—¡Esto funciona! —dijo Cornaboeux, y le dio la vuelta.
En este preciso instante, ella se dio cuenta del espectáculo formado por Chalupa enculando a Culculine que golpeaba a Mony, completamente ensangrentado, y esto la excitó. La enorme verga de Cornaboeux chocaba contra su trasero, pero erraba el golpe, pegando a derecha y a izquierda o bien algo más arriba o algo más abajo, luego cuando encontró el agujero, colocó sus manos sobre las caderas tersas y redondeadas de Alexine y la atrajo hacia sí con todas sus fuerzas. El dolor que le causó ese enorme miembro que le desgarraba el culo la hubiera hecho aullar de dolor si no hubiera estado tan excitada por todo lo que acababa de pasar. Inmediatamente de haber entrado el miembro en el culo, Cornaboeux volvió a sacarlo, luego volteando a Alexine encima de la cama le hundió su instrumento en el vientre. El útil entró a duras penas a causa de su enormidad, pero desde que estuvo dentro, Alexine cruzó las piernas en torno a las caderas del asaltante y lo mantuvo tan apretado contra sí que si él hubiera querido escaparse no hubiera podido. Las culadas se encarnizaron. Cornaboeux le chupaba los pechos y su barba le raspaba, excitándola; ella introdujo una mano dentro de los pantalones e introdujo un dedo en el ojo del culo del asaltante. Enseguida empezaron a morderse como bestias salvajes, pegando culadas. Descargaron frenéticamente. Pero el miembro de Cornaboeux, constreñido en la vagina de Alexine, se endureció de nuevo. Alexine cerró los ojos para saborerar mejor este segundo abrazo. Descargó catorce veces mientras Cornaboeux lo hacía tres. Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que su coño y su culo estaban ensangrentados. Habían sido heridos por la enorme verga de Cornaboeux. Vio a Mony convulsionándose en el suelo.
Su cuerpo no era más que una llaga.
Culculine, por mandato del tuerto Chalupa, le chupaba la cola, arrodillada ante él:
—¡Vamos, de pie, golfa! —gritó Cornaboeux.
Alexine obedeció y él le pegó una patada en el culo que la hizo caer sobre Mony. Cornaboeux la ató de brazos y piernas y la amordazó sin tener en cuenta sus súplicas y, tomando el bastoncillo, empezó a rayarle a golpes su bonito cuerpo falsamente enjuto. El culo se estremecía a cada bastonazo, luego fue la espalda, el vientre, los muslos, los senos, quienes recibieron la paliza. Pataleando y debatiéndose, Alexine dio con el miembro de Mony que se erguía como el de un cadáver. Se acopló por casualidad al coño de la joven y se metió en él.
Cornaboeux redobló sus golpes que cayeron indistintamente sobre Mony y sobre Alexine que gozaban de una manera atroz. Al poco rato la bonita piel rosada de la rubia joven ya no era visible bajo los latigazos y la sangre que chorreaba. Mony se había desmayado, ella lo hizo un instante después. Cornaboeux, cuyo brazo empezaba a cansarse, se volvió hacia Culculine que intentaba que Chalupa descargara en su boca. Pero el tuerto no podía hacerlo.
Cornaboeux ordenó a la bella morena que separara los muslos. Tuvo grandes dificultades para ensartarla a la manera de los perros. Ella sufría mucho pero estoicamente, sin soltar la verga de Chalupa que continuaba chupando. Cuando Cornaboeux tomó posesión del coño de Culculine, le hizo levantar el brazo derecho y le mordisqueó el pelo de los sobacos donde tenía unos mechones muy tupidos. Cuando llegó el goce, fue tan intenso que Culculine se desvaneció mordiendo violentamente la verga de Chalupa. El lanzó un terrible grito de dolor, pero el glande ya estaba separado del cuerpo. Cornaboeux, que acababa de descargar, sacó bruscamente su machete del coño de Culculine que, desvanecida, cayó al suelo. Chalupa, desmayado, perdía toda su sangre.
—Pobre Chalupa —dijo Cornaboeux—, estás jodido, es mejor morir deprisa.
Y sacando un cuchillo, asestó un golpe mortal a Chalupa sacudiendo las últimas gotas de semen que colgaban de su miembro sobre el cuerpo de Culculine. Chalupa murió sin decir ni “uf”.
Cornaboeux se volvió a poner los pantalones con todo cuidado, vació todo el dinero de los cajones y de los vestidos; también se llevó los relojes, las joyas. Luego miró a Culculine que yacía, desvanecida, en tierra.
—He de vengar a Chalupa —pensó.
Y sacando de nuevo su cuchillo, asestó un terrible golpe entre las dos nalgas de Culculine que continuó desmayada. Cornaboeux dejó el cuchillo en el culo. En los relojes sonaron las tres de la madrugada. Entonces se marchó como había entrado, dejando cuatro cuerpos tendidos en el suelo de la habitación llena de sangre, de semen y de un desorden sin nombre.
Ya en la calle, se dirigió alegremente hacia Ménilmontant cantando: Un culo debe oler a culo. Y no como agua de Colonia… y también:
Luz de gas Luz de gas Alumbra, alumbra, a mi pimpollo.
El escándalo fue enorme. Los periódicos hablaron de este asunto durante ocho días. Culculine, Alexine y el príncipe Vibescu tuvieron que guardar cama durante dos meses. Convaleciente, Mony entró una tarde en un bar, cerca de la estación de Montparnasse. Allí se bebe petróleo, que es una bebida deliciosa para los paladares hastiados de los otros licores.
Mientras degustaba el infame matarratas, el príncipe miraba de hito en hito a los consumidores. Uno de ellos, un coloso barbudo, iba vestido de mozo de la Halle y su inmenso sombrero polvoriento le daba el aspecto de un semidiós de leyenda dispuesto a acometer un trabajo heroico.
El príncipe creyó reconocer el simpático rostro del asaltante Cornaboeux. De improviso, le oyó pedir un petróleo con voz atronadora. Era la voz de Cornaboeux. Mony se levantó y se dirigió hacia él con la mano tendida:
—Hola, Cornaboeux, ¿está en los Halles, ahora?
—Yo —dijo, sorprendido—, ¿de qué me conoce usted?
—Le vi a usted en el 114 de la calle Prony —dijo Mony con tono desenfadado.
—No era yo —respondió muy asustado Cornaboeux—, yo no le conozco a usted, soy mozo de carga en los Halles desde hace tres años y bastante conocido allí. ¡Déjeme tranquilo!
—Basta de tonterías —replicó Mony—. Cornaboeux, eres mío. Puedo entregarte a la policía. Pero me gustas y si quieres venir conmigo serás mi ayuda de cámara, me seguirás por todas partes. Te asociaré a mis placeres. Me ayudarás y me defenderás si ello es preciso. Además, si me eres completamente fiel, te haré rico. Contesta enseguida.
—Es usted un hombre de pelo en pecho y sabe hablar. Chóquela, soy su hombre.
Unos días después, Cornaboeux, ascendido al grado de ayuda de cámara, cerraba las maletas. El príncipe Mony era llamado con toda urgencia a Bucarest. Su íntimo amigo, el vicecónsul de Servia, acababa de morir, dejándole todos sus bienes, que eran considerables. Se trataba de minas de estaño, muy productivas desde hacía algunos años, pero que era necesario vigilar de muy cerca so pena de ver bajar inmediatamente su rendimiento. El príncipe Mony, como hemos visto, no amaba el dinero por él mismo; deseaba el máximo de riquezas posibles, pero tan sólo por los placeres que únicamente el oro puede procurar. Tenía continuamente en la boca esta máxima, pronunciada por uno de sus antepasados: “Todo se vende; todo se compra; basta con ponerle precio”.
El príncipe Mony y Cornaboeux habían ocupado sus plazas en el Orient-Express; la trepidación del tren no tardó mucho en producir sus efectos. Mony entró en erección como un cosaco y lanzó miradas inflamadas sobre Cornaboeux. Fuera, el paisaje admirable del Este, de Francia, desplegaba ante la vista sus bellezas limpias y tranquilas. El compartimento estaba casi vacío; un vejestorio, espléndidamente vestido, gimoteaba mientras babeaba sobre el “Fígaro” que intentaba leer.
Mony, que estaba envuelto en un amplio raglán, se apoderó de la mano de Cornaboeux y, haciéndola pasar por la abertura que hay en el bolsillo de esta cómoda vestimenta, la llevó hasta su bragueta.
El colosal ayuda de cámara comprendió el deseo de su amo. Su manaza era velluda, pero regordeta y más suave, de lo que nadie habría sospechado. Los dedos de Cornaboeux desabrocharon delicadamente los pantalones del príncipe. Agarraron la verga delirante que justificaba en todos sus aspectos el famoso díptico de Alphonse Aliáis:
La trepidación excitante de los trenes
Nos introduce deseos en la médula de los ríñones.
Pero un empleado de la Compagnie des Wagons-Lits entró y anunció que era hora de comer y que numerosos viajeros se hallaban ya en el vagón-restaurante.
—Excelente idea —dijo Mony—. ¡Cornaboeux, vamos a comer primero!
La mano del antiguo descargador salió de la abertura del raglán. Los dos se dirigieron hacia el comedor. La verga del príncipe permanecía erecta, y como no se había abrochado los pantalones, una protuberancia se destacaba en la superficie de su vestimenta. La comida empezó sin tropiezos, arrullada por el ruido de chatarra del tren y por los tintineos variados de la vajilla, de la cubertería y de la cristalería, turbada a veces por el salto brusco de un tapón de
Apollinaris
.
En una mesa, en el extremo opuesto a la de Mony, se encontraban dos mujeres rubias y bonitas. Cornaboeux, que las tenía enfrente, las señaló a Mony. El príncipe se volvió, y reconoció en una de ellas, vestida más modestamente que la otra, a Mariette, la exquisita criada del Grand-Hotel. Se levantó inmediatamente y se dirigió hacia las damas. Saludó a Mariette y se dirigió a la otra joven que era bonita y acicalada. Sus cabellos decolorados con agua oxigenada le daban un aspecto moderno que encantó a Mony:
—Señora —le dijo—, le ruego que me disculpe. Me presento yo mismo, en vista de la dificultad de encontrar en este tren relaciones que nos sean comunes. Soy el príncipe Mony Vibescu, hospodar hereditario. Esta señorita, es decir, Mariette, que, sin duda, ha dejado el servicio del Grand-Hótel por el suyo, me dejó contraer hacia ella una deuda de gratitud de la que quiero liberarme hoy mismo. Quiero casarla con mi ayuda de cámara y dotarlos con cincuenta mil francos a cada uno.
—No veo ningún inconveniente para ello —dijo la dama—, pero he aquí algo que no tiene aspecto de estar mal constituido. ¿A quién la destina usted?
La verga de Mony había encontrado una salida y mostraba su rubicunda cabeza entre dos botones, en la parte anterior del cuerpo del príncipe que enrojeció mientras hacía desaparecer el aparato. La dama se echó a reír.
—Afortunadamente se halla usted colocado de tal modo que nadie le ha visto… hubiera sido bonito… Pero conteste, ¿para quién es este temible instrumento?
—Permítame —dijo Mony galantemente— ofrecérselo como homenaje a su soberana belleza.
—Veremos —dijo la dama— mientras esperamos y ya que usted se ha presentado, voy a presentarme yo también… Estelle Romange…
—¿La gran actriz del
Frangaisi
—preguntó Mony.
La dama asintió con la cabeza.
Mony, loco de alegría, exclamó:
—Estelle, hubiera debido reconocerla. Soy un apasionado admirador suyo desde hace mucho tiempo. ¿No habré pasado tardes enteras en el Théátre Franjáis, admirándola en sus papeles de enamorada? Y para calmar mi excitación, al no poder masturbarme en público, me hurgaba la nariz con los dedos, sacaba un moco consistente y me lo comía. ¡Estaba tan bueno! ¡Estaba tan bueno!
—Mariette, ve a comer con tu prometido —dijo Estelle—. Príncipe, coma conmigo.
Sentados el uno frente al otro, el príncipe y la actriz se miraron amorosamente:
—¿Dónde va usted? —le pidió Mony.
—A Viena, para actuar ante el Emperador.
—¿Y el decreto de Moscú?
—El decreto de Moscú me importa un pimiento; voy a enviar mi dimisión a Claretie… Me están marginando… Me hacen representar embolados… me rehusan el papel de Eoraká en la nueva obra de nuestro Mounet-Sully… Me voy… Nadie ahogará mi talento.
—Recíteme algo… unos versos —le pidió Mony.
Mientras cambiaban los platos, ella le recitó
L'Invitation au Voy age
. Mientras se desarrollaba el admirable poema en el que Baudelaire ha puesto un poco de su tristeza amorosa, de su nostalgia apasionada, Mony sintió que los piececitos de la actriz subían a lo largo de sus piernas: bajo el raglán alcanzaron el miembro de Mony que pendía tristemente fuera de la bragueta. Allí, los pies se pararon y, tomando delicadamente el miembro entre ellos, comenzaron un movimiento de vaivén bastante curioso. Súbitamente endurecido, el miembro del joven se dejó acariciar por los delicados zapatos de Estelle Romange. Pronto, empezó a gozar e improvisó este soneto, que recitó a la actriz cuyo trabajo pedestre no cesó hasta el último verso:
Epitalamio
2
Tus manos introducirán mi bello miembro asnil
En el sagrado burdel abierto entre tus muslos
Y quiero confesarlo, a pesar de Avinain,
¡Qué me importa tu amor con tal que alcances gozo!
Mi boca a tus pechos blancos como petits suisses
Hará el abyecto honor de chupadas sin veneno
De mi verga masculina en tu coño femenino
El esperma caerá como el oro en los moldes
¡Oh, mi tierna puta! tus nalgas han vencido
De todos los frutos pulposos el sabroso misterio,
La humilde rotundidad sin sexo de la tierra,
La luna, cada mes, tan orgulloso de su culo
Y de tus ojos surge aunque les veles
Esta obscura claridad que de las estrellas cae.
Y como el miembro había llegado al límite de la excitación, Estelle bajó los pies diciendo:
—Mi príncipe, no lo hagamos escupir en el vagón-restaurante; ¿qué pensarían de nosotros?… Déjeme agradecerle el homenaje rendido a Corneille en la punta de su soneto. Aunque esté a punto de abandonar la
Comedie Frangaise
, todo lo que afecta a la Casa forma parte constantemente de mis preocupaciones.
—Pero —dijo Mony—, después de actuar ante Francisco-José, ¿qué piensa hacer?
—Mi sueño —dijo Estelle— es llegar a ser estrella de café-concierto.
—¡Tenga cuidado! —replicó Mony—. El obscuro señor Claretie que cae de las estrellas le pondrá un juicio detrás de otro.
—No pienses en ello, Mony, hazme unos cuantos versos más antes de ir a la piltra.
—Bueno —dijo Mony, e improvisó estos deliciosos sonetos mitológicos.
Hércules y Onfala
3
El culo
De Onfala
Vencido
Sucumbe
—¿Sientes
Mi falo
Punzante?
—¡Qué macho!…
El perro ¡Me mata!…
¿Qué sueño?…
—…¿Aguantas?.
Hércules
Le encula