Las mujeres de César (52 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—César, deberíamos cobrar honorarios por este servicio —le dijo con determinación—. ¡Todo ese trabajo y esfuerzo! Las finanzas de Roma deberían recibir algo en compensación.

Pero César se negó a aprobar tal cosa.

—Estoy de acuerdo en que el cobro de honorarios aumentaría los beneficios del Tesoro,
mater
, pero también privaría a los humildes de uno de sus mayores placeres. No. En conjunto, Roma no tiene problemas con sus
proletarii
. Si se mantienen llenas sus barrigas y se les proporcionan los juegos, ya están contentos. Si empezamos a cobrarles por los derechos que les otorga su ciudadanía, convertiremos al proletariado en un monstruo que nos devorará.

Como Craso había pronosticado, la elección de César como pontífice máximo acalló a los acreedores como por arte de magia. El cargo, además, le proporcionaba unos ingresos considerables por parte del Estado, cosa que se podía decir igualmente de los tres
flamines
principales, dialis, martialis y quirinalis. Sus tres residencias estatales se alzaban en la vía Sacra frente a la
domus publica
, aunque desde luego no había ningún
flamen Dialis
, no lo había habido desde que Sila dejara que César se quitase el casco y la capa de sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo; ése ha sido el trato, ningún nuevo
flamen Dialis
hasta después de la muerte de César. Sin duda su casa estatal se había dejado deteriorar y arruinar desde que perdiera a Merula como inquilino veinticinco años antes. Como ahora la casa estaba en su jurisdicción, César tendría que verla, decidir qué había que hacerse en ella y destinar los fondos para las reparaciones sacándoselos del salario no utilizado que César habría cobrado de haber vivido en ella y ejercido como
flamen
. Después de eso, se la alquilaría por una fortuna a algún caballero con aspiraciones que se muriera por tener su domicilio en el Foro Romano. Roma se vería compensada. Pero primero tendría que ocuparse de la Regia y de las oficinas del pontífice máximo.

La Regia era el edificio más antiguo del Foro, porque se decía que había sido la casa de Numa Pompilio, segundo rey de Roma. A ningún sacerdote, excepto al pontífice máximo y al
rex sacrorum
, se le permitía entrar en él, aunque las vestales servían de ayudantes del pontífice máximo cuando éste hacía ofrendas a la diosa Ops, y también empleaba a los acostumbrados sacerdotes subalternos para que le ayudasen y limpiasen después.

La experiencia fue tan pavorosa que cuando César entró se le puso la carne de gallina y los pelos de punta. A causa de los terremotos había sido necesario reconstruirlo al menos en dos ocasiones durante la República, pero siempre sobre los mismos cimientos, y siempre con los mismos bloques de toba sin adornos. No, pensó César mirando a su alrededor, la Regia nunca había sido una casa. Era demasiado pequeña y no tenía ventanas. La forma, decidió, debía de ser deliberada, pues era demasiado extraña para haber obedecido a otros motivos que el hecho de formar parte de algún misterioso ritual. Era un cuadrilátero de la clase que los griegos denominaban trapecio, y no tenía ningún lado que fuera paralelo a otro. ¿Qué sentido religioso habría tenido para aquellas personas que habían existido hacía tanto tiempo? Ni siquiera estaba orientado en ninguna dirección en particular, si ello significaba considerar que algunas de sus paredes eran una fachada. Y quizás ése fuera el motivo. No apuntes a ningún punto de la brújula y así no ofenderás a ningún dios. Sí, había sido un templo desde sus comienzos, César estaba seguro. Allí era donde el rey Numa Pompilio había celebrado los ritos de Roma en sus orígenes.

Había un altar contra la pared más corta; sin duda estaba dedicado a Ops, un
numen
sin rostro, sin sustancia y sin sexo —por comodidad, se hablaba de Ops en femenino— que dirigía las fuerzas que hacían que el Tesoro de Roma se mantuviera repleto y el pueblo romano tuviera lleno el estómago. En el tejado, en el lado más alejado, había un agujero debajo del cual, en un diminuto patio, crecían los árboles de laurel, muy delgados y sin ramas hasta que se asomaban fuera del agujero para beber un poco de sol. Aquel patio no estaba rodeado de muros hasta el techo, pues el constructor se había dado por satisfecho con una cerca de toba que lo rodeaba hasta la altura de la cintura de una persona. Y entre la cerca y la pared del fondo yacían dispuestos en cuatro filas los veinticuatro escudos y las veinticuatro lanzas de Marte, que estaban colocadas en estantes en el rincón del lado de la vía Sacra.

iQué adecuado que por fin fuera César quien entrase en aquel lugar como su sirviente! El, un Julio descendiente del dios Marte. Con una invocación al dios de la guerra apartó con mucho cuidado las cubiertas de suave piel que protegían una de las filas de escudos, y se quedó contemplándolos conteniendo el aliento, lleno de pavor y respeto. Veintitrés de ellos eran réplicas; uno era el auténtico escudo que había caído del cielo por orden de Júpiter para proteger al rey Numa Pompilio de sus enemigos. Pero las réplicas databan de la misma época, y nadie, excepto el rey Numa Pompilio, sabría nunca cuál era el escudo auténtico. Lo había hecho a propósito, según decía la leyenda, para confundir a posibles ladrones; porque sólo el escudo auténtico tenía poderes mágicos. Los únicos que había iguales estaban en pinturas murales en Creta y en el Peloponeso de Grecia; tenían casi la estatura de un hombre y su forma era la de dos lágrimas juntas que formaban una zona más estrecha en la cintura, construida con estructuras de madera dura bellamente torneadas sobre las cuales se habían extendido pieles de ganado blanco y negro. El hecho de que todavía se hallasen en un razonable buen estado se debía con toda probabilidad al hecho de que se sacaban a orear todos los meses de marzo y octubre, cuando los sacerdotes patricios llamados Salios realizaban su danza de guerra por las calles para marcar el inicio y el final de la vieja temporada de campaña. Y allí estaban los escudos y las lanzas de César. Nunca había tenido oportunidad de verlos de cerca antes, porque cuando tenía la edad para haber podido convertirse en uno de los Salios, en lugar de es había sido
flamen Dialis
.

El recinto estaba sucio y ruinoso. ¡César tendría que hablar con Lucio Claudio, el
rex sacrorum
, para que adecentase a su bandada de sacerdotes subalternos! Un hedor de sangre rancia se percibía por todas partes, a pesar del agujero del techo, y el suelo estaba resbaladizo a causa de los excrementos de ratas. Que los escudos sagrados no se hubieran deteriorado era ciertamente un milagro. Por lógica las ratas deberían haberse comido hasta la última tira de piel de los escudos hacía siglos. Una desordenada colección de recipientes de libros apilados contra la pared más larga no había tenido tanta suerte, pero una docena de tablillas de piedra alineadas junto a ellos habría derrotado hasta a los incisivos más afilados. ¡Bien, éste era el mejor momento para empezar a repasar los estragos del tiempo y los roedores!

—Supongo que no puedo introducir un afanado perrito ni un par de gatas hambrientas en la Regia, podría ir en contra de las leyes religiosas —le dijo a Aurelia aquella tarde durante la cena—. Así que, ¿cómo puedo eliminar las ratas?

—Yo diría que la presencia de ratas en la Regia va contra las leyes religiosas tanto como cualquier perro o gato —repuso Aurelia—. Sin embargo, comprendo lo que dices. No es una gran dificultad, César. Las dos viejas que se cuidan de las letrinas públicas que hay enfrente de nuestra casa en Subura Minor pueden decirme quién les hace a ellas las trampas para ratas. ¡Muy inteligente! Una especie de cajitas alargadas con una puerta en un extremo. La puerta se encuentra en una balanza, está unida a una cuerda, la cual a su vez está unida a un pedazo de queso clavado en un extremo ganchudo al fondo de la caja. Cuando la rata intenta sacar el queso, la puerta cae. El truco está en asegurarte de que el tipo al que le encargues que saque las ratas de la caja y las mate no les tenga miedo. Si les tiene miedo, se le escapan.

—¡Madre, tú lo sabes todo! ¿Puedo dejar en tus manos la adquisición de unas cuantas trampas para ratas?

—Desde luego —dijo ella, muy complacida consigo misma.

—Nunca ha habido ratas en tu ínsula.

—¡Espero que no! Tú sabes perfectamente que el querido Lucio Decumio nunca está sin un perro.

—Y a todos les pone de nombre
Fido
.

—Y cada uno de ellos es un excelente cazador de ratas.

—Me he fijado en que nuestras vestales prefieren tener gatos.

—Unos animales muy útiles siempre que sean hembras. —Aurelia puso cara de mala—. Desde luego, una puede comprender por qué ellas no tienen gatos machos, pero además ya sabes que son las hembras las que cazan. Al contrario que los perros, en ese aspecto. Sus partos son un fastidio, según me ha dicho Licinia, pero ella se muestra muy firme, incluso aunque se lo supliquen las niñas. Los gatitos son ahogados al nacer.

—Y Junia y Quintilia se ahogan en lágrimas.

—Todos nosotros debemos acostumbrarnos a la muerte. Y a no conseguir lo que desean nuestros corazones —dijo Aurelia.

Como aquello era indiscutible, César cambió de tema.

—He podido rescatar unos veinte recipientes para libros y su contenido; están un poco estropeados, pero razonablemente intactos. Yo diría que sus predecesores pensaron en poner el contenido en recipientes nuevos cada vez que los viejos empezaran a desintegrarse a causa de las ratas, pero seguramente habría sido más sensato haber eliminado las ratas. De momento guardaré los documentos aquí, en mi despacho; quiero leerlos y catalogarlos.

—¿Archivos, César?

—Sí, pero no de la República. Datan de la época de algunos de los primeros reyes.

—¡Ah! Comprendo por qué te interesan tanto. Tú siempre has tenido pasión por las leyes y los archivos antiguos. Pero, ¿sabrás leerlos? Seguramente serán indescifrables.

—No, están en buen latín formal del tipo que se escribía hace unos trescientos años, y están en pergamino. Imagino que uno de los pontífices máximos de aquella era descifró los originales e hizo estas copias. —Se recostó en el diván—. También he encontrado tablillas de piedra, inscritas en la misma escritura que la que hay en las estelas funerarias del pozo del Lapis Niger. Es tan arcaica que apenas puede reconocerse como latín. Un precursor de esta lengua, supongo, como la canción de los Salios. ¡Pero yo los descifraré, no temas!

Su madre lo miró con cariño, aunque también con cierta actitud de seriedad.

—Espero, César, que en medio de toda esta exploración histórica y religiosa encuentres tiempo para recordar que este año te presentas como candidato a pretor. Debes prestar la debida atención a los deberes de pontífice máximo, pero no puedes descuidar tu carrera en el Foro.

César no lo había olvidado, y el vigor y el ritmo de su campaña electoral no se vio afectado por el hecho de que las lámparas de su despacho ardieran hasta muy tarde cada noche mientras él se abría camino entre lo que había decidido llamar los Comentarios de los Reyes. ¡Y les agradeció a todos los dioses que aquel desconocido pontífice máximo los descifrara y copiara en pergamino! César ignoraba dónde estaban o cuáles eran los originales. Ciertamente no se encontraban en la Regia, ni eran parecidos a las tablillas de piedra que había encontrado. Aquéllas, decidió desde los primeros momentos de su trabajo, eran crónicas que databan de la época de Numa Pompilio. ¿O de Rómulo? ¡Qué idea! Escalofriante. Sin embargo no había nada en pergamino ni en piedra que fuera una historia de aquellos tiempos. Ambas clases de documentos se referían a leyes, normas, ritos religiosos, preceptos, funciones y funcionarios. En algún momento a no tardar habrían de publicarse; toda Roma debía saber lo que se guardaba en la Regia. Varrón quedaría extasiado, y Cicerón fascinado. César organizaría una cena.

Como para coronar lo que había sido un año extraordinario de subidas y bajadas para César, cuando se celebraron las elecciones a principios del mes
quintilis
obtuvo el mayor número de todos los pretores. Ni una sola Centuria dejó de nombrarlo, lo cual significaba que podía descansar tranquilo mucho antes de que el último hombre fuera elegido al terminar el escrutinio. Filipo, su amigo de la época de Mitilene, sería uno de sus colegas; y también lo sería el irascible hermano menor de Cicerón, el pequeño Quinto Cicerón. Pero, ay, Bíbulo también era pretor.

Cuando se echó a suertes para decidir a qué hombre le correspondía cada trabajo, la victoria de César fue completa. Su nombre fue el que estaba en la primera bola que salió por la abertura; sería pretor urbano, el hombre de más categoría entre los ocho pretores. Eso significaba que Bíbulo no podría fastidiarle —a él le había tocado el Tribunal de Violencia—… ¡pero él, ciertamente, sí podía fastidiar a Bíbulo!

Había llegado el momento de romperle el corazón a Domicia y abandonarla. Ella había resultado ser discreta, así que de momento

Bíbulo no tenía ni idea de la relación que ella mantenía con César. Pero se enteraría en el momento en que empezase a llorar y a sollozar. Todas lo hacían. Excepto Servilia. Quizás fuera por eso por lo que era la única que había durado con él.

Cuarta parte

DESDE EL 1 DE ENERO

HASTA EL 5 DE DICIEMBRE DEL 63 A. J.C.

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