Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
Therese negó con la cabeza. Todo estaba muy claro.
—Pues entonces debemos ponernos en movimiento. Faltan seis minutos para las cinco y veinte, la hora del despegue.
Una neblina que se elevaba de un arroyo distante cubría de algodón el seto arbolado que limitaba la pista por el este, por lo demás, lucía una hermosa luna llena que teñía el paisaje de un leve resplandor azulado. El avión era una mancha oscura que ronroneaba en la cabecera de la pista, atendido por el piloto y dos mecánicos.
—Va usted a volar en un Westland Lysander —explicó Higgins mientras se aproximaban—: Un avión maravilloso, capaz casi de pararse en el aire y de aterrizar en pocos metros.
Era lo que le contaba a todos los agentes cuando recorría la pista dándoles conversación para evitar que el pánico de última hora dificultase la misión. En su descripción de las características del aparato no decía que lo habían diseñado en los años treinta como avión de reconocimiento, pero que resultó ser tan lento y torpe de maniobra que los pilotos se negaron a usarlo, lo que motivó el fin de la producción. Esta circunstancia explicaba la generosidad del comandante de las Fuerzas Aéreas cuando accedió a concederles tres Lysander a los servicios secretos para el transporte clandestino de agentes a la Europa ocupada.
El Lysander estaba pintado de gris y la carlinga de plexiglás brillante a la luz de la luna y recorrida de múltiples arañazos parecía el ala de una libélula. Uno de los mecánicos estaba subido en una escalera de tres peldaños y sostenía con una mano una de las compuertas del motor mientras con la otra hurgaba en su interior, provocando irritados rugidos de la máquina.
—¡Esto marcha como una seda! —le gritó al piloto, que aguardaba el diagnóstico al pie de la escalera, al tiempo que le hacía el signo de OK con dos dedos grasientos.
El piloto llamó a Therese con un gesto, la ayudó a subir al ala y le indicó el pedal donde tenía que apoyarse para pasar el otro pie al angosto habitáculo del aparato. Cuando la hubo acomodado en el asiento trasero, de madera, plegable, le ajustó las correas de seguridad, le sonrió y le mostró el pulgar: «Todo va bien.» Después se introdujo él mismo en el asiento delantero, ajustó sus correas e hizo OK para que los mecánicos corrieran sobre su cabeza el caparazón de plexiglás. Empuñó la columna de mando, pedaleó comprobando la movilidad de los timones, metió gas y rodó por la pista de hierba a velocidad creciente hasta que despegó y se elevó majestuosamente por encima de los árboles y de las vacas dormidas.
Acurrucada en la angostura de su asiento, las manos aferradas al borde grasiento del larguero de madera, Therese intentaba analizar los confusos sentimientos que aquella aventura despertaba en ella. En poco tiempo su vida había experimentado un cambio completo. Había encontrado la felicidad y la había perdido, había descendido a los infiernos de la depresión, había acariciado la idea del suicidio para liberarse de la angustia y finalmente había remontado el vuelo aferrándose al servicio. Probablemente intentaba ser otra persona para desprenderse de su amargo equipaje. Quizá era eso. Quizá aquel vago sentimiento patriótico que la llevó años atrás a alistarse en el Servicio Femenino del Ejército le servía ahora de balsa en medio del naufragio de su vida. Intentó analizar sus sentimientos respecto a Zumel. Aquella pasión juvenil nunca correspondida había dejado un sedimento de ternura que aumentó con los años. ¿Podía el Ave Fénix resurgir de sus cenizas?
A cierta altura el motor ronroneaba más regularmente, como si el esfuerzo de volar fuera menor. Un aire frío y cortante se colaba por el borde mal ajustado de la carlinga. Podía escuchar intermitentemente la chicharra de la radio e incluso, a ráfagas, las instrucciones de las estaciones de radar que dirigían el vuelo del Lysander.
—Papá Noel, ¿estás ahí?
—Te oigo, Buitre Colorado, ¿todo bien?
—Rumbo cero, noventa y cinco. ¿Va bien?
—Perfecto. Manténte ahí.
Y a los cinco minutos:
—Buitre Colorado: te estás desviando hacia tres. Corrige el rumbo.
Y al rato:
—Rumbo correcto. Vas como una flecha, Buitre. Buena suerte. Te dejo en las manos de Charlie Dos.
Charlie era la estación de radar siguiente.
—Gracias.
Después de pasar bajo la sombrilla vigilante de Charlie Tres y Charlie Cuatro, la última estación, Pimpinela, se despidió:
—Buena suerte, Buitre Colorado. Ahora vuelas solo.
Sobrevolaron el canal de la Mancha durante veinte minutos, la luna brillaba sobre las oscuras aguas como un rastro de plata. Al rato, el piloto se volvió y levantó una mano para llamar la atención de Therese. Le señalaba abajo una sombra negra y discontinua, la costa con el filo blanco de las espumas rompiendo sobre las playas y los acantilados. La noche los rodeaba; su negrura acrecentaba la sensación de soledad, de estar suspendida del cielo en medio de la nada. Aunque navegaban con relativa seguridad, sobre la sombra que dejaba en los radares enemigos un numeroso escuadrón de bombardeo que los había precedido. De vez en cuando, el piloto miraba a los lados y arriba, temiendo ver aparecer el reflejo de un Messerschmitt-110 alemán de caza nocturna. Therese contempló con asombro el leve resplandor rosado del fuego antiaéreo a muchos kilómetros de distancia. El recuerdo de Arthur se abrió paso como el dolor constante de una herida mal cicatrizada. Intentó distraerse. Volaban a trescientos metros de altura. A la luz de la luna se divisaban campos de labor entre las manchas oscuras de los bosques, las claras y luminosas de los lagos y los ríos y las líneas de las carreteras. El piloto había desplegado sobre su regazo un mapa Michelín de carreteras e iba corrigiendo el rumbo con ayuda de la brújula. Dejaron Rouen a la izquierda y remontaron el Sena hasta rebasar el puente de Château Gaillard, sobre el que discurría la carretera de Gisors. Después de sobrepasar Vernon se desviaron a la derecha hasta dar con la línea férrea París-Le Havre. El piloto descendió para evitar una nube y buscó un puente de hierro con una estructura superior redondeada. Cuando lo encontró siguió en dirección este hasta que avistó un gran vertedero de residuos mineros, la señal de aproximación a París.
—Ya estamos, señorita —gritó a través del laringófono—. Ahora veremos la carretera de Longnes. No tiene pérdida. La seguimos durante dos minutos y sobrevolamos un pequeño lago, al otro lado la hierba es mullida y los caminos estrechos y malos.
El piloto sobrevoló la carretera hasta que avistó a lo lejos las canteras de Thier, una montaña gris escindida por el hacha de un gigante que, a la luz de la luna, parecía una enorme herida blanca de más de un kilómetro de extensión. No tenía pérdida. Al pasar sobre la cantera, el aeroplano alteró el rumbo para internarse por la campiña circundante de trigales y pastizales con lindes arboladas. Al cabo de dos minutos distinguieron el destello de una linterna en la oscuridad. «¡Allí están!» Luego descendió hasta doscientos metros de altitud y esperó a que le marcaran la pista. Se encendieron dos linternas a corta distancia para señalarle el inicio y la anchura de la pista y otra más lejana le señaló el final y el punto central de la trayectoria óptima. El Lysander dio una pasada esperando la señal de conformidad, y cuando la linterna solitaria se apagó y se encendió tres veces, dijo: «Allá vamos.»
El aterrizaje fue muy rápido. Un crujido del chasis, una conmoción de chapas y remaches al rebotar sobre los baches del prado y unas siluetas que persiguieron al aparato por la pista y que treparon hasta la carcasa en cuanto se detuvo. Dos partisanos, uno por cada lado, descorrieron la carcasa, con prontitud profesional izaron a Therese de su habitáculo y la depositaron delicadamente en tierra. Después, mientras uno le entregaba una pequeña maleta al piloto, el otro metió los pies de Therese en dos bolsas de saco y las ató a conciencia por encima de los tobillos.
—Es para que no se embarre el calzado, señorita —le dijo en francés.
Therese escuchó el chasquido de la carlinga al cerrarse e intentó volverse para despedirse del piloto, pero el Lysander rodaba ya hacia el extremo del campo aumentando revoluciones. El que parecía el jefe de los partisanos apremió. Echaron a andar y tres minutos más tarde el Lysander pasó rugiendo sobre sus cabezas. No había permanecido en tierra más de un minuto.
—Hay que alejarse de aquí rápidamente, señorita —advirtió el joven barbudo que parecía ser el jefe de la partida—. Por si lo han oído los alemanes.
El bar Les Trois Frères había sido un establecimiento algo más elegante antes de la guerra, cuando Paul, el cocinero y propietario, tenía con qué realizar su espléndido cordero bañado en
cassolette
de ostras e hígados de ternera y de cerdo, pero desde que cerraron las carnicerías del cercano mercado Enfants Rouges, la carta sólo ofrecía
tripes à la mode de Caen
y la clientela tradicional de artistas y prósperos comerciantes había cambiado por otra menos elegante.
Therese ocupó un taburete en el extremo más alejado del mostrador y solicitó una limonada. Cuando el hombre que atendía la barra se la sirvió, ella dibujó sobre el mármol una cruz de Lorena con la humedad que dejaba el cerco. El barman se apresuró a pasar la bayeta.
—Parece que el verano viene caluroso —comentó.
—No tanto como el pasado —respondió ella.
El hombre siguió pasando la bayeta por el mármol y por la barra de latón mientras le susurraba sin levantar la vista:
—Preséntese en el hotel Excelsior y pregunte por el jefe de personal Marcel Devois. Dígale que es la amiga de Pierre que está esperando.
Cuando ella iba a retirarse le dijo:
—¿No olvida dejarme algo?
Therese sacó un cigarrillo y depositó el paquete sobre el mostrador. El barman se lo encendió y puso la bayeta sobre el paquete.
—
Au revoir.
París le resultó casi tan acogedor como en los viejos tiempos. Había pocos coches, pocos cines, pocos anuncios y muchos soldados alemanes, pero los uniformes grises, negros y azules que se veían por todas partes no parecían especialmente amenazadores. Muchos eran jóvenes reclutas imberbes, que recorrían la ciudad con la guía turística en la mano, disfrutando de un permiso cultural, para demostrarle a los franceses que el pueblo alemán es un pueblo culto, y que el ejército alemán es un ejército culto, aunque las apariencias no siempre le hicieran justicia.
Therese tomó un taxi-bicicleta impulsado por un bretón pelirrojo que, en cuanto salieron a la avenida Saint Germain, bajo la sombra propicia de los corpulentos castaños de Indias, le dirigió un guiño cómplice a la pasajera y se puso a tararear, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo, los primeros compases de
J'attendrai.
Therese se sintió relativamente relajada por primera vez desde que salió de Londres. Bajo la capota que la resguardaba del sol pensó en los acontecimientos de las últimas horas: la modesta colchoneta donde había dormido en la granja de Ivry, el incómodo viaje en la camioneta de la lavandería, al amanecer, la tensa espera en la estación de Nantes, intentando pasar desapercibida entre la muchedumbre de campesinos cargados de cestas que aguardaban el primer tren para ir a vender sus coles y sus zanahorias a la ciudad. En el tren, una patrulla alemana le había pedido rutinariamente la documentación y ella había mostrado su pase
ausweiss
intentando disimular la turbación que le causaba aquel primer contacto con la inspección alemana. El soldado había mirado la fotografía adherida a la cartulina y después la había mirado a ella, le había sonreído levemente, y se lo había devuelto. La sonrisa había sido un silencioso tributo a su belleza; por lo demás, la había tratado con la misma rutinaria indiferencia que usaba con el resto de los viajeros. En la estación de Saint Denis, el control había sido más minucioso con los que llevaban paquetes, pero a ella la dejaron pasar con un gesto aburrido.
Monsieur Dubois, el
maître d'hotel,
recibió a la amiga de Pierre con amable profesionalidad.
—¿Sabe fregar, hacer camas, servir mesas? —preguntó—. En los tiempos que corren tendrá que hacer de todo, madame.
—Creo que me arreglaré.
—Le mostraré su habitación.
La servidumbre del hotel tenía sus habitaciones en la buhardilla. Monsieur Dubois asignó a Therese un pequeño pero ventilado dormitorio con vistas a los tejados del barrio y a los árboles del Sena. En el armario había ropa de mujer.
—Espero que sea de su talla —comentó—. En estos tiempos no se puede ser muy delicado con la indumentaria.
Asomó la cabeza al pasillo para cerciorarse de que no había nadie, cerró la puerta y le pidió a la mujer que se sentara en la cama mientras él se acomodaba en una silla.
—Ándese con cuidado en el hotel porque está lleno de alemanes —advirtió con la voz en un susurro—. Los que le interesan a usted ocupan cuatro habitaciones del cuarto piso: un capitán inválido, que es el jefe, y dos matones: los reconocerá en seguida porque son los únicos huéspedes que visten uniforme negro de las SS. El hombre al que custodian, monsieur Gerlem, va de paisano.
—Lo conozco.
Monsieur Dubois pareció sorprendido.
—Bien, bien. Él ocupa la habitación 412, que tiene baño propio. Por lo general se pasan todo el día en la Gran Sinagoga, en esta misma calle, y cuando vuelven lo encierran en la habitación. Llegan al comedor en cuanto abrimos, puntualmente, y ocupan una mesa apartada que han reservado. Le asignaré la limpieza de su habitación para que pueda contactar con él. Es todo lo que puedo hacer. Ésta es la llave de la puerta de la escalera y ésta la del cuarto de limpieza. Hay uno en cada planta. Dentro encontrará un panel con duplicados de las llaves de las habitaciones. ¿Cuándo quiere empezar?
—¿Dónde está ahora monsieur Gerlem?
—No está aquí. Debe de estar en la sinagoga.
—Pues empezaré ahora mismo.
Después del almuerzo descansaban hasta las cuatro. Zumel, encerrado con llave en su habitación, se echó en la cama vestido y abrió el libro que estaba leyendo, un comentario al Zohar, impreso en Amsterdam en 1718. Al apartar el registro, que era un simple trozo de papel de periódico, advirtió que había unos signos escritos a lápiz. Se quedó mirándolos: parecían... eran letras del alfabeto secreto del Temple. Conmocionado, se sentó en la cama, dejó el libro a un lado y contempló el papel: