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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (41 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Tom, que miraba hacia la tienda de su familia, vio a su madre, pesada y lenta por el cansancio, hacer una pequeña fogata de hojarasca y poner al fuego las ollas. El círculo de niños se acercó más y los ojos abiertos y en calma de los niños controlaron todos los movimientos de las manos de Madre. Un hombre muy viejo, encorvado, salió como un tejón de una tienda y se puso a fisgar, husmeando el aire conforme se acercaba. Con los brazos a la espalda se unió al círculo de niños para observar a Madre. Ruthie y Winfield, cerca de su madre, dirigían miradas beligerantes a los extraños.

Tom preguntó airado:

—Hay que recoger los melocotones rápidamente, ¿verdad? Justo cuando están maduros.

—Por supuesto.

—Bueno, supón que esa gente se une y dice «Que se pudran». Seguro que los salarios subían enseguida.

El hombre joven levantó la mirada de las válvulas y miró a Tom con expresión de sarcasmo.

—Vaya, qué idea has tenido. ¿La has pensado tú solito?

—Estoy cansado —dijo Tom—. Estuve conduciendo toda la noche. No quiero empezar una discusión. Y estoy tan cansado que podría empezar una fácilmente. No te hagas el gracioso conmigo. Te estoy preguntando.

—Era una broma —sonrió el otro—. Tú no has estado aquí. A alguno ya se le ocurrió lo mismo. Y a los de la huerta de melocotones también. Están atentos a ver si los hombres se reúnen, a ver si surge el líder, tiene que haber uno, el que hable. Pues bien, en cuanto a este se le ocurre abrir la boca, lo agarran y lo encierran. Y si aparece otro líder, pues también lo meten en la cárcel.

—Bueno, en la cárcel uno come por lo menos —dijo Tom.

—Pero los hijos no. Imagínate que estuvieras dentro y tus hijos se estuvieran muriendo de hambre.

—Sí —dijo Tom lentamente—. Ya.

—Y otra cosa. ¿Has oído hablar de la lista negra?

—¿Y eso qué es?

—Que se te ocurra abrir la boca para hablar de unión y ya verás. Cogen tu fotografía y la mandan a todas partes. Entonces no te dan trabajo en ningún lado. Y si tienes hijos…

Tom se quitó la gorra y la retorció entre las manos.

—Así que cogemos lo que hay, ¿no?, o a morirse de hambre; si se nos ocurre gritar también morimos de hambre.

El hombre describió un círculo con la mano que incluía las tiendas mugrientas y los coches herrumbrosos.

Tom volvió a mirar a su madre, que estaba sentada pelando patatas. Los niños estaban cada vez más cerca. Él dijo:

—No pienso resignarme. Maldita sea, mi familia y yo no somos borregos. Voy a matar a palos a alguien.

—¿Un policía, por ejemplo?

—Cualquiera.

—Estás como una cabra —dijo su interlocutor—. Te pillarán inmediatamente. No tienes nombre ni ninguna propiedad. Te encontrarán en una zanja con sangre seca en la boca y la nariz. Saldrá en el periódico una breve línea… ¿Sabes qué pondrá? «Vagabundo encontrado muerto.» Nada más. Se ven muchas notas de esas, de «Vagabundo encontrado muerto».

Tom dijo:

—Justo al lado de este vagabundo encontrarán muerto a alguien más.

—Estás chalado —replicó el joven—. No servirá de nada.

—Bueno, ¿pues tú qué piensas hacer? —miró al rostro manchado de grasa. Los ojos del hombre joven se cubrieron con un velo.

—Nada. ¿De dónde sois?

—¿Nosotros? De cerca de Sallisaw, de Oklahoma.

—¿Acabáis de llegar?

—Hoy mismo.

—¿Pensáis quedaros por aquí mucho tiempo?

—No lo sé. Nos quedaremos en donde encontremos trabajo. ¿Por qué?

—Por nada —el velo volvió a caer.

—He de recuperar sueño —dijo Tom—. Mañana saldremos a buscar trabajo.

—Podéis probar.

Tom dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda.

El otro cogió la lata de compuesto para válvulas y hundió el dedo dentro.

—¡Eh! —llamó.

Tom se volvió.

—¿Qué quieres?

—Quiero decirte una cosa —le hizo una señal con el dedo cubierto de sustancia—. Sólo quiero advertirte. No vayas buscando bronca. ¿Recuerdas el aspecto del tío ese que está sonado?

—¿El de la tienda de allí?

—Sí. Parecía tonto, ¿no?, ¿como si estuviera gilipollas?

—¿Qué pasa con él?

—Bueno, cuando vengan policías, y vienen continuamente, más te vale simular que eres así. Lelo… tú no sabes nada. No entiendes nada. Así les gusta a los policías que seamos. No le pegues a un policía. Eso es igual que suicidarse. Hazte el loco.

—¿Dejar que esos policías desgraciados me atropellen sin hacer nada?

—No, atiende. Iré a buscarte esta noche. Quizá me equivoque. Hay chivatos por todas partes. Voy a correr el riesgo; y eso que también tengo un hijo. Pero vendré a por ti. Y si ves a un policía, eres un okie imbécil, ¿entiendes?

—Si hacemos algo, de acuerdo —dijo Tom.

—No te preocupes. Estamos haciendo algo, pero sin jugarnos el cuello. Un niño se muere de hambre muy deprisa. En dos o tres días —volvió a su trabajo, extendió la pasta por la base de la válvula y movió con rapidez la mano por el tirante, y su rostro se volvió apagado y estúpido.

Tom regresó con calma a su campamento.

—Sonado —dijo para sus adentros.

Padre y el tío John se acercaban al campamento cargados con palos de sauce que dejaron al lado del fuego. Luego se acuclillaron.

—Recogimos toda la leña que había —dijo Padre—. Hemos tenido que ir bastante lejos para encontrarla —levantó los ojos al círculo de niños que miraban fijamente—. ¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¿De dónde salís vosotros? —los niños se miraron los pies con timidez.

—Habrán olido la comida —dijo Madre—. Winfield, quítate de enmedio —le empujó fuera de su camino—. Tengo que guisar un poco de estofado —dijo—. No hemos comido un buen guiso desde que salimos de casa. Padre, ve a la tienda aquella y compra algo de carne de pescuezo. Vamos a hacer un estofado sabroso —Padre se puso en pie y se alejó tranquilamente.

Al había levantado el capó y miraba el motor grasiento. Levantó la mirada al acercarse Tom.

—Pareces tan feliz como un buitre —comentó Al.

—Estoy tan contento como un sapo bajo la lluvia de primavera —replicó Tom.

—Échale un vistazo al motor —señaló Al—. Tiene buen aspecto ¿eh?

Tom lo miró de cerca.

—No está mal.

—¿Que no está mal? ¡Dios, si está perfecto! No se ha salido ni aceite ni nada —desenroscó una bujía y metió el índice en el agujero—. Está un poco sucio, pero está seco.

—Lo escogiste bien —dijo Tom—. ¿Es eso lo que quieres que te diga?

—Bueno, te aseguro que he venido todo el camino asustado, pensando que iba a estallar y yo tendría la culpa.

—No, lo has hecho bien. Vamos a dejarlo a punto, porque mañana saldremos a buscar trabajo.

—Tirará —aseguró Al—. No te preocupes por eso —sacó una navaja y rascó las puntas de la bujía.

Tom rodeó la tienda y encontró a Casy sentado en el suelo, contemplándose un pie descalzo como un erudito en la materia. Tom se sentó pesadamente a su lado.

—¿Cree que funcionarán?

—¿El qué? —preguntó Casy.

—Esos dedos suyos del pie.

—¿Ah? Sólo estoy pensando.

—Siempre se pone usted cómodo para pensar —dijo Tom.

Casy agitó el dedo gordo y lo levantó y bajó el segundo dedo y sonrió silenciosamente.

—Ya es bastante difícil pensar. Más vale enroscarse y ponerse cómodo.

—Hace días que no le oigo ni una palabra —siguió Tom—. ¿Ha estado pensando todo el tiempo?

—Sí, he estado pensante todo el tiempo.

Tom se quitó la gorra de tela, que ya estaba sucia, hecha una ruina, con la visera curvada como el pico de un pájaro. Volvió del revés la tira que recogía el sudor y metió una tira larga de papel de periódico doblado.

—Sudo tanto que se ha encogido —dijo. Miró los dedos en movimiento del pie de Casy—. ¿Podría dejar de pensar un momento y escucharme?

Casy giró la cabeza sobre su cuello que semejaba una caña.

—Yo escucho continuamente. Por eso he estado pensando. Oigo hablar a la gente y al poco puedo oír lo que sienten. Incesantemente. Los oigo y los siento; y están aleteando como un pájaro en un desván. Se van a quebrar las alas contra una ventana polvorienta intentando salir.

Tom le miró con los ojos muy abiertos y luego se volvió a mirar la tienda gris, unos siete metros más allá. Los vaqueros y camisas y un vestido lavados colgaban secándose de las cuerdas de la tienda. Dijo quedamente:

—De eso era de lo que quería hablar con usted. Y usted ya lo ha visto.

—Lo he visto —asintió Casy—. Somos un ejército sin mandos —inclinó la cabeza y se pasó la mano extendida por la frente y el pelo, lentamente—. Lo llevo viendo desde el principio —dijo—. En cada lugar en que hemos hecho un alto. Gente con hambre de tocino, y luego, cuando se lo comen, no se quedan satisfechos. Y cuando tenían tanta hambre que no lo podían soportar, me pedían que rezara por ellos y alguna vez lo he hecho —juntó las manos alrededor de las rodillas encogidas y recogió las piernas—. Yo solía pensar que así arreglaba algo —continuó—. Yo soltaba una plegaria y los problemas se pegaban a ella como las moscas al papel pringoso. La plegaria se iba navegando y se llevaba con ella las preocupaciones. Pero ya no funciona.

Tom dijo:

—Las oraciones nunca han traído tocino. Hace falta un puerco para tener carne de cerdo.

—Sí —dijo Casy—. Y Dios todopoderoso nunca sube los salarios. Esta gente quiere vivir y criar a sus hijos con decencia. Y cuando son viejos, poder sentarse a la puerta a contemplar la puesta de sol. Y si son jóvenes quieren bailar y cantar y acostarse juntos. Quieren comer, emborracharse y trabajar. No hay más que eso, solo quieren ejercitar sus puñeteros músculos y cansarse. ¡Por Dios! ¿Qué estoy diciendo?

—No lo sé —respondió Tom—. Suena bonito. ¿Cuándo cree que puede ponerse a trabajar y dejar de pensar una temporada? Tenemos que trabajar. Prácticamente no queda dinero. Padre dio cinco dólares para que pusieran una lápida a la abuela, una simple tabla pintada. No nos queda casi nada.

Un flaco perro mestizo de color marrón se acercó olfateando por el costado de la tienda. Estaba nervioso y preparado para echar a correr. Se dio cuenta de que estaban los hombres cuando ya estaba muy cerca, y entonces al levantar los ojos los vio, saltó hacia un lado y huyó con las orejas hacia detrás y la huesuda cola recogida en ademán protector. Casy le vio irse esquivando una tienda para perderse de vista. Casy suspiró.

—No le estoy haciendo a nadie ningún bien —dijo—. Ni a mí ni a nadie más. Estaba pensando en seguir mi camino solo. Estoy comiéndome vuestra comida y ocupando espacio, sin dar nada a cambio. Quizá pudiera encontrar un trabajo fijo y devolveros parte de lo que me habéis dado.

Tom abrió la boca y adelantó la mandíbula inferior y se dio unos golpecitos en los dientes de abajo con un trozo seco de caña de mostaza. Sus ojos recorrieron el campamento, las tiendas grises y las chabolas de maleza, hojalata y papel.

—Daría cualquier cosa por tener una bolsa de tabaco Durham —dijo—. Hace una barbaridad de tiempo que no me fumo un cigarrillo. En McAlester nos daban tabaco. Casi desearía estar allí —se golpeó de nuevo los dientes y se volvió hacia el predicador súbitamente—. ¿Ha estado alguna vez en la cárcel?

—No —dijo Casy—. Nunca.

—No se vaya todavía —dijo Tom—. No se vaya ahora mismo.

—Cuanto antes me ponga a buscar trabajo, antes lo encontraré.

Tom le observó con los ojos entornados y se volvió a poner la gorra.

—Mire —dijo—, esto no es la tierra de leche y miel, como dicen los predicadores. Aquí hay algo maligno. La gente de aquí tiene miedo de los que venimos; así que sueltan policías para que nos amedrenten y nos demos la vuelta.

—Sí —dijo Casy—. Ya lo sé. ¿Para qué me has preguntado si he estado en la cárcel?

Tom replicó lentamente:

—Estando en prisión… llegas a sentir las cosas. A los presos no se les permite hablar demasiado, ni con mucha gente… dos quizá, pero no una multitud. Así que te vuelves como más sensitivo. Si algo se está cociendo… si por ejemplo a uno le da la chaladura y va a atizarle a un guarda con el palo de la fregona, pues lo sabes antes de que ocurra. Y si va a haber una fuga o una revuelta, nadie te lo tiene que decir. Lo sientes. Lo sabes.

—¿Sí?.

—Quédese —dijo Tom—. De todas formas quédese hasta mañana. Aquí va a suceder alguna cosa. Estuve hablando con un chico un poco más allá. Estuvo tan escurridizo y precavido como un coyote, pero demasiado reservado. Cuando un coyote está a lo suyo, inocente, dulce, pasándolo bien sin hacer daño a nadie, es que hay un gallinero cerca.

Casy le miró atentamente, empezó a hacer una pregunta y entonces cerró la boca con decisión. Agitó lentamente los dedos y, dejando libre la rodilla, estiró la pierna para poder ver el pie.

—Si —dijo—. No me iré inmediatamente.

Tom dijo:

—Cuando un montón de gente, de gente tranquila y amable, no sabe nada acerca de nada, es que se está cociendo algo.

—Me quedaré —dijo Casy.

—Y mañana saldremos con el camión en busca de trabajo.

—Si —dijo Casy, movió los dedos arriba y abajo y los examinó con seriedad. Tom se recostó de nuevo apoyado en el codo y cerró los ojos. De la tienda salía el murmullo de Rose of Sharon y la voz de Connie contestando.

La lona encerada dibujaba una silueta oscura y por los dos extremos entraba una luz dura e intensa en forma de cuña. Rose of Sharon yacía en un colchón y Connie estaba acuclillado junto a ella.

—Debería ayudar a Madre —dijo Rose of Sharon—. Lo he intentado, pero cada vez que me movía empezaba a vomitar.

Los ojos de Connie mostraban una expresión malhumorada.

—Si llego a saber que iba a ser así, no hubiera venido. Habría estudiado por las noches, tractores, sin salir de casa y me habría conseguido un empleo de tres dólares por día. Con ese sueldo se puede vivir muy bien e incluso ir al cine todas las noches.

Rose of Sharon le miró aprensiva.

—Vas a estudiar radio por las noches —dijo. Él tardaba en responder—. ¿No es eso? —exigió ella.

—Pues claro. Tengo que organizarme. Ganar algo de dinero. Tal vez habría sido mejor quedarnos en casa y estudiar tractores. Ganan tres dólares al día y también se saca algo de dinero extra —Rose of Sharon reflejó en los ojos sus cálculos. Al mirarla él, vio cómo sus ojos lo calibraban y hacían cálculos sobre él.

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