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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Las manzanas (19 page)

BOOK: Las manzanas
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El señor Fullerton se había puesto serio al llegar la conversación a este punto.

—Mire, Olga… Yo siento mucho todo lo que sucede. La recomendaré a un abogado, quien hará cuanto esté en su mano para favorecerla. No tiene que pensar en desaparecer de la noche a la mañana. Ahora habla como una niña.

—Dispongo de bastante dinero. Siempre he procurado ahorrar, cuando mi situación me lo ha permitido —Olga Seminoff hizo una pausa, agregando—. Usted ha intentado mostrarse complaciente conmigo. Sí. Creo que no me equivoco… Pero no hará nada por mí prácticamente… No obstante, yo encontraré a alguien que me ayude de una manera efectiva. Seguro que lo encontraré. Y me esfumaré. Iré a parar allí donde nadie pueda localizarme nunca.

El señor Fullerton se dijo que, desde luego, nadie había dado con ella. Habíase preguntado en muchas ocasiones dónde estaba, dónde podría estar…

C
APÍTULO
XIV

Y
A en «Apple Trees», Hércules Poirot fue introducido en el cuarto de estar. Le dijeron que la señora Drake no tardaría en hacer acto de presencia allí.

Al deslizarse por el vestíbulo oyó un rumor de voces femeninas al otro lado de una puerta que resultó ser la del comedor.

Poirot cruzó el saloncito de estar, acercándose a la ventana, desde la cual inspeccionó el limpio y grato jardín que rodeaba la vivienda. Estaba bien atendido, evidentemente. Había un orden en su vegetación. Sobrevivían allí plantas de otoño, cuidadosamente sostenidas por varitas colocadas de un modo estratégico. Los crisantemos no habían renunciado del todo a la vida. Y había alguna que otra valiente rosa que contemplaba con desdén la llegada inminente de la época más cruda del invierno.

Poirot no logró dar con ningún indicio revelador de la presencia, incluso en actividades preliminares, de un especialista en jardinería, de un profesional. Todo aquí era convencional. Se preguntó si la señora Drake había sido demasiado fuerte para Michael Garfield. Habría extendido sus cebos en vano. Allí no había más que un jardín suburbano maravillosamente atendido.

Abrióse la puerta de la estancia.

—Lamento haberle hecho esperar, monsieur Poirot —dijo la señora Drake.

Afuera en el vestíbulo, el rumor de voces era cada vez más débil. Varias personas salían de la casa.

—Nos hemos estado ocupando de las fiestas navideñas en nuestra iglesia —explicó la señora Drake—. Acabamos de celebrar la reunión de costumbre por esta época. Hay que anticiparse, ya se sabe. Los preliminares suelen durar más que las fiestas en sí, desde luego. Siempre surge alguien que pone peros a cualquier proyecto… También se da en ocasiones con la persona que aporta la idea más provechosa… aparentemente. Y es que la mejor idea resulta ser casi siempre la más irrealizable.

Había un tono ligeramente agrio en aquellas palabras. Poirot se imaginaba sin esfuerzo a Rowena Drake rechazando conceptos, tachándolos de absurdos, con firmeza, sin apelación. Deducía de las observaciones formuladas por la hermana de Spence y de las sugerencias más o menos veladas de otras personas, que Rowena Drake era una mujer dominante, un ser que instintivamente se ponía al frente de todo, sin llegar a conquistar nunca el afecto de sus colaboradores. Poirot se dijo también que las cualidades positivas que tuviese no eran las más indicadas para ser apreciadas por un pariente de más edad y psicología semejante. La señora Llewellyn-Smythe había ido a vivir a aquel lugar para estar cerca de su sobrino y de la esposa de éste. Seguramente, ella habíase dedicado a fiscalizar todos los movimientos y decisiones de la anciana, supervisando hasta las cosas más nimias sin hallarse dentro de la casa. La señora Llewellyn-Smythe había reconocido, probablemente, que debía mucho a Rowena, pero lamentaba al mismo tiempo sus modales, tan bruscos.

—Bueno, ya se han ido todas —comentó Rowena Drake al oír el ruido de una puerta al cerrarse—. ¿En qué puedo servirle? ¿Quiere saber algo más acerca de la terrible reunión de la víspera de Todos los Santos? Ojalá no la hubiéramos celebrado nunca aquí. Pero es que no había ninguna otra casa que reuniera mejores condiciones… ¿Sigue la señora Oliver en casa de Judith Butler?

—Sí. Creo que dentro de uno o dos días emprenderá el regreso a Londres. ¿No la conocía de antes?

—No. Sus libros me gustan mucho.

—Me parece que goza de muy buena reputación como escritora —indicó Poirot.

—Lo es, lo es, indudablemente. Resulta también una persona encantadora. Tiene ideas propias… ¡Oh! ¿Posee alguna referencia a la posible identidad del misterioso autor de la muerte de la pequeña Joyce?

—Yo creo que no. ¿Y usted, señora Drake?

—Ya le contesté negativamente con anterioridad.

—Bueno, ya sé… Sin embargo, cabe la posibilidad ahora de que se le haya ocurrido una idea, una idea apenas esbozada, formada a medias…

—¿Y por qué ha de inclinarse usted a pensar eso?

Rowena Drake miró a su interlocutor fijamente, con curiosidad.

—Usted pudiera haber visto algo, algo menudo y carente de importancia para otra persona quizá, pero muy significativo a sus ojos…

—Usted, monsieur Poirot, debe estar pensando en una cosa concreta, en un incidente bien definido.

—He de admitir que sí. Se trata de algo que me comunicó una persona.

—¿De veras? ¿Quién?

—La señora Whittaker, una de las profesoras del colegio local.

—¡Oh, sí, claro! Elizabeth Whittaker. Es la profesora de matemáticas de «Los Olmos», ¿verdad? Recuerdo que estuvo en nuestra reunión. ¿Y es que vio algo de particular?

—No se trata de que ella viera algo… La señorita Whittaker piensa que la que vio algo, quizá fue usted.

La señora Drake pareció sorprendida, moviendo la cabeza.

—No acierto a recordar nada que… —contestó—. Pero, en fin, nunca se sabe…

—Es algo que tuvo que ver con un jarrón de flores —manifestó Poirot.

—¿Un jarrón de flores? —el gesto de Rowena Drake era de desconcierto. Finalmente, dejó de fruncir el ceño—. ¡Oh! Ya sé… Sí, había un gran jarrón de hojas de otoño y crisantemos en la mesa, en las escaleras. Tratábase de un jarrón precioso. Era uno de los regalos que me hicieron cuando mi boda. Las hojas parecían estar un tanto marchitas, así como algunas de las flores. Recuerdo haberlo notado al pasar por allí… Fue hacia el final de la reunión, creo, pero, no estoy segura… Me pregunté por qué ofrecía aquel aspecto el jarrón y al introducir mis dedos en él advertí que algún estúpido o estúpida no se había acordado de poner un poco de agua después de haber arreglado el conjunto. Me enfadé mucho… Entonces me trasladé al cuarto de aseo, y llené el jarrón de agua. Pero, ¿qué podía haber visto yo en el cuarto de aseo? No había nadie allí. Estoy segura de eso. Creo que una pareja o dos integradas por chicos y chicas de los mayores habían estado tomándose algunas familiaridades en el curso de la reunión… No obstante es cierto que allí no había nadie cuando entré con el jarrón.

—No, no… Yo no me estaba refiriendo a eso —declaró Poirot—. Tengo entendido que allí se produjo un incidente. Me consta que el jarrón resbaló entre sus manos, cayendo al suelo del vestíbulo, donde se hizo añicos.

—¡Oh, sí! —contestó Rowena—. Se hizo pedazos, en efecto. La cosa me afectó bastante porque, ya se lo he dicho, el jarrón era uno de mis regalos de boda. Era además, muy bello y apropiado para los ramos de otoño… Fue una estupidez mía. Sentía que mis dedos resbalaban por la superficie del jarrón, que se estrelló contra el piso del vestíbulo. Elizabeth Whittaker se hallaba por allí. Me ayudó a recoger los fragmentos… Quisimos evitar que alguien resbalase por culpa de los trozos de cristal. Acabamos dejando éstos junto al reloj de caja que se encuentra en un rincón del
hall
. Yo abrigaba, naturalmente, la intención de retirarlos de aquel lugar más adelante.

La señora Drake miró inquisitivamente a Poirot.

—¿Era ése el incidente a que usted deseaba referirse?

—Sí —contestó sencillamente Poirot—. La señora Whittaker se preguntó, me parece, por qué había dejado usted caer el jarrón. Ella se imaginó que lo más probable era que algo le hubiese producido en aquellos instantes un fuerte sobresalto.

—¿Un sobresalto? —Rowena Drake miró atentamente a su interlocutor, frunciendo de nuevo el ceño como si se esforzase en reflexionar—. Creo que no hubo nada que me sobresaltara. ¿A usted no se le ha escapado nunca, así, por las buenas, nada de las manos? Esta experiencia se vive frecuentemente cuando una se halla muy fatigada. Yo lo estaba en aquellos instantes. Los preparativos de la reunión, la organización de la misma… Ya se sabe. Todo marchaba bien. Fue una de esas torpes acciones inevitables cuando una se siente verdaderamente cansada.

—¿No hubo nada que la sobresaltara? ¿Está segura de ello? ¿No vio nada inesperado?

—¿Que si vi…? ¿Dónde? ¿En el vestíbulo? No, no vi nada, monsieur Poirot. El vestíbulo se hallaba desierto a causa de que todo el mundo presenciaba el «Snapdragon», con la excepción, desde luego, de la señorita Whittaker. Puedo aventurar incluso que no advertí la presencia de la señorita Wnittaker hasta el momento en que ella se me acercó para ofrecerme su ayuda.

—¿No vio usted a nadie saliendo de la biblioteca?

—Saliendo de la biblioteca… Ya sé lo que quiere usted decir. Sí, claro. Pude distinguir a alguien allí —la señora Drake hizo una larga pausa. Seguidamente, dirigió a Poirot una expresiva mirada—. Yo no vi a nadie salir de la biblioteca… A nadie en absoluto…

Poirot se rascó la barbilla, reflexivo.

La forma de hablar suscitó en su mente la sospecha de que ella no estaba diciendo la verdad. Lo más lógico era pensar que ella no era sincera… Tenía que haber visto alguien o algo… Tal vez hubiese abierto la puerta un poco… quizás hubiese entrevisto la figura de alguna persona, todavía dentro de la otra estancia…

Pero en su negativa, la señora Drake se notaba muy firme. ¿A qué venía tanta firmeza? ¿Acaso la persona que viera en el momento crítico figuraba, a su juicio, entre las que, sin ningún género de dudas no habían tenido nada que ver con el crimen cometido al otro lado de la puerta? Podía tratarse de alguien que ella apreciara, de alguien —esto era sumamente probable—, a quien Rowena deseaba proteger a toda costa. Cabía pensar en alguien que no hubiese dejado todavía muy atrás la niñez, en alguien que ella no juzgara consciente del todo de la significación del terrible suceso…

Poirot juzgaba a Rowena Drake una persona áspera, pero íntegra. La comparaba mentalmente con otras mujeres de su corte, mujeres que eran a menudo magistrados o que regentaban concejos o fundaciones benéficas, «que se interesaban en lo que se ha dado en llamar «buenas obras». Tales mujeres solían sacar el máximo provecho de las circunstancias, hallándose dispuestas, cosa bastante extraña, a formular excusas para justificar especialmente a los jóvenes delincuentes. Un chico adolescente, una muchacha retrasada mental. Alguien, quizá, que ya había estado, de acuerdo con la frase conocida, «bajo tutela».

Si a ese tipo de personas pertenecía aquella que viera asomar por la puerta de la biblioteca, cabía pensar en que, inmediatamente, había entrado en juego el instinto protector de Rowena Drake. En los tiempos que corrían no constituía una novedad, por desgracia, que los niños cometieran crímenes. Había habido en esos casos chicos de siete, de nueve años… Muy a menudo, resultaba tremendamente difícil dilucidar el camino a seguir con aquellos criminales naturales, al parecer, con los que desfilaban ante los tribunales que se ocupaban de la delincuencia juvenil. Había que especificar pretextos para defenderlos. Era preciso hablar de hogares deshechos, de padres negligentes, nada adecuados a su temperamento. Pero la gente que hablaba con más vehemencia de ellos, que argüía todas las excusas utilizables en mayor o menor grado, era gente del tipo de Rowena Drake, una mujer intransigente y severa…, salvo en esos casos.

Poirot no estaba conforme con aquel modo de proceder. Él era un hombre que pensaba ante todo en la justicia. Recelaba a la hora de enjuiciar los efectos beneficiosos de la tolerancia excesiva. Recordaba que, lo mismo en Bélgica que en aquel país, la misericordia exagerada se había traducido en nuevos crímenes, de los que resultaron víctimas inocentes que no tenían por qué haberlo sido si a todo se hubiese antepuesto la justicia, dejando la piedad como término secundario.

—Ya, ya —murmuró Poirot.

—¿Y no ha pensado usted en la posibilidad de que la señora Whittaker hubiese visto entrar a alguien en la biblioteca? —sugirió la señora Drake.

Poirot se mostró interesado por aquella idea.

—¡Ah! ¿Usted cree que puede haber ocurrido semejante cosa?

—Se me antoja, simplemente, una posibilidad. Ella pudo haber visto entrar en la biblioteca a alguien, digamos que unos cinco minutos antes… Luego, al caérseme de las manos el jarrón, es posible que se imaginara que yo llegué a distinguir a la misma persona. Quizás ella no quiera decir nada que pueda apuntar, injustamente tal vez, a alguien que sólo vio a medias, por lo que no está segura de nada… La espalda de una niña o de un chico dicen bien poco…

—Usted, madame, cree, ¿verdad?, que fue una chica… o un chico, un adolescente, tal vez… Cierto que no se halla en condiciones de puntualizar, pero se inclina a pensar que el crimen a que indirectamente nos estamos refiriendo fue cometido por alguna persona joven, ¿no?

La señora Drake consideró este extremo detenidamente.

—Pues sí —respondió por fin—. Supongo que sí… No me había detenido a reflexionar sobre este punto. En nuestros días hay mucha delincuencia juvenil. Los jóvenes no se dan cuenta en muchas ocasiones de lo que hacen; desean ardientemente vengarse de no se sabe qué; se hallan impulsados por un instinto de destrucción. Fíjese en esos muchachos que destrozan las cabinas telefónicas, en los que rajan con navajas los neumáticos de los coches… A veces atacan también a las personas… No odian a nadie en particular; sienten odio por el mundo. Es el símbolo de la época que nos ha tocado vivir. Al enfrentarse con el cadáver de una criatura ahogada en el curso de una alegre reunión sin móviles aparentes, una no tiene más remedio que pensar en su autor, o autora, que no es totalmente responsable de sus acciones. ¿No reconoce usted conmigo que… que ahí hay una posibilidad que no debe perderse de vista en ningún instante?

—Creo que la policía comparte su opinión… O la ha compartido…

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