Las uvas de la ira (71 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Wainwright replicó:

—Lo estábamos hablando. Me parece que lo mejor será irse de aquí.

Padre dijo:

—Usted conoce los alrededores. Sabe las posibilidades que tenemos de encontrar un sitio seco donde estar.

—Lo sé. Pero de todas formas…

Al dijo: —Padre, si se van, yo me voy con ellos.

Padre le miró sosprendido.

—No puedes, Al. El camión… nosotros no sabemos conducirlo.

—Me da igual. Yo y Aggie tenemos que estar juntos.

—Espera un poco —dijo Padre—. Ven aquí —Wainwright y Al se pusieron en pie y se acercaron a la puerta—. ¿Veis? —dijo Padre señalando—. Es solo un terraplén desde allí arriba hasta allá —miró su palo. El agua se arremolinaba alrededor y trepaba por la orilla.

—Será mucho trabajo y luego podría caerse de todas maneras —protestó Wainwright.

—Bueno, estamos sin hacer nada. Igual podríamos estar trabajando. No vamos a encontrar otro sitio tan agradable como este para vivir. Venga. Vamos a hablar con los otros hombres. Podemos hacerlo si todo el mundo ayuda.

Al dijo:

—Si Aggie se va, yo también me voy.

Padre dijo:

—Mira, Al, si esos hombres no quieren cavar, todos tendremos que irnos. Venga, vamos a hablar con ellos —encorvaron los hombros, bajaron corriendo la pasarela y fueron hasta el furgón siguiente y subieron a la puerta abierta. Madre estaba en la cocina, alimentando la débil llama con algunos palos. Ruthie se acercó a ella.

—Tengo hambre —gimoteó.

—No puede ser —dijo Madre—. Comiste suficientes gachas.

—Ojalá tuviera una caja de palomitas. No hay nada que hacer. No es divertido.

—Lo va a ser —dijo Madre—. Espera y verás. Dentro de nada podrás divertirte otra vez. Compraremos una casa y tierra muy pronto.

—Ojalá tuviéramos un perro —dijo Ruthie.

—Tendremos perro; y un gato también.

—¿Un gato amarillo?

—No me enredes —suplicó Madre—. No me des la tabarra ahora, Ruthie. Rosasharn está enferma. Sé una buena niña un ratito. Ya te lo pasarás bien más adelante —Ruthie se alejó protestando.

Del colchón donde yacía Rose of Sharon tapada hasta arriba surgió un grito agudo y rápido cortado a medio camino. Madre se volvió como un torbellino y fue hacia ella.

Rose of Sharon contenía la respiración y sus ojos estaban llenos de terror.

—¿Qué pasa? —gritó Madre. La muchacha dejó escapar el aliento y lo volvió a contener. De pronto Madre puso la mano bajo las mantas. Entonces se levantó.

—Señora Wainwright—llamó—. ¡Señora Wainwright!

La mujercita gorda atravesó el furgón.

—¿Quería algo?

—Mire —Madre señaló al rostro de Rose of Sharon. Se mordía el labio inferior con los dientes y su frente estaba húmeda de transpiración, y sus ojos reflejaban el terror y brillaban.

—Creo que ha llegado el momento —dijo Madre—. Viene antes de tiempo.

La joven exhaló un largo suspiro y se relajó. Dejó escapar el labio y cerró los ojos. La señora Wainwright se inclinó sobre ella.

—¿Te agarró por todas partes… rápidamente? Abre la boca y contéstame —Rose of Sharon asintió débilmente. La señora Wainwright se volvió hacia Madre—. Sí —dijo—. Ha llegado el momento. ¿Dice que viene adelantado?

—Quizá lo haya provocado la fiebre.

—Bueno, debería estar de pie. Debería andar por aquí.

—No puede —rebatió Madre—. No tiene fuerzas.

—Pues es lo que debe hacer —la señora Wainwright se volvió silenciosa y severa con la eficiencia—. He ayudado en muchos partos —dijo—. Venga, vamos a cerrar casi del todo esa puerta. Que no haya corriente —las dos mujeres empujaron la pesada puerta corredera hasta que solo quedó unos treinta centímetros de abertura.

—Traeré también nuestra lámpara —dijo la señora Wainwright. Su rostro estaba rojo de excitación—. ¡Aggie! —llamó—. Tú cuídate de estos pequeños.

Madre asintió:

—Eso es. ¡Ruthie!, tú y Winfield idos al otro lado con Aggie. Venga.

—¿Por qué? —quisieron saber.

—Porque tenéis que iros. Rosasharn va a tener un bebé.

—Quiero mirar, Madre. Por favor, déjame.

—¡Ruthie! Vete ahora mismo —no hubo argumentos ante aquel tono de voz. Ruthie y Winfield se fueron reacios a la otra parte. Madre encendió la lámpara. La señora Wainwright trajo su lámpara y la dejó en el suelo, y su alta llama circular iluminó el furgón brillantemente.

Ruthie y Winfield se quedaron detrás del montón de leña y curiosearon.

—Va a tener un niño y vamos a verlo —dijo Ruthie quedamente—. No hagas ningún ruido. Madre no nos dejaría mirar. Si mira para acá escóndete detrás de la leña. Entonces lo veremos.

—No hay muchos niños que lo hayan visto —dijo Winfield.

—No hay ninguno —insistió Ruthie, muy orgullosa—. Sólo nosotros.

Cerca del colchón, a la luz brillante de la lámpara, Madre y la señora Wainwright parlamentaron. Sus voces se elevaban un poco sobre el golpeteo sordo de la lluvia. La señora Wainwright cogió un cuchillo de pelar del bolsillo de su delantal y lo deslizó bajo el colchón. —Quizá no sirva para nada —se disculpó—. En nuestra familia siempre se ha hecho. En cualquier caso, no hace daño.

Madre asintió.

—Nosotros usábamos una punta del arado. Supongo que cualquier cosa afilada servirá para cortar los dolores de parto. Espero que no sea muy largo.

—¿Te encuentras bien ahora?

Rose of Sharon asintió nerviosamente.

—¿Viene ya?

—Claro —dijo Madre—. Vas a tener un niño precioso. Sólo tienes que ayudarnos. ¿Crees que podrías levantarte y caminar?

—Puedo intentarlo.

—Eso es una buena chica —dijo la señora Wainwright—. Buena chica. Te ayudaremos, cariño. Vamos a caminar contigo —la ayudaron a levantarse y le echaron una manta sobre los hombros. Entonces Madre la sujetó de un brazo y la señora Wainwright del otro. Caminaron hasta el montón de leña y dieron media vuelta despacio y volvieron al extremo del furgón, una y otra vez; y la lluvia tamborileó monótona en el tejado.

Ruthie y Winfield miraron con ansiedad.

—¿Cuándo lo va a tener? —exigió Winfield.

—Sh, que no te oigan. No nos dejarán mirar.

Aggie se unió a ellos detrás del montón de leña. El rostro delgado de Aggie y su pelo amarillo brillaban a la luz de la lámpara y la nariz se veía larga y afilada en la sombra de su cabeza en la pared.

Ruthie susurró:

—¿Has visto nacer un niño alguna vez?

—Claro —respondió Aggie.

—Bueno, y ¿cuándo lo va a tener?

—Aún falta mucho.

—Pero ¿cuánto tiempo?

—Puede que hasta mañana por la mañana no lo tenga.

—¡Anda! —dijo Ruthie—. Entonces mirar ahora no sirve. ¡Oh, mira!

Las mujeres habían detenido su caminar. Rose of Sharon se había puesto rígida y gemía de dolor. La acostaron en el colchón y le secaron la frente mientras ella gruñía y apretaba los puños. Y Madre le habló quedamente.

—Tranquila —dijo—. Va a ir bien… muy bien. Agárrate las manos y muérdete el labio. Así, bien… así —el dolor pasó. La dejaron descansar un poco y luego la volvieron a ayudar a levantarse y las tres caminaron arriba y abajo entre los dolores.

Padre asomó la cabeza por la estrecha abertura. Su sombrero goteaba agua.

—¿Para qué habéis cerrado la puerta? —preguntó. Y entonces vio a las mujeres que caminaban.

Madre dijo:

—Ha llegado el momento.

—Entonces… entonces no podríamos irnos aunque quisiéramos.

—No.

—Entonces hay que levantar un terraplén.

—Tenéis que hacerlo.

Padre chapoteó entre el barro y se encaminó hacia el arroyo. Su palo estaba diez centímetros más abajo. Había veinte hombres parados bajo la lluvia. Padre gritó:

—Tenemos que levantarlo. Mi hija tiene los dolores —los hombres se reunieron a su alrededor.

—¿De parto?

—Sí. Ahora ya no nos podemos ir.

Un hombre alto dijo:

—No es nuestro niño. Nosotros podemos irnos.

—Claro que sí —dijo Padre—. Pueden irse. Váyanse, nadie se lo impide. Sólo hay dos palas —fue a la parte más baja del arroyo y hundió la pala en el barro. La paletada salió con un ruido de ventosa. La volvió a hundir y arrojó el barro en la parte baja de la orilla del arroyo. Los otros hombres se alinearon a su lado. Amontonaban la tierra en un terraplén bajo y los que no tenían palas cortaron ramas de sauce con las que hacían una maraña que pisoteaban en la orilla. Una furia de trabajo, una furia de batalla se apoderó de los hombres. Cuando un hombre dejaba la pala, otro la cogía. Se habían quitado las chaquetas y los sombreros. Las camisas y los pantalones se les pegaban al cuerpo, sus zapatos eran masas amorfas de barro. Un agudo chillido surgió del furgón de los Joad. Los hombres se quedaron quietos, escucharon incómodos y se lanzaron a trabajar una vez más. Y el pequeño dique de tierra se extendió hasta conectar en ambos lados con el terraplén de la carretera. Ahora estaban cansados y las palas se movían más despacio. Y el arroyo crecía lentamente. La primera tierra que había sido puesta contuvo el agua.

Padre se echó a reír triunfalmente.

—Se habría salido si no lo hubiéramos levantado —gritó.

El arroyo subió lentamente por el lado del nuevo muro y rompió la maraña de sauce.

—Más alto —gritó Padre—. Tenemos que levantarlo más.

El atardecer llegó y el trabajo continuó. Ahora los hombres se sentían más allá del cansancio. Sus rostros eran inexpresivos. Trabajaban a sacudidas como las máquinas. Al llegar la noche, las mujeres pusieron lámparas en las puertas de los furgones y tuvieron las cafeteras a punto. Y las mujeres llegaron corriendo una a una al furgón de los Joad y se apiñaron dentro.

Los dolores venían más seguidos, cada veinte minutos. Y Rose of Sharon había perdido el control. Gritaba fieramente bajo los enormes dolores. Y las mujeres vecinas la miraron, le dieron unas palmaditas suavemente y volvieron a sus propios furgones.

Madre tenía ahora un buen fuego ardiendo y todos sus utensilios, llenos de agua, estaban puestos a calentar en la cocina. Cada poco Padre se asomaba a la puerta del furgón.

—¿Va bien?

—Sí. Creo que sí —le tranquilizó Madre.

Al hacerse de noche alguien sacó una linterna para trabajar con luz. El tío John siguió arrojando barro encima de la pared.

—Tómatelo con calma —dijo Padre—. Te vas a matar.

—No puedo evitarlo. No soporto esos gritos. Es igual… es igual que cuando…

—Lo sé —dijo Padre—. Pero tómatelo con calma.

El tío balbuceó.

—Me marcharé. Por Dios, que o trabajo o me marcho.

Padre dio media vuelta.

—¿Qué hay de la última marca?

El que tenía la linterna proyectó el foco en el palo. La lluvia cortaba blanquecina a través de la luz.

—Está subiendo.

—Ahora subirá más despacio —dijo Padre—. Puede inundar hasta muy lejos por el otro lado.

—Sin embargo, sigue subiendo.

Las mujeres llenaron las cafeteras y las sacaron de nuevo. Y conforme avanzaba la noche, los hombres se movían más y más despacio y levantaban los pesados pies como los caballos de tiro, más barro en el dique, más sauces entrelazados. La lluvia caía monótona. Cuando la linterna iluminaba los rostros, se veían los ojos mirando con fijeza y los músculos de las mejillas sobresalían como verdugones.

Durante mucho rato siguieron los gritos del furgón y finalmente se apagaron.

Padre dijo:

—Madre me llamaría si hubiera nacido —continuó trabajando torvamente. El arroyo se arremolinaba y hervía contra el terraplén. Entonces, de la parte de arriba del arroyo llegó un ruido formidable. La luz de la linterna mostró un gran árbol de algodón derribado. Los hombres se pararon a mirar. Las ramas del árbol se hundieron en el agua y se movieron con la corriente mientras el arroyo escarbaba las raicillas. Lentamente el árbol quedó libre y lentamente bajó por el arroyo. Los cansados hombres miraron con la boca abierta. El árbol fue bajando poco a poco. Entonces una rama se enganchó en un tocón y se quedó parado. Y muy despacio las raíces giraron y se engancharon en la nueva orilla. El agua se amontonó detrás. El árbol se movió y destrozó el terraplén. Un arroyuelo se deslizó por la rotura. Padre corrió hacia adelante y apiló barro en la rotura. El agua se amontonó contra el árbol. Y entonces el terraplén se deshizo, cubrió los tobillos, cubrió las rodillas. Los hombres echaron a correr y la corriente se extendió nuevamente por la explanada, bajo los furgones, bajo los automóviles.

El tío John vio el agua rompiendo. Pudo verlo en la oscuridad. Su peso le hizo caer de forma incontrolable. Se quedó de rodillas con el agua, que arrastraba, arremolinándose alrededor del pecho.

Padre le vio caer.

—¡Eh! ¿Qué te pasa? —le levantó—. Ven, los furgones están en alto.

El tío John recuperó las fuerzas.

—No lo sé —dijo disculpándose—. Se me doblaron las piernas. Simplemente no me sostuvieron —Padre le ayudó de camino a los furgones.

Cuando el dique se desmoronó, Al se volvió y echó a correr. Sus pies se movian con dificultad. Le llegaba el agua a las pantorrillas cuando alcanzó el camión. Apartó la lona del camión y se metió en el coche. Pisó el estárter. El motor zumbó una y otra vez, pero no agarró. Ahogó el motor. La batería hacía girar al estárter cada vez más despacio, pero el motor no respondía. Una vez tras otra y cada vez más lentamente. Al pisó a fondo. Cogió la manivela y la hizo girar repetidas veces, y la mano que empuñaba la manivela salpicaba en el agua que fluía despacio a cada vuelta. Finalmente se dio por vencido. El motor estaba lleno de agua, la batería estropeada. En una zona un poco más alta dos coches se pusieron en movimiento con las luces encendidas. Forcejearon en el barro y fueron hundiendo las ruedas hasta que finalmente los conductores apagaron los motores y se quedaron sentados, quietos, mirando las luces de los faros. Y la lluvia caía en rayas blancas delante de las luces. Al rodeó lentamente el camión, alargó la mano y cortó el motor.

Cuando Padre llegó a la pasarela, encontró la parte más baja flotando. La pisó hasta que se asentó en el barro, bajo el agua.

—¿Crees que puedes llegar, John?

—No me pasa nada. Sigue adelante.

Padre trepó la pasarela cautelosamente y se deslizó por la pequeña abertura. Las dos lámparas daban una luz baja. Madre estaba sentada en el colchón al lado de Rose of Sharon y le abanicaba el rostro inmóvil con un trozo de cartón. La señora Wainwright metió leña seca en la cocina y un humo malsano salió por las tapaderas y llenó el coche del olor a tela quemada. Madre levantó la vista hacia Padre cuando entró y luego la bajó rápidamente de nuevo.

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