Las siete puertas del infierno (27 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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El halcón volvió a cerrar las alas y se hundió para recuperar a Rufino, que caía hacia el suelo medio desvanecido de terror.

—¡No vueeelvas a haceeer nuuunca eeeso! —gritó después de que el ave lo hubiera atrapado de nuevo.

Sus gritos se desvanecieron en el viento, mientras el halcón escapaba a toda velocidad hacia el desierto de Samiya. El ave volaba tan rápido que Rufino no tenía tiempo de fijar la mirada en nada. Pero los córvidos seguían pisándoles los talones.

—¡Más ráaapido!

Un esfuerzo más y la montaña desaparecería a su espalda.

—¡Vaaamos!

El halcón voló a ras de tierra, espantó a algunas gacelas, dispersó a una familia de gerbillos; pero todo fue inútil. La bandada de cuervos seguía tras ellos, cada vez más cerca, cada vez más negra.

—¡Nos alcanzaráaan! —gritó Rufino a voz en cuello.

El halcón desplegó sus alas al máximo y se elevó verticalmente, con la esperanza de despistar a la mano oscura que avanzaba hacia ellos.

—No es posiiible —chilló Rufino—. ¡Su nombre es legióoon!
¡Nomen illis legiiio!

Entonces, de repente, algunos cuervos les alcanzaron. El halcón esquivó, fintó, efectuó giros, rizos… Y soltó a Rufino, para atraparlo en el último momento con una garra.

—¡Socooorro!

Rufino, que ya no podía soportar aquello por más tiempo, cerró los ojos. Un estruendo de graznidos superagudos le reventó los tímpanos. El ruido era tan fuerte que volvió a abrir los ojos. Todo estaba oscuro; los cuervos les envolvían tan estrechamente y eran tan numerosos que tapaban la luz del sol bajo un sudario de alas. El halcón vio una salida, recto hacia delante. Como un nadador en aguas profundas que se apresura a remontar a la superficie, batió las alas para escurrirse de la melaza en que estaban sumergidos y acabó por reventar la masa negra que se aglutinaba ante ellos.

Saltó sangre y surgió una ola luminosa.

—¡Gloria a ti, oh soool! —gritó Rufino—. ¡Tú dispersas la noooche y reconfooortas a los valerosos!

Entrechocando los dientes, inició una plegaria. Pero en ese momento una sombra se lo tragó. Por encima de ellos, los dedos carbonosos de una mano compuesta por un millar de córvidos se extendían para atraparles.

—¡Pájaros del demooonio!

Nunca hubiera creído que fueran a abandonar su territorio.

Pero aunque los cuervos eran numerosos —y estaban, sin duda, guiados por la magia—, el halcón era rápido. Acelerando, dejó atrás a los cuervos, que poco a poco se fueron dispersando.

El desierto estaba ahí: una vasta extensión de arena y rocas, salpicada de pequeños montículos de crestas pardas de donde surgían algunos cactus de aspecto languideciente. El halcón se dirigió hacia ellos en un largo vuelo planeado. Esperaba que los cuervos no le siguieran hasta allí por miedo a que los despedazaran sus púas, tan afiladas como los sables de Kali. Sin embargo, los pájaros se arriesgaron.

Entonces se puso a volar en zigzag, pasando tan cerca de los cactus que la escuadrilla de cuervos se aplastó contra ellos, como una ola contra una roca.

—En fin —suspiró Rufino—, la próxima veeez recuérdame que giiire siete veces la lengua en la boooca antes de aceptar partiiir en misión. Y ahora, ¡en maaarcha hacia Tenebroooc!

El halcón lanzó un grito, que resonó majestuosamente bajo la bóveda de los cielos, y continuaron su viaje.

Más tarde, mucho más tarde y mucho más al este, sobrevolaron una alta muralla y luego una vasta extensión negra, de ceniza y polvo. Ahí no había más vegetación que una hierba amarilla y corta, ni más animales que algunas ratas y caballos salvajes. No era un lugar para la vida.

Sin embargo, dos manchas blanquecinas daban a este paisaje lunar un aspecto insólito. ¿Realmente eran dos manchas? No. No se trataba de dos manchas, sino de dos cabezas; dos cabezas que sobresalían del suelo y hacia las cuales el halcón descendió en picado.

—¡Ya llegaaamos! ¡Ya llegaaamos! ¡Señor, haaaz que ella siga con viiida!

Poco le importaba a Rufino que Simón también siguiera vivo, porque había sido justamente él quien había causado este drama…

—¡Casiopeeea! ¡Casiopeeea!

Rufino gritó hasta desgañitarse, pero Casiopea no se movía. ¿Estaba muerta? El halcón se posó a dos pasos de la mujer y soltó a Rufino, que rodó sobre sí mismo y se encontró cara a cara con…

—¡Casiooopea!

Los labios de la joven, que tenía el cuerpo enterrado hasta el cuello, se movieron despacio. Un débil gemido de dolor escapó de su garganta, y a Rufino le pareció que trataba de abrir los ojos.

—Aguanta, Casiopeeea. ¡Aguaaanta!

Un nuevo estertor, seguido por un temblor de los párpados.

—¡Ya llega, Casiopeeea! ¡Él lleeega!

Él llega

Capítulo 35

Bajo este noble y hermoso sicómoro, plantado en tiempos de Abel, surgía una fuente de rápido caudal.

Chrétien de Troyes,

El Caballero de la Carreta

Desde su caída al río, ¿cuántas semanas, cuántos meses habían transcurrido? Emmanuel era incapaz de decirlo. Al haber permanecido inconsciente, había perdido por completo la noción del tiempo. Deliraba casi sin parar. Creía encontrarse en el infierno o en el paraíso. A veces, cuando sorprendía a la Emparedada deshaciéndose, con ayuda de un cuchillo, de los gusanos que le corrían por la lengua, estaba convencido de encontrarse en la morada de Lucifer.

Hasta que Guillermo de Tiro le dijo:

—Al mismo tiempo que la gratificaba con el don de la videncia, Dios la castigó llenándole la boca de gusanos.

—Pero ¿por qué?

—Sin duda para forzarla a no hablar demasiado —susurró el viejo árbol—. Con cada frase que pronuncia se multiplican los gusanos. Lo que explica que elija cuidadosamente sus palabras y a sus interlocutores…

—Ahora que estoy curado, debo volver al Krak.

—Desde luego, valeroso caballero.

Emmanuel miró al viejo árbol y creyó ver una sonrisa entre sus ramas.

—¿Os reís?

—Río, sí. Porque no tienes bastante confianza en Dios.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Si estás aquí en lugar de en el Krak, es por una buena razón. Una razón conocida por Dios y solo por Él. Tú, sin duda, te dices: «Esto es una catástrofe. Yo no estaba en el Krak y tal vez les haya ocurrido una desgracia…».

—Sí. Pero no veo qué tiene eso de gracioso.

—No es divertido, pero me hace sonreír. Porque yo sé que si caíste al río, fue gracias a Dios, o a causa de Él.

—¡Yo lancé mi caballo al río porque mi muerte me pertenece!

Esta vez no le cupo ninguna duda: el viejo árbol era todo él una sonrisa.

Un día —¿o era una noche?— Emmanuel decidió partir.

—Ha llegado el momento de que me vaya —dijo a Guillermo y a la Emparedada.

Esta gimió, y el antiguo arzobispo de Tiro se limitó a asentir.

—En efecto, hermano Emmanuel. Ha llegado el momento.

—Nunca podré agradeceros todo lo que habéis hecho por mí. Me habéis salvado la vida.

—Ha sido Dios quien te ha salvado la vida —respondió el viejo árbol.

Después de ponerse su gambesón de cuero y abandonar, en cambio, su cota de malla —demasiado pesada y, sobre todo, completamente oxidada—, Emmanuel estrechó a la Emparedada entre sus brazos y se despidió del viejo árbol.

—Adiós —les dijo—. Tal vez volvamos a vernos…

El viejo árbol se estremeció de las raíces a la punta de la copa y le explicó que, igual que todos los árboles estaban un poco en él, él estaba un poco en todos los árboles.

—De modo que tendré noticias tuyas, no hay duda… Si quieres complacerme, respétame. Planta una bellota de vez en cuando, si tienes ocasión de hacerlo. No nos tales inútilmente, y ven a sentarte sobre nuestras ramas. Así estaré contento…

—Lo prometo.

Emmanuel posó la mano sobre el tronco del viejo árbol y la dejó apoyada el tiempo suficiente para que los nudos del sicómoro se imprimieran sobre su palma.

Luego, sin volver la vista atrás, se dirigió hacia el río al-Assi y remontó su curso —como habían hecho un año antes Morgennes y sus amigos—. Se preguntaba si el mundo tal como él lo había conocido existiría todavía. «¿Y Châtillon? ¿Estará aún con vida? ¿Y ese joven templario que tocaba el cuerno?» Emmanuel se enjugó la frente. Hacía cada vez más calor. Bajo los efectos del bochorno, incluso el agua parecía aletargada.

El camino que seguía estaba sumergido en la oscuridad; debía mantener la mano sobre la pared de la derecha y prestar atención para no resbalar y caer al agua. «Las ninfas no me salvarán por segunda vez», se dijo. En algunos lugares el techo era tan bajo que debía encorvarse para seguir avanzando. Aquello le hizo pensar en el jefe de los asesinos, que había establecido su fortaleza en el hueco de una montaña. Se decía que había hecho perforar subterráneos tan profundos que había dado con el fuego original —el fuego del que habían surgido los
djinns
—. Se decía también que había cerrado un pacto con estas fuerzas elementales. A cambio de ofrendas cotidianas de sangre humana, los
djinns
habían excavado la piedra con sus manos incandescentes, llegando hasta Damasco. E incluso mucho más lejos…

Se enjugó la frente una vez más y se detuvo a escuchar. ¿No había oído algo parecido al soplo de una forja? No. Debía de ser el viento…

Para darse valor, murmuró un avemaria y prosiguió la marcha. Finalmente, después de un largo avance teniendo por única guía el rumor de las aguas, distinguió en el techo del túnel algunos reflejos ambarinos, y un poco más tarde entrevió una abertura en la roca.

—¡Luz, por fin!

Se hubiera dicho que el sol había deslizado un ojo en el subterráneo para observar a la extraña criatura que caminaba hacia él: un hombre de barba y cabellera enmarañadas.

Protegiéndose los ojos con la mano, Emmanuel olfateó el cálido olor del desierto, preguntándose si llegaría a reunirse algún día, en el mejor de los casos, con sus hermanos hospitalarios, y en el peor, con los sarracenos.

Una vez saciada su curiosidad, el sol reemprendió su ascensión y dejó a Emmanuel en medio de la nada. Porque en el exterior del subterráneo del que acababa de emerger no había más que arena, arena y arena hasta donde alcanzaba la vista. «Decididamente —se dijo—, no he tenido suerte. Sobrevivir a una caída impresionante, pasar no sé cuánto tiempo recuperándome de mis heridas en una gruta, con un árbol y una profetisa por toda compañía, para encontrarme luego solo en medio de ninguna parte…»

Esta situación le recordó la ocasión en que había partido al encuentro del convoy que transportaba el rescate de la Vera Cruz y había tenido que orientarse en una región que no conocía. «Si uno no puede elegir su vida, puede elegir, al menos, su muerte», se había dicho entonces.

—¡Muerto por muerto —exclamó adoptando la divisa de Morgennes—, más vale pelear y llegar hasta el final!

Curiosamente, jamás, en toda su existencia, se había sentido tan fuerte y tan vivo como en ese momento… Sobreviviría. Estaba convencido de ello. Guillermo de Tiro tenía razón: si Dios le había salvado, sería porque tendría alguna razón para hacerlo.

«Eh, tú —le dijo mentalmente al sol—. ¿No podrías enviarme una señal? ¿Echarme una mano?» Con los ojos levantados hacia el cielo y una mano sobre la frente, Emmanuel esperó a que se produjera algún movimiento. Nada. «¿Hacia dónde debo ir?» Para encontrar una guía, pensó en orientarse por el sol, y dirigirse, pues, en dirección a él o en la opuesta. Caminando hacia el oeste, acabaría por llegar al Yebel Ansariya, a sus asesinos y —si tenía suerte— al Krak de los Caballeros. Mientras que al este había desierto y más desierto, y luego Mesopotamia, Persia y la noche.

«Vayamos hacia el Krak», se dijo Emmanuel.

Después de haber caminado mucho tiempo sobre una arena tan fina que se hundía en ella hasta las pantorrillas, llegó un momento en que se quedó sin fuerzas. Se sentó para descansar, tomó su cantimplora y se la llevó a la boca… Estaba vacía. Esta vez era el final.

«Es demasiado estúpido.» Recordó la época en que había acompañado a Guillermo de Tiro y a Balduino IV al desierto de Robat el-Khaliyeh, donde había creído que moriría. «No se escapa dos veces al desierto…»

Se tendió y cerró los ojos. «Al menos puedo morir en paz. Tal vez.» Entonces entonó por enésima vez un avemaria para confiar su alma a su Señora. «
Ave Maria, gratia plena: Dominus tecum; benedicta tu in mulieribus…
» Sintió un gran bienestar, como una ola de frescor.

«¿Una ola de frescor?»

Emmanuel volvió a abrir los ojos y se dio cuenta de que se encontraba efectivamente a la sombra de un… No conseguía definir qué era aquello. Parecía un hombre, pero mucho más grande. «¿Un gigante?»

Se puso en pie de un salto y movió los brazos en dirección a la sombra.

—¡Eh, eh!

Sí. Realmente era un hombre, pero, aunque se acercaba a él a toda velocidad, él no le había visto. «¿Qué clase de demonio es ese? —se preguntó Emmanuel—. ¿No me habré equivocado al descubrirle mi presencia? ¿O será un ángel bajado de una nube para prestarme auxilio?»

Siguió observando al extraño individuo que se aproximaba a pasos de gigante. «¿Y bien? —se preguntó Emmanuel—. ¿Ángel o demonio?» Optando por un desenlace feliz, eligió ir al encuentro del misterioso viajero, que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba. Pronto se dio cuenta de que cada uno de sus pasos multiplicaba al menos por cien el de un ser humano normalmente constituido.

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