Morgana enarcó las cejas.
—¿Quién? ¿Accolon?
—Bien sabéis a quién me refiero. Lanzarote era hijo de Viviana y vos os criasteis junto a ella. ¿Quién podría criticaros?. Decidme la verdad, Morgana: ¿quién es el padre de ese apuesto mozo? No puede haber sido ningún otro, ¿cierto?
Morgause, riendo, trató de romper la tensión.
—Bueno, todas estamos enamoradas de Lanzarote, por supuesto. ¡Qué carga para él!
—No comes nada, Morgana —observó Ginebra—. Si esto no te agrada, puedo hacerte traer algo de las cocinas. ¿Una loncha de jamón, un vino mejor?
Morgana negó con la cabeza y se llevó un trozo de pan a la boca. Ante sus ojos bailaban puntos grises. Si la anciana reina de Gales del norte se desmayaba como una joven embarazada tendrían tema para animar muchos días aburridos. Se clavó las uñas en la palma de las manos para alejar el mareo.
—Anoche bebí demasiado. Bien sabéis que no tengo resistencia para el vino, Ginebra.
—¡Y qué buen vino era! —exclamó Morgause, chasqueando los labios.
Pero Morgana sintió su mirada interrogante fija en ella. Si algo no se podía ocultar era un embarazo. ¿Y por qué ocultarlo, si estaba legalmente casada? Habría risas si el anciano rey y su madura esposa tenían un hijo a esa avanzada edad, pero serían risas bonachonas. No obstante Morgana se sentía a punto de estallar por la fuerza de su cólera.
Cuando todas las damas se hubieron retirado, dejándola a solas con Ginebra, la reina le cogió la mano, diciendo en tono de disculpa:
—No tienes buen semblante, Morgana. Te convendría volver a la cama.
—Quizás —reconoció, mientras pensaba: «Ginebra no podría entender lo que me pasa. Si esto le sucediera a ella, aun ahora se alegraría.»
La reina enrojeció bajo su mirada furiosa.
—Lo siento. No pensé que mis damas te provocarían así. Tendría que haberlas acallado, querida.
—¿Crees que me importa lo que píen esos gorriones? —replicó Morgana, con un desprecio tan cegador como su jaqueca—. ¿Cuántas de tus damas saben quién engendró realmente a mi hijo?
Ginebra pareció asustarse.
—No creo que sean muchas… Las que estaban presentes anoche, cuando Arturo lo reconoció… y el obispo Patricio.
Morgana, al observarla, parpadeó. «¡Qué bien la tratan los «nos! Está cada vez más encantadora, mientras yo me marchito como un viejo escaramujo.»
—Pareces tan cansada, Morgana… —dijo Ginebra. Era sorprendente que, a pesar de la antigua enemistad, hubiera también amor entre ellas—. Ve a descansar, querida hermana.
«¿O es sólo porque ya quedamos tan pocas de las que pasamos juntas la juventud?»
Merlín también había envejecido y los años no lo trataban tan bien como a Ginebra; estaba más encorvado y caminaba con un bastón, arrastrando una pierna; los brazos musculosos parecían ramas de un vetusto roble. Sólo las manos conservaban los movimientos exactos y encantadores, pese a lo torcido e hinchado de los dedos. Rechazó parcamente el ofrecimiento de vino o un refrigerio y, siguiendo la vieja costumbre, se dejó caer en el asiento sin pedir licencia.
—Creo que os equivocáis, Morgana, al acosar a Arturo por
Escalibur
.
—No contaba con vuestra aprobación, Kevin —dijo ella, con voz dura y maliciosa—. Sin duda estáis de acuerdo con cualquier uso que él quiera dar a la Regalía Sagrada.
—No le veo nada malo. Todos los dioses son uno, y si nos unimos al servicio de ese Uno…
—¡Pero si por eso peleo! —manifestó Morgana—. El Dios de ellos tiene que ser el Uno… y el único, eliminando toda mención de la Diosa a la que servimos. Escuchad, Kevin: ¿no veis que esto empequeñece el mundo? ¿Por qué no puede haber muchos caminos? Que los sajones sigan el suyo; nosotros, el nuestro, y los cristianos a su Cristo, sin restringir los otros cultos.
Kevin negó con la cabeza.
—No lo sé, querida. Los hombres parecen haber cambiado profundamente su manera de mirar el mundo, como si una verdad tuviera que suprimir a las otras.
—Pero la vida no es tan simple.
—Yo lo sé, vos lo sabéis y, con el tiempo, hasta los curas lo descubrirán.
—Pero ya será demasiado tarde, si por entonces han eliminado del mundo a las otras verdades.
Kevin suspiró.
—Existe un destino que nadie puede detener, Morgana, y creo que nos enfrentamos a ese día. —Le cogió la mano; ella nunca lo había oído hablar con tanta suavidad—. No soy vuestro enemigo. Os amo y sólo os deseo el bien. Nadie puede resistirse a las mareas o a los hados. Os aseguro, Morgana, que lo cristianos son como una marejada que barrerá a todos los hombres como a pajuelas.
—¿Y cuál es la solución?
Kevin inclinó la cabeza, como si quisiera apoyarla en su seno, buscando una Diosa Madre que calmara su miedo y su desesperación.
—Quizá no haya solución —musitó con voz ahogada— Quizá no hay Dios ni Diosa y estamos riñendo por palabras necias. No quiero pelear con vos, Morgana de Avalón, pero tampoco me quedaré cruzado de brazos mientras arrojáis nuevamente a este reino a la guerra y el caos, destruyendo la paz que Arturo nos ha dado. Os digo, Morgana, que he visto cerrarse la oscuridad Tal vez podamos conservar en Avalón la sabiduría secreta, pero ya no podremos extenderla nuevamente a todo el mundo. ¿Creéis que me asusta morir para que algo de Avalón pueda sobrevivir entre los hombres?
Lenta, hipnóticamente, Morgana alargó una mano para enjugarle las lágrimas, pero la retiró con súbito miedo. Su visión se empañó: había tocado una llorosa calavera y tuvo la impresión de que su propia mano era la esquelética mano de la Parca. Kevin también lo vio, por un momento la miró fijamente, horrorizado. Luego aquello desapareció. Morgana se oyó decir con dureza:
—Y así permitiréis que la espada sagrada de Avalón salga al mundo, para convertirse en la espada vengadora del Cristo.
—Prefiero que esté en el mundo, donde los hombres puedan seguirla, no escondida en Avalón. ¿Qué importa a qué dioses invoquen, mientras la sigan?
—Para impedirlo estoy dispuesta a morir —replicó Morgana, firme—. Tened cuidado, Merlín de Britania: el gran matrimonio os compromete a morir por la salvaguarda de los Misterios. ¡Cuidad que no se os exija cumplir con ese juramento!
Los bellos ojos de Kevin se clavaron en los suyos.
—¡ Ah, señora mía, os lo ruego! Pedid consejo a Avalón antes de actuar. En verdad creo que ha llegado el momento de que volváis allí.
La voz de Morgana se quebró por las lágrimas que la habían abrumado durante todo el día.
—Ojalá… ojalá pudiera regresar. Si no me atrevo aires por lo mucho que lo deseo. Sólo iré cuando pueda quedarme para siempre.
—Regresaréis, pues lo he visto —dijo Kevin, pesadamente—. Pero yo no. No sé cómo, amor mío, pero sé que jamás volveré a beber del Pozo Sagrado.
Morgana observó el cuerpo feo y deforme, las manos finas, los bellos ojos. Aún lo amaba, lo amaría hasta que ambos hubieran muerto; lo conocía desde los inicios del tiempo y juntos habían servido a la Diosa. Tuvo la sensación de que ambos estaban fuera del tiempo: ella le daba la vida, lo talaba como árbol para que volviera a brotar en el trigo; él moría según su voluntad y ella, en sus brazos, tornaba a la vida: el antiguo drama sacerdotal que se desarrollaba desde antes de que druidas o cristianos pisaran la tierra. «¿Y él sería capaz de abandonarlo todo?»
—Si Arturo falta a su juramento, ¿no tengo que reclamárselo?
Kevin dijo:
—Algún día la Diosa se lo reclamará a su modo. Pero Arturo es rey de Britania por Su voluntad. ¡Cuidado os digo, Morgana de Avalón! ¿Osaréis enfrentaros a los hados que rigen este suelo?
—¡Hago lo que la Diosa me ha ordenado!
—¿La Diosa… o vuestro orgullo, vuestra ambición por los que amáis? Os lo repito, Morgana: andad con cuidado. Bien puede ser que el tiempo de Avalón haya pasado y con él, el vuestro.
Entonces se quebró el fiero control que Morgana se había impuesto.
—¿Y os atrevéis a llevar el título de Merlín de Britania? —le gritó—. ¡Fuera de aquí, maldito traidor! —Recogió el huso para arrojárselo a la cabeza—. ¡Fuera! ¡Fuera de mi vista y maldito seáis por siempre! ¡Fuera de aquí!
E
n la alcoba que Ginebra había asignado al rey Uriens y a su familia. Morgana se peinó con lentos movimientos e hizo que su doncella le pusiera un vestido limpio. Uriens se quejaba de que, tras haber comido y bebido demasiado, no estaba con ánimo para una audiencia.
—Ve a la cama, pues —dijo Morgana—. Soy yo quien tiene algo que decirle. Esto no tiene nada que ver contigo.
—No es así —objetó Uriens—. Yo también fui educado en Avalón. ¿Crees acaso que me gusta ver los objetos sagrados puestos al servicio de un Dios cristiano, empeñado en borrar del mundo cualquier otra sabiduría? No, Morgana. Irá también el reino de Gales del norte: yo, su rey, y Accolon, que tiene que gobernar cuando yo no esté.
—Mi padre tiene razón, señora. —Accolon la miró a los ojos—. Nuestro pueblo confía en que no lo traicionaremos. Arturo tiene que saber que Gales del norte no caerá mansamente bajo el imperio de los cristianos.
Morgana se encogió de hombros.
—Como gustéis.
«He sido una necia —pensaba—. Fui la sacerdotisa de su consagración y le di un hijo. Tendría que haber usado la influencia que tenía sobre su conciencia para convertirme en el poder detrás del trono. Y mientras me escondía a lamer mis heridas, como los animales, perdí mi dominio sobre Arturo. Pude haber mandado y ahora tengo que implorar, sin tener siquiera el imperio de la Dama.»
Iba ya hacia la puerta cuando alguien llamó. Era Gwydion. Aún llevaba la espada sajona que Lanzarote le había ceñido, pero ya no vestía armadura, sino una rica túnica escarlata.
Es de Lanzarote —explicó, al ver que Morgana la observaba—. Arturo me ha mandado decir que quiere verme en sus habitaciones, y como mi única vestimenta estaba arrugada y sucia, Lanzarote se ofreció a prestarme una. Al vérmela puesta dijo que podía quedármela, puesto que me sentaba tan bien y casi no había recibido regalos en mi consagración, cuando el rey hizo tantos a Galahad. ¿Acaso sabe que Arturo es mi padre?
Uriens parpadeó, sorprendido, pero no dijo nada. Accolon negó con la cabeza.
—No, hermanastro. Simplemente, Lanzarote es el más generoso de los hombres. También vistió a Gareth cuando vino a la corte, desconocido hasta para sus hermanos. Si os preguntáis si a Lanzarote le gusta mucho ver sus presentes lucidos por jóvenes apuestos, eso también se ha dicho, aunque no sé de nadie con quien haya tenido un gesto que no fuera de caballeresca cortesía.
—¿De veras? —musitó Gwydion. Morgana notó que guardaba la información como un avaro el oro en su cofre. Luego dijo lentamente—: Ahora recuerdo que en la corte de Lot se burlaron de él por sus canciones sobre el amor entre caballeros. Desde entonces sólo celebra la belleza de nuestra reina o aventuras caballerescas.
Morgana no pudo soportar el tono desdeñoso de su voz.
—Si has venido a reclamar un regalo por tu nombramiento, hablaré contigo después de mi audiencia con Arturo. Ahora no.
Gwydion bajó la vista a sus zapatos. Era la primera vez que parecía perder la seguridad en sí mismo.
—El rey también ha mandado por mí, madre. ¿Puedo ir con vos?
Eso estaba un poco mejor: que pudiera confesar así su vulnerabilidad.
—Arturo no quiere perjudicarte, hijo mío, pero si prefieres presentarte con nosotros, a lo sumo te mandará salir para hablar aparte contigo.
—Venid, hermanastro —invitó Accolon, tomándolo del brazo de modo que el joven pudiera verle las serpientes tatuadas en las muñecas—. Mi padre irá primero con su señora; vos y yo los seguiremos.
A Morgana le gustó que Accolon se hiciera amigo de su hijo y lo reconociera como hermano. Pero al mismo tiempo se sintió estremecer. Uriens la cogió de la mano.
—¿Tienes frío, Morgana? Coge tu manto.
En las habitaciones del rey había fuego encendido y se oían los sones de un arpa. Arturo estaba sentado en una silla de madera cargada de almohadones. Ginebra bordaba una estrecha faja con hebras de oro. El criado anunció ceremoniosamente:
—El rey y la reina de Gales del norte, con su hijo Accolon y el señor Lanzarote…
Ginebra levantó la vista y se echó a reír, corrigiendo:
—No, aunque el parecido es mucho. Es el señor Mordret, a quien vimos armar caballero el día de hoy.
Gwydion se inclinó ante la reina sin decir nada. Pero en esa reunión familiar Arturo no estaba dispuesto a ceremonias.
—Sentaos todos. Voy a ordenar que traigan vino.
Uriens protestó:
—Ya he tomado vino suficiente para poner a flote un barco Arturo. Para mí no, gracias. Tal vez los jóvenes tengan más resistencia.
Ginebra se acercó a su cuñada. Morgana comprendió que, si no hablaba inmediatamente, Arturo iniciaría una conversación con los hombres, esperando que ella se sentara en un rincón con la reina, a discutir en susurros cosas de mujeres: bordados, criados y embarazos. Hizo un gesto al criado que llevaba el vino:
—Yo tomaré una copa —dijo, recordando con dolor que, como sacerdotisa de Avalón, se había enorgullecido de beber sólo agua del Pozo Sagrado. Después del primer sorbo dijo—: Me inquieta profundamente la recepción dada a los enviados sajones, Arturo. No, no hablo como mujer que se entromete en asuntos de estado. Soy la reina de Gales del norte y la duquesa de Cornualles. Lo que afecte al reino me afecta a mí también.
—Entonces tendrías que alegrarte de que haya paz —observó Arturo—. Me he esforzado toda la vida en poner fin a las guerras con los sajones. Al principio creí que sólo acabarían cuando se les obligara a retroceder hasta el otro lado del mar. Pero la paz es la paz; si se puede conquistar con un tratado, sea. Hay muchas maneras de utilizar un toro, aparte de asarlo para la cena. Resulta igualmente efectivo castrarlo y ponerlo a tirar del arado.
—¿O reservarlo para servir a las vacas? ¿Pediréis a vuestros reyes vasallos que casen a sus hijas con los sajones, Arturo.
—Quizá. Los sajones son sólo hombres y tienen los mismos deseos de paz. Ellos también han vivido en tierras asoladas una y otra vez.
—Yo también ansío la paz y la recibo de buen grado, aún con los sajones —dijo Morgana—, pero ¿habéis hecho que renuncien a sus dioses para aceptar el vuestro al hacerlos jurar sobre la cruz?