Las puertas de Thorbardin (37 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—¿Reorx? —exclamó el humano en tono de burla—. ¿Qué hay de Gilean, entonces? ¿Y de Paladine y de Kiri-Jolith? ¡Reorx no está por encima de ellos!

—¿De quiénes?

—De Gilean, por ejemplo.

El enano asintió.

—Me figuro que también es poderoso. Yo pensaba que Reorx era más importante que los otros dos que tú has mencionado. Nunca había oído hablar de ellos.

—¿Que nunca habías oído nombrar a Paladine? ¡Si es el más destacado de...!

—Se refiere a Thak y Kijo —intervino Chess con una risita—. Mucha gente los llama Paladine y Kiri-Jolith.

El hombre y el enano miraron al kender. Chane preguntó, molesto:

—¿Se puede saber de qué te ríes?

—Me hace gracia que, a pesar de no creer en la existencia de los dioses, los dos tengáis vuestros favoritos.

—¿Cómo conoces tan bien el tema?

—Porque me gusta escuchar.

—En cualquier caso es mera superstición —gruñó Ala Torcida, enderezándose en su silla. Recorrió con la mirada el puente de piedra que tenía delante, y tomó las riendas—. Regresaré —dijo—. Mantened ocupado el puente, por si surgen problemas.

Espoleó su montura y trotó hacia la construcción de granito. De pronto, el caballo dio media vuelta e intentó arrojar al suelo al jinete. Ala Torcida se aferró al animal, entre reniegos, y por fin consiguió dominarlo.

—Tal vez tenga miedo del puente —indicó Chane.

—¡Sería la primera vez que eso le sucediera a
Geekay!
—gritó el humano—. Ni siquiera teme a los goblins. Lo que ocurre es que le falta ejercicio.

—¿Se llama
Geekay
tu caballo? ¿Qué significa ese nombre?

—Él mismo se lo puso. Significa «Matagoblins».

Ala Torcida tiró de las riendas. El corcel se apoyó en los cuartos traseros y entró en el puente a todo galope. A los demás les llegó la voz ya lejana del hombre, que protestaba:

—¡Caballo del demonio! ¡No corras tanto!

Al cabo de unos segundos, el tronante animal había superado el punto más alto del puente y ya no se lo veía. Momentos más tarde, el chacoloteo de los cascos contra la piedra se debilitó hasta ser sólo un lejano tamboreo al otro lado del abismo.

—Bueno; el puente sigue en su sitio —comentó Chestal Arbusto Inquieto—. Parece que se puede cruzar.

—¡Naturalmente! —refunfuñó Chane—. Es obra de enanos.

Cargó con su bulto y subió al puente, seguido por los demás.

—Si un gnomo es capaz de volar —murmuró el kender—, supongo que un enano puede equivocarse en el cálculo de una construcción de vez en cuando...

* * *

Ala Torcida no tuvo totalmente dominado al caballo hasta que hubieron salvado la agrietada ladera y se hallaron en campo abierto y ondulado. Manteniéndolo en un trote constante, el hombre examinó las tierras que tenía delante. En efecto, vio un par de pequeñas colinas a menos de un kilómetro de distancia, tal como había dicho Chane. Aflojó las riendas y se dirigió hacia ellas mientras buscaba el camino.

Al principio no veía nada, pero luego descubrió rastros en un sitio bajo que, tiempo atrás, debía de haber sido un lodazal. Eran huellas viejas, pero todavía claras, y procedían de tres caballos, por lo menos, así como de las menudas y anchas botas de unos enanos. La senda desaparecía poco antes de llegar a la colina, pero Ala Torcida rodeó ésta por la izquierda sin dejar de escudriñar el paisaje. En ocasiones levantaba el escudo hasta la altura de sus ojos y miraba por encima del borde superior. Era un viejo truco para distinguir movimientos que, de otro modo, se habrían perdido en un espejismo. Por ahora no había visto nada, pero la brisa arrastraba el olor a goblins. Esos seres tenían que estar, pues, en alguna parte cercana.

Mientras vigilaba las tierras de alrededor, no perdía de vista las orejas del caballo, porque también el animal olía la presencia de los goblins y se mostraba cauteloso. Movía las orejas de un lado a otro y, cuando las paraba, Ala Torcida miraba en esa dirección.

La loma era de una suave redondez y, una vez dejada ésta atrás, aparecieron las otras dos descritas por el enano, entre las cuales corría un encaje de barrancos y grietas.

Volvió
Geekay
las orejas hacia adelante y luego hacia la izquierda, mientras un temblor le recorría las crines. Ala Torcida alzó el escudo para mirar por encima. Algo acababa de moverse encima de una estrecha garganta, a menos de cien metros de distancia. Parecía una rama agitada por el viento..., excepto que las ramas se movían de manera rítmica, y aquello no.

Se desplazó, desapareció en la garganta y volvió a emerger unos cuantos metros más allá. Iba en dirección al punto en que su propio camino cruzaría la cañada.

«De modo que me esperan allí —se dijo el hombre—. Pero... ¿cuántos serán?» Ala Torcida torció un poco hacia la izquierda, tirando de la brida con fuerza, y luego dejó que
Geekay
tomase la iniciativa. El caballo no había sido adiestrado nunca para la guerra —como otros que había visto y que incluso llevaban armadura al igual que sus jinetes, hombres silenciosos que habían llegado de Solamnia largo tiempo atrás, en busca de un fugitivo—, pero él y
Geekay
habían recorrido mucho mundo juntos, viéndose en más de un serio apuro.

Aflojadas las riendas y con el olor de los goblins en los ollares,
Geekay
sólo necesitó el ligero tirón hacia la izquierda de su amo para seguir adelante con decisión. Dejando el caballo a su arbitrio, Ala Torcida saltó al suelo y corrió agazapado hacia la quebrada, que formaba un ángulo a la derecha.

Detrás de él,
Geekay
soltó un estridente relincho y echó a galopar hacia la izquierda. Cincuenta metros..., cien..., hasta que dobló hacia la garganta.

En el barranco, cuatro exploradores goblins se pararon al percibir el cambio en los ruidos que se acercaban. Uno quiso alzar la cabeza, y otro lo obligó a agacharse.

—¡No mires! —lo regañó. Harás que nos vean. ¡Escucha...!

—Escapan —dijo un tercero, señalando el camino por donde habían llegado—. ¡Por ahí!

Los goblins se volvieron, atentos al sonido de los cascos, pero entonces retumbó un escalofriante aullido detrás mismo de ellos. El último goblin ni siquiera tuvo tiempo de mirar qué era, porque la espada de Ala Torcida le rasgó la espalda desde el hombro hasta la cintura, haciéndole brotar un chorro de oscura sangre. El penúltimo se volvió y aprestó su ballesta para disparar, pero se la arrancaron de la mano. El goblin apenas pudo contraatacar con un impulsivo golpe de espada a las piernas del hombre y el metal chocó contra metal. El tercer goblin tenía ya su espada a punto, pero el cuarto le agarró el brazo.

—¡Retrocede! —susurró—. ¡Utiliza dardos!

Retrocedieron a trompicones mientras cargaban sus ballestas. El primer dardo rebotó en el escudo de Ala Torcida. El segundo golpeó la punta de la espada y fue a clavarse en la espalda del goblin que luchaba con aquél. Los dos supervivientes ya se disponían a disparar nuevamente sus dardos, cuando un ruido como un trueno sonó detrás de ellos. Uno se volvió con los ojos desmesuradamente abiertos y apartó al otro de un empujón al ver que los centelleantes cascos de un caballo llamado «Matagoblins» se le echaban encima. El compañero aún no se había puesto de pie cuando
Geekay
dio media vuelta y lo coceó. Aplastado como una tortuga en su caparazón, el goblin salió disparado por encima de la cabeza de Ala Torcida y fue a chocar contra una pared del barranco.

—No está mal —jadeó el humano, a la vez que tomaba las riendas del excitado e iracundo caballo y montaba en él—. Pero ahora vayámonos. Aquí apesta.

Geekay
alcanzó de un salto el borde de la garganta y enfiló hacia la colina situada a la derecha. Ala Torcida se preguntaba dónde estarían los goblins restantes. Sabía que tenía que haber, por lo menos, otros cien, y entre ellos quizás algún ogro, aparte de una mujer de horrible armadura detrás de cuya máscara se escondía un rostro que debiera haber sido bello. Encima de esa colina se alzaba la reluciente figura verde de un hechicero con los brazos extendidos al máximo y un inmóvil báculo en una mano. El hombre parpadeó y, al momento, corrió a su encuentro. Incluso desde el pie del cerro había reconocido a Sombra de la Cañada..., pese a ser de un verde brillante y permanecer quieto.

Ala Torcida refrenó al animal junto al mago, y lo miró boquiabierto. Hasta sus ropas y sus cabellos eran verdes.

—¿Qué te ha sucedido? —inquirió.

—Tómalo... —dijo Sombra de la Cañada, que respiraba con fatiga.

—¿Que tome qué?

El humano vio entonces que el hechicero cerraba con fuerza un puño. Y lo abrió lleno de curiosidad. En su mano había un cristal, la pieza gemela del Sometedor de Hechizos, salvo por su color. Si aquella gema era roja, Rastreador era de un verde intenso.

Ala Torcida asió el cristal, y el color verde desapareció del mago. Sombra de la Cañada se desplomó tembloroso.

—No..., no tendría que haberlo tocado... —graznó—. ¿Cómo no lo supe? El Sometedor de Hechizos controla la magia; la vuelve contra sí mismo. Rastreador, en cambio, la paraliza, la mantiene estática. Así fue como Gargath guardaba y controlaba la gema gris.

El hombre contempló entusiasmado el cristal.

—¡Precioso! —exclamó—. Pero ahora nos esperan en el puente. ¿Puedes cabalgar?

—No pasaremos —indicó el mago, todavía tembloroso—. Los goblins... están detrás de ti, camino del puente. Los vi desde aquí. Con Rastreador en la mano, no fui capaz de moverme. Pero lo veía todo... El enano tenía razón. Thorbardin está amenazado.

Sombra de la Cañada se agachó para levantar algo en lo que el humano no se había fijado hasta entonces: un viejo yelmo, obra de enanos, no muy artístico pero realizado con habilidad. Era un yelmo con cuernos y rematado en punta, de metal bruñido, con láminas para la protección del cuello y la nuca y un cincelado cubre-nariz. Encima de esta pieza había un engaste.

—Aquí va la piedra —dijo Sombra de la Cañada—. Ponla en su sitio, por favor.

Ala Torcida se hizo cargo del yelmo y le dio vueltas, maravillado. ¡El yelmo de Grallen! No cabía duda. El príncipe de los enanos había estado allí, en la fortaleza de Zhamen, y lo único que quedaba para dar fe de ello era el yelmo, que a su vez había llamado en sueños a Chane Canto Rodado.

Con todo cuidado, el hombre colocó a Rastreador en el engarce del casco. Sus dedos, callosos pero al mismo tiempo suaves, repararon los dientes de latón que lo habían sostenido. Por espacio de unos segundos, Ala Torcida tuvo la tentación de ponerse el yelmo en la cabeza. Probablemente era de su medida, y quizá le hablase... Pero enseguida cambió de opinión.

«Esto es cosa de Chane —se dijo—, y, si hay una lección que yo pueda aprender del hechicero, es la de no jugar con cosas que quedan fuera de mi alcance.»

Sujeto el yelmo con correas, el humano lo colgó de su silla de montar y le tendió una mano a Sombra de la Cañada.

—Sube —lo invitó. El caballo puede con doble carga. Hemos de regresar al puente.

__

30

Dado que el ejército de goblins estaba disperso por las llanuras en tres grupos separados entre sí por kilómetros, Kolanda Pantano Oscuro decidió avanzar contra la gente situada en el puente. Aunque quizás estuviera con ellos el hechicero, los defensores no pasarían de un puñado. En consecuencia, ordenó a Thog que reuniera la mayoría de sus fuerzas en la llanura central para esperar su aviso.

Así, cuando Ala Torcida llegó en rápida carrera a la colina donde se bifurcaba el sendero, los observadores goblins lo descubrieron desde una distancia de poco más de un kilómetro y la noticia fue transmitida de inmediato.

—Tenemos saqueadores en esas quebradas —anunció el mensajero—. Allí lo atraparán.

—¿Es un grupo de cuatro?

—Así es —jadeó el correo—, pero ese individuo no pasará. Es sólo uno, y lo cogerán.

Momentos después, el jinete fue visto de nuevo, aunque más lejos, camino ya de la más lejana de las colinas gemelas. Kolanda soltó un reniego, mandó parar a su pelotón y se extrajo del peto el corazón del hechicero.

—¡Caliban! —ordenó. ¡Quiero que veas ahora por mí!

Y, sin más ceremonias, oprimió la seca víscera contra su frente.

«Kolanda es arrogante —susurró la voz—. Exige especial atención cuando... ¡Oh! ¡Sombra de la Cañada!», añadió el ser en tono sibilante.

—¡Que veas por mí, te digo! ¿Qué hace aquel hombre montado a caballo?

En el acto le pareció tener cerca al jinete, que viró repentinamente y subió a la cumbre. Kolanda se puso rígida. El mago situado encima del cerro permanecía inmóvil, con los brazos extendidos, y relucía en un color tan verde que parecía quemarle la piel. Kolanda apartó a Caliban de su frente.

—¿Qué es eso?

«Ella no sabe lo que nos ha herido», contestó la suave voz.

El corazón vibró en la mano de la Comandante, el aire chisporroteó, y Caliban disparó un rayo de pura energía a través de los kilómetros, dirigido contra el mago que seguía en lo alto de la colina. Pero enseguida Caliban se enfrió en la palma de la mano de la mujer.

«Un elemento lo protege —murmuró—. No pude alcanzarlo.»

—¿Es su magia superior a la nuestra? —chilló Kolanda.

«Ella no lo entiende —musitó Caliban—. No se trata de su magia, sino de algo distinto. Espera... ¡Ah! El hombre lo ha cogido. Ahora, Sombra de la Cañada ya no tiene defensa, y podré combatirlo. Sostenme en alto. Necesito extraer fuerza de ti.»

—¡Aguarda! —le ordenó Kolanda—. Eso que tenía el mago y que ahora está en poder del jinete, ¿es lo que anda buscando el enano?

«Kolanda habla en acertijos —rechinó la voz—. ¡Levántame!»

La Comandante sintió el familiar cosquilleo en su piel cuando Caliban empezó a recobrar energías para un nuevo ataque, que obtenía de las reservas de la mujer. Pero ésta lo dejó caer bruscamente, de modo que la marchita víscera quedó colgada de la correa en la parte exterior del peto.

—¡Tú me obedecerás! —mandó—. Si no obedeces, no te proporcionaré fuerzas para tu magia. ¡Sin mí no eres nada! Haremos esto como yo quiera. ¿De acuerdo?

«¡Kolanda se pasa de la raya! —protestó la voz, seca y lejana—. Ya lo pagará cuando llegue el momento. ¡Así tiene que ser!»

—Discutiremos eso en otro momento —replicó ella—. ¡Dime si
ahora
estás de acuerdo!

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