—Sí, pero…
—¿Pero…?
—¿Y si realmente hay algo en el bosque? —insistió Dorian.
—¿La sombra?
Dorian asintió gravemente.
—¿Has oído hablar alguna vez del Doppelganger? —preguntó Lazarus.
El muchacho negó. Lazarus lo observó de reojo.
—Es un término alemán —explicó—. Se usa para describir a la sombra de una persona que, por algún motivo, se ha desprendido de su dueño. ¿Quieres oír una curiosa historia al respecto?
—Por favor…
Lazarus se acomodó en una silla frente al muchacho y extrajo un largo cigarro. Dorian había aprendido en el cine que aquella especie de torpedo atendía al nombre de habano y que, amén de costar una fortuna, desprendía un olor acre y penetrante al quemar. De hecho, tras Greta Garbo, Groucho Marx era su héroe de los matinales dominicales. El pueblo llano se limitaba a olfatear el humo de segunda mano. Lazarus estudió el cigarro y volvió a guardarlo, intacto, listo para emprender su relato.
—Bien. La historia en sí me la contó un colega hace ya tiempo. El año es 1915. El lugar, la ciudad de Berlín…
»De todos los relojeros de la ciudad de Berlín, ninguno era tan celoso de su labor y tan perfeccionista en sus métodos como Hermann Blocklin. De hecho, su obsesión por llegar a crear los mecanismos más precisos lo había llevado a desarrollar una teoría respecto a la relación entre el tiempo y la velocidad a la que la luz se desplazaba por el universo. Blocklin vivía rodeado de relojes en una pequeña vivienda que ocupaba la trastienda de su establecimiento, en la Henrichstrasse. Era un hombre solitario. No tenía familia. No tenía amigos. Su único compañero era un viejo gato, Salman, que pasaba las horas en silencio a su lado, mientras Blocklin dedicaba horas y días enteros a su ciencia, en su taller. A lo largo de los años, su interés llegó a convertirse en obsesión. No era raro que cerrase su tienda al público durante días completos. Días de veinticuatro horas sin descanso, que dedicaba a trabajar en su proyecto soñado: el reloj perfecto, la máquina universal de medición del tiempo.
»Uno de esos días, cuando hacía dos semanas que una tormenta de frío y nieve azotaba Berlín, el relojero recibió la visita de un extraño cliente, un distinguido caballero llamado Andreas Corelli. Corelli vestía un lujoso traje de un blanco reluciente y sus cabellos, largos y satinados, eran plateados. Sus ojos se ocultaban tras dos lentes negras. Blocklin le anunció que la tienda estaba cerrada al público, pero Corelli insistió, alegando que había viajado desde muy lejos sólo para visitarlo. Le explicó que estaba al corriente de sus logros técnicos e incluso se los describió con detalle, lo cual intrigó sobremanera al relojero, convencido de que sus hallazgos, hasta la fecha, eran un misterio para el mundo.
»La petición de Corelli no fue menos extraña. Blocklin debía construir un reloj para él, pero un reloj especial. Sus agujas debían girar en sentido inverso. La razón de este encargo era que Corelli padecía una enfermedad mortal que habría de extinguir su vida en cuestión de meses. Por ese motivo, deseaba tener un reloj que contase las horas, los minutos y los segundos que le restaban de vida.
»Tan extravagante petición venía acompañada por una más que generosa oferta económica. Es más, Corelli le garantizó la concesión de fondos económicos para financiar toda su investigación de por vida. A cambio, tan sólo debía dedicar unas semanas a crear aquel ingenio.
»Ni que decir tiene que Blocklin aceptó el trato. Pasaron dos semanas de intenso trabajo en su taller. Blocklin estaba sumergido en su tarea cuando, días más tarde, Andreas Corelli volvió a llamar a su puerta. El reloj estaba ya terminado. Corelli, sonriente, lo examinó y, tras alabar la labor realizada por el relojero, le dijo que su recompensa resultaba más que merecida. Blocklin, exhausto, le confesó que había puesto toda su alma en aquel encargo. Corelli asintió. Después dio cuerda al reloj y dejó que empezase a girar su mecanismo. Entregó un saco de monedas de oro a Blocklin y se despidió de él.
»EI relojero estaba fuera de sí de gozo y codicia, contando sus monedas de oro, cuando advirtió su imagen en el espejo. Se vio más viejo, demacrado. Había estado trabajando demasiado. Resuelto a tomarse unos días libres, se retiró a descansar.
»Al día siguiente, un sol deslumbrante penetró por su ventana. Blocklin, todavía cansado, se acercó a lavarse la cara y observó de nuevo su reflejo. Pero esta vez, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. La noche anterior, cuando se había acostado, su rostro era el de un hombre de cuarenta y un años, cansado y agotado, pero todavía joven. Hoy tenía frente a sí la imagen de un hombre rumbo a su sesenta cumpleaños. Aterrado, salió al parque a tomar el aire. Al volver a la tienda, examinó de nuevo su imagen. Un anciano lo observaba desde el espejo. Presa del pánico, salió a la calle y se tropezó con un vecino, que le preguntó si había visto al relojero Blocklin. Hermann, histérico, echó a correr.
»Pasó aquella noche en un rincón de una taberna pestilente en compañía de criminales e individuos de dudosa reputación. Cualquier cosa antes que estar solo. Sentía su piel encogerse minuto a minuto. Sus huesos se le antojaban quebradizos. Su respiración, dificultosa.
»Despuntaba la medianoche cuando un extraño le preguntó si podía tomar asiento junto a él. Blocklin lo miró. Era un hombre joven y bien parecido, de apenas unos veinte años. Su rostro le resultaba desconocido, a excepción de las lentes negras que cubrían sus ojos. Blocklin sintió que el corazón le daba un vuelco. Corelli…
»Andreas Corelli se sentó frente a él y extrajo el reloj que Blocklin había forjado días atrás. El relojero, desesperado, le preguntó qué extraño fenómeno era el que le estaba afectando. ¿Por qué envejecía segundo a segundo? Corelli le mostró el reloj. Las agujas giraban lentamente en sentido inverso. Corelli le recordó sus palabras, eso de que había puesto su alma en aquel reloj. Por ese motivo, a cada minuto que pasaba, su cuerpo y su alma envejecían progresivamente.
»Blocklin, ciego de terror, le suplicó ayuda. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a renunciar a lo que fuese, con tal de recobrar su juventud y su alma. Corelli le sonrió y le preguntó si estaba seguro de eso. El relojero se reafirmó: cualquier cosa.
»Corelli dijo entonces que estaba dispuesto a devolverle el reloj y con él su alma, a cambio de algo que, de hecho, no le era de utilidad alguna a Blocklin: su sombra. El relojero, desconcertado, le preguntó si ése era todo el precio que tenía que pagar, una sombra. Corelli asintió y Blocklin aceptó el trato.
»El extraño cliente extrajo un frasco de vidrio, quitó el tapón y lo colocó sobre la mesa. En un segundo, Blocklin contempló cómo su sombra se introducía en el interior del frasco, igual que un torbellino de gas. Corelli cerró el frasco y, despidiéndose de Blocklin, partió en la noche. Tan pronto hubo desaparecido por la puerta de la taberna, el reloj que sostenía en las manos invirtió el sentido en que giraban las agujas.
»Cuando Blocklin llegó a su casa, al alba, su rostro era el de un hombre joven de nuevo. El relojero suspiró con alivio. Pero otra sorpresa lo esperaba aún. Salman, su gato, no aparecía por ninguna parte. Lo buscó por toda la casa y, cuando finalmente dio con él, una sensación de horror lo invadió. El animal pendía por el cuello de un cable, unido a una lámpara de su taller. Su mesa de trabajo estaba derribada y sus herramientas esparcidas por la sala. Se diría que un tornado había pasado por aquel lugar. Todo estaba destrozado. Pero había más: marcas en las paredes. Alguien había escrito torpemente sobre los muros una palabra incomprensible:
»El relojero estudió aquel trazo obsceno y tardó más de un minuto en comprender su significado. Era su propio nombre, invertido. Nilkcolb. Blocklin. Una voz susurró a su espalda y, cuando Blocklin se volvió, se vio enfrentado a un oscuro reflejo de sí mismo, un espejismo diabólico de su propio rostro.
»Entonces, el relojero comprendió. Era su sombra quien lo observaba. Su propia sombra, desafiante. Trató de atraparla, pero la sombra se rió como una hiena y se esparció por los muros. Blocklin, estremecido, vio cómo su sombra asía entonces un largo cuchillo y huía por la puerta, perdiéndose en la penumbra.
»El primer crimen de la Henrichstrasse tuvo lugar aquella misma noche. Varios testigos declararon haber visto al relojero Blocklin acuchillar a sangre fría a aquel soldado que paseaba de madrugada por el callejón. La policía lo aprehendió y lo sometió a un largo interrogatorio. A la noche siguiente, mientras Blocklin permanecía bajo custodia en su celda, dos nuevas muertes tuvieron lugar. Las gentes empezaron a hablar de un misterioso asesino que se movía en las sombras de la noche de Berlín. Blocklin trató de explicar a las autoridades lo que estaba sucediendo, pero nadie quiso escuchado. Los periódicos especulaban con la misteriosa posibilidad de un asesino que conseguía, noche tras noche, escapar de su celda de máxima seguridad, para perpetrar los más espantosos crímenes que recordaba la ciudad de Berlín.
»El terror de la sombra de Berlín duró veinticinco días exactamente. El final de aquel extraño caso llegó tan inesperada e inexplicablemente como su inicio. En la madrugada de aquel 12 de enero de 1916, la sombra de Hermann Blocklin se introdujo en la tétrica prisión de la policía secreta. Un centinela que montaba guardia junto a la celda juró que había visto a Blocklin forcejear con una sombra y que, en un momento de la refriega, el relojero había apuñalado a la sombra. Al amanecer, el cambio de guardia encontró a Blocklin muerto en su celda con una herida en el corazón.
»Días más tarde, un desconocido llamado Andreas Corelli se ofreció a pagar los gastos del entierro en la fosa común del cementerio de Berlín para Blocklin. Nadie, a excepción del enterrador y un extraño individuo que portaba lentes negras, asistió a la ceremonia.
»El caso de los crímenes de la Henrichstrasse sigue abierto y sin resolver en los archivos de la policía de Berlín».
—Guau —susurró Dorian al finalizar el relato de Lazarus—. ¿Y eso sucedió realmente?
El fabricante de juguetes sonrió.
—No. Pero sabía que te encantaría la historia.
Dorian hundió los ojos en su taza. Comprendió que Lazarus había urdido aquel relato simplemente para borrarle el susto del ángel mecánico. Un buen truco, pero un truco al fin y al cabo. Lazarus le palmeó el hombro deportivamente.
—Me parece que se hace un poco tarde para jugar a detectives —observó—. Vamos, te acompañaré a casa.
—¿Me promete que no le dirá nada a mi madre? —suplicó Dorian.
—Sólo si tú me prometes que no volverás a pasear por el bosque solo y de noche; no mientras no se aclare lo que ha sucedido con Hannah…
Ambos sostuvieron la mirada.
—Trato hecho —convino el chico.
Lazarus estrechó su mano como un buen hombre de negocios. Luego, ofreciendo una sonrisa misteriosa, el fabricante de juguetes se acercó a un armario y extrajo una caja de madera. Le ofreció la caja a Dorian.
—¿Qué es? —preguntó el muchacho, intrigado.
—Misterio. Ábrela.
Dorian procedió a abrir la caja. La luz de los faroles reveló una figura de plata del tamaño de su mano. Dorian miró a Lazarus, boquiabierto. El fabricante de juguetes sonrió.
—Deja que te muestre cómo funciona.
Lazarus tomó la figura y la colocó sobre la mesa.
A una simple presión de sus dedos, la figura se desplegó y reveló su naturaleza. Un ángel. Idéntico al que había visto, a escala.
—A ese tamaño, no puede asustarte, ¿eh?
Dorian asintió, entusiasta.
—Entonces, éste será tu ángel de la guarda. Para protegerte de las sombras…
Lazarus escoltó a Dorian a través del bosque hasta la Casa del Cabo, mientras le explicaba misterios y técnicas de la fabricación de autómatas y de mecanismos cuya complejidad e ingenio le parecían primos hermanos de la magia. Lazarus parecía saberlo todo y tenía respuesta para las cuestiones más rebuscadas y tramposas. No había modo de pillarlo. Al llegar al extremo del bosque, Dorian estaba fascinado y orgulloso con su nuevo amigo.
—Recuerda nuestro pacto, ¿eh? —susurró Lazarus—. No más excursiones nocturnas.
Dorian negó con la cabeza y salió rumbo a la casa. El fabricante de juguetes esperó fuera y no se retiró hasta que el chico hubo llegado a su habitación y lo saludó desde la ventana. Lazarus le devolvió el saludo y se internó de nuevo en las sombras del bosque.
Tendido en la cama, Dorian llevaba todavía la sonrisa pegada al rostro. Todas sus preocupaciones y angustias parecían haberse evaporado. Relajado, el muchacho abrió la caja y extrajo el ángel mecánico que le había regalado Lazarus. Era una pieza perfecta, de una belleza sobrenatural. La complejidad del mecanismo traía ecos de una ciencia misteriosa y cautivadora. Dorian dejó la figura en el suelo, al pie de su lecho, y apagó la luz. Lazarus era un genio. Ésa era la palabra. Dorian la había oído cientos de veces y siempre le sorprendía que se emplease tanto cuando en realidad no se ajustaba a los aludidos de ninguna de las maneras. Finalmente, él había conocido a un verdadero genio. Y, además, era su amigo.
El entusiasmo dio paso a un sueño irresistible. Dorian se rindió a la fatiga y dejó que su mente lo llevase a una aventura donde él, heredero de la ciencia de Lazarus, inventaba una máquina que atrapaba sombras y liberaba al mundo de una siniestra organización maléfica.
Dorian dormía ya cuando, sin previo aviso, la figura empezó a desplegar sus alas lentamente. El ángel metálico ladeó la cabeza y alzó un brazo. Sus ojos negros, dos lágrimas de obsidiana, brillaban en la penumbra.
Tres días pasaron sin que Irene recibiese noticia alguna de Ismael. No había rastro del muchacho en el pueblo, y su velero no se veía en los muelles. Un frente tormentoso barría la costa de Normandía y tendía un manto de ceniza sobre la bahía que habría de prolongarse por espacio de casi una semana.
Las calles del pueblo permanecían aletargadas bajo la tenue llovizna la mañana en que Hannah hizo su último viaje hasta el pequeño cementerio, en lo alto de la colina que se alzaba al noreste de Bahía Azul. La procesión llegó hasta las puertas del recinto y, por expreso deseo de la familia, la ceremonia final se celebró en la más estricta intimidad, mientras las gentes del pueblo volvían a sus casas bajo la lluvia, en silencio, a la sombra del recuerdo de la muchacha.