Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
El capitán había dicho la verdad cuando aseguró que la comida no faltaría.
En medio de las algas, formadas por racimos oscuros, muy ramificados, con cortos pedúnculos dotados de hojas lanceoladas, se deslizaban miríadas de pequeños peces, planos, deformes, con una boca muy ancha, de apenas un centímetro de largo, del género antennarius y del octupus purpúreo, y saltaban pequeños cefalópodos y grandes cangrejos, ocupados en hacer verdaderos estragos entre sus infortunados vecinos.
—¡Qué desgracia no tener una buena sartén y una botella de aceite! —murmuraba Brandok, que no perdía el tiempo—. ¡Qué buena fritada podríamos hacernos!
La caza, ya que en vez de pesca se trataba de una verdadera caza, duró apenas media hora y fue muy abundante.
Dado que no podían cocinar todos los pescados, ya que las hornallas de radium se encontraban dentro de la ciudad flotante, los tres norteamericanos y sus compañeros se vieron obligados a comer esa exquisita fritada... ¡viva!
Mientras tanto, el huracán poco a poco se calmaba. Las nubes finalmente se habían dispersado, el viento había terminado por lanzar su poderoso soplo y el Atlántico, como si se hubiese cansado de su gigantesca batalla que ya duraba cuarenta y ocho horas, se serenaba rápidamente.
Lo que en cambio no daba signos de calmarse, era la rabia de los confinados.
Las copiosas libaciones habían perturbado completamente esos cerebros que quizás nunca habían estado equilibrados.
Más enfurecidos por la negativa de Jao de bajar el ascensor, habían saqueado los depósitos, arrojando todo por el suelo; después habían emprendido la demolición de las casillas que aún quedaban en pie, rompiéndolo y destrozándolo todo.
Aullidos feroces subían de vez en cuando por el pozo y conmovían no poco a Brandok y a Toby, pero dejaban absolutamente indiferentes al capitán, a Jao y al piloto e incluso a Holker, los cuatro hombres habituados a considerar a los malvivientes como bestias peligrosas para la sociedad.
Por la tarde todo el trastorno cesó. Los confinados, cansados de romper y gritar, finalmente habían decidido descansar, a pesar del hedor insoportable de los cadáveres que comenzaba a expandirse debajo de la inmensa cúpula.
Los tres norteamericanos y sus compañeros, sentados al borde del pozo, un poco tristes, miraban el cielo que había vuelto a oscurecerse, preguntándose qué nueva desgracia los amenazaba.
Se hubiera dicho que un nuevo huracán estaba a punto de desencadenarse sobre el agitado océano. Una atmósfera pesada, sofocante, reinaba en los estratos altos y en los bajos, saturada de electricidad.
El sol, desde hacía algunas horas, se había ocultado, más rojo que nunca, detrás de un nubarrón que había aparecido en el poniente.
—Sigue el mal tiempo, ¿no es cierto, capitán? —preguntó Brandok.
—Sí —respondió el comandante del Centauro, que parecía estar más preocupado que de costumbre—. Tendremos una segunda borrasca, señores, que arrojará completamente fuera de su ruta a las naves voladoras que podrían encontrarse por estos parajes. Pero tengo una esperanza.
—¿Cuál es? —preguntó Toby.
—Que este huracán, que vendrá del poniente, nos saque de los sargazos y nos arroje al mar abierto.
—Sería una verdadera suerte, capitán.
—Despacio, señores. ¿Y si el viento nos impulsa esta vez hacia las islas Canarias? Eso es lo que temo.
—¿No le gustaría atracar en esas islas? —preguntó Brandok con asombro.
El capitán del Centauro miró a su vez al norteamericano con profunda sorpresa.
—¿Pero ustedes de dónde vienen? —le preguntó.
—De Norteamérica, señor.
—Un país que no queda muy lejos de las islas Canarias.
—No entiendo lo que quiere decir, capitán.
—Desgraciada la nave marina o aérea que cayese en esas islas —respondió el capitán—. Ni un solo hombre de la tripulación lograría salir con vida.
—¿Pero qué es lo que pasó en esas islas? —preguntó Toby, que no estaba menos sorprendido que Brandok.
—¡Diablos! Los gobiernos de América, Europa, Asia y África han poblado esas islas con todos los animales que en una época existían en los cinco continentes.
—¿Para qué? —preguntó Brandok.
—Para conservar las especies. Allí hay tigres, leones, elefantes, panteras, jaguares, pumas, bisontes, serpientes y muchas fieras más de las que ni siquiera sé el nombre —respondió el capitán—. Como bien saben, hoy todos los continentes están demasiado poblados, y esos animales no hubieran encontrado refugio ni espacio. Los zoológicos de todo el mundo, antes de la destrucción completa de todos los animales, pensaron en conservar al menos las últimas especies que quedaban.
—¿Y las llevaron a las islas Canarias?
—Sí, señor Brandok —respondió el capitán.
—¿Y los habitantes de esas islas no son devorados por ellas?
—¿Qué habitantes?
—¿Es que no los hay más? Perdone mi ignorancia, capitán, pero venimos de las zonas más remotas del continente americano, donde no llegan las noticias de todas las cosas que ocurren en el mundo —dijo Toby, que no deseaba dar a conocer la historia de su maravillosa resurrección.
—Yo creía que los norteamericanos estaban más adelantados que nosotros, los europeos —observó el capitán—. ¿Entonces ignoran totalmente la terrible catástrofe que ocurrió en esas desgraciadas islas hace cincuenta años?
—Nunca oímos hablar de ella —respondió Brandok.
—Ya se sabía que todas esas islas era de origen volcánico —agregó el capitán—. No eran otra cosa que las puntas extremas de inmensas montañas, o mejor, de volcanes, hundidos quizás durante el gigantesco cataclismo que hizo desaparecer a la antigua Atlántida. Un día muy triste el gigantesco Tenerife, después de no se sabe cuántos millones de años, comenzó a despertarse, vomitando lava en cantidades prodigiosas, y tantas cenizas que cubrieron todas las islas del grupo. Ojalá se hubiera limitado a eso; vomitó después tal masa de gases asfixiantes que la población quedó completamente destruida.
—¿Ni siquiera uno se salvó? —preguntó Brandok.
—Apenas quince o veinte, que llevaron a Europa la terrible noticia —respondió el capitán—. Esa erupción espantosa duró veinte años, haciendo que desaparecieran varias islas; después, bruscamente, cesó. Los gobiernos europeos y americanos, luego de haber tratado en vano de volver a poblar esas tierras, pensaron entonces en enviar a ellas a todos los animales, feroces o no, que aún subsistían en los cinco continentes, para impedir su destrucción total.
—Entonces esas islas se convirtieron en jardines zoológicos —dijo Toby.
—Sí, señor. De vez en cuando algunos valientes cazadores van allí con el fin de proveer de ejemplares a los museos e impedir que los animales lleguen a ser demasiado numerosos.
—¡Cuántas cosas han hecho estos hombres en cien años! —murmuró Brandok, pensativo—. Si pudiéramos repetir el experimento, ¿con qué nos encontraríamos dentro de otros cien años? Quizás nosotros, hombres de otro tiempo, no podríamos vivir.
Mientras tanto, el huracán que el capitán había anunciado avanzaba con un crescendo horrible de truenos y relámpagos, tan intensos que Brandok y Toby se tapaban los oídos y cerraban los ojos.
Parecía que la gran electricidad desarrollada por las infinitas máquinas eléctricas que funcionaban en la corteza terrestre había repercutido también en los otros estratos aéreos, porque los dos norteamericanos nunca habían visto, en sus tiempos, relámpagos tan enceguecedores y de tan larga duración.
Esta vez el huracán soplaba del poniente. Entonces era probable que el mar de los sargazos, agitado por los furiosos asaltos del Atlántico, extendiera sus miles de brazos, dejando libre a la ciudad flotante.
A la medianoche, el océano sacudido por un viento impetuoso dio los primeros choques al campo de los sargazos. Sus olas caían sobre la masa herbosa con furia extrema, vagando y destrozando aquí y allá sus márgenes.
La ciudad flotante, embestida por debajo, se agitaba en todos los sentidos. Parecía como si las olas, de una potencia incalculable, la estuvieran golpeando desde su parte inferior, ya que a veces sufría sobresaltos violentísimos que ponían a dura prueba los músculos de los tres norteamericanos y sus compañeros.
Los confinados, despertados por el retumbar incesante de los truenos, por los resplandores intensísimos de los relámpagos y el estruendo de las olas, habían vuelto a gritar, mezclando sus voces con el potente sonido de la tormenta.
Asustados por todo ese ruido, no sabiendo qué pasaba afuera, pedían que les bajasen el ascensor, que ya no existía, amenazando con hundir las paredes de la ciudad flotante para que se ahogaran todos.
—¡Lo único que nos falta! —exclamó el capitán, un poco inquieto—. Si llevan a cabo esa amenaza, buenas noches a todos. No será el campo de los sargazos lo que nos salve con estos endiablados cabeceos. Querido Jao, hay que tratar de calmarlos.
—Sería preciso hacerlos subir y entonces nos matarían a todos —respondió el viejo, que comenzaba a temblar.
—Trate de tranquilizarlos.
—No me escucharán. Quieren salir de ese foso infernal donde se ahogan. ¿No huelen ese hedor horrendo que comienza a emanar de esos cadáveres?
—No fuimos nosotros los que hicimos esos estragos —dijo el capitán—. Que ahora soporten las consecuencias. Nosotros no podemos, siendo tan pocos y sin ascensor, hacer subir hasta aquí a cuatrocientos o más cadáveres; para lograrlo sería preciso una semana de trabajo.
—Y quizá no bastaría —dijo el piloto.
—Y, sin embargo, hay que hacer algo por esos desgraciados —dijo Toby.
—¡Pero qué estúpido soy! —exclamó en ese momento Jao—. Y ellos son más estúpidos que yo.
—¿Por qué, amigo? —preguntó el capitán.
r —Nosotros podemos hacer que la ciudad flotante se transforme en un inmenso frigorífico. ¡Y nadie ha pensado en eso! ¡Soy una bestia!
—¿Y de qué modo? —preguntaron Brandok y Toby.
—Tenemos más de veinte tanques llenos de aire líquido para la conservación del pescado. Diez de ellos se encuentran debajo de la cúpula y los otros en los cuatro ángulos de la ciudad. En cinco minutos los cadáveres se congelarán e inmediatamente se detendrá su putrefacción.
—Pero también se congelarán los que están vivos —dijo Brandok.
—Tienen frazadas; que se cubran —respondió el capitán, alzando los hombros.
—Por lo menos trate de calmarlos v advertirles —dijo Toby—. ¿No oye cómo golpean contra las paredes de la ciudad? No dudo de que sean robustísimas, pero en algún sitio podrían ceder.
—Tiene razón —respondió Jao.
Para hacerse oír mejor por los confinados, se colocó en los travesaños de acero que habían servido para sostener el ascensor, apareciendo así entre los potentes rayos de luz proyectados por las lámparas de radium, que nunca habían sido apagadas.
Fue visto enseguida por los habitantes, que no dejaban de mirar hacia arriba, siempre con la esperanza de ver bajar el ascensor, y un coro de insultos subieron por el pozo con un estruendo endiablado.
—¡Ahí está el bandido!
—¡Ahí está el traidor!
—¡Linchemos a ese presidiario que ha jurado nuestra destrucción!
—¡Baja, perro!... ¡Baja!...
Jao los dejó desahogarse, recibiendo filosóficamente, sin conmoverse, ese huracán de injurias y de amenazas, y cuando los vio sin aliento, les hizo ruca señal amistosa, gritando:
—¡Pero terminen ya, locos! ¿Quieren escucharme o no? Si siguen gritando, vuelvo a subir y no volverán a verme nunca más.
—¡Sí, sí, dejemos que hable! —gritaron muchas voces.
—Habla de una vez, viejo —dijo una voz.
—Nuestra ciudad se ha desprendido del escollo y la tempestad nos ha llevado hasta los sargazos.
—¡Estás mintiendo!
—Que uno de ustedes, pero sólo uno, suba hasta aquí para confirmar si digo o no digo la verdad.
—;Baja el ascensor!
—El mar se lo ha tragado.
—Entonces baja una cuerda.
—Sí —respondió Jao—. Pero les advierto que si sube más de uno la cortaremos. La cúpula está averiada y con el peso se caería.
—_Quieres que reventemos aquí, entre todos estos cadáveres que huelen horriblemente? —gritó otro.
—Abran los tanques de aire líquido y se congelarán enguida.
Apenas había terminado de hablar y todos los hombres se precipitaron hacia los cuatro ángulos ele la ciudad flotante, donde se veían unos enormes tubos de acero.
Enseguida se oyeron unos silbidos agudísimos, v después una corriente de aire helada salió del pozo mientras los vidrios se cubrían de una capa de hielo.
Mientras tanto, Brandok, el capitán y el piloto habían atado una cuerda que servía para colgar las redes y que las olas habían destruido y enredado.
—Pirémosla en la heladera—dijo Brandok, que respiraba a pulmón pleno el aire frío que salía a oleadas del pozo.
—Estamos casi en el Ecuador y nos rechinan los dientes. ¿Qué es lo que no inventaron estos maravillosos hombres del 2000? ¡Terminaré por volverme loco de veras!
Los confinados, una vez abiertas las válvulas, habían corrido a encerrarse en las casas que todavía se mantenían, bien o mal, en pie, adueñándose de todas las frazadas que encontraban.
Si debajo de la cúpula se formaba hielo, ;qué frío debía reinar allá abajo con esos cuatro tanques que dejaban escapar aire a muchos grados bajo cero?
La cuerda, sólidamente sostenida por el capitán, el piloto y Jao, tocó el piso; pero entonces estalló otra pelea, y más espantosa, entre aquellos furiosos.
Veinte manos la habían aferrado y no querían dejarla. Los que no habían llegado a tiempo, se pusieron a golpear despiadadamente a los que la tenían aferrada.
El capitán y sus compañeros, con náuseas ante la visión de aquella escena, habían tratado en vano de retirar la cuerda. Pero para hacerlo hubiera sido necesario emplear una grúa.
Ya el capitán estaba disponiéndose a cortarla cuando un joven confinado, más listo que los otros, con un salto digno de un acróbata, pasó sobre las cabezas de los demás, aferrándose y cortándola con un cuchillo por debajo de sus propios pies.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó el capitán.
El joven subía rápidamente, ya que también los norteamericanos ayudaban al capitán.
Los confinados, viendo que su compañero subía, lo insultaban, amenazando con destriparlo apenas volviera a bajar.