Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
—He hecho muchas cosas en mi vida. Ésta no la haré.
El comandante montó su pistola y se la apoyó en la sien.
—O escupes o te mato.
—Ése era el trato, en efecto —le replicó Max—. Yo ya he cumplido con mi parte. Cumple tú ahora con la tuya.
El comandante le descerrajó un tiro en la cabeza. Después fusilaron a todos los demás, como estaba previsto, pero Max Redlicht les había aguado la fiesta.
Zumel regresó a la ventana claveteada y continuó observando la calle por una rendija. Era un día luminoso. Él no creía en nada. Sabía que David estaba a salvo. No tenía nada que perder. En cierto modo pertenecía a Auschwitz. Tampoco quería sobrevivir. ¿Ni siquiera por Therese?
Therese.
Sintió la suavidad de sus manos, de sus pechos, de sus caderas rotundas, el perfume de su aliento. Therese. ¿Estaba enamorado o era sólo el recuerdo agradecido de un amor imposible que un día inspiró en aquella mujer? Recordó una sentencia del
Bereshit Rabbá:
«Todo depende de la mujer.» Dejó la mente vagar, como le enseñaron en la escuela rabínica, y en seguida recordó otra sentencia: «El Santo, bendito sea, sólo desciende allí donde el hombre y la mujer se unen.» Entonces pronunció el conjuro mecánicamente: «El primer día, Rafael te tomará de la mano y honrarás al sol bajo el olivo que alimentó a Elías.» Sólo cuando terminó de pronunciarlo advirtió que el conjuro era parte de un calendario de seis días.
—¿Quiere el Señor probarme dentro de seis días?
Regresó a la mesa, cerró el libro que había estado leyendo y apagó el flexo. La luz que se filtraba por las rendijas iluminaba levemente el Arca. Cubierta por una sábana, parecía un mueble cualquiera en una casa deshabitada. Descendió al piso bajo. Von Kessler lo esperaba al pie de la escalera con expresión expectante.
—Basta por hoy —le dijo—. No puedo seguir.
Aquella noche, abrazado a Therese, después del amor, Zumel se durmió profundamente y tuvo un sueño. Avanzaba, báculo en mano, por una senda pedregosa, en un desierto remoto, camino de una lejana y luminosa ciudad, cuando Moshé Gerlem y un amigo suyo igualmente anciano llamado Graves lo alcanzaron. No eran padre e hijo en el sueño, sino dos caminantes que traban conversación.
El anciano le dijo:
—El rey Salomón recogió en Biblos todos los secretos del Asia. Biblos es Gebal, sus sabios lo ayudaron a trazar el Templo.
Entonces Zumel cogió del brazo al anciano y lo detuvo.
—¿No me conoces, padre?
El anciano lo escrutó con sus ojos nublados.
—Sí, te pareces a mi hijo Zumel.
—Soy Zumel.
—¿Por qué me convocas desde la orilla de la muerte?
—Porque no sé obrar por el Arca, padre. Estoy prisionero de la Palabra, cada día le suplico a Dios que aligere este pesado fardo de mi espalda.
En su oído resonaron unas palabras de Moshé Gerlem que parecían proceder de lo alto.
—Cuando eras niño te hablaba del lenguaje de los árboles y del lenguaje de los pájaros, ¿pensabas que eran fábulas para entretener a un niño? Las palabras que un día escuchaste viven en ti, en el hondo pozo de tu memoria. Ahora sólo tienes que sumirte en ellas y aflorarán; ahora cobrarán sentido.
—¿Hablarán los árboles, padre?
—Los árboles constituyen, por ellos mismos, un alfabeto, un alfabeto sagrado incomparablemente más antiguo que el de los signos fenicios o ibéricos. En los árboles encontrarás el alfabeto de la Sabiduría, la primera alianza entre Dios y los hombres. Recuerda que el pino es el álef de Adonis; que el doble álef está representado por la palmera. ¿No recuerdas el álef del álef?
—Lo recuerdo, padre. ¿No es uno de los títulos secretos de Dios?
—Lo es. Es lo que denomina al Anciano de los Días de la Cábala. Cabalga en el conocimiento, siéntelo entre tus muslos; siente sus crines bajo tu mano. Déjate arrebatar por el Anciano de los Días.
Zumel notó un vacío en el estómago y se sintió ingrávido, como si no apoyara los pies en el suelo, como si sólo el aire denso de la estancia lo rodeara.
—Lo estoy sintiendo, padre.
—¿Dónde estás?
Tenía los ojos cerrados. El viento del desierto, cálido, casi abrasador, perfumado de tamarindo, le azotaba el rostro. Sus labios secos susurraron:
—¡Jachin y Boaz! Las columnas de treinta y cinco codos de altura. Boaz reverdece y asciende. Jachin encanece y desciende. Detrás de Boaz hay una flor de lis esculpida.
—Jachin y Boaz —repitió la voz del anciano—, las columnas del Templo; los montes Gerizim y Ebal; la bendición y la maldición. ¡Bendice!
Los labios agrietados por el desierto y la sed se distendieron:
—¡La bendición de Gerizim para los que vendrán de Inglaterra; la maldición de Ebal, en el valle de Sichem, para los que levantan la cruz gamada y se apartan del Señor!
Un leve temblor hizo crujir las viejas vigas del techo, desprendiendo un polvillo antiguo.
—¿Cómo se llama Boaz en el secreto? —interrogó la voz del maestro.
—¿Boaz? —titubeó Zumel, y sus labios se distendieron para pronunciar una antigua palabra que creía haber olvidado en la infancia—: Abolloneus.
—¡En esa columna se encierra lo que estás buscando! —dijo el anciano.
—¿El
Shem Shemaforash
?
—El
Shem Shemaforash.
Una nueva luz comenzó a iluminar su entendimiento.
—Abolloneus es una clave del alfabeto de árboles —dedujo—. Contiene las consonantes B, L, N, F, S.
—Ése es el camino, hijo —corroboró el anciano—; pero todavía te faltan las vocales.
—Boaz no tiene vocales —advirtió Zumel.
—Porque las vocales pertenecen a la antigua diosa, a la Diosa Madre —respondió el anciano—. Ahora medita sobre las dimensiones del Arca y recuerda que el Innombrable reside en el número. En la residencia de Dios reside su Palabra.
—Un codo y medio por un codo y medio por dos y medio —recordó Zumel.
—Ésa es el Arca visible —replicó el anciano—. Pero el Arca visible se contiene en la Invisible, en la Gran Arca del Santo de los Santos. ¿Recuerdas sus dimensiones?
—Tres codos, por tres codos, por cinco.
—En la relación entre la Cabeza Pequeña y la Cabeza del Anciano de los Días está la luz del Nombre.
Zumel hizo sus cálculos.
—El Gran Arca tiene cuarenta y cinco codos cúbicos —dijo—, y la pequeña es un octavo.
—Cuarenta y cinco son las columnas de la casa de Salomón en el Líbano y el ocho es el número —dijo el anciano—. Vas por buen camino. Ocho son los años de la Formación, la cifra que conduce a la plenitud.
—El octógono de los templarios —murmuró Zumel.
—Esas columnas alineadas en tres hileras representan el alfabeto sagrado. El profeta Ezequiel contempló el bosque sagrado y alineó los árboles por sus nombres. El alfabeto sagrado consta de veintidós letras, de las cuales siete son vocales.
Zumel cerró los ojos y respiró profundamente. Un chorro de luz se abría paso como una lanza incandescente por las tinieblas de su entendimiento. La voz antigua le trajo el susurro del viento entre los árboles. Escuchó claramente la música de las esferas:
—SS, H, D, T, C, CC, M, G, NG, R.
Despertó temblando y empapado de sudor.
—¡Padre! —gimió—: ¡Todavía me faltan las vocales!
—¿Qué dices? —preguntó Therese entre sueños.
Se inclinó sobre ella y la besó quedamente en los labios. Ella, sin despertar, le devolvió el beso y adoptó una postura de entrega.
Zumel había regresado al camino del desierto que conducía a la ciudad luminosa. Esta vez fue él el que tuvo que alcanzar al Anciano que era su padre. El Anciano caminaba a grandes trancos, adelantando el báculo terminado en un tramo horizontal para la mano.
—¿Por qué caminas tan de prisa? —le preguntó.
—Porque el tiempo apremia —respondió sin volver la mirada. Lo estaba esperando—. ¿Ves aquel bosquecillo a lo lejos?
—Lo veo, padre.
—Allí descansaremos, a la sombra de la fuente.
El bosquecillo estaba formado por siete árboles de especies distintas, dispuestos en torno a una fuente, a distintas distancias del agua y entre ellos.
Había tres enormes piedras esféricas y la alfaguara brotaba entre ellas. Se sentaron.
—Estos árboles resumen los siete poderes celestiales y las siete luces en las que se ocultan la Sabiduría y el Nombre. El manzano silvestre te hace inmortal y comienza por CC; el nogal otorga consciencia y comienza por C; el espino blanco comienza por Z; el mimbre comienza por S.
—¿Y las vocales, padre?
El Anciano lo miró a los ojos con infinita piedad.
—Las vocales siempre estuvieron delante de tu corazón, viven con nosotros y las respiramos. Son A, O, U, E, I.
—Son cinco vocales, padre. Faltan dos para el nombre.
—La doble iod, II, y la doble álef, AA. El Nombre Santísimo se oculta en las siete vocales, pero la clave está en las dos dobles A e I.
Al amanecer, Zumel se vistió con la túnica de lino del legado Plantard y se ajustó sobre el pecho el pectoral de latón con las doce piedras. Así ataviado se situó frente al Arca y contempló un momento los
tabotat
dormidos. Los había dispuesto con las partes planas, mirándose. Quizá no era la posición que más agradaba al Arca. Dio un paso atrás, elevó las manos y musitó el segundo conjuro: Gabriel te tomará de la mano y honrarás a la Luna debajo del sauce. Creyó percibir un aumento de temperatura, que atribuyó a los pesados ropones que vestía y a lo cerrado de la habitación, en la que no circulaba el aire. El tercer día se atavió nuevamente como un Sumo Sacerdote para recitar el conjuro: Sammael te tomará de la mano y honrarás a Nergal bajo el coscojo; el cuarto día recitó el conjuro y tampoco pasó nada, pero al quinto, cuando declinaba el sol, sintió una sensación de gravidez en el pecho, como si un cuerpo extraño ascendiera por su garganta, saliera por su boca y presionara sobre sus dientes. Eran aire y sonidos, abrió la boca y exhaló un sonido inhumano, como la voz de las sirenas o el entrechocar de las placas del serafín. Las letras impresas se parecen tanto a los sonidos como una rosa dibujada por un niño se parece a una rosa verdadera, pero lo que dijo fue:
—II.I.E.U.O.A.AA.
Apenas lo hubo pronunciado percibió una vibración exterior y un sobresalto en la sangre. Cerró los ojos y la débil luz que se filtraba por los postigos cerrados pareció que se remansaba y vibraba sobre el Arca abierta, que despertaba en su interior una inédita y potente luminosidad azul. Entonces su garganta ronca emitió un sonido inhumano: JIEVOAA, cuyos ecos batieron como mazos la sangre en sus sienes. Perdió el conocimiento y se desplomó. La fosforescencia aumentó al tiempo que un creciente zumbido de abejas llenaba el aire.
Londres
En las Salas Subterráneas de la Guerra reinaba una frenética actividad. Los mensajeros iban y venían con carteras cerradas con candados entre Grosvenor Square y la mansión de Hayes Lodge, cuartel general de las fuerzas expedicionarias americanas.
—Temporal de fuerza cinco en el estrecho —dijo Eisenhower, depositando sobre el escritorio la nota que acababan de pasarle—. En estas condiciones no hay nada que podamos hacer. ¿Cómo está el tiempo en la costa francesa?
—Fuerte galerna, general —informó el meteorólogo jefe.
El general meditó un momento. Los hombres estaban embarcados, las vituallas almacenadas, las unidades de marina en sus puestos, y una maldita tormenta iba a dar al traste con todo.
—Dé orden de aplazar la operación, toda la operación.
El coronel asistente de Estado Mayor descolgó el teléfono y pidió línea con el centro coordinador de la Operación Overlord. En aquel momento, una ráfaga de viento abrió una de las ventanas agitando los visillos como una bandera. La nota meteorológica voló de la mesa y fue a aterrizar sobre la alfombra.
—Un momento, Charles —dijo Einsenhower.
—¿General?...
—Bien pensado, la galerna puede servirnos de cobertura. Los alemanes no pensarán que seamos capaces de invadirlos en estas condiciones, bajarán la guardia...
—Sí, señor, pero...
Eisenhower le dedicó una de sus agradables sonrisas:
—Transmita la orden de seguir adelante con Overlord, tal como estaba previsto.
Gran Sinagoga, París
Un leve resplandor azulado iluminó la superficie dorada produciendo un chisporroteo de minúsculas descargas eléctricas en los ángulos, las alas extendidas de los querubines intercambiaban una culebrilla luminosa, el zumbido de abejas se hacía más persistente y el Arca irradiaba calor.
De pronto el torbellino de la sangre cesó, el corazón se detuvo y se apagó el zumbido. Una sensación de infinita piedad sucedió al pánico de la presencia de Dios. Flotando en el eterno silencio de los espacios infinitos, Zumel comprendió la obra del Arca, un concepto que había estudiado en Pascal sin llegar nunca a comprender cabalmente. Percibió que un insecto se había detenido en el aire y que las partículas de polvo estaban quietas en la rendija de luz que se filtraba desde una grieta de la ventana claveteada. El mundo se ha detenido y yo puedo pensar y puedo moverme. La abrumadora sensación de estar en presencia del Poder lo emocionó. Un leve quejido se abrió paso desde su garganta. Se le nublaron los ojos. El Arca flotaba en una cascada de luz fría, azul.
—¡Dios mío! —exclamó—. Verdaderamente eres terrible.
Extendió las manos hacia el Arca en actitud orante. La Palabra se adensó en su pecho, le ascendió por la garganta, se formó en sus labios y sonó quedamente. El Arca se encendió sin llama y emitió un resplandor púrpura, al tiempo que desprendía el cálido perfume de los desiertos a la puesta de sol. El
Shem Shemaforash
obraba.
—¡Confunde a tus enemigos! —exclamó—. ¡Desmorona sus murallas! ¡Aventa sus despojos, porque tú eres el Dios fuerte de Israel que acudes en ayuda de tu pueblo!
«Al día séptimo se levantaron al alba, dieron siete vueltas a la ciudad del mismo modo. A la séptima vuelta, mientras los sacerdotes tocaban las trompetas, Josué dijo al pueblo: gritad, porque Yahvé os ha entregado la ciudad... cuando el pueblo oyó el sonido de las trompetas, elevó un clamor de gritos y la muralla de la ciudad se desplomó.»
A cien kilómetros de distancia, el mariscal del Reich Erwin Rommel,
el Zorro del Desierto,
ordenó detener el enorme Horst descapotable a la sombra de uno de los plátanos que bordeaban la carretera. De pronto había tenido la intuición de que el desembarco no se iba a producir en los próximos días. «Los hombres están cansados —razonó—, y yo también lo estoy. El único proceder sensato es descansar y relajarnos durante una semana para esperar con ánimo tranquilo lo que ha de venir.» Tomó rápidamente su decisión.