Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Hizo una carrera extraordinaria. Es un hombre de buena familia y recibió una esmerada educación; tiene, además, por naturaleza, unas excepcionales dotes para las matemáticas. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el Teorema del Binomio, que estuvo muy en boga en Europa. Fundándose en esto, ganó una cátedra de matemáticas en una de esas pequeñas Universidades nuestras y todo parecía indicar que tenía ante sí una brillantísima carrera. Pero ese hombre tenía una tendencia hereditaria de lo más diabólica. Llevaba en la sangre un instinto criminal que, en lugar de atenuarse, se acentuó, haciéndose infinitamente más peligroso, debido a sus extraordinarias facultades mentales. En la Universidad empezaron a correr rumores sobre él, obligándole por último a renunciar a la cátedra y volver a Londres, en donde se estableció como tutor en el Ejército. Esto es lo que sabe la gente, pero lo que voy a contarle es lo que yo he descubierto.
Como bien sabe usted, Watson, no hay nadie en Londres que conozca tan bien como yo el mundo del crimen. Durante años no he dejado de ser consciente de que tras el malhechor existe un poder oculto, un cierto poder organizado, que actúa en la sombra sin salirse de la ley y que siempre ampara al delincuente. Una y otra vez, en casos diferentes —casos de falsificación, robos, asesinatos—, he sentido la presencia de esta fuerza y he colegido que había actuado en muchos de esos crímenes sin descubrir, en los que no fui directamente consultado. Durante todos estos años he puesto todo mi empeño en atravesar el velo que lo envuelve, y por último, me llegó el momento, y dando con el hilo lo seguí; éste me llevó, tras un sinfín de astutas vueltas y revueltas, hasta el ex profesor Moriarty, la celebridad matemática.
Es el Napoleón del crimen. Es la mente organizativa de la mitad de los hechos depravados de los que se tiene conocimiento y de casi todos los que pasan inadvertidos en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Permanece sentado, inmóvil, como una araña en el centro de su red; pero esta red tiene miles de hilos y el conoce muy bien el modo de vibrar de cada uno. El mismo hace poco. Sólo planea. Pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente organizados. Que hay un crimen que cometer, pongamos por caso un documento que hacer desaparecer, una casa que desvalijar, un hombre que quitar de en medio; se le hace llegar al profesor y el asunto se organiza y se lleva a cabo. Pueden coger al agente. En ese caso se encuentra el dinero necesario para su fianza o defensa. Pero nunca se coge al poder central que se sirve de él; nunca pasa más allá de la sospecha. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con ella.
Pero el profesor estaba rodeado de medidas de seguridad tan bien concebidas que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible conseguir una evidencia que pudiera declararle culpable en presencia de un tribunal. Usted conoce mis facultades, mi querido Watson, y, sin embargo, al cabo de tres meses tuve que confesarme a mí mismo que por fin había dado con un antagonista que era intelectualmente igual a mí. Mi horror por sus crímenes se perdió en medio de mi admiración por su habilidad. Pero finalmente cometió un error, sólo un pequeño, un mínimo error, que era más de lo que podía permitirse, estando yo tan cerca de él. No deseché la oportunidad y, partiendo de ese punto, he tejido mi red en torno a él, teniendo ahora todo dispuesto para cerrarla. Dentro de tres días, es decir, el próximo martes, el asunto estará maduro, y el profesor, con todos los miembros principales de su banda, estará en manos de la policía. Después vendrá el mayor juicio del siglo, la aclaración de más de cuarenta misterios y la horca para todos ellos. Pero si actuamos prematuramente, ¿comprende usted?, podrían escaparse de nuestras manos incluso en el último momento.
Ahora bien, si pudiera haber hecho esto sin el conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiera ido bien. Pero él era demasiado astuto para eso. Siguió todos los pasos que yo di para extender mis redes en torno suyo. Una y otra vez luchó para escaparse de ellas, pero una y otra vez le gané la partida. Le diré, amigo mío, que si se escribiera un informe detallado de esta silenciosa competición, ocuparía su lugar como el trozo escrito sobre la caza y captura más brillante de la historia detectivesca. Nunca llegué tal alto, nunca un oponente me había seguido tan de cerca. El hilaba fino, pero yo aún más. Esta mañana di el último paso y sólo necesitaba tres días para dar por concluido el asunto. Estaba sentado en mi habitación reflexionando sobre ello, cuando se abrió la puerta y vi al profesor Moriarty ante mí.
Tengo unos nervios a toda prueba, Watson, pero tengo que confesar que tuve un sobresalto cuando vi al mismo hombre que tanto lugar había ocupado en mis pensamientos parado en el umbral de mi puerta. Su aspecto me era casi familiar. Es extremadamente delgado y alto, con la frente muy blanca y protuberante y los ojos profundamente hundidos. Va cuidadosamente afeitado, lo que resalta su palidez, dándole una apariencia casi ascética; conserva en sus rasgos algo del catedrático que fue. Tiene la espalda curvada por el mucho estudio, y lleva el rostro echado para delante, no parando éste nunca de oscilar lentamente de un lado a otro de un modo curiosamente reptilesco. Me observó con gran curiosidad desde sus fruncidos ojos.
—Tiene usted menos desarrollo frontal del que yo hubiera esperado —dijo finalmente—. Es una costumbre muy peligrosa esa de tener el dedo en el gatillo de un arma cargada metida en el bolsillo del batín.
El hecho es que, al entrar él en la habitación, me di cuenta al instante del gran peligro personal en que me encontraba. El único escape que él podía concebir en ese momento era el de cerrarme la boca. En un instante saqué el revólver del cajón y me lo metí en el bolsillo y en ese momento le estaba apuntado a través de la tela. Tras su observación, saqué el arma y la deposité amenazante sobre la mesa. El seguía sonriendo y pestañeando, pero había algo en su mirada que me hizo sentirme encantado de tener el arma a mano.
—Evidentemente usted no me conoce —dijo.
—Todo lo contrario —contesté yo—, creo que es evidente que le conozco bastante bien. Le ruego que tome asiento. Dispone de cinco minutos si tiene algo que decir.
—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento —dijo.
—Entonces posiblemente mi respuesta ha pasado por el suyo —contesté.
—¿Se mantiene firme en su propósito?
—Absolutamente.
Se echó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de encima de la mesa. Pero no sacó de éste sino una agenda en la que tenía descuidadamente anotadas algunas fechas.
—Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero —dijo—. El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora, cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una situación en la que corro serio peligro de perder mi libertad. La situación se está haciendo imposible.
—¿Qué sugiere usted? —dije.
—Debe renunciar a lo que se propone, señor Holmes —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Realmente debe hacerlo, ¿sabe?
—Después del lunes —dije yo.
—¡Venga ya! —dijo—. Estoy seguro de que un hombre de su inteligencia en seguida se dará cuenta de que este asunto no tiene más que una solución. Es necesario que se aparte de mi camino. Ha hecho usted que las cosas tomaran un cariz tal que ahora sólo nos queda una salida. Ha supuesto para mí un placer el verle luchar a brazo partido en este asunto y puedo decir, sin exagerar, que me causaría una gran pena el verme forzado a tomar medidas extremas. Sonríe usted, caballero, pero le aseguro que es así.
—El peligro forma parte de mi trabajo —observé.
—No se trata de peligro —dijo—. Es la destrucción inevitable. Está usted obstaculizando el paso no de una sola persona, sino de toda una poderosa organización, cuyo alcance, con toda su inteligencia, sería usted incapaz de conseguir. Quítese de en medio, señor Holmes, si no quiere ser aplastado.
—Lo siento —dije yo, levantándome—, pero el placer de la conversación me ha hecho olvidar que un asunto de importancia me está esperando en otro lugar.
Se levantó y me miró en silencio moviendo tristemente la cabeza.
—Bueno, bueno —dijo finalmente—. Es una pena, pero yo he hecho lo que he podido. Conozco los movimientos de su juego. No puede hacer nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre usted y yo, señor Holmes. Usted esperaba verme sentado en el banquillo de los acusados y yo le digo que nunca me verá. Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará. Si cuenta con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, esté seguro de que yo no me quedaré atrás.
—Me ha hecho usted varios cumplidos, señor Moriarty —dije yo—. Déjeme devolvérselos a mi vez diciéndole que, si me asegurara lo primero, estaría encantado de aceptar, en interés público, lo segundo.
—Puedo prometerle lo uno pero no lo otro —dijo gruñendo, y luego, volviendo hacia mí su curvada espalda, salió de la habitación, husmeándolo todo sin dejar de parpadear.
Esta fue mi singular entrevista con el profesor Moriarty. Confieso que me dejó bastante perturbado. Su grave y precisa manera de hablar da una idea de sinceridad, que un simple fanfarrón no podría producir. Por supuesto, usted se dirá: ¿Por qué no tomar precauciones policiales contra él? La razón es que yo estoy totalmente convencido de que el golpe lo darán sus agentes. Tengo todas las pruebas de que será así.
—¿Le han atacado ya alguna vez?
—Mi querido Watson, el profesor Moriarty no es un hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Salí a eso del mediodía por unos asuntos que tenía que arreglar en Oxford Street. Al pasar la esquina que va desde Bentinck Street hasta el cruce de Welbeck Street, apenas tuve tiempo de ver un furgón de dos caballos que venía zumbando hacia mí, cuando se me echó encima a la velocidad del rayo. Salté a la acera y me salvé por una fracción de segundo. El furgón giró rápidamente en Marylebone Lane y desapareció en un instante. Tras esto no volví a salirme de la acera, Watson, pero, cuando bajaba por Vere Street un ladrillo vino a caer desde el tejado de una de las casas y se hizo añicos a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar. Había tejas y ladrillos acumulados en el tejado preparados para hacer una reparación y me habrían convencido de que el viento había hecho caer uno de éstos. Por supuesto yo sabía algo más, pero no tenía ninguna prueba. Tras esto tomé un simón y me fui a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Ahora he venido a verle a usted, y en el camino me atacó un matón armado con una porra. Le derribé y ahora está custodiado por la policía; pero puedo decirle con toda seguridad que nunca se establecerá conexión alguna entre el tipo contra cuyos dientes me acabo de despellejar los nudillos y el catedrático de matemáticas retirado, quien, me atrevería a decir, se encuentra a diez millas de distancia solucionando problemas en una pizarra. No se que preguntará ahora, Watson, por qué lo primero que hice al entrar en su casa fue cerrar las contraventanas y por qué me he visto obligado a pedirle permiso para salir de su casa utilizando una salida menos llamativa que la puerta principal.
A menudo había sentido admiración por el valor de mi amigo, pero nunca más que ahora, al verle examinar la serie de incidentes cuya combinación debía de haber constituido un día de horror para él.
—¿Pasará aquí la noche? —dije.
—No, amigo mío; sería un huésped peligroso para usted. Ya he hecho mis planes y todo irá bien. Las cosas han llegado tan lejos, que pueden seguir avanzando sin mi ayuda siempre y cuando se lleve a cabo el arresto; mi presencia será, empero, necesaria a la hora de dictar sentencia. Es obvio, por tanto, que lo mejor que puedo hacer ahora es alejarme durante los pocos días que quedan, antes de que la policía esté en libertad de actuar. Sería para mí un gran placer, pues, si pudiera usted acompañarme al continente.
—Mi clientela me está dando poco trabajo estos días —dije—. Y además tengo un colega en el vecindario que me sustituiría de buen grado. Me encantaría ir.
—¿Y salir mañana por la mañana?
—Si fuera necesario.
—¡Oh, sí, es de lo más necesario! Entonces éstas son sus instrucciones y le ruego, mi querido Watson, que las cumpla al pie de la letra, porque desde este momento es usted mi pareja en una partida de dobles en la que usted y yo nos enfrentamos contra el más inteligente de los granujas y el sindicato del crimen más poderoso de Europa. Ahora escuche. Enviará usted por un recadero de confianza el equipaje que tengo intención de llevar, sin dirección, a la estación Victoria esta noche. Mañana por la mañana enviará a buscar un simón pidiéndole a la persona que vaya que no coja ni el primero ni el segundo que le salgan al encuentro. Se montará en ese simón y se dirigirá a la Lowther Arcade, en donde ésta da al Strand, dándole la dirección escrita al cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga preparado el importe, y en el momento en que se detenga el carruaje precipítese en la Arcade y atraviésela, calculando el tiempo que va a llevarle, para estar en el otro lado a las nueve y cuarto. Encontrará una pequeña berlina esperándole pegada al bordillo y conducida por un tipo vestido con un pesado abrigo negro con el cuello ribeteado de rojo. Se subirá en ésta y llegará a la estación Victoria a tiempo de coger el Continental Express.
—¿Dónde me encontraré con usted?
—En la estación. El segundo compartimiento de primera clase empezando por la cabeza del tren está reservado para nosotros.
—¿El compartimiento es nuestro lugar de cita?
—Sí.
En vano le pedí a Holmes que se quedara a pasar la noche. Era evidente que pensaba que podría causar problemas en el techo bajo el que se hallaba, y éste era el motivo que le obligaba a partir. Con algunas precipitadas palabras respecto a nuestros planes para el día siguiente se levantó y salió conmigo al jardín, escalando el muro que da a Mortimer Street; inmediatamente después le oí llamar a un taxi y alejarse en él.
A la mañana siguiente obedecí sus órdenes al pie de la letra. Me procuré un simón, tomando todas las precauciones para evitar que fuera uno que hubieran podido situar allí a propósito para engañarme, e inmediatamente después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade y la atravesé a toda la velocidad que me permitieron las piernas. Me esperaba una berlina con un corpulento cochero envuelto en un abrigo oscuro; éste, no bien hube yo subido, hizo sonar el látigo y al instante empezamos a traquetear hacia la estación Victoria. Al llegar allí giró el carruaje y se alejó a toda prisa sin mirarme siquiera.