—Venid, señora; poneos el vestido —dijo—. Os ayudaré a recogeros el pelo. No conviene que os presentéis ante el rey desnuda. Y agradeced que hubiera aquí una mujer. —Miró despectivamente a los hombres—. Éstos querían esperar y atraparle mientras os montaba.
Ginebra se encogió ante la brutalidad de las palabras. Lentamente, con dedos torpes, empezó a ponerse la túnica.
—¿Es preciso que me vista delante de todos estos hombres?
Gwydion no esperó a que Morgause respondiera:
—¡No tratéis de ablandarnos, mujer desvergonzada! ¿Osaréis fingir que os resta algo de decencia o de pudor? ¡Poneos ese vestido, señora, si no queréis que mi madre os meta en él como en un saco!
«Madre, la llama. No me extraña que Gwydion sea implacable y cruel, si lo ha criado la reina de Lothian.» Sin embargo, Morgause se le había revelado muchas veces como una mujer simplemente perezosa, alegre y llena de apetitos; ¿qué podía haberla llevado a aquello?
Mientras Ginebra se ataba los cordones del calzado, Lanzarote preguntó en voz baja:
—¿Es mi espada lo que pedís, pues?
—Ya lo sabéis —dijo Gawaine.
—Bien, entonces… —Moviéndose a tal velocidad que la vista apenas pudo seguirlo, Lanzarote saltó hacia Gawaine y, en otro movimiento felino, le quitó la espada—. ¡Venid a buscarla, condenados!
Y embistió contra Gwydion, quien cayó aullando, con una gran herida sangrante en las nalgas. Luego, mientras Cay se adelantaba con la espada en la mano, el caballero del lago lo empujó con una almohada, haciéndolo caer contra los hombres que avanzaban, quienes tropezaron con él. Luego subió de un salto al lecho y dijo secamente a Ginebra:
—¡Estate muy quieta y preparada!
Con una exclamación ahogada, ella se acurrucó en un rincón. Iban de nuevo hacia él. Lanzarote atravesó a uno con la espada, se trabó en breve combate con otro y, pasando por sobre su cadáver, embistió contra un atacante que permanecía en las sombras. La gigantesca silueta de Gareth se derrumbó lentamente. Lanzarote ya estaba batiéndose con otro, pero Gwydion, sangrante, gritó:
—¡Gareth! —Y se arrojó sobre el cuerpo de su hermano adoptivo.
En esa pausa horrenda, mientras Gwydion sollozaba, Ginebra sintió que Lanzarote la alzaba con un brazo. Giró para clavar la espada en alguien que estaba junto a la puerta. Un momento después la dejaba en el corredor, empujándola hacia delante con frenética prisa. Alguien surgió de la oscuridad; él lo liquidó mientras corría.
—Hacia las cuadras —jadeó—. Caballos. Sal, deprisa.
—¡Espera! —Ginebra lo sujetó por un brazo—. Si imploramos la piedad de Arturo… o si escapas mientras yo me quedo a afrontarlo…
—Gareth podría haber hecho justicia. Pero con la mano de Gwydion en esto, ¿crees que alguno de los dos llegará vivo ante el rey? ¡Bien puesto tiene el nombre de Mordret!
La llevó precipitadamente a la cuadra y ensilló su caballo.
—No hay tiempo para buscar el tuyo. Monta detrás de mí y sujétate bien. Tendré que arrollar a los guardias de la puerta.
Y Ginebra cayó en la cuenta de que estaba ante un Lanzarote distinto: no era su amante, sino el encallecido guerrero. ¿A cuántos había matado esa noche? No tuvo tiempo para sentir miedo, pues él ya la estaba subiendo a su grupa.
—Aférrate a mí. No podré cuidarte. —Luego giró para darle un duro beso—. Esto es culpa mía. Tendría que haber previsto que ese bastardo infernal nos estaría espiando. Bueno, como sea, al menos ha terminado. Basta de mentiras y de ocultarnos. Eres mía para siempre.
Y se apartó. Ginebra notó que temblaba, pero él aferró salvajemente las riendas.
—¡Allá vamos!
Morgause, horrorizada, vio que Gwydion se arrodillaba junto a su hijo menor. Recordó las palabras dichas medio en serio, años atrás… Gwydion se había negado a participar en los torneos cuando Gareth estaba en el bando opuesto: «Me parecía que estabas moribundo, y yo sabía que era culpa mía… No quiero tentar al destino.»
Lo había hecho Lanzarote. Lanzarote, a quien Gareth había amado siempre como a ningún otro hombre.
Uno de los que estaban en la habitación se adelantó para decir:
—Se escapan.
—¿Qué puede importarme? —Gwydion hizo una mueca de dolor.
Morgause cayó en la cuenta de que su sangre se estaba mezclando en el suelo con la de Gareth. Entonces cogió la sábana de hilo de la cama y la desgarró para taponar la herida del joven.
Gawaine dijo, sombrío:
—Ahora nadie, en toda Britania, les dará cobijo. Lanzarote es un proscrito. Se le ha sorprendido en acto de traición a su rey y ha perdido el derecho a la vida. ¡Dios, cómo lamento que hayamos llegado a esto!
Después de echar un vistazo a la herida de Gwydion se encogió de hombros.
—Es superficial. Ya está dejando de sangrar. Cicatrizará, pero no podrás sentarte cómodamente durante varios días. Gareth… —Se le quebró la voz; el hombre rudo y encanecido rompió en sollozos como un niño—. Gareth tuvo peor suerte. Y Lanzarote pagará esto con su vida, aunque me cueste la mía. ¡Ah, Dios, Gareth, mi pequeño, mi hermano…!
Y Gawaine se agachó para acunar ese corpachón, diciendo con dificultad:
—¿Valía la pena, Gwydion? ¿Valía la vida de Gareth?
—Ven, muchacho —dijo Morgause, con un nudo en la garganta. Gareth, su pequeño, su último hijo: lo había perdido mucho tiempo antes por Arturo, pero aún recordaba al niño rubio con su caballero de madera pintada en las manos. «Algún día vos y yo iremos juntos en una gesta, señor Lanzarote…» Siempre Lanzarote. Pero ahora Lanzarote se había excedido. En todo el país, todas las manos se alzarían contra él. Pero aún tenía a su querido Gwydion, el que iba a ser rey, a su lado.
—Ven, muchacho, vamos; ya no puedes hacer nada por Gareth. Deja que te vende la herida. Luego iremos en busca de Arturo y le contaremos lo que ha sucedido, para que haga salir a sus hombres en busca de los traidores…
Gwydion retiró el brazo que ella sujetaba.
—Apártate de mí ¡y maldita seas! —dijo con voz terrible—. Gareth era el mejor de nosotros. ¡No lo habría sacrificado por diez reyes! Fuiste tú, con tu inquina, siempre azuzándome contra Arturo. ¡Como si me importara con quién duerme la reina! ¡Como si Ginebra fuera peor que tú, que siempre tuviste a alguien en tu cama!
—Oh, hijo mío —susurró Morgause, asustada—. ¿Cómo puedes hablarme así? Gareth era mi hijo…
—¿Cuándo te cuidaste de Gareth ni de nosotros, de nada que no fuera tu placer y tu ambición? ¡No me empujaste hacia el trono por mi propio bien, sino para ejercer el poder! —Gwydion apartó las manos con que ella intentaba aferrado—. ¡Vuelve a Lothian! ¡Vuelve al infierno, si el diablo te acepta! Pero si vuelvo a verte, juro que me olvidaré de todo, salvo de que mataste al único hermano que amé.
Y mientras Gawaine sacaba apresuradamente a su madre de la alcoba, Morgause oyó que el joven volvía a sollozar:
—Oh, Gareth, Gareth, preferiría haber muerto yo…
Gawaine ordenó brevemente:
—Cormac, lleva a la reina de Lothian a su cuarto.
Un brazo fuerte la sostuvo para caminar por el pasillo. Cuando aquellos horribles sollozos quedaron atrás, Morgause volvió a respirar libremente. ¿Cómo podía el muchacho volverse así contra ella, que sólo buscaba su bien? Guardaría un duelo decente por Gareth, claro, pero había sido un hombre de Arturo. Gwydion tendría que haberlo entendido así. Levantó la vista hacia Cormac.
—No puedo caminar tan deprisa. Aminora el paso.
—Por supuesto, mi señora.
Morgause era muy sensible al brazo que la envolvía y le prestaba apoyo. Se recostó un poco contra él. Aunque se había jactado ante Ginebra de su joven amante, la verdad era que aún no lo había llevado a su cama; lo mantenía en suspenso, demorando las cosas.
—Siempre has sido fiel a tu reina, Cormac.
—Soy fiel a mi casa real, como lo ha sido toda mi familia —dijo el mozo en el idioma del norte.
Morgause sonrió.
—Aquí está mi alcoba. Ayúdame a entrar, ¿quieres? Apenas puedo caminar…
Cormac la sostuvo hasta depositarla en el lecho.
—¿Quiere mi señora que llame a sus damas?
—No —susurró Morgause, sujetándole las manos; sabía que sus lágrimas eran seductoras—. Has sido leal a mí, Cormac, y ahora voy a recompensar tu lealtad. Ven…
Le alargó los brazos, con los ojos casi cerrados, pero volvió a abrirlos con espanto, viendo que él se apartaba con azoramiento.
—Creo… Creo que estáis perturbada, señora —tartamudeó—. ¿Por quién me tomáis? ¡Caramba, señora, si os respeto como a mi propia abuela! ¿Iba yo a aprovecharme de una anciana trastornada por el dolor? Permitid que llame a vuestra criada para que os prepare un buen ponche, y me olvidaré de lo que habéis dicho en el desvarío del pesar, señora.
Morgause acusó el golpe en la boca del estómago y sus ecos repetidos en el corazón: «mi propia abuela…», «anciana…», «el desvarío del pesar…». El mundo entero había enloquecido: Gwydion, loco de ingratitud; ese hombre, que tanto tiempo la había mirado con deseo, se volvía contra ella. Quiso gritar, llamar a sus criados para que lo azotaran hasta dejarlo ensangrentado y aullando. Pero cuando abrió la boca para hacerlo, sobre ella pareció descender todo el peso de su vida en un cansancio mortal.
—Sí —dijo inexpresivamente—, no sé lo que digo. Llama a mis mujeres, Cormac, y diles que me traigan un poco de vino. Al amanecer partiremos hacia Lothian.
Y quedó sentada en la cama, sin fuerzas para levantar las manos.
«Soy una anciana. Y he perdido a mi hijo Gareth, y he perdido a Gwydion, y jamás podré reinar en Camelot. He vivido demasiado tiempo.»
A
ferrada a la espalda de Lanzarote, con la túnica recogida por encima de las rodillas y las piernas desnudas colgando, Ginebra cerró los ojos. Galopaban en mitad de la noche y no sabía hacia dónde. Lanzarote era un extraño guerrero de rasgos duros al que ella no conocía. «En otros tiempos me habría aterrorizado viajar así, por la noche y a cielo abierto…» Pero se sentía exaltada, llena de entusiasmo. En el fondo de su mente también había dolor: pesar por el amable Gareth, que había sido como un hijo para Arturo y merecía mejor suerte que morir así; ¿sabría Lanzarote a quién había matado? Y también se apenaba por el fin de su vida con Arturo. Tras lo que había sucedido esa noche, ya no había modo de regresar. Tuvo que inclinarse hacia delante para oír a Lanzarote.
—Tendremos que detenernos pronto. El caballo tiene que descansar. Y si continuamos a la luz del día, mi cara y la tuya son conocidas en todo este paraje.
Ginebra asintió con la cabeza, sin aliento para hablar. Al cabo de un rato se adentraron en un bosquecillo, donde Lanzarote frenó al animal y la bajó de la montura. Después de abrevar al caballo, extendió su manto en el suelo para que ella se sentara.
—Aún tengo la espada de Gawaine —dijo—. Cuando era niño oía hablar de la locura del guerrero, pero no sabía que la llevábamos en la sangre. —Suspiró pesadamente—. Hay sangre en el acero. ¿A quién maté, Ginebra?
Ella no soportaba verlo tan angustiado y culpable.
—Hubo más de uno.
—Sé que herí a Gwydion… Mordret, maldito sea. Lo herí cuando aún era responsable de mis actos. —Su voz se endureció—. No creo haber tenido la suerte de matarlo, ¿verdad?
Ginebra negó con la cabeza.
—¿A quién?
No contestó. Lanzarote se inclinó para asirla por los hombros, con tanta brusquedad que ella temió por un instante al guerrero, como no había temido al amante.
—¡Dímelo, Ginebra, por el amor de Dios! ¿Maté a mi primo Gawaine?
A eso pudo responder sin vacilación:
—No. Te lo juro. A Gawaine, no.
—Pudo haber sido cualquiera —musitó Lanzarote, mirando fijamente la espada. De pronto se estremeció—. Te lo juro, Ginebra: no sabía siquiera que tuviese una espada en la mano. Golpeé a Gwydion como si hubiera sido un perro. Después, sólo recuerdo que cabalgábamos… —Y se arrodilló ante ella, trémulo—. Creo que he enloquecido otra vez, como antes.
Ginebra lo estrechó contra sí, en una pasión de salvaje ternura.
—No, no —murmuró—. Ah, no, amor mío. Yo soy la culpable de todo esto: la desgracia, el exilio.
—¿Y lo dices tú, cuando yo te he alejado de cuanto tenías?
Temeraria, Ginebra se apretó contra Lanzarote, diciendo:
—¡Ojalá lo hubieras hecho antes!
—Ah, aún no es tarde. Contigo a mi lado vuelvo a ser joven. Y tú…, nunca te he visto más hermosa, amor mío. —La acostó de espaldas en el manto, riendo con súbito abandono—. Ah, ya no hay nada que se interponga entre nosotros, nada que nos interrumpa, Ginebra, mi Ginebra…
Al dejarse abrazar, ella recordó el sol naciente y una habitación en el castillo de Meleagrant. Así volvía a ser. Y se aferró a él, como si no hubiera otra cosa en el mundo para ellos, nunca más.
Durmieron un poco, acurrucados en el manto, y despertaron todavía abrazados; el sol los buscaba por entre las ramas verdes. Lanzarote le tocó la cara, sonriendo.
—¿Sabes que nunca había despertado entre tus brazos sin miedo? Ahora soy feliz, pese a todo…
Y rió con un tono de desenfreno. Tenía la túnica arrugada y hojas en el pelo blanco y en la barba. Ginebra tocó la hojarasca en su cabello, ya medio suelto. No tenía con qué peinarse, pero lo dividió en trozos para trenzarlo y ató el extremo con una tira arrancada del borde de su falda desgarrada.
—¡Qué par de truhanes somos! —exclamó, riendo—. ¿Quién reconocería a la gran reina y al bravo Lanzarote?
—¿Te importa?
—No, amor mío. En absoluto.
Lanzarote se quitó las hojas del pelo y la barba.
—Tengo que ir en busca del caballo —dijo—. Tal vez haya por aquí alguna granja donde nos den pan y un sorbo de cerveza para ti. No tengo una sola moneda, nada de valor, salvo mi espada y esto. —Tocaba un pequeño alfiler de oro prendido a su túnica—. Al menos, por el momento, no somos mendigos. Si pudiéramos llegar al castillo de Pelinor, aún tengo allí la casa donde vivía con Elaine, criados… y oro con que pagar el pasaje del barco. ¿Vendrías conmigo a la baja Britania, Ginebra?
—A cualquier sitio —susurró ella, con voz quebrada.
Y en ese momento lo decía de corazón: a la baja Britania, a Roma, al fin del mundo, mientras pudiera estar con él para siempre. Lo atrajo de nuevo hacia sí y lo olvidó todo entre sus brazos.
Pero horas después, ya montada a su grupa, cayó en un silencio preocupado. Sí, podían cruzar el mar, sin duda. Pero cuando el relato de aquella noche se divulgara por el mundo, sobre Arturo caerían la vergüenza y el desprecio; el honor le obligaría a buscarlos dondequiera que fuesen. Además, tarde o temprano Lanzarote sabría que había matado a su amigo más querido, aparte del mismo rey, y la culpa le consumiría. Tendría que vivir con el amor y el odio desgarrándole el corazón, hasta que algún día la mente se le hiciera pedazos, y entonces caería otra vez en la demencia. Ginebra se apretó al calor de su cuerpo y lloró, con la cabeza apoyada en su espalda. Por primera vez comprendió que, de los dos, ella era la más fuerte. Y eso le partió el corazón con una espada mortífera.