La niña abandonó la habitación, llevando con las máximas precauciones la bandeja.
—Miranda es una chiquilla asombrosa —comentó la señora Oliver.
—Tiene usted una hija muy guapa, señora —dijo Poirot.
—Pues sí… Hoy por hoy, Miranda no tiene mal aspecto, lo que una no sabe es cómo será cuando crezca. Chicas y chicos, a veces, se ponen gordos, parecen cerditos bien cebados, y se deforman. Ahora, en cambio, Miranda es una especie de ninfa de los bosques, ¿no cree usted?
—No es de extrañar, por tal razón, que le gusten tanto los jardines vecinos.
—Yo preferiría que no les tuviese tanta afición. Esto de que ande vagando por sitios solitarios… No importa que a mayor o menor distancia se encuentren siempre personas a mano, ni que todo quede cerca de un poblado. Una se pasa la vida en continuo sobresalto. Ahí tiene usted, por ejemplo, la terrible desgracia de los Reynolds. Las madres de este lugar no estaremos tranquilas, al menos mientras no sepamos a qué atenernos con respecto a la identidad del asesino de la pobre muchacha. Ariadne: ¿me haría el favor de acompañar a monsieur Poirot al jardín? Dentro de unos minutos iré en su busca.
La señora Butler cogió dos tazas y un plato que habían quedado sobre la mesa, dirigiéndose a la cocina. Poirot y la señora Oliver encamináronse a la gran puerta que daba al jardín. Era éste un espacio reducido, de las características comunes a todos los jardines de otoño. En un macizo vieron algunas varitas verdes y floreadas, unas cuantas margaritas y diversas rosas «Queen Elizabeth» que parecían empeñadas en destacar sobre la vegetación circundante. La señora Oliver se dirigió rápidamente hacia un banco de piedra, en el cual se sentó, invitando a Poirot con un gesto a acomodarse a su lado.
—Usted dijo lo que pensaba de Miranda: que parecía una ninfa de los bosques —manifestó Ariadne Oliver—. ¿Y qué es lo que opina de Judith?
—Yo creo que Judith no debiera llamarse así, que debiera haber sido bautizada con el nombre de Ondina —repuso Poirot.
—Un espíritu de las aguas, sí. En efecto, da la impresión de haber acabado de emerger del Rin, o del mar, o de un estanque del bosque, o de algún sitio similar. Sus cabellos dan la impresión de haber estado sumergidos en el agua. Sin embargo, no hay nada de repelente ni aparatoso en su persona, ¿eh?
—Es también una mujer realmente atractiva —manifestó Poirot.
—Dígame todo lo que piensa acerca de ella.
—No he tenido tiempo todavía de hacerme mi composición de lugar. Me ha parecido una mujer bella, atractiva…, sumamente preocupada por algo que ignoro.
—Eso se ve enseguida, ¿no?
—Yo lo que quisiera, amiga mía, es que me diese a conocer todo lo que ha averiguado acerca de su persona y cuantos pensamientos le haya inspirado.
—Bien. La conocí muy a fondo durante nuestro crucero. Ya se sabe lo que pasa en esos viajes. Una entabla relación con bastantes personas que finalmente no superan la categoría de simples conocidos. A veces surge uno, cuyo trato se frecuenta más, con el que verdaderamente se intima. Judith fue una de esas amistades que luego da gusto volver a ver…
—¿No tuvo relación con ella jamás antes del crucero?
—No.
—Pero usted estará enterada de muchas particularidades acerca de su existencia…
—Sé lo corriente. Es viuda —explicó la señora Oliver—. Su esposo falleció hace muchos años… Era piloto de líneas aéreas. Murió en un accidente de tráfico. La desgracia la afectó muchísimo. Es un episodio desventurado de su existencia que no quiere evocar nunca.
—¿No tiene más hijos que Miranda?
—No tiene más descendencia, desde luego. Judith trabaja como secretaria por horas en este sector residencial, pero carece de empleo fijo.
—¿Conoce a la gente de Quarry House?
—¿Se refiera usted al viejo coronel y a la señora Weston?
—Estaba pensando en la antigua propietaria de la finca: en la señora Llewellyn-Smythe. ¿No se llamaba así?
—Eso creo. Me parece haber oído mencionar ese apellido con anterioridad. Pero como murió hace dos o tres años, su persona, naturalmente, no sale a colación a cada paso… Pero, bueno, Poirot, ¿es que no tiene usted ya bastante con las personas que ve vivitas y coleando? —inquirió la señora Oliver, un poco irritada.
—Ciertamente que no —manifestó Poirot, sin inmutarse—. Me veo obligado a efectuar indagaciones sobre las que murieron ya o desaparecieron en este escenario por cualquier causa.
—¿Quiénes figuran en este último grupo?
—De momento, una joven
au pair
—contestó Poirot.
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver—. Desaparecidas de esa clase las hay a cada paso. Muchas chicas entran en una casa, tienen una aventurilla con consecuencias, solicitan la paga que se les adeude y se pierden camino de un hospital, donde reciben al bebé inocente fruto de su desliz, al que dan el nombre de Auguste Hans Boris o cualquier otro nombre semejante. Estas muchachas acaban casándose con alguien en otro lado o se resignan a ir detrás de su amante…
»¡No quiera usted saber las cosas que mis amigas me han contado sobre este tema! Las chicas
au pair
tienen los dos extremos. En algunos hogares caen como una bendición del cielo para alivio de madres excesivamente recargadas de trabajo que siempre se separan de ellas con sincero dolor; en otros se dedican a robarle las medias a la dueña de la casa… cuando no acaban siendo asesinadas… —la señora Oliver hizo una pausa—… ¡Oh! —exclamó llevándose una mano a la boca.
—Calma, calma, madame —dijo Poirot—. No parece existir ninguna razón que induzca a pensar que una chica
au pair
haya sido asesinada… Todo lo contrario.
—¿Y qué quiere decir ese «todo lo contrario»? La cosa carece de sentido.
—Es probable que tenga usted razón, pero…
Poirot sacó su agenda efectuando una anotación en ella.
—¿Qué está usted escribiendo ahí?
—Ciertas cosas que ocurrieron en el pasado.
—Usted me da la impresión de hallarse sumamente interesado por el tiempo ya ido.
—El pasado es el padre del presente —contestó Poirot, sentencioso.
Ofreció a la señora Oliver su agenda.
—¿Quiere usted leer lo que he escrito?
—Naturalmente que quiero. Me atrevería a asegurar que su anotación no significará nada para mí. Siempre pasa lo mismo con los detalles confiados al papel y juzgados por usted importantes.
Poirot tendió la pequeña agenda de cubiertas negras a su amiga.
«Muertes: Señora Llewellyn-Smythe (persona acaudalada), Janet White (profesora). Leslie Ferrier, Pasante de abogado, apuñalado. Procesado anteriormente por falsificación.»
Debajo de eso había otro escrito:
«Desaparición de una muchacha au pair.»
—¿Por qué había de desaparecer la joven? —inquirió la señora Oliver.
—Es muy posible que corriera el peligro de verse en complicaciones de tipo legal.
El dedo de Poirot se detuvo en la siguiente anotación. Había allí solamente una palabra: «Falsificación», acompañada de dos signos de interrogación, situados inmediatamente después del vocablo.
—«Falsificación» —leyó la señora Oliver—. ¿A qué viene este apunte?
—Ya lo veremos más adelante, sin duda.
—¿De qué género de falsificación se trata?
—Fue falsificado un testamento… Un codicilo, más bien. Un documento que favorecía a la chica
au pair
.
—¿Por efecto de indebidas influencias? —sugirió Ariadne Oliver.
—La falsificación de un documento es algo bastante más grave que la utilización de influencias injustas o indebidas —señaló Poirot.
—Yo no sé por qué puede tener que ver todo eso con el asesinato de la pobre Joyce.
—Tampoco yo lo sé —notificó Poirot—. Pero la cuestión no deja de encerrar cierto interés.
—¿Cuál es el siguiente vocablo? No logro descifrarlo.
—«Elefantes».
—No acierto a ver relacionada esta palabra con nada.
—Pues podría tener alguna relación con algo, créame.
Poirot se puso en pie.
—Tengo que marcharme —dijo—. Discúlpeme, por favor, ante la señora Butler por no despedirme de ella. Me ha agradado mucho conocerla. Igualmente, me he sentido muy complacido por haber tenido ocasión de charlar con su atractiva y nada vulgar hija. Dígale que vigile a la pequeña, que no la pierda de vista.
La señora Oliver asintió.
—Está bien. Adiós. Si es su gusto mostrarse misterioso, supongo que seguirá adoptando la misma pose. Ni siquiera me ha dicho qué es lo que se dispone a hacer ahora.
—Mañana por la mañana estoy citado con los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter, de Manchester.
—¿Con qué fin?
—Vamos a hablar de una falsificación y de otras cosas.
—¿Y luego?
—Deseo ponerme al habla con varias personas que se hallaban también presentes…
—¿En la reunión?
—No… En los preparativos de la misma.
E
L domicilio social de Fullerton, Harrison y Leadbetter era como tantos otros correspondientes a entidades que contaban con muchos años de existencia y poseían una merecida fama de respetables. El paso del tiempo se había notado en la firma. Ya no había en ella ningún Harrison ni Leadbetter. Figuraban al frente un tal Atkinson y un Cole, éste muy joven. Quedaba todavía el señor Jeremy Fullerton, socio principal.
El señor Fullerton era un hombre delgado, ya entrado en años, de faz impasible, de voz seca y formal, de ojos que, inesperadamente, parecían al interlocutor astutos. Debajo de una de sus manos había una pequeña hoja de papel que acababa de leer. La leyó una vez más, imponiéndose lentamente de su contenido. Luego, miró al hombre que le presentaba precisamente aquella nota…
—¿El señor Hércules Poirot?
Procedió a calibrar detenidamente a su visitante. Era un hombre ya mayor, un extranjero correctamente vestido, calzado con unos zapatos de cuero que el señor Fullerton juzgó demasiado pequeños para sus pies. En torno a los ojos comenzaban a dibujarse unas arrugas. Hallábase Fullerton, en su opinión, ante un «dandy», ante un atildado individuo, un extranjero, quien le era recomendado por el inspector Henry Raglan, de la Brigada de Investigación Criminal (¡quién hubiera podido adivinarlo!) y también por el superintendente Spence, en situación de jubilado, que en otro tiempo perteneciera a la plantilla de Scotland Yard.
Fullerton conocía a Spence. Éste había trabajado bien en su tiempo, mereciendo el aprecio de sus superiores. Por la mente de Fullerton cruzaron algunos recuerdos. Tales recuerdos guardaban relación con un caso célebre. Su sobrino Robert habíase ocupado de él. Un asesino psicopático, un hombre que no demostró el menor interés por defenderse, un individuo que aparecía empeñado en que lo colgaran, había sido el protagonista central del episodio. Nada de unos cuantos años de prisión, ni de un número indefinido de lustros entre rejas. Había que pagar la máxima penalidad.
Spence había estado encargado de la investigación de aquel caso. Obstinadamente, sin aspavientos, muy normal, insistió un día tras otro en que se habían hecho con el hombre
que no era
. Y así fue. Y la persona que había dado con lo que probaba la aseveración inicial de Spence resultó ser una especie de
aficionado
extranjero, en realidad un detective retirado de la policía belga. Fullerton pensó que el detective tenía ahora más años, pero que sin embargo sabría dar con el camino a seguir con la eficiencia de otros tiempos. Información. Esto era lo que se le pedía. ¿Y qué iba a decirle? Sinceramente, no creía poder serle útil en aquel particular asunto. El caso a indagar ahora era el del asesinato de una niña.
El señor Fullerton creíase en posesión de una idea segura al pensar en el probable autor de aquel homicidio. Bueno, seguridad no tenía ninguna, verdaderamente, ya que había tres aspirantes, como mínimo, en el asunto. Cualquiera de los tres jóvenes haraganes podía ser el autor del crimen. Flotaban las palabras de siempre en su cerebro: «subdesarrollo mental»… Un informe del psiquiatra. Así terminaría aquella historia, indudablemente. No obstante, aquello de ahogar a un niña en el transcurso de una fiesta juvenil era otro cantar, una cosa que nada tenía que ver con las inacabables historias de los niños que habiendo salido del colegio a su hora no llegaban jamás a sus casas, por haberse subido, en contra de las instrucciones recibidas de sus padres, a cualquier coche… Al final, en estos casos, el cadáver aparecía en unos matorrales o en cualquier hoyo o zanja… Un hoyo o zanja… ¿Cuándo fue eso? Muchos, muchos años atrás.
Toda esta operación mental se llevó sus buenos cuatro minutos. El señor Fullerton, luego, se aclaró la garganta, dejando oír una tos más bien de asmático. Seguidamente habló:
—Monsieur Hércules Poirot —repitió de nuevo—: ¿en qué puedo servirle? Supongo que desea hablarme del desgraciado caso de Joyce Reynolds. Un asunto desagradable, muy desagradable… No acierto a ver en qué puedo serle de utilidad aquí. Mis conocimientos sobre el tema son escasísimos.
—Veamos… Usted, según tengo entendido, es el consejero legal de la familia Drake, ¿no?
—¡Oh, sí, sí! Hugo Drake… ¡Pobre hombre! Un tipo sumamente grato. Hace muchos años que conozco a la familia. Desde que los miembros de ésta adquirieron «Apple Tress», viniéndose aquí a vivir. Una cosa muy triste, la polio… Él contrajo la enfermedad cierto año, mientras pasaba unas vacaciones en el extranjero. Mentalmente, desde luego, su salud era impecable. Resulta impresionante la enfermedad y sus efectos cuando ella se ceba en un hombre que ha sido un atleta durante toda su vida, un deportista, un tipo especialmente apto para todos los juegos que exigen destreza física. Sí. Tiene que ser ya bastante triste que un hombre se sepa un inválido para todos los años que le restan de existencia.
—Creo que ustedes cuidaban también los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe…
—Su tía. Sí. En efecto. Una mujer muy notable esta señora. Vino aquí para reponer su quebrantada salud en la medida de lo posible. También para encontrarse cerca de sus sobrinos. Adquirió esa especie de «elefante blanco» que viene a ser Quarry House. Pagó por la finca más de lo que en realidad valía… Pero, en fin, el dinero no constituía para ella ningún obstáculo insuperable. Era una mujer acomodada. Pudo haberse hecho con una casa más atractiva, pero sucedió que el sector de la cantera le fascinaba, le interesó desde un principio. Después, se puso al habla con un especialista en trazado de jardines, un individuo que gozaba de un gran crédito dentro de su actividad profesional, tengo entendido. Era uno de esos tipos de cabellos largos, muy bien parecido… Ahora, competente de veras. Lo demostró más tarde, con su obra ya realizada. No en balde había sido uno de los ilustradores de
Home and Gardens
y otras publicaciones del ramo. Pues sí, amigo mío… La señora Llewellyn-Smythe sabía rodearse de buenos colaboradores. En el caso del joven no era que se sintiese atraída por su porte, aspirando a protegerlo por pura simpatía. Hay mujeres que se dejan llevar de esos detalles puramente superficiales… No. El hombre tenía algo detrás de la frente y se había destacado en su profesión realmente. Bueno, me parece que estoy divagando un poco. La señora Llewellyn-Smythe falleció hace un par de años, casi.