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Authors: Alfredo Gómez Cerdá

Tags: #Infantil y juvenil

Las palabras mágicas (4 page)

BOOK: Las palabras mágicas
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PASARON algunos días. El trato de Margarita volvió a endurecerse un poco. Como nunca recapacitaba sobre ello, pues ni se daba cuenta.

—¡Ramón, no saltes!

Y Ramón dejaba de saltar.

—¡Ramón, no te hurgues la nariz!

Y Ramón se sacaba el dedo de la nariz.

—¡Ramón, come!

Y Ramón procuraba comérselo todo, aunque su madre le llenaba el plato hasta arriba, aunque las lentejas nunca le habían gustado.

—¡Te he dicho que comas! Por eso te has quedado mudo: por no comer. Te tendré que llevar de nuevo al médico para que te recete más vitaminas.

Como Ramón no podía hablar, se aburría bastante. Y si antes leía mucho, ahora lo hacía aún más. Siempre llevaba algún libro consigo. Una noche, ya en la cama, abrió uno que había sacado de la biblioteca del barrio esa misma tarde; se titulaba: «Las aventuras de Huckleberry Finn». ¡Qué libro! ¡Era fantástico! ¡Y qué tipo Huck Finn! ¡Y qué río el Mississippi! Quedó absorto entre sus páginas. Tanto le gustaba, que se olvidó por completo del sueño que tenía y permaneció con la luz encendida leyendo con avidez y sin respiro.

Margarita, cuando iba a acostarse, observó que la luz de la habitación de su hijo permanecía encendida. Se acercó sigilosamente, miró por la rendija de la puerta entreabierta y, al ver a Ramón despierto, entró de golpe.

—¡Eso es! —le reprochó—. ¡Dedícate a leer cuentos en vez de dormir!

Si hubiese podido hablar le habría explicado que Huck Finn era un chico increíble, amigo del mismísimo Tom Sawyer y del negro Jim…, y que el río Mississippi… Pero no podía decir nada, porque debía continuar fingiéndose mudo.

—¿Cuántas veces he de repetírtelo? Las camas sirven para dormir, no para leer cuentos y orinarse en ellas. ¡No quiero volver a verte leyendo!

Antes de dormirse, dudó si continuaría con el plan del Cipri a la mañana siguiente; pero lo hizo. Y el plan consistía, ni más ni menos, que en dejar de leer cuentos o, más bien, en dejar de ver, es decir, fingirse ciego.

Al día siguiente, todo eran lamentaciones de Margarita:

—¿Qué he hecho yo para merecer este castigo? Nadie sabe lo que sufro con este hijo que, encima de mudo, se me ha quedado ciego.

Entre sollozos y suspiros, arregló a su hijo, le lavó las orejas y le peinó con colonia.

—Te llevaré al médico.

Ramón bajó la cabeza, resignado.

Desde la plaza, el Cipri y la pandilla los vieron pasar y a todos llamó la atención el rostro desencajado de Margarita.

—¿No crees que nos estamos pasando? —preguntó Rúper al Cipri.

—Pues… yo creo que…, la verdad… no sé si… —el Cipri se rascaba la cabeza tratando de clarificar sus muchas dudas.

El médico volvió a reconocer a Ramón. Puso todo su empeño y sabiduría, además de su mejor voluntad; pero resultó inútil.

—Pues no lo entiendo, señora —decía el médico—. Es un caso de lo más raro.

—No irá a decirme que no sabe lo que le pasa.

—No se nota nada en los ojos de su hijo. No tiene ningún mal y, sin embargo, está ciego.

—¡Eso ya lo sé!

—En fin, la ciencia a veces no llega a comprender ciertos fenómenos.

Margarita no le dejó terminar. Le llamó inepto repetidas veces y aseguró que hablaría con el ministro de Sanidad, si era preciso, para que le echasen de allí. Inútilmente, el doctor trató de justificarse y de calmarla un poco; pero ella tiró de su hijo y casi a rastras le sacó del ambulatorio.

—Te llevaré al psicólogo.

Y el psicólogo también volvió a examinarle. Lo hizo con delicadeza, amabilidad y paciencia ilimitadas. Consultó libros, ficheros, gráficos, escalas…

—Lo siento, pero he de reiterarle lo que le dije la vez anterior.

—¡No he venido para que vuelva a repetirme las mismas tonterías! ¡Quiero que cure a mi hijo!

—Lamento que piense así. Yo no puedo hacer otra cosa sino orientarle un poco.

Usted también tendría que colaborar conmigo.

—¿Qué insinúa? ¿Que estoy trastornada? ¡Lo que me faltaba por oír! Esto no se puede tolerar. Hablaré con el director para que le despidan, y con la Junta de Padres, y con todo el mundo.

Como siempre, Margarita hablaba y hablaba, sin escuchar lo que los demás trataban de explicarle.

Aquella misma tarde visitó al maestro. Don Víctor, a pesar de su ofrecimiento desinteresado para dar clases extraordinarias al niño a través del sistema Braille, tampoco quedó bien parado. Margarita le insultó y amenazó como a los demás.

* * *

PASARON dos semanas.

Ramón, con muchos esfuerzos, siguió fingiéndose mudo y ciego. Dejó de ir al colegio y apenas si salía alguna tarde de casa. Margarita le llevaba hasta la plaza y le dejaba unos momentos en compañía de su pandilla.

—Por favor —rogaba a los niños—, tened cuidado de él.

—No se preocupe, señora —el Cipri procuraba poner cara de niño bueno.

—Que no vaya a salirse a la calle, hay muchos coches.

—Descuide.

—Que no vaya a tropezar y a caerse. Podría abrirse una brecha en la cabeza.

—No nos separaremos de él.

Margarita tenía miedo de que a su hijo pudiese ocurrirle alguna otra desgracia, por eso sólo algunos días le bajaba a la plaza. Y Ramón deseaba más que nada que llegase este momento.

—¡Ya no aguanto más! —se quejaba cuando su madre ya se había marchado—. No sé qué es peor. Estoy harto. No puedo salir a la calle, no puedo leer cuentos, tengo que estar siempre callado… ¡Me aburro!

—Ahora no puedes volverte atrás —le decía el Cipri—. ¿Sigue riñéndote tu madre?

—Pues eso es lo malo. Los primeros días me trata bien, pero en cuanto se acostumbra…

—Entonces tienes que seguir hasta el final, no hay otra solución.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—¡Qué fastidio! —comentó Amparito—. No sé cuándo vamos a terminar el juego de los piratas.

—¡Oye! —a Rúper no se le había olvidado lo del himno de los piratas—. ¿Es verdad que te has inventado un himno?

—Ya os dije que sí.

—Yo no me lo creo.

—¡Yo, sí! ¡Yo, sí! —Amparito estaba segura de que Ramón se lo había inventado.

—Os lo demostraré ahora mismo. Escuchad:

Alí Pérez el pirata.

¡Chin-pon-pon!

Alí Pérez el terror

de los mares y los barcos,

de princesas y tesoros.

¡Chin-pon-pon!

Alí Pérez, que soy yo.

Ramón había puesto la voz ronca y procurado guiñar un ojo, lo cual le resultaba sumamente difícil, pues jamás había aprendido a guiñar un ojo.

—¡Es estupendo! —dijo Rúper al final, reconociendo que Ramón era capaz de componer himnos de piratas—. Me gusta más que el de «La isla del tesoro».

—No exageres.

—De verdad.

—¿Y cuándo podremos cantarlo todos juntos? —era Amparito y sus eternas preguntas.

—Pues… cuando pueda volver a hablar y a ver.

—Dijiste el otro día que cuando Alí Pérez el pirata llega a la isla se declara a la princesa Robustiana —Amparito estaba muy interesada en conocer el desenlace de la historia.

—Sí, claro.

—¿A pesar de lo fea que era?

—Es que Alí Pérez descubrió en la playa un pergamino en el que se decía que Robustiana era una princesa, hija del mismísimo Petronilo de Petronilandia.

—Ya entiendo —intervino Rúper—. Alí Pérez se casa con Robustiana para heredar el reino de Petronilandia, y luego, desesperado por la fealdad de su esposa, la tira a un pozo.

—¡De eso nada! —protestó Amparito—. No quiero que me tiréis a un pozo.

—Te ataremos una cuerda a la cintura y te sacaremos en seguida. No dará tiempo a que te ahogues.

—¡No juego, no juego y no juego!

—No te tiraremos a un pozo —puntualizó Ramón—. No le hagas caso a éste.

—Si me tiráis a un pozo, no juego. No volveré a jugar con vosotros nunca jamás. ¡Nunca jamás!

—¡Que no te tiraremos! ¡Que así no es el juego!

—¡Lo ves! —Amparito más tranquila, sacó la lengua a Rúper.

—¡Dientes!

—¡Idiota! ¡Idiota!

Amparito y Rúper iniciaban una nueva trifulca. Y es que hay que ver lo mal que se llevaban. Bueno, no mucho. En realidad, no sabían estar el uno sin el otro, y viceversa. Son cosas raras que pasan muy a menudo. No dejaron de discutir hasta que vieron a Margarita salir del portal de su casa y acercarse al grupo en busca de su hijo.

Antes de marcharse, el Cipri le dijo a Ramón algo por lo bajo:

—Continúa, ya no puedes volverte atrás.

6. ¡Qué aburrimiento!

COMO RAMÓN no podía hablar, tampoco podía divertirse cantando el himno de los piratas; como no podía ver, tampoco podía terminar «Las aventuras de Huckleberry Finn», que había dejado a medias, o cualquier otro libro. Para no aburrirse demasiado, se apropió del pequeño transistor de bolsillo de su padre y se pasaba el día con él pegado a la oreja. Era su único entretenimiento.

Pero, fijaos qué fatalidad: Margarita odiaba el sonido constante del transistor. Se reprimió cuanto pudo, ya que veía que era el único entretenimiento del niño; pero una tarde, a pesar de sus buenos propósitos, estalló:

—¡Qué horrible zumbido! ¿No puedes desconectar un momento ese chisme? ¡Me descompone oírlo! ¡Me crispa los nervios! ¡Me da dolor de cabeza, náuseas…! ¡De todo! ¡No quiero que vuelvas a oírlo!

Y Ramón, después de pensárselo mucho, pero que mucho, decidió continuar con el plan del Cipri y, por tanto, se fingió sordo, completamente sordo, como una tapia.

A Margarita le dio un colapso y se cayó patas arriba sobre el tresillo, donde permaneció hasta que Prudencio la reanimó mojándole la frente con un pañuelo humedecido. Se lamentó de su mala suerte y de la cadena de desdichas que se cebaba en ella.

Ramón se volvió de espaldas para no ver a su madre en aquel estado; de lo contrario estaba seguro de que rompería el plan de Cipri y le confesaría toda la verdad. Por primera vez, como una sombra fugaz, pasó por su cabeza la idea de que lo que hacía no estaba bien. ¿Qué hacer? Tendría que volver a hablar con el Cipri y los demás, no estaba dispuesto a que su madre volviese a sufrir otro colapso por su culpa.

Pero Margarita se repuso en seguida. Lavó a su hijo, le peinó, le perfumó… De sobra sabía Ramón que otra vez volvería a llevarle al médico, al psicólogo y al maestro.

El médico los recibió con frialdad y distanciamiento. Se limitó a mirar al niño a través de un aparato y a entregar un informe escrito a la madre en el que se certificaba la pérdida de audición del muchacho. Antes de que Margarita reaccionase, dos enfermeras la habían sacado de la consulta, de manera que en esta ocasión no tuvo posibilidades de armar otro escándalo, como acostumbraba.

Con el enfado consiguiente, se dirigió al gabinete del psicólogo y, en vano, llamó a la puerta varias veces. Don Anastasio se negó a recibirla, no estaba dispuesto a tolerar por más tiempo sus impertinencias.

Siguió insistiendo y fue en busca del maestro, a quien encontró con su buen humor y su santa paciencia habituales. La recibió y trató de explicarle cómo él, como maestro, nada podía hacer.

—Su hijo necesita un colegio especial, una enseñanza especial y un maestro especial. Además, usted deberá aprender a hablar con él a través del lenguaje de las manos.

«¡Lo que me faltaba a mí!», pensó Margarita, aunque esta vez no se atrevió a decirlo en voz alta.

—Deberá tener mucha paciencia y mostrar a su hijo todo el cariño posible.

—¡Es usted un inútil! —le dijo al maestro a modo de despedida.

—Señora…

—Ni señora ni gaitas. Es tan inútil como ese psicólogo engreído y como el médico. Ustedes son los que tienen la culpa de todo lo que le ha pasado a mi hijo. Los voy a denunciar a la policía para que los metan en la cárcel, se lo tienen más que merecido.

* * *

MARGARITA no volvió a sacar a su hijo a la calle, ni siquiera a la plaza un ratito por las tardes. El Cipri y los demás estaban por ello muy contrariados, pues no había forma de tener noticias de Ramón y de si el plan estaba dando resultado.

—Pobre Ramón —se lamentaba Juana—. Lo que se tiene que aburrir encerrado todo el día en su casa.

—Tendrá tiempo de sobra para inventarse el final del juego de los piratas.

—Ya lo creo.

—Pero si seguimos así, nunca vamos a poder terminarlo.

—¿Y por qué no jugamos nosotros solos? —era una pregunta inoportuna de Rúper, quien, en el fondo, deseaba apoderarse del personaje central.

—De eso nada. Ramón es quien ha inventado el juego.

—Además, él es Alí Pérez el pirata. Y sin él, no hay historia que valga.

Todos estaban de acuerdo en esperar a Ramón el tiempo que fuese necesario para proseguir el juego, incluso la misma Amparito, que ya se había convencido de que no sería arrojada a un pozo.

De repente, el Cipri dio un respingo tremendo. Todos le miraron con ansiedad, algo se le había ocurrido.

—¡Ya lo tengo! —dijo—. Seremos nosotros quienes vayamos a su casa. Le haremos una visita.

—Claro —dijo Rúper para sí—. Es lo más lógico. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?

Subieron las escaleras procurando no hacer mucho ruido, y sortearon quién llamaría al timbre de la puerta. Margarita les abrió y se emocionó algo al verlos, se le notaba en los ojos y en la voz.

—Pasad, pasad. Sois muy amables.

—Nos gustaría ver un rato a Ramón —dijo el Cipri—. Como ahora no baja a la plaza…

—Pero él no puede veros, ni oíros, ni hablaros.

—No importa, nos conformaremos con hacerle compañía durante un rato.

—¡Qué buenos sois!

Margarita los acompañó hasta la habitación de Ramón y allí los dejó un rato. De esta forma pudieron hablar con él, muy bajito, para que nadie pudiese escucharles.

—¿Qué tal?

—Fatal —Ramón estaba desesperado—. Esto es insoportable.

—Y tu madre… ¿qué?

—Ya no me regaña. Claro, que a lo mejor lo hace porque piensa que no puedo entenderla. Sólo se enfada a la hora de la comida.

—¿Por qué?

—Se empeña en que coma más de lo que cabe en mi estómago. Además, siempre me hace tortilla a la francesa y a mí lo que me gusta es el huevo frito.

—Entonces… hay que continuar.

—¿Tú crees?

—Es necesario.

—Me parece que hemos ido demasiado lejos. Además, no sé si podré soportarlo.

Todos, inducidos por el Cipri, animaron a Ramón, y éste, finalmente, aceptó con la condición de que, pasase lo que pasase, sería la última vez.

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