Las llanuras del tránsito (57 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–No –dijo la mujer, mientras Jondalar se disponía a intervenir y presentarlas–. No es necesario cumplir las formalidades. Ayla, todos sabemos quién eres. Yo soy Carolio, hermana de éste –dijo señalando a Carlono.

–Advierto el... parecido –indicó Ayla, buscando la palabra; Jondalar comprendió de pronto que ella estaba hablando sharamudoi. La miró maravillado. ¿Cómo aprendía con tanta rapidez?

–Confío en que podrás perdonar el estallido de Dolando –dijo Carolio–. El hijo de su hogar, el hijo de Roshario, fue muerto por los cabezas chatas, y él los odia a todos. Doraldo era un joven, pocos años mayor que Darvo, y un hombre muy animoso, que estaba comenzando a vivir. Para Dolando fue muy difícil. Nunca consiguió reponerse.

Ayla asintió, pero frunció el entrecejo. No era usual que el clan matase a los Otros. ¿Qué había hecho el joven? Vio que Roshario la llamaba con un gesto. Aunque la mirada hostil de Dolando no era precisamente grata, Ayla se apresuró a dirigirse hacia la mujer.

–¿Estás fatigada? –preguntó–. Es hora de que te acuestes. ¿Sufres?

–Un poco. No mucho. Me acostaré pronto, pero todavía no. Deseo decirte que lo lamento mucho. Yo tenía un hijo...

–Carolio me lo dijo. Le mataron.

–Los cabezas chatas... –masculló por lo bajo Dolando.

–Tal vez todos nos hemos apresurado un poco –dijo Roshario–. ¿Has dicho que vivías con... cierta gente de la península?

De pronto reinó un silencio absoluto.

–Sí –confirmó Ayla. Después miró a Dolando y respiró hondo–. El clan. Los que vosotros denomináis cabezas chatas y los que se llaman ellos mismos el clan.

–¿Cómo es posible? No hablan –dijo una joven.

Jondalar vio que era la mujer que estaba sentada junto a Chalono, otro joven a quien él conocía. Había visto muchas veces a la muchacha, pero no atinaba a recordar el nombre.

Ayla captó el comentario implícito de la joven.

–No son animales. Son personas y sí hablan, pero no con muchas palabras, si bien utilizan algunas. Tienen un lenguaje de signos y gestos.

–¿Es lo que tú estuviste haciendo? –preguntó Roshario–. ¿Antes de que me durmieses? Creí que estabas bailando con las manos.

Ayla sonrió.

–Hablaba al mundo de los espíritus y pedía al espíritu de mi tótem que te ayudase.

–¿El mundo de los espíritus? ¿Hablar con las manos? ¡Qué tontería! –escupió Dolando.

–Dolando –dijo Roshario, mientras buscaba la mano del hombre.

–Es cierto, Dolando –aseveró Jondalar–. Incluso yo aprendí parte de su lenguaje. Y también los que estaban en el Campamento del León. Ayla nos enseñó, porque deseaba que pudiéramos comunicarnos con Rydag. Todos se sorprendieron al descubrir que él podía hablar de ese modo, aunque no lograba pronunciar bien las palabras. Y entonces supieron que no era un animal.

–¿Te refieres al niño que trajo Nezzie? –dijo Tholie.

–¿Niño? ¿Habláis de esa abominación de espíritus mezclados que, según oímos decir, trajo una mamutoi loca?

Ayla levantó el mentón. Ahora estaba encolerizándose.

–Rydag era un niño –dijo–. Quizá provenía de espíritus mezclados, pero ¿cómo puedes culpar a un niño por lo que es? No eligió nacer de ese modo. ¿No dices que la Madre es la que elige los espíritus? En ese caso, era un hijo de la Madre tanto como otro cualquiera. ¿Qué derecho tienes para decir que era una abominación?

Ayla miraba hostil a Dolando, y todos les observaban, sorprendidos por la defensa de Ayla y preguntándose cuál sería la reacción de Dolando. Éste parecía tan sorprendido como los demás.

–Y Nezzie no está loca. Es una mujer sensible, buena y afectuosa que recogió a un huérfano y no le importó lo que los demás pensaran –continuó diciendo Ayla–. Era como Iza, la mujer que me recogió cuando yo no tenía a nadie, a pesar de que yo era diferente, era una de los Otros.

–¡Los cabezas chatas mataron al hijo de mi hogar! –gritó Dolando.

–Es posible, pero no usual. El clan prefiere evitar a los Otros; así llaman a las personas como nosotros. –Ayla hizo una pausa y después miró al hombre que aún sufría tanto–. Dolando, es duro perder a un hijo, pero te hablaré de otra persona que perdió a su niño. Era una mujer a quien conocí en la reunión de muchos clanes, algo así como una Reunión de Verano, aunque ellos no se reúnen con tanta frecuencia. Ella y otras mujeres salieron a buscar alimento y, de pronto, se vieron sorprendidas por varios hombres, hombres de los Otros. Uno la aferró para obligarla a concederle lo que vosotros denomináis placeres.

Hubo exclamaciones ahogadas de la gente. Ayla estaba hablando de un tema que nunca era abordado francamente, aunque todos, excepto los muy jóvenes, habían oído hablar del asunto. Algunas madres pensaron que era conveniente alejar a los hijos, pero en realidad nadie quería apartarse.

–Las mujeres del clan se someten a los deseos de los hombres, no es necesario forzarlas; pero el hombre que aferró a la mujer no pudo esperar. Ni siquiera quiso esperar a que ella depositara en el suelo a su hijo. La cogió con tanta fuerza que el niño cayó y él no prestó la más mínima atención. Sólo después, cuando él le permitió incorporarse, la mujer descubrió que la cabeza de su hijo se había golpeado contra una piedra al caer. El niño estaba muerto.

Algunos de los presentes tenían lágrimas en los ojos. Ahora, Jondalar habló.

–Sé que pueden suceder esas cosas. He oído hablar de algunos jóvenes que viven muy al oeste de aquí, y a quienes agradaba divertirse con los cabezas chatas, y varios se reunían para forzar a una mujer del clan.

–También sucede por aquí –reconoció Chalono.

Las mujeres le miraron sorprendidas por lo que había dicho, la mayoría de los hombres desviaron los ojos, excepto Rondo, que estaba observando a Chalono como si éste fuera un gusano.

–Es la gran aventura de la cual hablan siempre los muchachos –dijo Chalono, tratando de defenderse–. No son muchos los que continúan haciéndolo, sobre todo después de lo que le sucedió a Doral... –De pronto se interrumpió, miró alrededor, bajó los ojos y deseó no haber abierto la boca.

El silencio incómodo que siguió se vio quebrado cuando Tholie dijo:

–Roshario, pareces muy fatigada. ¿No crees que es hora de que vuelvas a acostarte?

–Sí, creo que me gustaría descansar –dijo.

Jondalar y Markeno se apresuraron a ayudarla, y todos interpretaron eso como la señal para levantarse y alejarse. Nadie quiso demorarse hasta que se apagara el fuego, conversando o jugando esa noche. Los dos jóvenes llevaron a la mujer a la vivienda, mientras el agobiado Dolando iba detrás.

–Gracias, Tholie, pero creo que sería mejor que yo durmiese esta noche cerca de Roshario –dijo Ayla–. Abrigo la esperanza de que Dolando no se oponga. Ella ha sufrido mucho y pasará una noche difícil. El brazo comienza a hincharse y volverá a sentir dolor. No estoy segura de que hubiera debido levantarse esta noche, pero insistió tanto que creo que no habríamos podido impedírselo. Insistió en afirmar que se sentía bien, pero eso es la consecuencia de la bebida que la adormeció, que calma el dolor profundo y cuyo efecto no había cesado del todo. Le administré, además, otra cosa, pero esta noche comenzarán los dolores y desearía estar cerca de ella.

Ayla había entrado después de pasar un rato frotando y peinando a Whinney en la penumbra del anochecer. Cuando estaba nerviosa, se sentía mejor cerca de la yegua y se relajaba atendiéndola. Jondalar se había reunido con ella unos minutos, pero adivinó que Ayla deseaba estar sola un rato, de modo que, después de palmear y rascar y decir palabras reconfortantes a Corredor, se había alejado.

–Quizá Darvo podría dormir contigo –propuso Jondalar–. Probablemente descansará mejor. Le desazona ver sufrir a Roshario.

–Por supuesto –dijo Markeno–. Iré a buscarle. Ojalá pudiera convencer a Dolando de que se quede unos días con nosotros, pero sé que no aceptará, sobre todo después de lo sucedido esta noche. Nadie le había explicado nunca la historia completa de la muerte de Doraldo.

–Quizá sea mejor que, al fin, se sepa todo. Tal vez de ese modo ahora pueda superar la situación –indicó Tholie–. Dolando ha estado alimentando durante mucho tiempo un odio profundo a los cabezas chatas. Parecía más bien inofensivo y, de todos modos, nadie le prestaba demasiada atención... Lo siento, Ayla, pero ésa es la verdad.

Ayla asintió.

–Lo sé –dijo.

–Y rara vez tenemos un contacto muy estrecho. En general, es un buen jefe –continuó Tholie–, excepto en todo lo que se relaciona con los cabezas chatas, y es fácil excitar a otras personas cuando se habla de ellos. Pero un odio tan intenso tiene que dejar sus huellas. Creo que siempre es peor para la persona que odia.

–Creo que es hora de descansar un poco –dijo Markeno–. Ayla, seguramente estás exhausta.

Jondalar, Markeno y Ayla, con Lobo detrás, caminaron juntos los pocos pasos que les separaban de la vivienda más próxima. Markeno rascó la plancha de cuero que cubría la entrada y esperó. En lugar de contestar desde dentro, Dolando se acercó a la entrada y apartó la cortina; después permaneció en pie en el umbral de la entrada, mirándolos.

–Dolando, es posible que Roshario pase mala noche. Me gustaría estar cerca de ella –dijo Ayla.

El hombre bajó los ojos; después se volvió hacia la mujer que estaba acostada en la cama.

–Entra –dijo.

–Deseo permanecer con Ayla –pidió Jondalar. Había decidido que no la dejaría sola con el hombre que la había amenazado y que había despotricado contra ella, aunque ahora se le veía calmado.

Dolando asintió y se hizo a un lado.

–He venido a preguntar a Darvo si desearía pasar la noche con nosotros –dijo Markeno.

–Creo que debería hacerlo –contestó Dolando–. Darvo, recoge tus mantas y acompaña esta noche a Markeno.

El muchacho se incorporó, recogió las mantas y las colchonetas, y caminó hacia la entrada. Ayla se dio cuenta de que parecía aliviado, aunque no feliz.

Apenas entraron, Lobo se instaló en el rincón. Ayla se acercó al fondo en sombras para examinar a Roshario.

–Dolando, ¿tienes una lámpara o una antorcha? Me gustaría que hubiera más luz –dijo.

–Y quizá unas mantas más –agregó Jondalar–. ¿No es mejor que se las pida a Tholie?

Dolando hubiera preferido estar solo en la oscuridad, pero si Roshario se despertaba dolorida, sabía que la joven podía aliviarla mucho mejor que él. De un estante retiró un cuenco poco profundo de piedra arenisca, al que se le había dado forma moldeándolo y raspándolo con otras piedras.

–Las cosas para dormir están aquí –explicó a Jondalar–. En la caja que está junto a la puerta hay un poco de grasa para la lámpara, pero tendré que encender fuego para prender la lámpara que se apagó.

–Yo encenderé el fuego –dijo Ayla–, si me dices dónde está tu yesca y la madera.

Dolando le entregó los materiales que ella pedía para encender el fuego, así como una vara redonda, ennegrecida por el carbón en un extremo, y una pieza achatada de madera con varios agujeros redondos, quemados al encender otros fuegos; pero Ayla no utilizó esos materiales. En cambio, de un bolso que colgaba de su cinturón extrajo dos piedras. Dolando observó con curiosidad mientras ella formaba una pequeña pila de astillas secas y delgadas, y cómo, inclinándose sobre ellas, golpeaba una piedra contra otra. Observó, sorprendido, cómo una chispa grande y brillante saltaba de las piedras e iba a caer sobre las maderas, y cómo comenzaba a desprenderse una fina columna de humo. Ayla se inclinó más, sopló y de la madera brotó una llama.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó Dolando, sorprendido y hasta un tanto temeroso. Algo tan sorprendente y desconocido siempre provocaba temor. Se preguntó si la magia shamud de esta mujer sería interminable.

–Proviene de la piedra del fuego –dijo Ayla, mientras agregaba unas astillas más, para mantener encendido el fuego, y después pedazos más grandes.

–Ayla descubrió esas piedras cuando vivía en su valle –dijo Jondalar–. Estaban distribuidas por toda el área pedregosa; yo mismo recogí algunas. Mañana te mostraré cómo funcionan y te proporcionaré una para que sepas qué aspecto tienen. Quizá las encuentres por aquí. Como puedes ver, con ellas se enciende fuego con mayor rapidez.

–¿Dónde has dicho que estaba la grasa? –preguntó Ayla.

–En la caja junto a la entrada. La traeré. Allí hay también mechas –dijo Dolando. Introdujo un pedazo de sebo blanco y blando, grasa disuelta en agua hirviendo y recogida después de enfriarla, en el cuenco de piedra, hundió en ella un hilo retorcido de liquen seco, aplicado cerca del borde, y después tomó una astilla encendida y la aplicó al liquen. Chisporroteó un poco; después se formó un pequeño cúmulo de grasa en la base del cuenco, que fue absorbida por el liquen, lo que produjo una llama más regular y más luminosa en el ámbito de la estructura de madera.

Ayla puso piedras de cocinar en el fuego y después controló el nivel del recipiente de madera que contenía agua. Se dirigió a la puerta con él, pero Dolando se lo quitó y salió en su lugar para traer más agua. En su ausencia, Ayla y Jondalar extendieron las mantas sobre una plataforma para dormir. Después, Ayla eligió algunas hierbas secas de sus paquetes de medicinas para preparar una infusión calmante para todos. Agregó otros pequeños ingredientes de su pequeño depósito, porque quería tenerlos preparados para cuando Roshario se despertara. En cuanto Dolando trajo el agua, Ayla distribuyó tazas con la infusión a cada uno de los presentes.

Se sentaron en silencio, sorbiendo el líquido caliente, lo que alivió a Dolando. Temía que le obligasen a entablar conversación y no estaba de humor para ello. Para Ayla no era una cuestión de humor. Sencillamente, no sabía qué decir. Había entrado en la morada en atención a Roshario, aunque hubiera preferido estar lejos de allí. La perspectiva de pasar la noche en la vivienda de un hombre que la había tratado con profunda animadversión no le resultaba grata y se sentía agradecida a Jondalar, que había decidido permanecer con ella. Jondalar tampoco sabía qué decir, y sólo se limitó a esperar que otros comenzaran a hablar. Como nadie pronunció palabra, llegó a la conclusión de que quizá el silencio fuera lo mejor.

Como si todo hubiese sido planeado, en el momento mismo en que estaban terminando de beber la infusión, Roshario comenzó a gemir y a moverse. Ayla levantó la lámpara y se acercó a la mujer. Depositó la lámpara sobre un banco de madera que también servía como mesita de noche, y apartó un canastillo colmado de alhelíes de intensa fragancia. El brazo de la mujer estaba hinchado y caliente al tacto, incluso a través de las vendas, que ahora estaban más tensas. La luz y el contacto de la mano de Ayla despertaron a la mujer. Los ojos, vidriosos a causa del dolor, se fijaron en la hechicera y Roshario trató de sonreír.

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