—Señorita, no he hecho más que veros por primera vez y, loco de amor, he sentido mis órganos genitales dirigirse hacia vuestra belleza soberana y me he enardecido como si hubiera bebido un vaso de raki.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Pongo mi fortuna y mi amor a vuestros pies. Si os tuviera en una cama, os probaría mi pasión veinte veces seguidas. ¡Que las once mil vírgenes o incluso que once mil vergas me castiguen si miento!
—¡Y cómo!
—Mis sentimientos no son falaces. No hablo así a todas las mujeres. No soy un calavera.
—¡Tu hermana!
Esta conversación se producía en el boulevard Malesherbes, una mañana soleada. El mes de mayo hacía renacer la naturaleza y los gorriones parisinos piaban al amor en los árboles reverdecidos. Galantemente, el príncipe Mony sostenía esta conversación con una bonita y esbelta muchacha que, vestida con elegancia, bajaba hacia la Madeleine. Andaba tan deprisa que tenía dificultades para seguirla. De golpe ella se giró bruscamente y se desternilló de risa:
—Acabaréis pronto; ahora no tengo tiempo. Voy a la calle Duphot a ver a una amiga, pero si estáis dispuesto a mantener a dos mujeres desesperadas por el lujo y por el amor, si en definitiva sois un hombre, por la fortuna y el poder copulativo, venid conmigo.
El enderezó su bello talle exclamando:
—Soy un príncipe rumano, hospodar hereditario.
—Y yo —dijo ella— soy Culculine d'Ancóne, tengo diecinueve años, ya he vaciado los testículos de diez hombres excepcionales en las relaciones amorosas, y la bolsa de quince millonarios.
Y charlando alegremente de diversas cosas fútiles o turbadoras, el príncipe y Culculine llegaron a la calle Duphot. Subieron en ascensor hasta el primer piso.
—El príncipe Mony Vibescu… mi amiga Alexine Mangetout.
Culculine hizo muy formalmente la presentación en un lujoso gabinete decorado con obscenas estampas japonesas.
Las dos amigas se besaron intercambiándose las lenguas. Las dos eran altas, pero sin exageración.
Culculine era morena, con ojos grises relucientes de picardía, y un lunar peloso adornaba la parte inferior de su mejilla izquierda. Su tez era mate, su sangre afluía bajo la piel, sus mejillas y su frente se arrugaban fácilmente testimoniando sus preocupaciones de dinero y de amor.
Alexine era rubia, de ese color tirando a ceniza como no se ve más que en París. La clara coloración de su tez parecía transparente. Esta bella muchacha semejaba en su encantador deshabillé rosa, tan delicada y traviesa como una picara marquesa del siglo antepasado.
Trabaron pronto amistad y Alexine que tuvo un amante rumano fue a buscar su fotografía a su dormitorio. El príncipe y Culculine la siguieron. Los dos se precipitaron sobre ella y, riendo, la desnudaron. Su peinador cayó, dejándola en una camisa de batista que dejaba ver un cuerpo encantador, regordete, lleno de hoyuelos en los mejores lugares.
Mony y Culculine la derribaron sobre la cama y sacaron a la luz sus bellos pechos rosados, grandes y duros, a los que Mony chupó las puntas. Culculine se inclinó y, levantando la camisa, descubrió dos muslos redondos y grandes que se reunían bajo un gato rubio ceniciento como los cabellos. Alexine, lanzando grititos de voluptuosidad, puso sobre la cama sus piececitos dejando escapar unas chancletas que hicieron un ruido sordo al caer al suelo. Las piernas muy separadas, levantaba el culo bajo el lameteo de su amiga crispando sus manos alrededor del cuello de Mony.
El resultado no tardó en producirse, sus muslos se apretaron, su pataleo se hizo más vivo, descargó diciendo:
—Puercos, me excitáis, tenéis que satisfacerme.
—¡Ha prometido hacerlo veinte veces! —dijo Culculine, y se desnudó.
El príncipe hizo lo mismo. Quedaron desnudos al mismo tiempo, y mientras que Alexine, como desmayada, estaba tendida en la cama, pudieron admirar recíprocamente sus cuerpos. El voluminoso culo de Culculine se balanceaba deliciosamente debajo de su talle exquisito y los grandes testículos de Mony se hinchaban debajo de un enorme miembro del que Culculine se apoderó.
—Méteselo —dijo—, después me lo harás a mí.
El príncipe aproximó su miembro al coño entreabierto de Alexine que se estremeció ante esta proximidad:
—¡Me matas! —gritó.
Pero el miembro penetró hasta los testículos y volvió a salir para volver a entrar como un pistón. Culculine se metió en la cama y puso su gato negro encima de la boca de Alexine, mientras que Mony le lamía la puerta falsa. Alexine movía el culo como una endemoniada; puso un dedo en el agujero del culo de Mony, cuya erección aumentó bajo esta caricia. El puso sus manos debajo de las nalgas de Alexine que se crispaban con una fuerza increíble, apretando en el inflamado coño al enorme miembro que apenas podía menearse allí dentro.
Pronto la agitación de los tres personajes fue extrema, su respiración se hizo jadeante. Alexine descargó tres veces, luego fue el turno de Culculine que desmontó inmediatamente para ir a mordisquear los testículos de Mony. Alexine se puso a gritar como una condenada y se retorció como una serpiente cuando Mony le soltó dentro del vientre su semen rumano. Culculine le arrancó inmediatamente del orificio y su boca fue a tomar el lugar del miembro para beber, a lengüetadas, el esperma que se derramaba en grandes borbotones. Alexine, entretanto, había tomado en la boca el miembro de Mony, que limpió cuidadosamente provocándole una nueva erección.
Un instante después, el príncipe se precipitó sobre Culculine, pero su miembro permaneció en el umbral, cosquilleando el clítoris. Tenía en su boca uno de los pechos de la muchacha. Alexine acariciaba los dos.
—Métemelo —gritaba Culculine— no puedo más.
Pero el miembro permanecía fuera. Descargó dos veces y parecía desesperada, cuando el miembro penetró brutalmente hasta la matriz. Entonces, loca de excitación y voluptuosidad, mordió a Mony en la oreja, tan fuerte que le quedó un pedazo en la boca. Lo tragó gritando con todas sus fuerzas y sacudiendo magistralmente el culo. Esta herida, de la que la sangre manaba a chorros, pareció excitar a Mony, pues empezó a menearse más rápidamente y no abandonó el coño de Culculine hasta haber descargado tres veces, mientras que ella misma lo hacía diez.
Cuando él desenfundó, los dos se dieron cuenta con asombro que Alexine había desaparecido. Volvió pronto con productos farmacéuticos destinados a cuidar a Mony y un enorme látigo del conductor de un coche de alquiler.
—Lo he comprado por cincuenta francos —exclamó— al cochero 3.269 de la Urbana, y va a servirnos para poner en forma de nuevo al rumano. Déjame curarle la oreja, Culculine mía, y hagamos un 69 para excitarnos.
Mientras que detenía la salida de la sangre, Mony asistió a este regocijante espectáculo: perfectamente acopladas, Culculine y Alexine, se acometían con ardor. El macizo culo de Alexine, blanco y regordete, se contoneaba sobre el rostro de Culculine; las lenguas, largas como miembros de niño, iban a buen ritmo, la saliva y el semen se mezclaban, los mojados pelos se adherían entre sí y suspiros que partirían el alma, si no fueran suspiros de voluptuosidad, se elevaban de la cama que crujía y chirriaba bajo el agradable peso de las preciosas muchachas.
—¡Ven a encularme! —gritó Alexine.
Pero Mony perdía tanta sangre que ya no tenía ganas de hacerlo. Alexine se levantó y, cogiendo el látigo del cochero del vehículo 3.269, por el soberbio mango completamente nuevo, lo blandió y azotó la espalda, las nalgas de Mony que, bajo este nuevo dolor olvidó su sangrante oreja y empezó a dar alaridos. Pero Alexine, desnuda y semejante a una bacante en pleno delirio, golpeaba sin parar.
—¡Ven a azotarme tú también! —le gritaba ella a Culculine, cuyos ojos resplandecían y que acudió a azotar con todas sus fuerzas el gran culo agitado de Alexine. Culculine también se excitó pronto.
—¡Azótame, Mony! —suplicó.
Y éste, que se acostumbraba al castigo, aunque su cuerpo estuviera sangrante, se puso a azotar las bellas nalgas morenas que se abrían y cerraban cadenciosamente. Cuando le comenzó la erección de nuevo, la sangre caía, no sólo de la oreja, sino también de cada marca dejada por el cruel flagelo.
Entonces Alexine se volvió y presentó sus bellas nalgas enrojecidas al enorme miembro que penetró en la roseta, mientras que la empalada chillaba agitando el culo y los pechos. Pero Culculine los separó riendo. Las dos mujeres reemprendieron su mutua masturbación, mientras que Mony, completamente ensangrentado e instalado hasta la guardia en el culo de Alexine, se agitaba con un vigor que hacía gozar enormemente a su pareja. Sus testículos ondeaban como las campanas de Nótre-Dame y llegaban a embestir la nariz de Culculine. En un momento dado el culo de Alexine se estrechó con gran fuerza en torno a la base del glande de Mony que ya no pudo moverse. Así es como descargó con grandes chorros mamados por el ano ávido de Alexine Mangetout.
Entretanto, en la calle la muchedumbre se apiñaba en torno del coche 3.269 cuyo cochero no tenía látigo.
Un sargento municipal le preguntó qué había hecho de él:
—Lo he vendido a una dama de la calle Du-phot.
—Id a recuperarlo u os pongo una multa.
—Ahora voy —dijo el auriga, un normando de fuerza poco común, y, después de haberse informado con la portera, llamó al primer piso.
Alexine fue desnuda a abrirle; el cochero quedó deslumhrado y, como ella se escapaba hacia el dormitorio, la persiguió, la agarró y le introdujo con habilidad y a la manera de los perros, un miembro de respetable talla. Descargó pronto gritando: “¡Truenos de Brest, burdel de Dios, cochina puta!“.
Alexine, dándole culadas, descargó al mismo tiempo que él, mientras que Mony y Culculine se partían de risa. El cochero, creyendo que se burlaban de él, montó en terrible cólera.
—¡Ah!, ¡putas, chulo, carroña, basura, os burláis de mí! Mi látigo, ¿dónde está mi látigo?
Y viéndolo, se apoderó de él para golpear con todas sus fuerzas a Mony, Alexine y Culculine, cuyos cuerpos desnudos brincaban bajo los cintarazos que les dejaban marcas sangrantes. Luego tuvo una nueva erección y, saltando sobre Mony, empezó a encularlo.
La puerta de entrada había quedado abierta y el municipal, que, viendo que el cochero no volvía, había subido, entró en este instante en el dormitorio; no tardó en sacar su miembro reglamentario. Lo introdujo con habilidad en el culo de Culculine que cloqueaba como una gallina y se estremecía con el frío contacto de los botones del uniforme.
Alexine, desocupada, cogió la porra blanca que se balanceaba en la vaina que colgaba de la cintura del sargento municipal. Se la introdujo en el coño y rápidamente las cinco personas empezaron a gozar tremendamente, mientras que la sangre de las heridas chorreaba sobre las alfombras, las sábanas, los muebles y mientras en la calle se llevaban al depósito el abandonado coche 3.269 cuyo caballo se peyó durante todo el camino que quedó perfumado de manera nauseabunda.
Algunos días después de la sesión, que el cochero del vehículo 3.269 y el agente de policía habían acabado de manera tan singular, el príncipe Vibescu apenas se había repuesto de sus emociones. Las marcas de la flagelación habían cicatrizado y él estaba desmayadamente tendido en un sofá de una habitación del Grand-Hótel. Para excitarse leía la sección de sucesos del
Journal
. Le apasionaba una historia. El crimen era espantoso. El lavaplatos de un restaurante había hecho asar el culo de un joven pinche, luego, aún caliente y sangrante, lo había enculado y comido los trozos asados que se desprendían del trasero del efebo. Los vecinos habían acudido a los gritos del Vatel y habían detenido al sádico lavaplatos. La historia estaba contada con todos los detalles y el príncipe la saboreaba masturbándose lentamente el miembro que se había sacado.
En ese momento, llamaron. Una criada complaciente, fresca y muy bonita con su cofia y su delantal, entró con el permiso del príncipe. Sostenía una carta y enrojeció viendo el aspecto descompuesto de Mony que se volvió a poner los pantalones:
—No se vaya, bella y rubia señorita, tengo que decirle unas palabras.
Al mismo tiempo, cerró la puerta y, agarrando a la preciosa Mariette por la cintura, la besó vorazmente en la boca. Al principio ella se defendió, apretando fuertemente los labios, pero pronto, bajo el abrazo, comenzó a abandonarse, luego su boca se abrió. La lengua del príncipe penetró en ella, siendo mordida inmediatamente por Mariette cuya hábil lengua empezó a cosquillear la punta de la de Mony.
Con una mano, el joven le rodeaba la cintura; con la otra le levantaba las faldas. No llevaba bragas. Su mano se colocó rápidamente entre dos muslos redondos y grandes que nadie le hubiera supuesto, pues era alta y delgada. Tenía un coño muy peludo. Estaba muy enardecida, y la mano estuvo muy pronto en el interior de una húmeda grieta, mientras que Mariette se abandonaba avanzando el vientre. Su mano se paseaba por encima de la bragueta de Mony que al fin consiguió desabrochar. Extrajo el soberbio florete que al entrar sólo había podido entrever. Se masturbaban mutua y suavemente; él le pellizcaba el clítoris; ella, apretando su pulgar sobre el orificio del pene. El le levantó las piernas y se las puso sobre los hombros, mientras ella se desabrochaba para hacer surgir dos soberbios pechos erectos que él se puso a chupar alternativamente, haciendo penetrar su ardiente miembro en el coño. Inmediatamente ella se echó a gritar:
—¡Qué bueno, qué bueno… qué bien lo haces!
En aquel momento ella dio unas desordenadas culadas, luego él la sintió descargar diciendo:
—Toma… qué gusto… toma… tómalo todo.
Inmediatamente después, le agarró bruscamente el miembro diciendo:
—Por aquí ya hay bastante.
Lo sacó del coño y se lo introdujo en otro agujero completamente redondo situado un poco más abajo, como un ojo de cíclope entre dos globos carnosos, blancos y vigorosos. El miembro, lubrificado por los licores femeninos, penetró fácilmente y, tras haber vivamente culeado, el príncipe soltó todo su esperma en el culo de la preciosa camarera. Enseguida sacó su miembro que hizo: “floc”, como cuando se descorcha una botella y sobre la punta aún quedaba algo de semen mezclado con un poco de mierda. En este momento, en el corredor sonó una llamada y Mariette dijo: “Debo ir a ver”. Y se largó después de besar a Mony que le puso dos luises en la mano. Cuándo hubo salido, él se lavó la cola, luego abrió la carta que contenía esto: