Y mira con lo que me encuentro. ¿Dónde está mi gente, Muley? ¿Por qué está la casa derrumbada? ¿Para qué hay sembrado algodón en el patio?

—Sí que ha sido una suerte que hayas venido —prosiguió Muley—. Porque el viejo Tom Joad estaba preocupado. Yo estaba sentado en la cocina cuando se preparaban para marchar. Le dije a Tom que yo no me iría, desde luego que no. Le dije eso, y Tom dijo: Estoy preocupado por Tommy. Imagínate que vuelve a casa y se encuentra que no hay nadie. ¿Qué va a pensar? Y yo pregunté: ¿Por qué no le escribes una carta? Tom contestó: Quizá lo haga. Lo pensaré. Pero si no la escribo y tú te quedas, vigila a ver si viene Tommy. Estaré por aquí —le dije—. Estaré hasta que las ranas críen pelo. No ha nacido aún el que pueda echar a un Graves de estas tierras. Y, mira, no lo han hecho.

Joad preguntó impaciente:

—¿Dónde está mi gente? Ya me dirás luego cómo te has resistido, pero ahora dime dónde está mi familia.

—Bueno, iban a echarles cuando el banco decidió que el tractor pasara por vuestros campos. Tu abuelo salió con el rifle y voló los faros del tractor, pero este siguió avanzando. Tu abuelo no quería matar al conductor, que era Willy Feeley y, como Willy lo sabía, siguió en línea recta y se llevó la casa por delante, la embistió como un perro a una rata. A Tom eso le llegó al alma y le arrancó algo en su interior. No ha vuelto a ser el mismo desde entonces.

—¿Dónde están? —preguntó Joad enfadado.

—Es lo que te estoy diciendo. Hicieron tres viajes con el carro del tío John. Se llevaron el fogón, la bomba y las camas. Debías haber visto cómo sacaban las camas, con los niños, tu abuelo y tu abuela sentados apoyándose contra los cabeceros, y tu hermano Noah sentado, fumando un cigarrillo y escupiendo por el lado del carro, todo presumido.

Joad abrió la boca para hablar.

—Están todos en casa de tu tío John —añadió Muley con rapidez.

—Ah, bueno. Están en casa de John. ¿Y qué hacen allí? Contesta a mi pregunta, Muley, limítate a contestar mi pregunta. Sólo es un minuto, luego me cuentas lo que quieras. ¿Qué hacen allí?

—Bueno, han estado recogiendo algodón, todos, incluso los niños y tu abuelo. Ahorrando dinero para marchar hacia el oeste. Van a comprar un camión y a encaminarse al oeste, donde la vida es fácil. Aquí no hay nada. Pagan cincuenta centavos por cada acre de algodón recogido y la gente suplica para que le permitan trabajar.

—¿Y aún no se han ido?

—No —dijo Muley—, que yo sepa no. Hace cuatro días supe de ellos por última vez, cuando encontré a tu hermano Noah cazando liebres, y dijo que pensaban irse dentro de unas dos semanas. A John le ha llegado el aviso de que tiene que marcharse. No tienes más que andar ocho millas hasta la casa de John. Allí encontrarás a los tuyos apilados como ardillas en una madriguera invernal.

—Bien —dijo Joad—. Ahora ya puedes decir lo que quieras. No has cambiado ni pizca, Muley. Cuando quieres contar algo que pasa en el noroeste, empiezas por apuntar al sureste.

Muley replicó con expresión truculenta:

—Tú tampoco has cambiado. De niño eras un sabihondo y aún lo eres. ¿No me irás a decir, por casualidad, qué hacer con mi vida?

Joad sonrió.

—No, no lo voy a hacer. Si te empeñas en meter la cabeza en un montón de vidrios rotos no hay Dios que te haga cambiar de idea. Conoces al predicador, ¿no, Muley? El reverendo Casy.

—Ah, sí, claro. No me había fijado. Le recuerdo bien —Casy se puso en pie y se dieron la mano—. Me alegro de volver a verle —dijo Muley—. Ha estado usted fuera una barbaridad de tiempo.

—Quería preguntarle algo —dijo Casy—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué están echando a la gente de sus tierras?

Muley cerró la boca y apretó tanto los labios que el pequeño pico que se formaba en el labio superior se estiró hasta sellar el labio inferior. Frunció el ceño.

—Esos hijos de puta —dijo—. Esos asquerosos hijos de puta. Pero lo que es yo, me quedo. No se librarán de mí. Si me echan a patadas, volveré, y si se figuran que bajo tierra me estaré quieto, me voy a llevar dos o tres hijos de puta conmigo para que me hagan compañía —dio unas palmadas a un objeto pesado que llevaba en un bolsillo lateral de la chaqueta—. Yo no me largo. Mi padre vino hace cincuenta años y yo no pienso irme.

—¿Pero qué pretenden echando a la gente? —preguntó Joad.

—Bah, ellos hablan más que valen. Ya sabéis los años que hemos tenido: el polvo se levantaba y echaba todo a perder, y la cosecha era tan poca que no daba ni para atascar el culo de una hormiga. Todo el mundo debía dinero en la tienda. Ya veis lo que pasa. Pues bien, los propietarios de la tierra dijeron: «No nos podemos permitir el lujo de tener arrendatarios. Lo que gana el arrendatario es precisamente el margen de beneficios que no nos podemos permitir perder. La tierra solo resulta rentable si la dejamos sin dividir.» Así que el tractor fue echando de las tierras a todos los arrendatarios. A todos menos a mí, y juro que yo no me voy. Tommy, tú me conoces. Me conoces de toda la vida.

—Tienes toda la razón —dijo Joad—, de toda la vida.

—Bueno, ya sabes que yo no soy un imbécil. Sé que esta tierra no vale demasiado. Nunca fue buena más que para pasto. No debimos ararla. Y ahora el algodón está a punto de ahogarla. Si no me hubieran dicho que me fuera, seguramente ahora mismo estaría en California, comiendo uvas y cogiendo naranjas cuando me apeteciera. Pero esos hijos de puta me dicen que me vaya y… ¡Dios!, un hombre no puede irse si se lo ordenan.

—Claro —asintió Joad—. Me extraña que Padre se fuera tan tranquilo. Me extraña que el abuelo no matara a nadie. Nadie le ha ordenado nunca al abuelo dónde tiene que poner los pies. Y Madre tampoco se deja avasallar así como así. En una ocasión le dio a un buhonero una paliza con un pollo vivo, porque se atrevió a discutirle a ella. Madre tenía el pollo en una mano y el hacha en la otra, estaba a punto de cortarle la cabeza. Quiso darle al buhonero con el hacha, pero se confundió de mano y le atizó con el pollo. Cuando acabó con el buhonero, no pudimos ni comernos aquel pollo. Lo único que quedaba de él eran las patas, colgando de la mano de Madre. El abuelo se dislocó la cadera de tanto reír. ¿Cómo es que mi familia se fue sin rechistar?

—Bueno, el tipo que vino hablaba como los ángeles. «Os tenéis que ir. Yo no tengo la culpa.» ¿Y de quién es la culpa?, le pregunté yo. Porque al culpable le abro la cabeza. Es la Compañía de tierras y ganados de Shawnee. Yo solo cumplo órdenes, y ¿quién es esa compañía? No es nadie, es una compañía. Para volverle a uno loco. No había nadie a por quien pudieras ir. Mucha gente sencillamente se cansó de buscar a alguien a quien echar la culpa y con quien descargar su furia. Pero yo no. Yo no me harto de estar enfadado y no pienso marchar.

Una gran gota de sol se dilató sobre el horizonte y luego desapareció, y el cielo se volvió brillante por donde había desaparecido, y una nube desgarrada, como un trapo ensangrentado, colgó sobre el mismo punto por el que la gota se había diluido. El anochecer se extendió por el cielo desde el este y la oscuridad avanzó sobre la tierra. La estrella de la tarde parpadeó y brilló en el crepúsculo. El gato gris se deslizó hacia el granero abierto y entró en él como una sombra.

—Bueno, no vamos a andar esta noche las ocho millas hasta la casa del tío John —dijo Joad—. Tengo los pies reventados. ¿Qué tal si vamos a tu casa, Muley? Hasta allí no habrá más de una milla.

—No tiene mucho sentido —Muley parecía avergonzado—. Mi mujer, los niños, el hermano de mi mujer, todos se han ido a California. No había para comer. Ellos no estaban tan furiosos como yo, así que se fueron. Aquí no teníamos qué llevarnos a la boca.

El predicador se movió nerviosamente.

—Debías haber ido tú también. No tenías que haber roto la familia.

—No pude —dijo Muley Graves—. Hay algo aquí que, simplemente, no me deja marchar.

—Pues yo tengo hambre —interrumpió Joad—. Durante cuatro años he estado comiendo siempre a la misma hora. Mis tripas se están quejando a gritos. ¿Qué vas a comer, Muley? ¿Cómo has hecho para seguir teniendo comida?

Muley respondió avergonzado:

—Durante un tiempo comí ranas y ardillas y algún perro de la pradera, no me quedó más remedio. Pero ahora he puesto algunas trampas entre la maleza del arroyo seco. Caen conejos y a veces algún pollo de la pradera. También caen mofetas y mapaches —bajó la mano, levantó su bolsa y la vació en el porche. Dos conejos de rabo blanco y una liebre, suaves y peludos, cayeron rodando blandamente.

—Dios mío —exclamó Joad—, hace más de cuatro años que no he comido carne fresca.

Casy cogió uno de los conejos y lo sostuvo en la mano. Preguntó:

—¿Lo vas a compartir con nosotros, Muley Graves?

Muley se removió turbado.

—No tengo elección —se interrumpió al darse cuenta de la brusquedad de sus palabras—. No es eso lo que quise decir, no. Lo que digo… —balbuceó—, lo que quiero decir es que si uno tiene algo de comer y hay otro que tiene hambre, pues al primero no le queda alternativa. Vamos, suponed que recojo mis conejos y me voy a otro sitio a comérmelos. ¿Qué pensaríais?

—Ya veo —dijo Casy—. Ya te entiendo. Muley tiene razón en eso, Tom. Muley ha encontrado algo demasiado grande para él y demasiado grande para mí.

Tom se frotó las manos.

—¿Quién tiene un cuchillo? Ataquemos a este pobre roedor. A por él.

Muley se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó una navaja, grande y con un puño de hueso. Tom Joad la cogió, sacó una hoja y la olió. Restregó la hoja una y otra vez por la tierra y la volvió a oler. Luego la limpió en la pernera de su pantalón y probó el filo con el pulgar.

Muley sacó una botella de agua de un bolsillo y la puso en el porche.

—Lleva cuidado con el agua —dijo—. Es la única que tenemos. Este pozo de aquí está cegado.

Tom cogió un conejo con la mano.

—Id uno de los dos al cobertizo a por alambre de embalar. Haremos un fuego con algunas de estas tablas rotas de la casa —contempló el conejo muerto—. No hay nada tan fácil de preparar como un conejo —dijo. Levantó la piel del lomo, hizo un corte, metió los dedos en el agujero y arrancó la piel. Ésta se deslizó como una media, del tronco hasta el cuello y de las patas hasta las pezuñas. Joad volvió a tomar la navaja y le cortó la cabeza y las pezuñas. Dejó la piel en el suelo, rajó al conejo a lo largo de las costillas y después de sacudir los intestinos y dejarlos sobre la piel arrojó el lío al campo de algodón. El pequeño cuerpo de músculos bien formados quedó listo. Joad cortó las patas y el lomo carnoso en dos pedazos. Estaba empezando con el segundo conejo cuando volvió Casy con una maraña de alambre de embalar en la mano.

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