Las luces de septiembre (9 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: Las luces de septiembre
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»Un año después, cuando una tarde el pequeño Jean me contó todo esto, una sensación de horror me invadió. Deseaba ayudar al muchacho, reconfortarlo y compensar en algo la miseria en la que vivía. El único modo en que se me ocurrió hacerla fue reunir las monedas que había guardado durante meses en mi hucha y acudir a la tienda de juguetes de monsieur Giradot. Mi presupuesto no daba para mucho, y sólo conseguí un viejo títere, un ángel de cartón que podía ser manipulado con unos hilos. Lo envolví en papel brillante y, al día siguiente, esperé a que Anne Neville hubiese salido a hacer sus compras. Llamé a la puerta de la casa y dije que era yo, Lazarus. Jean abrió y le entregué el paquete. Era un obsequio, dije, y me marché.

»No volví a verlo en tres semanas. Supuse que Jean estaba disfrutando de mi regalo, ya que yo no podría disfrutar de mis ahorros en mucho tiempo. Supe más adelante que aquel ángel de trapo y cartón apenas sobrevivió un día. Anne lo encontró y lo quemó. Cuando le preguntó de dónde lo había sacado, Jean, que no quería implicarme, dijo que lo había hecho con sus propias manos.

»Y cierto día, el castigo fue mucho más terrible. Anne, fuera de sí, llevó a su hijo al sótano y lo encerró allí, amenazándolo con que esta vez la sombra iría a por él en la oscuridad y se lo llevaría para siempre.

»Jean Neville pasó allí una semana entera. Su madre se había complicado en un altercado en el mercado de Les Halles y la policía la encerró, junto con otros tantos, en una celda comunal. Cuando la soltaron, estuvo vagando por las calles durante días.

»A su regreso, encontró la casa vacía y la puerta del sótano atrancada. Unos vecinos la ayudaron a derribada. El sótano estaba desierto. No había señal de Jean por ninguna parte…

Lazarus hizo una pausa. Simone guardó silencio, esperando a que el fabricante de juguetes finalizase su relato.

—Nadie volvió a ver a Jean Neville en el barrio. La mayoría de quienes tuvieron conocimiento de la historia supusieron que el muchacho había huido por alguna trampilla del sótano y había puesto tanta distancia entre él y su madre como había podido. Supongo que eso es lo que sucedió, aunque si le hubiese preguntado usted a su madre, que pasó semanas, meses, llorando desconsoladamente la pérdida del muchacho, estoy seguro de que le hubiese dicho que la sombra se lo había llevado… Le he dicho antes que yo fui probablemente el único amigo de Jean Neville. Sería más justo decir que fue al revés. Él fue mi único amigo. Años más tarde, me prometí que, si estaba en mi mano, nunca jamás ningún niño quedaría privado de un juguete. Ningún niño volvería a vivir la pesadilla que atormentó la infancia de mi amigo Jean. Todavía hoy me pregunto dónde estará, si vive todavía. Supongo que le parecerá una explicación un tanto extraña…

—En absoluto —respondió ella, su rostro camuflado en las sombras.

Simone salió a la luz y esbozó una amplia sonrisa para recibir a Lazarus.

—Se hace tarde —dijo suavemente el fabricante de juguetes—. Debo ir a ver a mi esposa.

Simone asintió.

—Gracias por su compañía, madame Sauvelle —dijo Lazarus, retirándose de la habitación en silencio.

Ella lo observó partir y respiró profundamente.

La soledad trazaba extraños laberintos.

El sol empezaba a declinar sobre la bahía y las lentes del faro destilaban destellos de ámbar y escarlata sobre el mar. La brisa era ahora más fresca y el cielo se teñía de un azul claro, surcado por algunas nubes que viajaban perdidas como zepelines de algodón blanco. Irene yacía ligeramente apoyada contra el hombro de Ismael, en silencio.

El muchacho dejó que uno de sus brazos la rodease lentamente. Ella alzó los ojos. Sus labios estaban entreabiertos y temblaban imperceptiblemente. Ismael sintió un cosquilleo en el estómago y oyó un extraño repiqueteo en sus oídos. Era su propio corazón, martilleando a toda velocidad. Paulatinamente, los labios de ambos se aproximaron con timidez. Irene cerró los ojos. Ahora o nunca, parecía susurrar una voz dentro de Ismael. El muchacho optó por la opción ahora y dejó que su boca acariciase la de Irene. Los siguientes diez segundos duraron diez años.

Más tarde, cuando ambos sintieron que ya no existía una frontera entre ellos, que cada mirada y cada gesto era una palabra de un lenguaje que sólo ellos podían comprender, Irene e Ismael permanecieron abrazados en silencio en lo alto del faro. Si hubiese dependido de ellos, habrían seguido allí hasta el día del Juicio.

—¿Dónde te gustaría estar dentro de diez años? —preguntó Irene de improviso.

Ismael se paró a meditar la respuesta. No era fácil.

—Menuda pregunta. No lo sé.

—¿Qué es lo que te gustaría hacer? ¿Seguir los pasos de tu tío en el barco?

—No creo que fuese una buena idea.

—¿Qué, entonces? —insistió ella.

—No sé, supongo que es una tontería…

—¿Qué es una tontería?

Ismael se sumió en un largo silencio. Irene esperó pacientemente.

—Seriales para la radio. Me gustaría escribir seriales para la radio —afirmó Ismael finalmente.

Ya lo había soltado.

Irene le sonrió. Otra vez aquella sonrisa indefinible y misteriosa.

—¿Qué clase de seriales?

Ismael la observó cuidadosamente. No había hablado de ese tema con nadie y no se sentía en terreno seguro al hacerlo. Tal vez lo mejor era plegar velas y volver a puerto.

—De misterio —contestó finalmente, dudando.

—Pensaba que no creías en los misterios.

—No hace falta creérselos para escribir sobre ellos —replicó Ismael—. Hace tiempo que colecciono recortes sobre un individuo que hace seriales de radio. Se llama Orson Welles. Tal vez podría intentar trabajar con él…

—¿Orson Welles? No he oído hablar de él, pero supongo que no será una persona accesible. ¿Tienes alguna idea ya?

Ismael asintió vagamente.

—Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie.

La muchacha alzó la mano solemnemente. La actitud de Ismael le parecía infantil, pero el asunto la intrigaba.

—Sígueme.

Ismael la condujo de vuelta a la vivienda del farero. Una vez allí, el chico se acercó a un cofre que reposaba en uno de los rincones y lo abrió. Sus ojos brillaban de excitación.

—La primera vez que vine aquí estuve buceando y descubrí los restos del bote en que se supone que se ahogó aquella mujer hace veinte años —dijo en tono enigmático—. ¿Te acuerdas de la historia que te conté?

—Las luces de septiembre. La dama misteriosa desaparecida en la tormenta… —recitó Irene.

—Exacto. ¿Adivinas qué encontré entre los restos del bote?

—¿Qué?

Ismael introdujo las manos en el cofre y extrajo un pequeño libro encuadernado en piel, cobijado por una especie de caja metálica, apenas del tamaño de una pitillera.

—El agua ha borrado alguna de las páginas, pero todavía hay fragmentos que pueden leerse.

—¿Un libro? —preguntó Irene, intrigada.

—No es un libro cualquiera —aclaró él—. Es un diario. Su diario.

El Kyaneos zarpó de vuelta a la Casa del Cabo poco antes del crepúsculo. Un campo de estrellas se extendía sobre el manto azul que cubría la bahía y la esfera sangrante del sol se sumergía lentamente en el horizonte, como un disco de hierro candente. Irene observaba en silencio a Ismael mientras pilotaba el velero. El muchacho le sonrió y siguió con la mirada en las velas, atento a la dirección del viento que se despertaba a poniente.

Antes que a él, Irene había besado a dos chicos.

El primero, el hermano de una de sus amigas en el colegio, fue más un experimento que otra cosa. Quería saber qué se sentía al hacer aquello. No le había parecido gran cosa. El segundo, Gerard, estaba más asustado que ella, y la experiencia no había disipado sus sospechas acerca del tema. Besar a Ismael había sido diferente. Había sentido una especie de corriente eléctrica recorriendo su cuerpo al rozar sus labios. Su tacto era diferente. Su olor era diferente. Todo en él era diferente.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó esta vez a ella Ismael, intrigado ante su semblante meditabundo.

Irene compuso un gesto enigmático, alzando una ceja.

Él se encogió de hombros y siguió pilotando el velero rumbo al cabo. Una bandada de aves los escoltó hasta el embarcadero entre los acantilados. Las luces de la casa dibujaban estelas danzantes sobre la pequeña cala. A lo lejos, los reflejos del pueblo trazaban una senda de estrellas sobre el mar.

—Ya es de noche —observó Irene con cierta preocupación—. No te pasará nada, ¿verdad?

Ismael sonrió.

—El Kyaneos se sabe el camino de memoria. No me pasará nada.

El velero se posó suavemente contra el embarcadero. Los graznidos de las aves en los acantilados formaban un eco lejano. Una franja de azul oscuro coronaba ahora la línea incandescente del crepúsculo sobre el horizonte, y la luna sonreía entre las nubes.

—Bueno…, se hace tarde —empezó Irene.

—Sí…

La chica saltó a tierra.

—Me llevo el diario. Prometo cuidado.

Ismael asintió a su vez. Irene dejó escapar una pequeña risa nerviosa.

—Buenas noches.

Ambos se miraron en la penumbra.

—Buenas noches, Irene.

Ismael soltó las amarras.

—Había pensado ir a la laguna mañana. Tal vez te gustaría venir…

Ella asintió. La corriente se llevaba el velero.

—Te recogeré aquí…

La silueta del Kyaneos se desvaneció en la oscuridad. Irene permaneció allí, viéndolo partir, hasta que la negrura de la noche lo hubo engullido completamente. Luego, dos palmos por encima del suelo, se apresuró hacia la Casa del Cabo. Su madre esperaba en el porche, sentada en la oscuridad. No hacía falta un diploma en ingeniería óptica para adivinar que Simone había visto, y oído, el episodio completo en el embarcadero.

—¿Qué tal tu día? —preguntó.

Irene tragó saliva. Su madre sonrió pícaramente.

—Puedes contármelo.

Irene se sentó junto a su madre, dejándose abrazar por ella.

—¿Y el tuyo? —preguntó la muchacha—. ¿Qué tal te ha ido a ti?

Simone dejó escapar un suspiro, recordando la tarde en compañía de Lazarus.

Abrazó en silencio a su hija y sonrió para sí.

—Un día extraño, Irene. Supongo que me hago mayor.

—Qué tontería.

La joven miró en los ojos de su madre.

—¿Algo va mal, mamá?

Simone sonrió débilmente y negó en silencio.

—Echo de menos a tu padre —respondió finalmente, mientras una lágrima se deslizaba sobre su mejilla hasta sus labios.

—Papá se fue —dijo Irene—. Tienes que dejarlo ir.

—No sé si quiero dejarlo ir.

Irene la estrechó en sus brazos y oyó cómo Simone derramaba sus lágrimas en la oscuridad.

6. EL DIARIO DE ALMA MALTISSE

El día siguiente amaneció envuelto en un manto de bruma. Las primeras luces del alba sorprendieron a Irene todavía enfrascada en la lectura del diario que Ismael le había confiado. Lo que había empezado como simple curiosidad horas atrás había ido creciendo a lo largo de la noche, hasta transformarse en una obsesión. Desde la primera línea empañada por el tiempo, la caligrafía de aquella misteriosa dama desaparecida en las aguas de la bahía se había revelado como un jeroglífico hipnótico, un enigma sin resolución que había alejado de la muchacha cualquier atisbo de sueño.

… Hoy he visto por vez primera el rostro de la sombra. Me observaba en silencio desde la oscuridad, acechante e inmóvil. Sé perfectamente lo que había en aquellos ojos, aquella fuerza que la mantenía viva: odio. He podido sentir su presencia y he sabido que, tarde o temprano, nuestros días en este lugar se convertirán en una pesadilla. Es ahora cuando me doy cuenta de toda la ayuda que él necesita y de que, pase lo que pase, no puedo dejarlo solo…

Página tras página, la voz secreta de aquella mujer parecía hablarle en susurros, entregándole las confidencias y los secretos que habían permanecido sumergidos y olvidados durante años. Seis horas después de haber iniciado la lectura del diario, la dama desconocida se había convertido en una especie de amiga invisible, de voz varada en la niebla que, a falta de otro consuelo, la había escogido a ella para depositar sus secretos, sus memorias, y el enigma de aquella noche que habría de llevarla a la muerte en las frías aguas del islote del faro, aquella noche de septiembre.

… Ha sucedido de nuevo. Esta vez han sido mis ropas. Esta mañana, al acudir a mi vestidor, he encontrado la puerta de mi armario abierta y todos mis vestidos, los vestidos que él me ha regalado durante años, hechos jirones, destrozados como si el filo de cien cuchillos los hubiese cercenado. Hace siete días fue mi anillo de compromiso. Lo encontré deformado y destrozado en el suelo. Otras joyas han desaparecido. Los espejos de mi habitación están rajados. Cada día su presencia es más fuerte y su rabia más palpable. Es sólo cuestión de tiempo que sus ataques dejen de concentrarse en mis pertenencias y lo hagan en mí. Es a mí a quien odia. Es a mí a quien quiere ver muerta. No hay sitio para ambas en este lugar…

El amanecer había tendido un tapiz de cobre sobre el mar cuando Irene desgranó la última página del diario. Por un instante pensó que jamás había sabido tantas cosas acerca de nadie. Nunca persona alguna, ni su propia madre, había revelado todos los secretos de su espíritu ante ella con la sinceridad con que aquel diario desnudaba los pensamientos de aquella mujer que, irónicamente, le era desconocida. Una mujer que había muerto años antes de que ella viese la luz.

… No tengo a nadie con quien hablar, nadie a quien confesar el horror que me invade el alma día tras día. A veces desearía volver atrás, rehacer mis pasos en el tiempo. Es entonces cuando más comprendo que mi miedo y mi tristeza no pueden compararse con los suyos, que él me necesita y que, sin mí, su luz se apagaría para siempre. Sólo pido a Dios que nos dé fuerzas para sobrevivir, para huir del alcance de la sombra que se cierne sobre nosotros.

Cada línea que escribo en este diario me parece la última.

Por algún motivo Irene descubrió que sentía ganas de llorar. En silencio, derramó sus lágrimas en recuerdo de aquella dama invisible cuyo diario había encendido una luz en su propio interior. Acerca de la identidad de su autora, cuanto el diario aclaraba era un par de palabras en el vértice de la primera hoja.

Poco después, Irene contempló la vela del Kyaneos desgarrar la neblina rumbo a la Casa del Cabo. Cogió el diario y, casi de puntillas, se encaminó hacia su nueva cita con Ismael.

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