Pero Lanzarote ya se había levantado para acercarse a Gwydion; llevó la mano enguantada hacia atrás y le cruzó la boca con una fuerte bofetada.
—Ahora sí me habéis dado motivos para castigaros por esa lengua insolente, joven Gwydion. ¡Veamos quién se niega a combatir!
—Para eso he venido —dijo el joven, impertérrito, pese al hilo de sangre que le corría por la cara—. Incluso voy a concederos la primera sangre, señor Lanzarote. Es adecuado que un hombre de vuestra edad tenga alguna ventaja.
Hubo un considerable murmullo en las gradas mientras los dos caballeros desenvainaban la espada y dedicaban al rey la reverencia ritual que daba comienzo al duelo. Luego, ya con las caras cubiertas por el yelmo, alzaron el acero. Eran casi de la misma estatura; la única diferencia entre ambos estaba en los petos: el de Lanzarote, viejo y maltrecho; el de Gwydion, casi nuevo y sin mácula. Después de describir un lento círculo, ambos acometieron. Morgause notó que Lanzarote estaba midiendo al joven; por fin, le atestó un fuerte mandoble. Gwydion lo paró con el escudo, pero la fuerza era tanta que se tambaleó, perdido el equilibrio, y cayó de espaldas al suelo. Cuando trató de levantarse, Lanzarote dejó la espada a un lado para ayudarle, en un gesto de buena voluntad.
Gwydion señaló el hilo de sangre que corría por la muñeca de su adversario, delatando el pequeño corte que había logrado hacerle. Su voz fue claramente audible.
—Vuestra fue la primera sangre, señor; la segunda, mía. ¿Lo decidimos con una caída más?
Hubo una pequeña tempestad de siseos desaprobatorios; en los combates de prueba, como los adversarios combatían con armas afiladas, la primera sangre señalaba el fin del encuentro.
El rey Arturo se levantó.
—¡Esto no es un duelo, sino una fiesta! Continuad si queréis, pero os advierto que, si se produce alguna herida seria, ambos me infligiréis la más grave afrenta.
Le hicieron una reverencia y se apartaron, buscando la ventaja; cuando volvieron a trabarse en lucha, Morgause ahogó una exclamación: parecía que en cualquier momento uno u otro pasaría bajo el escudo para causar una herida mortal. Uno de ellos cayó de rodillas… Una lluvia de mandobles contra la adarga, las espadas cruzadas, inmóviles, y uno de ellos cada vez más cerca del suelo…
Ginebra se levantó, gritando:
—¡No voy a permitir que esto continúe!
Arturo arrojó su bastón al campo: la costumbre indicaba que, a ese gesto, el combate cesara inmediatamente. Pero los hombres no lo vieron y los mariscales tuvieron que separarlos Gwydion se quitó el casco, fresco y sonriente. Lanzarote necesitó la ayuda de su escudero para levantarse; estaba sudoroso y jadeante, con la cara ensangrentada. Hubo un clamor de abucheos, hasta entre los otros caballeros; Gwydion no había fortalecido su popularidad al abochornar al héroe del pueblo. Pero se inclinó ante él.
—Me siento honrado, señor Lanzarote. Llegué a esta corte como desconocido, sin ser siquiera uno de los caballeros de Arturo, y tengo que agradeceros esta lección de esgrima. —Su sonrisa reflejaba exactamente la de Lanzarote—. Gracias, señor.
El caballero del lago logró esbozar su antigua sonrisa, que exageró el parecido entre ellos casi hasta lo caricaturesco.
—Combatisteis con mucha bravura, Gwydion.
—En ese caso —dijo el joven, arrodillándose ante él en el polvo—, os ruego que me arméis caballero, señor.
Morgause contuvo la respiración. Su sobrina parecía tallada en piedra. Pero entre los sajones hubo un estallido de vítores.
—¡Consejo astuto, en verdad! Sagaz, sagaz… ¿Cómo van ahora a rechazarte, muchacho, si has combatido tan bien con su campeón?
Lanzarote echó una mirada al rey: parecía paralizado, pero después de un momento asintió. El escudero llevó una espada que su señor ciñó a la cintura de Gwydion.
—Blandidla siempre al servicio de vuestro rey y de la causa justa —dijo, ya muy serio.
La expresión burlona y desafiante había desaparecido del rostro de Gwydion, ahora era grave y dulce. Morgause notó que le temblaban los labios y sintió súbita compasión por él: por su condición de bastardo nunca reconocido, estaba allí más fuera de lugar de lo que hubiera estado nunca el mismo Lanzarote. ¿Quién podía criticarle la triquiñuela con la que había obligado a sus parientes a fijarse en él? «Tendríamos que haberlo traído a la corte mucho antes —pensó—, para que Arturo lo reconociera en privado, ya que no podía hacerlo en público. Está mal que un hijo del rey se vea obligado a esto.»
Lanzarote apoyó las manos en la frente del joven.
—Os confiero el honor de ser caballero de la mesa redonda, con permiso de nuestro rey. Servidle siempre. Y ya que habéis ganado este honor más por astucia que por fuerza bruta, os llamaréis entre nosotros, no Gwydion, sino Mordret. Levantaos, señor Mordret, y ocupad vuestro lugar entre los caballeros de Arturo.
Gwydion, ahora Mordret, se levantó para devolver con calor el abrazo del caballero. Parecía profundamente conmovido, casi como si no oyera los vítores y los aplausos.
—He conquistado el premio del día —dijo con voz quebrada—, quienquiera que sea declarado vencedor en estos juegos, mi señor Lanzarote.
—No —dijo Morgana en voz baja, junto a su tía—, no lo entiendo. Eso es lo último que habría esperado.
Hubo una larga pausa antes de que los caballeros formaran para el combate final. Morgause bajó al campo para reunirse con algunos de los jóvenes; entre ellos estaba Gareth, cuya cabeza sobresalía por encima de las demás. Parecía estar hablando con Lanzarote pero, al acercarse, descubrió que estaba frente a Gwydion. Su voz sonaba colérica; ella sólo captó las últimas palabras.
—¿… Qué daño te ha hecho? ¿Por qué tenías que ridiculizarlo ante todos?
El otro se echó a reír.
—Si nuestro primo necesita protección en un campo lleno de amigos, que Dios lo ayude cuando caiga entre sajones o nórdicos. Y después de tantos años, hermano, ¿sólo piensas en resanarme por haber incomodado a quien quieres bien?
Gareth, riendo, lo encerró en un enorme abrazo.
—Sigues siendo el mismo temerario. ¿Cómo se te ocurrió hacerlo? Arturo te habría armado caballero si se lo hubieras pedido.
Morgause recordó que su hijo no sabía toda la verdad sobre los orígenes de Gwydion; sin duda sólo se refería a su parentesco con Morgana.
—No lo dudo —dijo Gwydion—. También lo habría hecho contigo por Gawaine, pero tú no escogiste ese camino, hermano. —Rió entre dientes—. Creo que Lanzarote me debe algo por todos estos años de andar por el mundo llevando su cara.
Gareth se encogió de hombros.
—Bueno, como no parece guardarte rencor, supongo que yo también tengo que perdonarte. Ya has visto lo grande que es su corazón.
—Sí —reconoció el menor, delicadamente—, es tan —al levantar la cabeza vio a Morgause—. Madre, ¿qué hacéis aquí? ¿En qué puedo serviros?
—Sólo vine a saludar a Gareth, que no me ha dirigido la palabra en todo el día —dijo ella. El gigante se inclinó para besarle la mano—. ¿Con qué bando lucharás?
—Junto a Gawaine, con los hombres del rey, como siempre —respondió su hijo—. Tienes caballo para participar, ¿verdad, Gwydion? ¿Combatirás junto al rey? Podemos hacerte un lugar.
Gwydion respondió con una de sus enigmáticas sonrisas.
—Ya que Lanzarote me ha hecho caballero, supongo que tendría que combatir junto a él y Accolon, en el bando de Avalón. Pero no voy a participar, Gareth.
—¿Por qué? —inquirió éste—. Es lo que se espera de los caballeros recién armados. Galahad va a participar. ¿Qué pensarán de ti? Que eres cobarde y rehuyes el combate.
—He luchado en los ejércitos de Arturo lo suficiente para que no me importe lo que digan. Pero si quieres, puedes decir que mi caballo está cojo y que no quiero empeorar su lesión. Es una excusa honorable.
—Puedo prestarte uno —adujo Gareth, desconcertado—. Si lo que buscas es una excusa, está bien. Pero ¿por que, Gwydion? ¿O tengo que llamarte Mordret?
—Puedes llamarme como gustes, hermano.
—¿Quieres decirme por qué eludes el combate, Gwydion.
—Sólo a ti puedo permitirte decir eso —replicó el joven—. Pero te lo diré, ya que quieres saberlo: es por tu bien, hermano.
Gareth frunció el entrecejo.
—Dios, ¿qué quieres decir?
—Dios no me interesa mucho. —Gwydion bajó la vista suelo—. Como ya sabes… tengo el don de la videncia.
—Sí, ¿y qué? ¿Soñaste acaso que yo caería ante tu lanza?
—No bromees.
Morgause sintió que se le helaba la sangre en las venas al verla mirada que Gwydion clavaba en su hijo. Éste tragó saliva, corno si se le cerrara la garganta ante esas palabras.
—Me pareció verte… Estabas moribundo. Yo me arrodillaba a tu lado y no me hablabas… Y entonces supe que era por culpa mía que yacías sin vida.
Gareth lanzó un silbido sordo. Pero luego descargó una palmada en el hombro de su hermano adoptivo.
—Es que yo no tengo mucha fe en los sueños y en las visiones, muchacho. Y del destino nadie escapa. ¿No te enseñaron eso en Avalón?
—Sí —reconoció Gwydion, delicadamente—. Y si cayeras en combate, aunque fuera por mi culpa, sería obra del destino… Pero no quiero tentarlo por juego, hermano. Hoy no combatiré, y que digan lo que gusten.
Gareth aún parecía inquieto, pero besó la mano a su madre y se alejó. Morgause quiso preguntar a Gwydion qué había visto, pero él estaba ceñudo y cabizbajo.
Para Morgause la última batalla sería siempre algo borroso; el sol comenzaba a producirle dolor de cabeza y estaba deseando que aquello terminara. Además, tenía hambre y desde lejos llegaba el olor de la carne asándose en los fosos.
Galahad recibió el premio por el bando de Lanzarote, según lo indicaba la costumbre para el caballero que hubiera sido armado ese día. Repartidos los premios menores, los caballeros se refrescaron con cubos de agua y fueron a ponerse ropa limpia, mientras las señoras se arreglaban en un cuarto puesto a su disposición.
—¿Qué opináis? ¿Os parece que Lanzarote se ha ganado un enemigo? —preguntó Morgause a Morgana.
—Creo que no —respondió su sobrina—. ¿No visteis cómo se abrazaban?
—Parecían padre e hijo. ¡Ojalá lo fueran!
Pero la cara de Morgana parecía de piedra.
—Han pasado muchos años para hablar de eso, tía.
Ante aquella calma glacial, Morgause sólo pudo decir:
—¿Queréis que os ayude con las trenzas? —Mientras la Peinaba comentó—: Mordret… Bueno, hoy ha demostrado que los sajones lo bautizaron bien. Se ha ganado un sitio por valor y descaro, en vez de exigirlo de Arturo por parentesco. Pero ignoraba que fuera tan buen combatiente. ¡Se las compuso para ser la nota brillante del día! Aunque Galahad haya ganado el premió, nadie hablará más que de la osadía de Mordret.
Una de las damas de la reina se acercó a ellas.
—Ignoraba que tuvierais un hijo, señora Morgana.
—Yo era muy joven cuando nació —dijo sin alterarse—, Morgause lo ha criado. Yo misma casi lo había olvidado.
—Debéis de estar muy orgullosa de él. ¡Y qué apuesto! Tanto como el mismo Lanzarote —comentó la mujer, con ojos brillantes.
—¿Verdad que sí? —El tono de Morgana era muy cortés; sólo su tía, que la conocía bien, supo que estaba enfadada—. Creo que el parecido los incomoda a ambos. Pero Lanzarote y yo somos primos hermanos; cuando éramos niños, me parecía más a él que a Arturo. Nuestra madre era alta y pelirroja, como la reina Morgause, pero la señora Viviana descendía del antiguo pueblo de Avalón.
—¿Y quién es el padre? —preguntó la mujer.
Morgana apretó los puños, pero respondió con una sonrisa benévola.
—Es hijo de Beltane; el Dios reclama a todos los niños engendrados en los bosques. No olvidéis que fui discípula de la Dama del Lago.
La mujer trató de ser cortés.
—¿Allí todavía se mantienen los ritos antiguos?
—Y la Diosa permita que continúen hasta el fin del mundo.
Tal como esperaba, eso acalló a la mujer. Morgana le volvió la espalda para dirigirse a su tía.
—¿Estáis lista, señora? Bajemos al salón. —Y al salir del cuarto dejó escapar un largo suspiro de exasperación y alivio—. ¡Tontas chismosas! ¿No tienen otra cosa que hacer?
—Probablemente no —respondió Morgause—. Sus muy cristianos padres y maridos se aseguran de que no tengan otra cosa en que ocupar la mente.
Las puertas del gran salón estaban cerradas, para que todos entraran al mismo tiempo.
—De año en año, Arturo aumenta la pompa —comento Morgause—. Ahora, gran procesión de entrada, supongo.
—¿Qué esperabais? Ahora que no hay guerras tiene que apelar ala imaginación de su pueblo; he oído que fue un consejo de Merlín. —Sonrió de verdad, por primera vez en todo e día—. Incluso Arturo sabe que no puede retener a los suyos solo con una misa y un festín. Si no hay ninguna maravilla a la vista, no dudo que el rey y Merlín prepararán alguna. ¡Lástima que no pudieran demorar el eclipse hasta hoy!
—¿Se vio en Gales? —preguntó Morgause—. Mi gente se asustó. Y las necias de Ginebra debieron de chillar como si fuera el fin del mundo.
—Ginebra tiene pasión por rodearse de necias. Pero ella no lo es, aunque le guste parecerlo. No me explico cómo las tolera. —Tendríais que ser más paciente —advirtió la tía—. Me extraña que no hayáis aprendido mejor el oficio de reina, después de vivir tanto tiempo junto a Uriens. Una mujer siempre depende de la buena voluntad de otras mujeres. ¿No lo aprendisteis en Avalón?
—Las mujeres de Avalón no son necias. Pero Morgause la conocía lo suficiente para saber que su enfado disimulaba la soledad y el sufrimiento. —¿Por qué no volvéis allí, sobrina? Morgana inclinó la cabeza, sabiendo que ese tono amable podía hacerla romper en llanto.
—Todavía no ha llegado el momento. Se me ha ordenado permanecer junto a Uriens.
—¿Y Accolon?
—Oh, bueno, con Accolon. Debí prever que me lo reprocharíais.
—Nadie menos que yo —dijo Morgause—. Pero Uriens no vivirá mucho tiempo.
La voz de Morgana fue tan glacial como su cara. —Eso creía yo el día en que nos casaron, hace años. Puede vivir tanto como el mismo Taliesin, que murió con más de noventa años.
Arturo y Ginebra avanzaban lentamente hacia la vanguardia de la fila; él, resplandeciente con sus vestiduras blancas; ella, a su lado, exquisita con sus níveas sedas y sus joyas. Las grandes puertas se abrieron de par en par y ambos entraron. Luego, Morgana, con su esposo y los hijos de éste; Morgause y los suyos, Lanzarote y su familia y, finalmente, los demás caballeros, que fueron ocupando sus puestos ante la mesa redonda.