En casa sólo tenía una mesa que me servía para comer, leer y trabajar. El tablero de madera era tan grande que había sitio para el ordenador, la impresora y pilas de papeles y libros y aún sobraba espacio para poder comer allí. En las pocas ocasiones en que recibía visita quedaba incluso una zona libre en esa abarrotada mesa para que la persona en cuestión tomara asiento frente a mí.
Cuando mi esposa Eileen aún vivía, esta mesa ocupaba un lugar muy importante dentro de la vivienda. En ella disfrutábamos de nuestras comidas en común, manteníamos largas conversaciones y guardábamos silencios aun más largos, mientras bebíamos y fumábamos, sin noción del tiempo y sin prisa. Pero en esa mesa también habíamos trabajado duro, cada uno concentrado en sus propias tareas, alzando la vista de vez en cuando para mirar al otro.
Después de su muerte, cambié el emplazamiento de la mesa para poder mirar al exterior, hacia la calle que había a mis pies, con la esperanza de que lo que pudiera ver desde allí me distrajera del silencio imperante en la casa y de su recuerdo, pero el dolor de su pérdida fue tan grande que, por mucho que mirara y contemplara, no conseguía experimentar cambio alguno. A menudo me encontraba abismado en mis pensamientos, con la mirada perdida y sin poder ver nada.
No conseguí volver a sentirme vivo hasta que empecé a tomar Seroxat. No me avergonzaba tomarlo, pues yo solo era incapaz de controlar mi tristeza. En todo caso, el consumo de Seroxat resultaba mucho más efectivo que cualquier buen consejo o compasión por parte de los demás. Hasta que no me tocó sufrir en mis propias carnes la experiencia de esa gran tristeza, no comprendí que quien se ve expuesto a semejante pérdida ha de superarla en soledad. No por decisión propia, sino porque se crea una distancia que los demás no pueden salvar. Por desgracia, pocas personas parecían comprenderlo, y cualquier palabra de compasión resultaba superflua, al menos para mí.
Desde hacía un par de meses empezaba a preguntarme todas las mañanas, cuando tomaba mi media pastilla de diez miligramos, qué tal me sentaría ir reduciendo gradualmente el consumo, pero todavía no me había decidido a poner en práctica esa idea, algo me lo impedía, probablemente el miedo a una reacción inesperada, a algo imprevisible.
Después de tomarme el café, rompí el sello con cuidado. Dentro del sobre había una extensa carta. Conté veintitrés carillas correctamente numeradas y profusamente escritas en la letra regular y clara de Adriaan. Todo conforme con lo que él había preconizado siempre sobre la importancia de los buenos materiales: lienzo, pinceles, pintura, hasta el marco de madera de un cuadro, había empleado un papel de calidad, con filigrana.
Como empezaba a anochecer, encendí la luz que había encima de la mesa y comencé a leer.
Heemstede, 27 de febrero de 2002
Querido Jager:
Quizá sea todavía algo prematuro confiar al papel todo lo que sigue a continuación, pero me pareció insensato esperar más tiempo. Cuando leas esta carta, habrás estado ya en mi entierro. También habrás podido contemplar con tus propios ojos lo que ya te había contado: a mi alrededor se ha hecho el silencio. Es inevitable, forma parte del envejecimiento y no hay razón alguna para quejarse. Que ese silencio a veces me oprime, sobre todo tras el fallecimiento de Vera y los niños, es algo que tú más que nadie comprenderás. Cuando aún estaban aquí, a menudo tenía la necesidad de pasar algún tiempo solo, lo que Vera por fortuna comprendía, pero ahora que ha desaparecido para siempre, me resulta difícil estar solo, y a mi edad el dolor de su pérdida ya no se atenúa.
Entre tanto, ya habrás ido también al notario por lo de mi herencia. En el curso de tantos años he conseguido acumular cierto capital que dejaré a mis nietos, confiando en que sabrán hacer un uso sensato de él. Esa fortuna ha ido creciendo casi de manera inadvertida y sin que yo la haya perseguido conscientemente. En mi vida he sabido arreglármelas con poco y, a pesar de todo, siempre me sentí rico. Es algo de agradecer. Me gustan las pinturas que he podido admirar durante toda una vida y que a menudo he tenido el enorme privilegio de contemplar de cerca, pero nunca he sentido la necesidad de poseerlas de manera efectiva. Sí conocerlas, pero ahora puedo decir que eso sólo lo logré en parte. No hay ninguna gran obra maestra que desvele por completo todos sus secretos. Quizá también sea mejor así.
No obstante, poseo un único cuadro. Como podrás leer más abajo, no es un lienzo normal, ni la pintura en sí ni el modo en que llegó a mi poder. Es una falsificación de un cuadro de Johannes Vermeer que conservo desde hace ya casi cincuenta y seis años, poco después de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Lo he conservado por razones que todavía no me quedan muy claras del todo, pero ahora presiento que esas razones eran las correctas. ¿Suena confuso? Sabes que soy un hombre de razón, y así me he conducido durante toda mi vida en la evaluación de las obras que me presentaban; no obstante, siempre he dejado la puerta abierta a la intuición. Nunca he querido soslayarla, no digamos ya eliminarla, en la medida en que algo así sea posible. Quizá fuera esa combinación la que me diferenciaba de los demás expertos. ¿Y no era precisamente eso también lo que te hacía mejor a ti que a muchos de tus colegas?
Te dejo en herencia este cuadro, pero sobre todo la historia que le acompaña. En el curso de los años, el afecto que te profeso ha ido creciendo cada vez más. A pesar de la gran diferencia de edad que nos separa, ya desde el primer día tuve el presentimiento de que teníamos mucho en común. Recuerdo con enorme satisfacción nuestras conversaciones y las reuniones que mantuvimos, y te estoy sinceramente agradecido por ellas.
Que te vaya bien, Jager.
La carta estaba rubricada con la firma vigorosa que tan a menudo había visto en certificados de autenticidad. Aparté suavemente la hoja y empecé a leer lo que me había anunciado.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando era evidente que Alemania perdería la contienda, los aliados crearon en el mayor de los secretos una unidad especial que debía ocuparse de la recuperación de los tesoros artísticos robados por los alemanes. La denominada MFA&A: Monuments, Fine Arts & Archives Commission. Aunque esta unidad formaba parte del ejército, las personas que la constituían eran en su mayoría historiadores de arte, pero con uniforme. En esa unidad había especialistas en todo tipo de campos y de diferentes nacionalidades. Yo tuve el honor de ser incluido en la unidad que se encargaba de los cuadros robados. No sólo los museos habían sido víctimas del robo de obras de arte, también los coleccionistas particulares y, naturalmente, sobre todo los judíos habían sufrido este expolio.
Para nosotros ésta fue una época muy ajetreada, y vivíamos bajo una continua tensión. Al fin y al cabo, no éramos sólo expertos en arte, sino ante todo y en primer lugar unos auténticos devotos. La idea de que los lienzos desaparecidos, todos obras singulares e insustituibles, tal vez nunca volvieran a encontrarse, que pudieran haber sido dañados o quizá destruidos, ejercía sobre nosotros una presión psicológica muy fuerte.
Un día encontramos en un castillo de Alemania, en posesión de una de las camareras del mariscal del Reich Göring, la mano derecha de Hitler, una pintura de Johannes Vermeer con el título:
Cristo y la mujer adúltera
. Cuando Göring se dio cuenta de que la guerra estaba perdida, regaló al personal más apreciado que se encontraba a su cargo unos cuantos lienzos de su colección particular, recopilada durante diferentes expolios, como agradecimiento por los servicios prestados. ¿Sería tan ingenuo de pensar que se les permitiría conservarlos?
Cristo y la mujer adúltera
era una pintura única y muy valiosa, lo que en seguida hizo que nos pusiéramos manos a la obra para averiguar cómo había llegado este lienzo a su poder.
Nuestro trabajo por entonces no se limitaba a la recuperación de esos tesoros artísticos robados, sino que también se nos pedía que investigáramos la manera en que habían sido hurtados. Los aliados, en concreto, concedían gran importancia a la persecución y la condena de posibles colaboradores, pero lo que quizá fuera aún más importante para nosotros era conseguir que estas personas nos revelaran si habían hurtado otras obras de arte.
En el caso de Göring, nos enteramos de que había comprado el cuadro por casi un millón y medio de marcos alemanes, para aquella época una enorme fortuna. Cuando empezamos a seguir la pista presionando a los intermediarios implicados —el cuadro había pasado por las manos de diferentes comerciantes—, salió por fin el nombre de Johannes van Meegeren. Es obvio que conoces ese nombre: Van Meegeren, el hombre que estafó a los alemanes, el falsificador magistral. Poco después de la guerra, la prensa le presentaba casi como a un héroe: «the man who swindled Göring».
Van Meegeren fue detenido en su vivienda del Keizersgracht por funcionarios de la Autoridad Militar encargados del caso, uno de ellos era el héroe judío de la resistencia Joop Piller, y le encarcelaron en la Casa de Detenciones en el Amsterdamse Weteringschans. Al tratarse de una obra de arte tan peculiar, el asunto gozó de la máxima prioridad en el MFA&A. Se quería saber cuántos lienzos más había vendido a los nazis y, para averiguarlo, fue interrogado por Anthony Lefroy, uno de los hombres más experimentados del Servicio de Inteligencia Británico. Van Meegeren no había soltado prenda a sus interrogadores neerlandeses y confiábamos en que Lefroy consiguiera mejores resultados.
Lefroy podía ser un especialista en el campo de interrogatorios a sospechosos, pero carecía de cualquier conocimiento en el terreno del arte, así que se me pidió que estuviera presente en esa conversación como experto neerlandés y, en caso necesario, que hiciera las veces de intérprete. Esto último, por lo demás, no fue necesario, porque Van Meegeren hablaba un inglés excelente.
Debió de ser a principios de junio de 1945 cuando le vi por primera vez. Era un bonito día primaveral después de ese gélido invierno de hambre que casi todo el mundo había pasado en medio de la miseria. El sol brillaba, pero ya había concluido la euforia del final de la contienda y aún no podía percibirse ningún atisbo de recuperación. Tras una guerra que había causado enormes daños materiales y humanos, las personas tenían dificultades para enfrentarse a la vida diaria. Mientras escribo esto, me sorprendo recordando ese día tan bonito y prometedor a pesar de todos los problemas.
A Van Meegeren se le había encarcelado en una celda pequeña, un espacio oscuro y gris con una pequeña ventana tan sólo en la parte superior de uno de los muros. El hombre que encontré allí era ya viejo y parecía cansado y descuidado. Tenía los ojos inyectados en sangre y estaba bastante pálido. Probablemente en el pasado hubiera gozado de un aspecto distinguido, pero ahora llevaba el traje arrugado, revuelto el cabello gris y las mejillas hundidas teñidas de oscuro por los cañones de una incipiente barba.
Pero lo que a mí más me llamó la atención fue el aspecto tenso y nervioso que tenía, como si en su interior hubiera algo que estuviera a punto de estallar. Parpadeaba de continuo y le temblaban los labios al hablar. Contó casi de inmediato, con tono quejumbroso, que tenía muy debilitado el sistema nervioso y que padecía de insomnio. En casa tomaba píldoras de morfina para dormir, pero aquí no querían dárselas.
En seguida me resultó antipático: daba la impresión de que sólo se compadecía de sí mismo. Por lo demás, nos hizo saber que se sentía tratado con mucha descortesía y nos transmitía sus quejas a nosotros, en realidad unos perfectos desconocidos. ¡Ni que todo el mundo tuviera que estar pendiente de su suerte! Ni siquiera le permitían que viniera su esposa a visitarle, observó ofendido, ¿y qué había hecho él para merecer este trato?
Cuando nos presentamos y le dijimos por qué estábamos allí, se le vio de repente más interesado. Al comprender que de nosotros dos yo era el experto en arte, me preguntó si había visto la pintura y qué me parecía. La inflexión arrogante que empleó al plantearme la pregunta pervive aún nítida en mi recuerdo mientras escribo esto. Van Meegeren entonces había pasado ya de los cincuenta y yo tenía poco más de treinta años, por lo cual supuse que no me tomaría muy en serio. Además, me pareció una pregunta extraña: ¿qué entendido en materia de arte no quedaría impresionado ante un cuadro de Johannes Vermeer? En cambio, le contesté con educación, y cuando le dije que lo consideraba un fabuloso Vermeer y que las otras personas que lo habían visto también estaban impresionadas, pareció complacido. Un poco en tono burlón, le dijo a mi colega británico que, ahora que estaba aquí, debería ir al Rijksmuseum para poder admirar de cerca a los grandes maestros: Rembrandt, Vermeer, Frans Hals y todos los demás.
En esa ocasión no soltó prenda de cómo había llegado a su poder el cuadro que al final había ido a parar a manos de Göring.
El día siguiente transcurrió de manera totalmente distinta. Durante mi conversación con Van Meegeren, Lefroy le había estado escuchando y observando con atención, como un depredador en busca del punto débil de su presa. A él también le llamó la atención lo sumamente tenso que estaba, y era algo que pensaba utilizar.
Supuse que la tensión de Van Meegeren se debía a la lógica preocupación que le producía verse inmerso en esta situación. Sin embargo, a Lefroy no se le escapó un detalle que más tarde se vio corroborado: Van Meegeren no sólo sufría de insomnio, sino que mostraba claros síntomas propios del síndrome de abstinencia debido a la falta de opio y de alcohol, a cuyo consumo frecuente ya estaba habituado, lo que a los ojos de Lefroy le hacía aún más vulnerable.
Éste último buscó la colaboración de personas del Ministerio de Justicia, donde habían ido reuniendo un bonito dossier sobre Van Meegeren, que era un artista razonablemente conocido. Si bien es cierto que no se le consideraba un talento de especial relevancia, ganaba bastante dinero como retratista y miles de familias tenían en sus casas, colgada en la pared, una reproducción barata de su Cervatillo. Más importante fue comprobar en el archivo que Van Meegeren había continuado con su actividad durante la guerra. Esa misma tarde le visitaron dos hombres del Ministerio de Justicia. En presencia de un callado Lefroy, le cantaron las cuarenta y le echaron en cara que durante la guerra hubiera colaborado con el enemigo. Neerlandeses, alemanes, guerra o no guerra... Van Meegeren había seguido sin mayores problemas con lo que había hecho siempre: pintar, exponer, vender e intentar mostrar la mejor imagen posible de sí mismo.
Para llevarlo a cabo, había llegado incluso a hacerse miembro de la Kultuurkamer, auspiciada por los alemanes, cuando otros muchos artistas rechazaron entrar en esta institución, con los riesgos que eso conllevaba. En busca de reconocimiento, expuso entre otros lugares en el Pulchri Studio y el Panorama Mesdag de La Haya, el Rijksmuseum de Amsterdam y el Boymans de Róterdam. En este último museo era donde llevaba años colgada su famosa falsificación:
Los peregrinos de Emaús
, pero por entonces aún no lo sabía nadie. El atreverse a realizar acto seguido allí una exposición era el tipo de insolencia tan característico de este hombre. Por lo demás, siguió montando exposiciones en numerosos lugares de Alemania.
Van Meegeren reaccionó de manera lacónica. ¿Qué tenía que ver él con esa guerra? Él era un artista, y lo único que le interesaba era poder trabajar y exponer. Quizá eso no fuera punible en sí, pero estaba claro que le desacreditaba. Seguro que el Ministerio lo utilizaría en su contra ahora que se sabía que había vendido una obra de arte única de interés nacional a los nazis, y nada menos que a la mano derecha de Hitler. Además, no dejaron de convencerle de que entre tanto el clima político ya había madurado para que le cayeran una dura condena y un largo castigo, ya que la gente estaba resentida y esperaba que se les diera su merecido a quienes habían colaborado con los alemanes.
Dado el trato cordial que mantenía con los invasores alemanes, no le creyeron cuando afirmó no saber que Göring era el comprador. Al fin y al cabo, era vox pópuli que los alemanes se habían convertido en los mayores compradores del mercado neerlandés del arte. Se sabía que Göring y Hitler llegaban a competir entre sí por crear la mejor colección con el objetivo de exponerla al final de la guerra en los museos alemanes. Van Meegeren podía ir haciéndose a la idea de que le esperaba una larga pena de prisión por lo que respecta a sus interrogadores. Con esta advertencia, que probablemente volvería a reportarle otra noche de insomnio, le dejaron solo.
Cuando al día siguiente volvimos a visitarle, para nuestra sorpresa nos encontramos con alguien bastante más tranquilo. Había tomado una decisión, y, por lo visto, al tomarla se le había quitado un peso de encima. Nos preguntó si habíamos traído fotografías de la pintura, y sí que las habíamos traído, tanto del cuadro entero como de cada uno de sus detalles.
Van Meegeren fue colocándolas con cuidado unas junto a otras sobre su catre. Tras guardar un breve silencio, dijo que seguía siendo igual de bella que cuando la vio por última vez: una auténtica obra maestra. Y acto seguido añadió que la había pintado él.
Durante todo ese tiempo no apartó su mirada de las fotografías, como si nosotros no estuviéramos allí. En su voz podía distinguirse un orgullo manifiesto. Nos quedamos perplejos por un instante, tras el cual a Van Meegeren le pareció necesario ser aún más claro y explicar que Göring había adquirido una falsificación y no un auténtico Vermeer.
¿Había dicho Van Meegeren la verdad o intentaba engañarnos como a chinos? Fuera como fuese, nos dimos cuenta de que no estábamos en disposición de encontrar una solución por nosotros mismos. Lefroy no era ningún experto en arte, y mi experiencia distaba mucho de ser la que tengo ahora. Sí sabía lo necesario de arte y, por tanto, también de falsificaciones; ambas cosas van de la mano, pero en este caso no pude descubrir nada raro en la pintura. Lefroy, que creía haber venido a Amsterdam para un trabajo relativamente sencillo, se dio cuenta de que sus conocimientos eran insuficientes para poder calificar de verdaderas o falsas las palabras de Van Meegeren.
Cuando le pregunté si podía demostrar que se trataba de una falsificación, esbozó una desdeñosa sonrisa y me respondió que un auténtico conocedor de Vermeer debería saberlo. Llegamos a la conclusión de que necesitábamos ayuda externa, a poder ser de un experto en arte especializado en la obra de Vermeer. Había que hacer algo porque ¿qué ocurriría si se tratara, en efecto, de una falsificación? ¿Qué más cosas podrían salir entonces a la superficie?
Tras consultarlo con nuestros superiores, éstos decidieron realizar ese mismo día la prueba del alcohol en una pequeña parte del lienzo, pero no se obtuvo ningún resultado. Esa prueba, ya te lo he contado alguna vez, consiste en tratar la pintura con un porcentaje de alcohol de casi el cien por cien. En un cuadro antiguo, la pintura no se disuelve, pero en un lienzo actual sí.
Cuando se lo expuse a Van Meegeren, me respondió que en lugar de aceite de linaza había utilizado como aglutinante para la pintura una mezcla de baquelita, una suerte de resina sintética, y aceite volátil. Parecía como si estuviera aleccionándome, muy seguro de sí mismo y con gran pedantería, mientras me explicaba que era una técnica inventada por él, aunque ya hacía mucho tiempo que se sabía que, empleando cola o resina como pegamento en lugar de aceite, la prueba del alcohol no puede demostrar que la pintura utilizada sea reciente. Su técnica conseguía un resultado aún más perfecto, y afirmaba haber sido el único en aplicar este procedimiento.
A partir del momento en que informé de todo esto a mis superiores, el asunto pasó a tener la máxima prioridad. Dentro del MFA&A había surgido «el caso Van Meegeren», y el cuadro fue trasladado de inmediato a los Países Bajos.
Cuando mis colegas llegaron a Amsterdam, decidimos seguir dos vías de investigación. El primer paso era que Peter Ruijsseldijk, el más prestigioso conocedor de la obra de Vermeer, examinara el lienzo para, a continuación, determinar la antigüedad del cuadro por medios científicos.
La dirección del Rijksmuseum se mostró dispuesta a permitir que colocáramos el lienzo allí para así poder compararlo directamente con otros Vermeer que, junto a gran número de obras de arte, habían pasado los años del conflicto bélico en refugios antiaéreos del Estado, para poco después de la guerra volver a sacarlos y poder mostrarlos al público dentro de un plazo razonable.