Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
Ruthie se giró de lado en el polvo. Puso la cabeza junto a la de Winfield y tiró de la oreja de su hermano para acercarla a su boca. Susurró:
—Voy a emborracharme —Winfield resopló y cerró la boca con decisión. Los dos chiquillos se alejaron reptando, conteniendo la respiración, con los rostros morados de aguantar la risa. Se arrastraron hasta la parte trasera de la tienda, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr chillando. Corriendo hacia los sauces y una vez a cubierto, rieron con grandes carcajadas. Ruthie cruzó los ojos y aflojó las articulaciones; se tambaleó, tropezando como si fuera de goma, con la lengua colgando—. Estoy borracha —anunció.
—Mira —gritó Winfield—. Mírame, aquí estoy, soy el tío John —aleteó con los brazos resoplando y dio vueltas hasta estar mareado.
—No —dijo Ruthie—. Es así. Es así. Yo soy el tío John. Estoy borracho perdido.
Al y Tom, que caminaban tranquilamente entre los sauces, tropezaron con los niños tambaleándose por ahí como locos. Habían conseguido levantar un polvo denso. Tom se detuvo y escudriñó.
—¿No son esos Ruthie y Winfield? ¿Qué diablos les pasa? —siguieron acercándose—. ¿Estáis locos? —preguntó Tom.
Los niños se interrumpieron avergonzados.
—Estábamos… jugando —contestó Ruthie.
—Vaya tontería de juego —dijo Al.
—No es más tonto que muchas otras cosas —replicó Ruthie con descaro.
Al siguió caminando. Le dijo a Tom:
—Ruthie está ganándose a pulso una patada en el culo. Lleva ya tiempo pidiéndola. Está casi a punto para ganársela.
Ruthie le hizo una mueca a la espalda, se estiró la boca con los dedos índices, le sacó la lengua, le insultó de todas las formas que conocía, pero Al no se volvió a mirarla. Ella miró a Winfield para recomenzar el juego, pero ya se había echado a perder. Ambos lo sabían.
—Vamos al agua a meter la cabeza dentro —sugirió Winfield. Caminaron entre los sauces; estaban furiosos con Al.
Al y Tom avanzaron en silencio en el crepúsculo. Tom dijo:
—Casy no debía haber hecho eso. Aunque yo podría habérmelo imaginado. Me estuvo hablando de que no había hecho nada por nosotros. Es un tipo curioso, Al. Se pasa todo el tiempo pensando.
—Es por haber sido predicador —opinó Al—. Se acaban liando con todas esas cosas.
—¿A dónde crees que iba Connie?
—Supongo que iría a cagar.
—Pues sí que se iba lejos.
Anduvieron entre las tiendas, manteniéndose cerca de las paredes. Al pasar por la tienda de Floyd les detuvo un saludo en voz baja. Se acercaron a la solapa de la tienda y se pusieron en cuclillas. Floyd levantó ligeramente la lona.
—¿Os vais?
—No lo sé —dijo Tom—. ¿Crees que deberíamos?
Floyd dejó escapar una risa agria.
—Ya oísteis lo que dijo ese policía. Si no os marcháis vais a arder. Estás loco si crees que ese tío no va a volver después de la paliza que recibió. Los tíos de los billares vendrán esta noche a prendernos fuego.
—Entonces lo mejor va a ser largarse —se mostró de acuerdo Tom—. ¿A dónde vas a ir tú?
—Pues hacia el norte, como ya te dije.
—Oye, uno me ha hablado de un campamento del gobierno que hay cerca de aquí —dijo Al—. ¿Dónde está?
—Ah, creo que está completo.
—Bueno, pero ¿dónde está?
—Hacia el sur por la 99, unas doce o catorce millas y luego giras hacia el este hasta Weedpatch. Está muy cerca de allí. Pero creo que está completo.
—Lo que no puedo entender es por qué ese policía tenía tan mala leche —dijo Tom—. Parecía estar buscando bronca, como si estuviera pinchándonos para que se liara la cosa.
Floyd replicó:
—No sé aquí, pero cuando estaba más al norte conocí a uno, era buena gente. Me dijo que allí los ayudantes tienen que encerrar a gente. El sheriff recibe setenta y cinco centavos al día por cada prisionero y les da de comer por veinticinco centavos. Si no tienen presos, no saca beneficio. Aquel hombre me dijo que no había encarcelado a nadie en una semana y el sheriff le había advertido que o arrestaba a unos cuantos o tendría que devolver la placa. Este tío que ha venido hoy venía con la intención de llevarse a alguno como fuera.
—Tenemos que irnos —dijo Tom—. Hasta otra, Floyd.
—Hasta otra. Seguramente nos veremos. Eso espero al menos.
—Adiós —dijo Al. Recorrieron el campamento gris oscuro hasta la tienda.
La sartén de patatas friéndose silbaba y salpicaba sobre el fuego. Madre movía las gruesas rodajas con una cuchara. Padre estaba cerca, sentado y abrazándose las rodillas. Rose of Sharon estaba sentada bajo la lona encerada.
—Aquí está Tom —exclamó Madre—. Gracias a Dios.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Tom.
—¿Qué es lo que pasa ahora?
—Pues que Floyd dice que esta noche van a pegar fuego al campamento.
—¿Por qué diablos van a hacer eso? —preguntó Padre—. No hemos hecho nada.
—Nada excepto darle una paliza a un policía —replicó Tom.
—Bueno, no hemos sido nosotros.
—Por lo que dijo ese policía, quieren echarnos de aquí.
Rose of Sharon quiso saber:
—¿Habéis visto a Connie?
—Si —respondió Al—. En el quinto pino río arriba. Iba hacia el sur.
—¿Se marchaba?
—No lo sé.
Madre se volvió hacia la muchacha.
—Rosasharn, has estado diciendo cosas raras y comportándote de forma curiosa. ¿Qué te dijo Connie?
Rose of Sharon respondió torvamente:
—Me dijo que habría hecho mejor quedándose en casa y estudiando tractores.
Todos permanecieron sumidos en profundo silencio. Rose of Sharon contempló el fuego, y sus ojos brillaron a la luz de la fogata. Las patatas chisporrotearon con intensidad en la sartén. La joven sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
Padre dijo:
—Connie no servía para nada. Lo sé desde hace tiempo. No tenía lo que hay que tener, simplemente se lo creía.
Rose of Sharon se puso en pie y entró en la tienda. Se tumbó en el colchón boca abajo y escondió la cabeza entre sus brazos cruzados.
—Supongo que no serviría de nada ir a por él —dijo Al.
—No —replicó Padre—. Si no sirve para esto, más vale que no venga.
Madre se asomó a la tienda donde Rose of Sharon yacía en su colchón.
—Sh. No digas eso.
—Bueno, no servía para nada —insistió Padre—. No hacía más que decir todo el tiempo lo que iba a hacer y nunca hacía nada. No quise decir nada mientras estuvo aquí. Pero ahora que ha huido…
—Sh —dijo Madre suavemente.
—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Por qué tengo que callarme? Ha huido ¿no es eso?
Madre dio la vuelta a las patatas con la cuchara y la grasa hirvió y salpicó. Alimentó el fuego con ramitas y las llamas se elevaron e iluminaron la tienda. Madre dijo:
—Rosasharn va a tener una criatura y la mitad de ella es Connie. No está bien que un bebé crezca oyendo a su familia decir que su padre era un inútil.
—Es mejor decir eso que mentirle —dijo Padre.
—No, no es mejor —le interumpió Madre—. Hazte a la idea de que ha muerto. No hablarías mal de Connie si estuviera muerto.
Tom intervino:
—Pero bueno, ¿qué es esto? No estamos seguros de que Connie se haya ido definitivamente. No hay tiempo para charlar. Tenemos que comer y ponernos en camino.
—¿En camino? Si acabamos de llegar aquí —Madre le miró a través de la oscuridad herida por la luz de la hoguera.
Él explicó con detenimiento:
—Madre, esta noche van a incendiar el campamento. Tú sabes que yo no soy capaz de quedarme mirando cómo se queman nuestras cosas, ni Padre lo es, ni el tío John. La pelea sería inevitable y, sencillamente, no puedo permitirme el lujo de que me detengan y me fotografíen para identificarme. Hoy me libré por los pelos, porque el predicador intervino.
Madre había estado dando vueltas a las patatas fritas en la grasa caliente. Ahora tomó una decisión.
—Venga —gritó—. Vamos a comer esto. Hemos de marchar con rapidez —sacó los platos de hojalata.
Padre dijo:
—¿Y qué hay de John?
—¿Dónde está el tío John? —preguntó Tom.
Padre y Madre callaron un momento y luego Padre respondió:
—Se fue a emborracharse.
—Dios —exclamó Tom—. Vaya un momento que ha ido a escoger. ¿A dónde fue?
—No lo sé —contestó Padre.
Tom se levantó.
—Mira —dijo—, vosotros comed y cargad todo. Yo voy a buscar al tío John. Debe de haber ido a la tienda al otro lado de la carretera.
Tom echó a andar con rapidez. Los pequeños fuegos donde se cocinaba ardían delante de las tiendas y las chabolas, y la luz caía sobre los semblantes de hombres y mujeres harapientos, de niños acurrucados. A través de la lona de unas pocas tiendas brillaba la luz de las lámparas de queroseno y mostraba a las gentes como enormes sombras en la tela.
Tom recorrió el camino polvoriento y cruzó la carretera asfaltada para llegar a la tiendecita. Se detuvo ante la puerta enrejada y miró al interior. El propietario, un hombrecillo gris con un bigote descuidado y ojos acuosos, se apoyaba en el mostrador mientras leía un periódico. Sus brazos delgados estaban desnudos y llevaba un largo delantal blanco. Amontonados a su alrededor y a su espalda había montones, pirámides, muros de productos enlatados. Levantó la vista al entrar Tom y entornó los ojos como si apuntara con una escopeta.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Qué se le ofrece?
—Mi tío —respondió Tom—. Ha huido o algo así.
El hombre gris mostró una expresión confusa y preocupada al tiempo. Se tocó la punta de la nariz con delicadeza y la movió en círculos para mitigar un picor.
—Ustedes siempre están perdiendo a alguien —dijo—. Cada día diez o más veces entra alguien y dice: «Si ve usted a un hombre llamado fulano de tal con un aspecto así o asá, por favor dígale que nos hemos ido hacia el norte.» Siempre dicen algo parecido.
Tom se echó a reír.
—Bueno, si ve usted a un mocoso que se llama Connie y tiene un poco cara de coyote, dígale que se vaya a la mierda. Que nos hemos ido al sur. Pero ese no es a quien busco. ¿Ha venido por aquí un hombre de unos sesenta años, con pantalones negros, pelo medio canoso, a por algo de whisky?
Los ojos del hombre gris se encendieron.
—Desde luego que sí. Nunca he visto nada igual. Se paró ahí fuera, tiró el sombrero y lo pisoteó. Mire, aquí tengo el sombrero —sacó el sombrero sucio y destrozado de debajo del mostrador.
Tom lo cogió.
—Es él, no hay duda.
—Bueno, pues compró un par de pintas de whisky y no dijo ni una palabra. Le quitó el corcho y empinó la botella. Aquí no se puede beber, yo no tengo licencia, así que voy y le digo: «Oiga, no puede beber aquí. Tiene que salir afuera.» Pues bien, salió, se quedó justo al lado de la puerta y juraría que no empinó esa pinta más de cuatro veces antes de que estuviera vacía. Arrojó la botella y se apoyó en la puerta. Con los ojos como ausentes. Me dijo: «Gracias, señor», y se marchó. Nunca he visto a nadie beber de esa manera en toda mi vida.
—¿Se marchó? ¿En qué dirección? Tengo que encontrarle.
—Pues resulta que sí se lo puedo decir. Nunca había visto a nadie beber así, de modo que me quedé mirándole. Fue hacia el norte; y entonces pasó un coche, lo iluminó y él cayó a la cuneta. Las piernas se le empezaban a doblar un poco. Ya tenía la otra pinta abierta. No debe andar muy lejos, tal como iba.
—Gracias —dijo Tom—. Tengo que encontrarle.
—¿Quiere llevarse el sombrero?
—Sí, sí, le hará falta. Bueno, pues gracias.
—¿Qué le pasa? —inquirió el hombre gris—. No obtenía ningún placer bebiendo así.
—Es un poco… depresivo. Bien, buenas noches. Y si ve a ese fantasma de Connie, dígale que nos hemos ido al sur.
—Tengo que localizar y dar recados a tanta gente que ni siquiera me acuerdo de todos.
—No se esfuerce demasiado —aconsejó Tom. Salió por la puerta de tela metálica con el polvoriento sombrero negro del tío John. Cruzó la carretera asfaltada y caminó por el borde de la misma. A sus pies, en una depresión, yacía el Hooverville; y las pequeñas hogueras parpadeaban y faroles relucían a través de las tiendas. En algún lugar del campamento sonaba una guitarra, acordes lentos, tocados sin una secuencia, como practicando. Tom se detuvo y escuchó y luego caminó lentamente por el borde de la carretera, parándose cada pocos pasos para volver a escuchar. Había avanzado un cuarto de milla antes de oír lo que estaba esperando. Desde el fondo del terraplén el sonido de una voz desafinada, espesa, cantando monótona. Tom ladeó la cabeza para oír mejor.
Y la apagada voz cantaba: «He dado mi corazón a Jesús; Jesús llévame contigo. He dado mi alma a Jesús, Jesús es mi hogar.» La canción fue desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo y desaparecer. Tom bajó presuroso por el terraplén, buscando el lugar del que provenía la canción. Al poco se detuvo y volvió a escuchar. Esta vez la voz era más cercana, la misma cantinela lenta y desafinada: «Oh, la noche que murió Maggie, ella me llamó a su lado y me dio aquellos calzones de franela roja que usaba. En las rodillas había bolsas…» Tom se movió hacia adelante con cautela. Vio la forma negra sentada en el suelo y se aproximó furtivamente y se sentó. El tío John empinó la pinta y el licor gorgoteó al pasar por el cuello de la botella.
Tom dijo en voz baja.
—¡Eh!, espera, ¿qué pasa contigo?
—¿Quién eres? —el tío John volvió la cabeza.
—¿Ya te has olvidado de mí? Te has bebido cuatro tragos por uno mío.
—No, Tom. No me vas a engañar. Estoy completamente solo. Tú no has estado aquí.
—Bueno, pues te aseguro que ahora sí que estoy. ¿Qué tal si me das un trago?
El tío John volvió a levantar la pinta y se oyó el glu-glu del whisky. Agitó la botella. Estaba vacía.
—No hay más —dijo—. Deseo tanto morir, tengo tantas ganas de morir, de morir un poquito. Lo necesito. Como estar dormido. Morir un poco. Tan cansado. Cansado. Tal vez… no volver a despertar —su voz canturreó como a lo lejos. «Llevaré una corona… una corona de oro.»
Tom dijo:
—Escúchame, tío John. Vamos a seguir camino. Ven conmigo y puedes ir a dormir directamente encima de la carga.
John meneó la cabeza.
—No. Seguid adelante. Yo no voy. Voy a descansar aquí. Es inútil que vuelva. No sería bueno para nadie… arrastrando mis pecados como calzoncillos sucios entre gente decente. Yo no voy.