Ella miró —un cielo malva, azul, azul oscuro: maravilloso— y en seguida bajó los ojos a su cigarrillo.
—Las organizaciones pueden modificarse desde fuera —reflexionó—. Se elevan petitorios, se recogen...
—Pero es más fácil desde dentro —insistió él—. Ya lo verás. Si los hombres con quienes conversé son socios típicos, antes de que te des cuenta tendremos una «Asociación
de Todos».
Con póquer coeducacional y sexo alrededor de las mesas de billar.
—Si los hombres con quienes conversaste
fueran
socios típicos, tendríamos ya
una
«Asociación de Todos». Oh, bueno, sigue adelante, incorpórate. Yo pensaré eslóganes para una campaña publicitaria. Me sobrará tiempo cuando empiecen las clases.
Walter le rodeó los hombros con el brazo.
—Ten un poco de paciencia. Si en seis meses no se consigue la admisión de las mujeres, renuncio y peleamos juntos, hombro con hombro. «Sexo sí, sexismo no.»
—«Stepford perdió el
Step»
[1]
—dijo Joanna tendiendo la mano hacia el cenicero de la mesa de jardín.
—No está mal.
—Espera a que entre en acción.
Acabaron sus cigarrillos y permanecieron del brazo, contemplando la ancha y oscura franja de césped, y los altos árboles —negros contra el cielo malva— que la festoneaban. Brillaban luces en medio de los troncos; ventanas de las casas de Harvest Lane, la calle siguiente.
—Robert Ardrey tiene razón: me siento muy «territorial» —comentó Joanna.
Walter volvió los ojos hacia la casa de los Van Sant, y consultó de reojo su reloj.
—Voy dentro a lavarme —dijo a Joanna y la besó en la mejilla.
Ella se volvió, le tomó del mentón y lo besó en los labios.
—Yo me quedaré fuera unos minutos más. Si los chicos han empezado la función, grita.
—
Okay.
—Y Walter entró en la casa por la puerta del
living.
Joanna cruzó los brazos y se los friccionó: estaba refrescando. Echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y aspiró el olor del césped, de los árboles, del aire puro. Una delicia. Abrió los ojos a una sola motita de estrella en la oscuridad azul del cielo, un trillón de kilómetros arriba.
—Estrella luminosa, estrella brillante... —dijo, y no añadió el resto, pero lo pensó.
Deseó... que fueran felices en Stepford. Que Pete y Kim anduvieran bien en la escuela; que Walter y ella encontraran buenos amigos y plenitud. Que a Walter no le resultara demasiado pesado el viaje de ida y vuelta diario —aunque la idea de la mudanza había sido originariamente suya—. Que la vida de los cuatro se enriqueciera allí, en vez de empobrecerse, como había temido al dejar la ciudad, esa ciudad malsana, abarrotada y regida por el crimen, pero intensamente viva.
Sonido y movimiento la hicieron volverse hacia la casa de los Van Sant.
Carol Van Sant, una silueta oscura contra el resplandor enmarcado por la puerta de su cocina, ajustaba la tapa de un cubo de basura. Se inclinó hasta el suelo —fulguró su cabellera roja— y se enderezó con algo grande y redondo, una piedra, que colocó sobre la tapa.
—¡Hola! —gritó Joanna.
Carol se irguió y se quedó parada frente a ella. Una figura alta, zanquilarga y aparentemente desnuda, salvo el contorno purpúreo del vestido, a contraluz.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Joanna Eberhart. ¿La asusté? Si es así, lo lamento.
Se aproximó al seto que dividía las propiedades.
—Hola, Joanna —saludó Carol, con su acento nasal de Nueva Inglaterra—. No, no me asustó. Hermosa noche, ¿verdad?
—Sí —convino Joanna—. Y lo que la hace todavía más hermosa para mí es que he terminado de desempaquetar.
Tuvo que hablar en voz alta. Carol no se había movido del quicio de su puerta, y seguía demasiado lejos para mantener cómodamente el diálogo, aunque ella estaba ya en la zona que orillaba el seto doble.
—Kim pasó un rato estupendo con Allison esta tarde —dijo—. Se llevan divinamente.
—Kim es una criatura amorosa —dijo Carol—. Me alegro que Allison tenga una amiguita tan simpática en la casa de al lado. Buenas noches, Joanna —y se volvió para entrar.
—¡Eh, aguarde un minuto! —gritó Joanna.
Carol se volvió de nuevo:
—¿Sí?
Joanna hubiera querido que el cantero y el seto desaparecieran, para poder avanzar un poco más; pero ¡qué diablos!, a esa Carol no le habría costado mucho acercarse a
su
lado del seto. ¿Qué asunto de tan vital urgencia podía reclamarla en esa cocina de iluminación fluorescente y cacerolas de cobre colgadas por todas partes?
—Walter va a ir a conversar un rato con Ted —dijo en voz alta a la silueta aparentemente desnuda de su vecina—. ¿Por qué no viene usted a tomar una taza de café conmigo? ¿Después que haya acostado a las chicas?
—Gracias, me encantaría —contestó Carol—. Pero tengo que encerar el piso del comedor de diario.
—¿Esta noche?
—La noche es la única oportunidad posible hasta que empiecen las clases.
—¿Y no puede esperar hasta entonces? Faltan sólo tres días.
Carol meneó la cabeza:
—No, ya lo he diferido demasiado. Está lleno de marcas de pisadas. Además, Ted tiene que ir a la «Asociación de Hombres» más tarde.
—¿Va todas las noches?
—Casi todas.
¡Santo Dios!
—¿Y usted se queda y hace el trabajo de la casa?
—Siempre hay una cosa u otra que hacer, usted sabe lo que es esto. Y ahora tengo que acabar con la cocina. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Joanna, y se quedó mirándola mientras entraba en su cocina (perfil de un busto exuberante, a contraluz) y cerraba la puerta. Casi instantáneamente reapareció en la ventana, abierta sobre el fregadero: ajustaba el grifo del agua, levantaba algo en sus manos y fregaba. Su pelo rojo estaba prolijamente peinado, y brillante; su cara, de nariz fina, tenía una expresión pensativa (y ¡qué diablos!, hasta
inteligente);
sus grandes senos purpúreos se bamboleaban al compás del fregado.
Joanna volvió a su parque. No, ella
no sabía
lo que era eso, gracias a Dios: no era una fregona compulsiva. ¿Quién podía culpar a Ted si se aprovechaba de semejante gansa del tipo explótame-por-favor? Bueno,
ella
podía.
Walter salió de la casa con una chaqueta liviana.
—No creo que esté más de una hora...
—Esta Carol Van Sant es increíble —dijo Joanna—. No puede venir a tomar una taza de café, porque tiene que
encerar el comedor de diario.
Ted va cada noche a la «Asociación de Hombres» y ella se queda haciendo el
trabajo doméstico.
—¡Cristo, qué barbaridad! —dijo Walter, meneando la cabeza.
—¡Al lado de ella, mi madre es Kate Millett!
Él se echó a reír, le dijo «Hasta luego», la besó en la mejilla y atravesó el parque.
Joanna dirigió una última mirada a su estrella, ahora más luminosa.
«Trabaja tú», pensó. Y entró en la casa.
Los cuatro salieron juntos el sábado por la mañana, sujetos con cinturones de seguridad a los asientos de su flamante camioneta. Joanna y Walter llevaban gafas de sol y charlaban sobre tiendas y compras; Pete y Kim ponían a prueba el funcionamiento automático de las ventanillas, haciéndolas bajar y subir, subir y bajar, hasta que Walter les ordenó que acabaran con eso. Era un día radiante, presagiando el otoño. Fueron al Centro de Stepford (una estructura blanca de tiendas con frentes coloniales, hermosa como una tarjeta postal) a comprar varias cosas de ferretería y de farmacia, con bonos de descuento; de ahí tomaron hacia el Sur, por la Ruta Nueve, hasta una gran galería comercial nueva —zapatos para Pete y Kim, con descuento (¡qué plantón!) y un columpio de jardín, sin descuento—; se dirigieron hacia el Este, por la carretera de Eastbridge, hasta un parador de McDonald (grandes sandwiches y batidos de chocolate); siguieron un trecho más en la misma dirección, en busca de antigüedades (una mesa octogonal, no documentos); y luego recorrieron Stepford en todas direcciones —Norte, Sur, Este y Oeste— por las carreteras de Anvil y de Cold Creek, por Hunnicutt, Beavertail, Burgess Ridge, para que Pete y Kim vieran todo lo que Joanna y Walter ya habían visto cuando buscaban casa: su nueva escuela, y las otras, a las que asistirían con el tiempo; un edificio misterioso, que resultó ser (¡quién lo hubiera dicho desde fuera!) una planta incineradora no contaminante, y los terrenos para excursiones, donde estaban construyendo una piscina pública. Joanna cantó
Good Morning Starshine, a
petición de Pete, y todos juntos interpretaron
MacNamara's Band,
encargándose cada uno de imitar un instrumento distinto, en la parte final. Después de eso, Kim vomitó, pero con preaviso suficiente para que Walter pudiera frenar, detenerse, desprenderle el cinturón y sacarla de la camioneta a tiempo, gracias a Dios.
El incidente aplacó los bríos. Volvieron a atravesar el Centro de Stepford, esta vez a poca velocidad, porque Pete dijo que quizá vomitara él también. Walter les señaló la estructura blanca de la biblioteca, y la estructura vieja, de dos siglos, del
Cottage,
que ahora ocupaba la «Sociedad Histórica».
Kim, mirando hacia arriba a través de la ventanilla, se despegó de la lengua un chicle muy chupado, para preguntar:
—Y eso grandote, ¿qué es?
—Ésa es la casa de la «Asociación de Hombres» —dijo Walter.
Pete se inclinó hasta el límite de su cinturón de seguridad, sacó la cabeza y miró.
—¿A donde vas a ir esta noche?
—En efecto.
—¿Y cómo se llega?
—Hay un camino para automóviles algo más lejos, que conduce a lo alto de la colina.
Se habían adelantado hasta un camión, en cuya parte posterior descubierta había un hombre de pie, vestido de color caqui, con los brazos estirados hacia los costados de la cabina. Tenía pelo oscuro, cara larga y enjuta, y usaba gafas.
—Ése es Gary Claybrook, ¿no? —dijo Joanna.
Walter tocó la bocina brevemente y agitó el brazo a través de la ventanilla.
El vecino de enfrente se dobló para mirarlos, sonrió, los saludó con la mano y tomó la dirección del camión. Joanna le devolvió la sonrisa y el saludo.
—¡Hola, Mr. Claybrook! —gritó Kim.
—¿Dónde está Jeremy? —gritó Pete.
—No os puede oír —dijo Joanna.
—¡Me gustaría saber conducir así un camión! —dijo Pete.
—¡A mí también! —coreó Kim.
El camión reptaba ahora, rechinante, pujando contra la pendiente brusca que describía una curva hacia la izquierda. Gary Claybrook les sonrió, cohibido. El camión estaba lleno a medias con pequeñas cajas de cartón.
—¿En qué trabaja, tiene una destilería clandestina? —preguntó Joanna.
—No, si gana tanto como dice Ted.
—Oh...
—¿Qué es una destilería clandestina? —preguntó Pete.
Se encendieron las luces de los frenos, y el camión paró, con la señal del viraje a la izquierda, parpadeante.
Joanna explicó lo que era una destilería clandestina.
Un coche pasó como una exhalación, colina abajo, y el camión enfiló hacia el camino vecinal de la izquierda.
—¿Ése es el camino de autos que decías? —preguntó Pete.
Walter se volvió y asintió con un movimiento de cabeza:
—Ése, sí.
Kim apretó el botón para bajar más su ventanilla, y gritó:
—¡Adiós, Mr. Claybrook!
Él los saludó con la mano mientras se alejaban.
Pete soltó la hebilla de su cinturón de seguridad, se dejó caer de rodillas a un lado del asiento, y miró por el vidrio posterior.
—¿Puedo ir yo alguna vez?
—Hummm, lo siento. No se admiten chicos —dijo Walter.
—¡Caracoles! ¡Qué pedazo de reja han conseguido! ¡Como la de los
Héroes de Hogan!
—Para que no pasen las mujeres —dijo Joanna, mirando hacia delante y llevando una mano a la montura de sus gafas. Walter sonrió.
—¿De veras? ¿Para eso es? —preguntó Pete.
—Pete se ha soltado el cinturón —dijo Kim.
—Pete... —advirtió Joanna.
Subieron por la carretera de Norwood y tomaron hacia el Oeste por Winter Hill Drive.
Por una cuestión de principio, no pensaba ocuparse de ningún trabajo doméstico. Y bien sabía Dios que tenía un montón de cosas que hacer, y que hasta hubiera querido positivamete hacer algunas —por ejemplo, armar la estantería del
living.
Pero esa noche no, ¡no señor! Podía quedar para otro momento. Ella no era Carol van Sant, y tampoco Mary Ann Stavros, a quien acababa de ver pasando la aspiradora junto a una ventana del primer piso, cuando fue al cuarto de Pete a bajar la persiana.
No, señor. Que Walter estuviera en la «Asociación de Hombres», santo y bueno. Tenía que ir, para incorporarse; y tendría que volver una o dos veces por semana, para verla algún día renovada. Pero ella no iba a hacer el trabajo doméstico mientras él estaba allí (por lo menos esta primera vez), de igual modo que él no iba a hacerlo cuando ella saliera a cualquier parte... como se proponía salir la próxima noche de luna al Centro, para tomar fotografías de esos frentes de tienda coloniales. (Los paneles irregulares de la ferretería debían balancear el reflejo de la luna con un efecto que quizá resultara interesante.)
Así, en cuanto Pete y Kim se durmieron, bajó al sótano, donde tomó algunas medidas y planeó algunos arreglos en el depósito de los trastos que iba a ser su cuarto oscuro; después volvió a subir, se aseguró de que Pete y Kim continuaban dormidos, y se preparó un vodka con agua tónica, que llevó al escritorio.
Sintonizó en la radio una musiquita de Richard Rodgers, melosa pero agradable; apartó cuidadosamente del centro de la mesa los contratos y demás efectos de Walter, y sacó su lupa, su lápiz rojo y las fotografías que se había apresurado a tomar en la ciudad, antes de partir. Eran casi todas un desperdicio de película, tal como había sospechado desde que las tomó —no tenían que apurarla, si la querían sacar buena— pero encontró una que la entusiasmó realmente: la instantánea de un negro joven y bien vestido, con una cartera diplomática en la mano, lanzando una mirada de furioso rencor a un taxi vacío que acababa de pasar junto a él. Si la expresión de la cara no se perdía en la ampliación, y si se oscurecía el fondo lo suficiente para destacar el taxi borroso, la fotografía podía resultar impresionante, y la agencia —Joanna estaba segura de ello— se encargaría gustosamente de comercializarla. Sobraban mercados para las fotos que dramatizaban las tensiones raciales. Marcó un asterisco rojo al margen de la impresión, y siguió buscando otras que fueran buenas, o por lo menos parcialmente aprovechables. Se acordó de su vodka con agua tónica y lo bebió.