Las sirenas de Titán (2 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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Constant sonrió al recordar la advertencia de que fuera puntual. Ser puntual significaba existir como un punto, significaba tanto eso como llegar a un lugar a tiempo. Constant existía como un punto, no podía imaginar cómo sería existir de otro modo.

Esa era una de las cosas que iba a descubrir: cómo era existir de alguna otra manera. El marido de Mrs. Rumfoord existía de otra manera.

Winston Niles Rumfoord había conducido su nave espacial privada hasta el corazón de un infundibulum crono-sinclástico inexplorado, situado dos días más allá de Marte. Sólo un perro lo había acompañado. Ahora Rumfoord y el perro Kazak existían como fenómeno ondulatorio, al parecer vibrando en una espiral torcida que empezaba en el Sol y concluía en Betelgeuse.

La tierra estaba a punto de interceptar esa espiral.

Cualquier explicación breve sobre los infundibula crono-sinclásticos ofenderá seguramente a los especialistas en la materia. Como quiera que sea, la mejor explicación breve es probablemente la del Dr. Cyril Hall, que aparece en la decimocuarta edición de la
Enciclopedia infantil de maravillas e inventos.
Reproducimos aquí el artículo completo, amablemente autorizados por los editores:

Infundibula crono-sinclásticos. Imagina que tu papá es el hombre más inteligente de la tierra, y que conoce todo lo que existe, tiene razón en todo y puede probarlo. Imagina ahora a otro chico en otro lindo mundo, a millones de años luz de distancia, y que el papá de ese chico es el hombre más inteligente de ese lindo mundo tan alejado. Y que es tan inteligente y tiene tanta razón como tu papá. Los dos papas son inteligentes, los dos papas tienen razón.

Sólo que si llegaran a encontrarse, se pelearían muchísimo, porque no estarían de acuerdo en nada. Tú puedes decir que tu papá tiene razón y que el papá del otro chico está equivocado, pero el Universo es un lugar enormemente grande. Hay espacio bastante para una inmensa cantidad de gente que tiene razón y sin embargo no se pone de acuerdo.

La razón de que los dos papas tengan razón y sin embargo se peleen tanto es la de que hay muchísimas maneras de tener razón. Pero hay lugares en el Universo donde cada papá puede al fin pescar lo que el otro papá está diciendo. En esos lugares todas las clases diferentes deverdades se ajustan tan bien como las piezas del reloj solar de tu papá. A esos lugares se les llama infundibula crono-sinclásticos.

Según parece, el Sistema Solar está lleno de infundibula crono-sinclásticos. Estamos seguros de que hay uno enorme situado entre la Tierra y Marte. Lo sabemos porque allí estuvieron un hombre terrestre y su perro terrestre.

Quizá pienses que seria lindo ir a un infundibulum crono-sinclástico para ver las maneras diferentes que hay de tener toda la razón, pero es algo muy peligroso. El pobre hombre y su no menos pobre perro se desperdigaron en todas direcciones, no sólo del espacio, sino también del tiempo.

Crono significa tiempo. Sinclástico significa curvado hacia el mismo lado en todas direcciones, como la cascara de una naranja. Infundibulum es lo que los antiguos romanos como Julio César y Nerón llamaban un embudo. Si no sabes lo que es un embudo, pídele a tu mamá que te muestre uno.

La llave de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas había llegado junto con la invitación. Malachi Constant la deslizó en el bolsillo forrado de piel de su pantalón y siguió el único sendero que se abría delante de él. Caminó en una sombra profunda, pero los rayos descendentes del ocaso ponían en las cimas de los árboles una luz como la de Maxfield Parrish.

Constant jugueteaba con la invitación a medida que iba avanzando, a la espera de que se la pidiesen en cada vuelta. La tinta de la invitación era violeta. Mrs. Rumfoord tenía sólo treinta y cuatro años, pero escribía como una anciana, con una mano nudosa como un garfio.

Detestaba francamente a Constant, a quien nunca había visto. El tono de la invitación era reticente, es lo menos que se podía decir, y como escrita en un pañuelo sucio.

«Durante su última materialización», decía la tarjeta, «mi marido insistió en que usted estuviese presente en la próxima. No pude disuadirlo de ello, a pesar de los muchos y manifiestos inconvenientes de la cosa. Insiste en que lo conoce bien a usted, pues lo ha encontrado en Titán que, por lo que he podido entender, es una luna del planeta Saturno».

Apenas había una frase en la invitación donde no figurara el verbo
insistir.
El marido de Mrs. Rumfoord había insistido en que ella hiciera algo con lo cual estaba en absoluto desacuerdo, y ella a su vez insistía en que Malachi Constant se comportara lo mejor que pudiese, como el caballero que no era.

Malachi Constant nunca había estado en Titán. Que él supiera, jamás había salido de la envoltura gaseosa de su planeta natal, la Tierra. Al parecer iba a enterarse de que no era así.

Las vueltas del sendero eran muchas y la visibilidad escasa, Constant avanzaba por un caminito verde y húmedo del ancho de una cortadora de césped, que era en realidad la huella dejada por la cortadora. A los dos lados se levantaban las verdes paredes de la selva en que se habían convertido los jardines.

La huella de la cortadora orilló una fuente seca. El hombre que manejaba la cortadora había mostrado su imaginación en ese punto, bifurcando el sendero. Constant podía elegir el lado de la fuente por el que prefiriera pasar. Se detuvo en la bifurcación, miró hacia arriba. La fuente misma era de una imaginación maravillosa: un cono formado por varios tazones de piedra de diámetros decrecientes. Los tazones formaban argollas alrededor de un tubo cilíndrico de unos doce metros de alto.

En un arranque, Constant no eligió ni una ni la otra rama de la bifurcación, sino que se trepó a la fuente. Subió de un tazón a otro con intención de ver desde lo alto adonde había llegado y hacia dónde iba. Desde la cúspide, en el tazón más pequeño de la fuente barroca, los pies entre ruinas de nidos de pájaros, Malachi Constant echó una mirada a la propiedad y a una gran parte de Newport y de Narragansett Bay. Tendió el reloj hacia la luz del sol, a fin de que bebiera el elemento que era para los relojes solares lo que el dinero para los hombres de la Tierra.

La fresca brisa marina desordenaba el pelo renegrido de Constant. Era un hombre bien plantado, quizá un poco pesado, moreno, de labios de poeta, suaves ojos castaños sombreados por un entrecejo como el del hombre de Cromagnón. Tenía treinta y un años, y tres mil millones de dólares, en gran parte heredados. Su nombre significaba
mensajero fiel.

Especulaba sobre todo con acciones de sociedades comerciales.

En las depresiones que siempre sufría después del alcohol, las drogas y las mujeres, Constant deseaba una sola cosa, un solo mensaje que tuviera suficiente dignidad e importancia como para transmitirlo humildemente.

El lema del escudo de armas que Constant se había dibujado decía simplemente:
El
mensajero espera.

Probablemente Constant pensaba en un mensaje divino, de primera clase, a alguien igualmente distinguido.

Constant miró una vez más su reloj solar. Tenía dos minutos para bajar y llegar a la casa, dos minutos antes que Kazak se materializara y buscase a forasteros para morderlos. Constant se rió para sí pensando en lo encantada que estaría Mrs. Rumfoord si ese ordinario, ese advenedizo de Mr. Constant, de Hollywood, se pasaba toda la visita encaramado en la fuente, acosado por un perro de raza. Mrs. Rumfoord podría incluso hacer funcionar la fuente.

Era posible que estuviese observando a Constant. La mansión estaba a un minuto de marcha de la fuente, instalada fuera de la selva, junto a una picada tres veces más ancha que el sendero.

La mansión de Rumfoord era de mármol, una reproducción ampliada de la sala de fiestas del Whitehall Palace, de Londres. Como casi todas las mansiones verdaderamente importantes de Newport, era una parienta colateral de las oficinas de correos y de los tribunales federales del estado.

La mansión de Rumfoord era una muestra tremendamente cómica del concepto de «Gente de Pro». Era seguramente uno de los ensayos más importantes sobre densidad efectuados desde la Gran Pirámide de Khufu. En cierto modo era un ensayo más afortunado de permanencia que la Gran Pirámide, que se afilaba hasta anularse a medida que subía al cielo.

En la mansión de Rumfoord nada disminuía a medida que subía al cielo. Invertida, hubiera tenido exactamente el mismo aspecto.

La densidad y permanencia de la casa era una variante irónica del hecho de que quien fuera amo de la casa, no tenía más sustancia que un rayo de luna, salvo durante una hora cada cincuenta y nueve días.

Constant bajó de la fuente, haciendo pie en el borde de los tazones cada vez más grandes.

Cuando llegó abajo, deseó con intensidad que funcionara la fuente. Pensó en la multitud reunida afuera, que también disfrutaría viéndola funcionar. Le encantaría ver cómo el tazón más chiquito de la punta misma se desbordaba en el tazoncito siguiente... y cómo el tazoncito siguiente se desbordaba en el tazoncito siguiente... y el siguiente tazoncito se desbordaba en el siguiente, y así sucesivamente, en una rapsodia en que cada tazón se desbordaba cantando su propia y alegre canción acuática. Y bostezando debajo de aquellos tazones estaba la boca abierta del más grande de todos... una especie de Belcebú, reseco e insaciable... esperando, esperando, esperando esa primera, dulce gota.

Constant se extasiaba imaginando la fuente en funcionamiento. La fuente era como una alucinación y las alucinaciones, por lo general provocadas por la droga, eran casi lo único capaz de sorprender y entretener a Constant.

El tiempo pasaba rápidamente. Constant no se movía.

En algún lugar de la propiedad ladró un mastín. El ladrido sonó como los golpes de un mazo en un gran gong de bronce.

Constant despertó de su contemplación de la fuente. El mastín no podía ser sino Kazak, el sabueso del espacio. Kazak se había materializado. Kazak olía la sangre de un advenedizo.

Corrió la distancia que había hasta la casa. Un viejo mayordomo de calzón corto abrió la puerta a Malachi Constant, de Hollywood. Lloraba de alegría. Señalaba una habitación que Constant no podía ver. Trataba de describir lo que lo hacía feliz y le provocaba lágrimas. No podía hablar. Tenía la mandíbula paralizada y lo único que pudo decir a Constant fue:

—«Golpe, golpe... golpe, golpe, golpe».

En el piso del vestíbulo el mosaico dibujaba un zodíaco alrededor de un sol de oro.

Winston Niles Rumfoord, que se había materializado sólo un minuto antes, apareció en el vestíbulo y se paró sobre el sol. Era mucho más alto y pesado que Malachi Constant, y la primera persona ante la cual éste pensó que podía haber alguien superior a él. Winston Niles Rumfoord extendió su pesada mano, saludó a Constant con familiaridad, cantando casi sus palabras con timbre de tenor escocés.

—Encantado, encantado, encantado, Mr. Constant —dijo Rumfoord—. Muy amable de su parte haber venido
.

—El gusto es mío —dijo Constant.

—Me han dicho que usted es posiblemente el hombre más afortunado del mundo.

—Quizá hayan exagerado un poco —dijo Constant.

—Usted no va a negar que ha tenido una suerte fantástica en los negocios —dijo Rumfoord.

Constant sacudió la cabeza.

—No, sería difícil negarlo.

—¿Y a qué atribuye su maravillosa suerte? —dijo Rumfoord.

Constant se encogió de hombros.

—¿Quién puede saberlo? —dijo—. Supongo que hay alguien allá arriba a quien le gusto.

Rumfoord miró al cielo raso.

—Una idea encantadora, la de que hay alguien allá arriba a quien usted le gusta.

Constant que cambiaba un apretón de manos con Rumfoord mientras hablaban, pensó que la suya era de pronto pequeña y como una garra.

La palma de Rumfoord era callosa pero no córnea como la de un hombre condenado a un solo oficio durante toda su vida. Los callos eran todos uniformes, provocados por las mil labores felices de una clase activamente ociosa.

Por un momento Constant olvidó que el hombre cuya mano estrechaba era simplemente un aspecto, un nudo de un fenómeno ondulatorio que se extendía desde el Sol a Betelgeuse. El apretón de manos recordó a Constant lo que estaba tocando, pues sintió en la suya el hormigueo ligero pero inconfundible de una corriente eléctrica.

Constant no se había dejado intimidar por el tono con que Mrs. Rumfoord lo había invitado a la materialización. Constant era un hombre y Mrs. Rumfoord una mujer, y Constant imaginaba que ya tendría manera de demostrar su indiscutible superioridad.

Winston Niles Rumfoord era otra cosa, moralmente, espacialmente, socialmente, sexualmente y eléctricamente hablando. La sonrisa y el apretón de manos de Winston Niles Rumfoord desmontaban la alta opinión que Constant tenía de sí mismo, como los peones de un parque de diversiones desmontan la rueda de la «Vuelta al Mundo».

Constant, que había ofrecido sus servicios a Dios como mensajero, estaba aterrado ahora por la discretísima grandeza de Rumfoord. Constant hurgaba en su memoria buscando pruebas pasadas de su propia grandeza. Hurgaba en su memoria como un ladrón en la billetera de otro hombre. Constant encontró su memoria atiborrada de instantáneas ajadas, sobreexpuestas, de todas las mujeres que había poseído, de ridículas credenciales probatorias de que era dueño de empresas aún más ridículas, de certificados que le atribuían virtudes y poderes que sólo pueden tener tres mil millones de dólares. Había incluso una medalla de plata con cinta roja, otorgada a Constant por haberse clasificado segundo en el torneo interno de salto en alto y en largo, de la Universidad de Virginia.

Rumfoord seguía sonriendo.

Para seguir con la analogía del ladrón que pasa a otra billetera, Constant desgarró las costuras de su memoria, en la esperanza de encontrar un compartimiento secreto donde hubiera algo de valor. No había compartimiento secreto, no había nada de valor. Todo lo que le quedaba era la cascara de su memoria, pedazos descosidos, lacios.

El viejo mayordomo miraba con adoración a Rumfoord, y siguió haciendo contorsiones de adulación como una vieja horrible que posara para un cuadro de la Madonna.

—El amo... —balaba—, el joven amo.

—Puedo leer su pensamiento, ¿sabe? —dijo Rumfoord.

—¿Ah, sí? —dijo Constant humildemente.

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