Las llanuras del tránsito (2 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–¿Y los caballos? –preguntó el hombre que estaba de pie, al lado del hechicero. Había estado mirando fijamente al brioso corcel, así como al hombre de elevada estatura que lo dominaba.

–Sucede lo mismo con los caballos. Uno puede enseñarles si los encuentra pequeños y los cuida. Se necesita tiempo y paciencia, pero aprenden.

La gente había bajado las lanzas y escuchaba ahora con mucho interés. Nadie había escuchado a los espíritus hablar en lenguaje común, aunque las explicaciones acerca de servir de padres a los animales eran exactamente el tipo de extraña conversación que caracterizaba a los espíritus, palabras que no significaban precisamente lo que aparentaban.

De pronto la mujer del campamento habló.

–Nada sé sobre eso de ser una madre para los animales, pero lo que sí sé es que el Hogar de los Mamuts no adopta a extraños y los convierte en mamutoi. No es un hogar común. Está consagrado a Los Que Sirven a la Madre. Las gentes eligen el Hogar de los Mamuts o son elegidas. Tengo parientes en el Campamento del León. Mamut es muy viejo, quizá el hombre más viejo que aún vive. ¿Por qué querría adoptar a alguien? Y no creo que Lutie lo hubiese permitido. Es muy difícil creer lo que decís, y tampoco sé por qué tenemos que creeros.

Ayla percibió algo ambiguo en el modo de hablar de la mujer, o más bien en los sutiles amaneramientos que acompañaban a sus palabras: la rigidez de la espalda, la tensión de los hombros, la expresión ansiosa. Parecía que estuviese previendo algo desagradable. Y de pronto, Ayla comprendió que no era una equivocación verbal; la mujer había incluido con toda intención algo falso en su declaración; en su pregunta había deslizado una trampa sutil. Pero de acuerdo con el pasado tan particular de Ayla, la trampa era clara y evidente.

Los que habían criado a Ayla, el pueblo llamado de los cabezas chatas, que se autodesignaban con el nombre de clan, se comunicaban con profundidad y exactitud, aunque no principalmente con palabras. Pocas personas advertían que en realidad poseían una lengua. Su capacidad de expresión era muy limitada, y a menudo se les desacreditaba, afirmando que eran inferiores a los humanos, animales que no sabían hablar. Utilizaban una lengua de gestos y signos, pero no por ello ésta era menos compleja.

La cantidad relativamente reducida de palabras utilizadas por el clan –palabras que Jondalar casi no lograba reproducir, del mismo modo que ella no era totalmente capaz de pronunciar ciertos sonidos en zelandoni o mamutoi– dependían de un tipo peculiar de vocalización y solían usarse para subrayar algo o para mencionar los nombres de las personas o las cosas. Los matices y los detalles más sutiles del sentido se indicaban mediante la actitud, la postura y los gestos faciales, que conferían profundidad y diversidad a la lengua, exactamente como sucede con los tonos y las inflexiones en el lenguaje verbal.

Pero al utilizar medios tan directos de comunicación, era casi imposible expresar una mentira sin revelar el hecho; no podían mentir.

Ayla había aprendido a percibir y comprender las sutiles señales del movimiento corporal y la expresión facial mientras aprendía a hablar con signos; todo aquello era necesario para alcanzar una absoluta comprensión. Cuando estaba reaprendiendo a hablar verbalmente con Jondalar y adquiría mayor fluidez con el mamutoi, Ayla descubrió que percibía las señales involuntarias contenidas en los leves movimientos faciales y la postura incluso de la gente que hablaba con palabras, aunque el propósito de dichos gestos no era representar una parte de lo que se decía.

Descubrió que comprendía más que las palabras, aunque esto al principio le causaba cierta confusión y un poco de inquietud, porque las palabras pronunciadas no siempre coincidían con las señales emitidas, y ella nada sabía de las mentiras. Lo que más se podía aproximar a la negación de la verdad era abstenerse de hablar.

Con el tiempo, llegó a saber que a menudo ciertas mentiras leves tenían el carácter de cortesías. Pero cuando llegó a entender el humor –que generalmente dependía de que se dijese una cosa que en realidad significaba otra–, de pronto aprendió el carácter del lenguaje hablado y de la gente que lo usaba. Entonces su capacidad para interpretar las señales inconscientes agregó una dimensión inesperada a sus habilidades verbales en desarrollo: una percepción casi misteriosa de lo que la gente realmente quería decir. Esto le concedió una ventaja poco común. Aunque ella misma no sabía mentir, excepto por omisión, por regla general captaba enseguida cuándo otro no decía la verdad.

–Cuando estuve en el Campamento del León nadie se llamaba Lutie. –Ayla había decidido hablar con franqueza–. Tulie es la jefa y su hermano Talut es el jefe.

La mujer asintió imperceptiblemente, mientras Ayla continuaba hablando.

–Sé que una persona generalmente está consagrada al Hogar del Mamut, y que no se la adopta. Talut y Nezzie fueron los que me lo pidieron, y Talut incluso agrandó su caverna para formar un refugio especial en invierno destinado a los caballos, pero el viejo Mamut les sorprendió a todos. Durante la ceremonia, me adoptó. Dijo que yo pertenecía al Hogar del Mamut y que había nacido para él.

–Si llevaste esos caballos contigo al Campamento del León, entiendo por qué el viejo Mamut dijo eso –afirmó el hombre.

La mujer le miró irritada y dijo unas pocas palabras por lo bajo. Después, las tres personas volvieron a hablar entre ellas. El hombre había llegado a la conclusión de que los extraños probablemente eran personas y no espíritus que tendían trampas –o que si lo hacían, por lo menos no eran peligrosas–, pero no creía que fuesen precisamente lo que afirmaban ser. La explicación del hombre alto para aclarar la extraña conducta de los animales era demasiado sencilla, pero le interesaba. Los caballos y el lobo le intrigaban. La mujer sentía que los forasteros hablaban con excesiva fluidez, explicaban demasiadas cosas, eran excesivamente francos, y estaba segura de que en el asunto había más de lo que cualquiera de ellos decía. No confiaba y no quería saber nada de ellos.

El Mamut los aceptó como humanos sólo después de concebir otra idea que, para quien entendía esas cosas, hacía que resultase más plausible el comportamiento extraordinario de los animales. Estaba seguro de que la mujer rubia era una poderosa visitante, y el anciano Mamut seguramente sabía que aquella mujer había nacido con un extraño control sobre los animales. Quizá lo mismo podía decirse del hombre. Después, cuando su campamento llegase a la Reunión de Verano, sería interesante hablar con el Campamento del León, y los mamuts sin duda dirían algo acerca de aquellos dos. Era más fácil creer en la magia que en la absurda idea de que se podía domesticar a los animales.

Mientras se consultaban, se produjeron ciertas discrepancias. La mujer se sentía incómoda; los forasteros la turbaban. Si hubiese pensado en el asunto, quizá habría reconocido que tenía miedo. No le agradaba estar cerca de una manifestación tan clara de poder oculto, pero imperó el criterio de sus compañeros. El hombre habló.

–Este lugar, donde se unen los ríos, es bueno para acampar. Hemos tenido buena caza y un rebaño de venados gigantes viene hacia aquí. Llegarán dentro de pocos días. No nos opondremos si decidís acampar cerca y os unís a nosotros en la caza.

–Apreciamos el ofrecimiento –dijo Jondalar–. Podemos acampar cerca por esta noche, pero debemos partir por la mañana.

Era un ofrecimiento prudente, no precisamente la bienvenida que a menudo le habían dispensado otros extraños, cuando él y su hermano viajaban juntos a pie. El saludo formal, transmitido en nombre de la Madre, ofrecía más que hospitalidad. Era una invitación a unirse al resto, a permanecer con ellos y convivir un tiempo. La invitación más limitada del hombre revelaba su incertidumbre, pero, por lo menos, ya no seguían amenazándolos con sus lanzas.

–Entonces, en nombre de Mut, por lo menos esta noche compartid la cena con nosotros y comed con nosotros también por la mañana.

Hasta ahí el jefe podía darles la bienvenida, y Jondalar intuyó que le habría gustado ofrecer más.

–En nombre de la Gran Madre Tierra, nos alegrará cenar con vosotros esta noche, después de preparar nuestro campamento –aceptó Jondalar–; pero debemos partir temprano.

–¿Por qué tenéis tanta prisa?

La franqueza que era típica de los mamutoi sorprendió no obstante a Jondalar, a pesar del tiempo que había convivido con ellos, y sobre todo proviniendo de un extraño. La pregunta del jefe hubiera parecido un tanto descortés en el pueblo de Jondalar; no una indiscreción grave, sino sólo un signo de inmadurez o de falta de aprecio por el lenguaje más sutil e indirecto de los adultos sensatos.

Pero Jondalar había aprendido que el candor y la franqueza eran cualidades apropiadas a los ojos de los mamutoi, y que la falta de franqueza era sospechosa, pese a que las actitudes de los mamutoi no eran tan absolutamente francas como parecían. Había sutilezas. Todo consistía en el modo en que uno expresaba la franqueza, de qué forma era acogida ésta y lo que no se decía. Pero la curiosidad franca del jefe de este campamento coincidía completamente con el estilo de los mamutoi.

–Vuelvo a casa –dijo Jondalar–, y llevo conmigo a esta mujer.

–¿Por qué un día o dos son importantes?

–Mi hogar está muy hacia el oeste. Me marché hace... –Jondalar se interrumpió para contar– cuatro años, y el regreso me llevará otro año, si tenemos suerte. Hay algunos pasos peligrosos, ríos y hielos, en el camino, y no quiero llegar en la peor estación.

–¿Vais hacia el oeste? Pensaba que os dirigíais hacia el sur.

–Sí. Buscamos el Mar de Beran y el Río de la Gran Madre. Remontaremos su curso.

–Mi primo fue al oeste para traficar hace unos años. Dijo que algunos viven cerca de un río al que también llaman la Gran Madre –explicó el hombre–. Creía que era el mismo. Desde aquí viajaron hacia el oeste. Todo depende de cuándo quieras remontar el curso, pero hay un pasaje al sur del Gran Hielo, aunque al norte de las montañas, hacia el oeste. Puedes acortar mucho tu viaje si sigues este camino.

Talut me habló de la ruta del norte, pero nadie parece saber con seguridad si es el mismo río. Si no lo es, puede llevarme más tiempo tratar de encontrar el camino. Vine por el sur y conozco esa ruta. Además, tengo parientes en el Pueblo del Río. Mi hermano se unió con una mujer sharamudoi y yo viví con ellos. Me agradaría verlos otra vez. No es probable que vuelva a encontrarlos.

–Traficamos con el Pueblo del Río... Creo haber oído hablar de unos forasteros, hace un año o dos, que vivían con ese grupo y se les unió una mujer mamutoi. Ahora que pienso en ello, eran dos hermanos. Los sharamudoi tienen distintas costumbres para formar pareja, pero, según recuerdo, ella y su compañero debían reunirse con otra pareja, supongo que era una forma de adopción. Invitaron a todos los parientes mamutoi que quisiesen acudir. Algunos fueron, y después uno o dos regresaron.

–Ése era mi hermano, Thonolan –dijo Jondalar, complacido porque el relato tendía a ratificar su versión, aunque aún no podía pronunciar el nombre de su hermano sin experimentar dolor–. Fue su ceremonia matrimonial. Se unió a Jetamio, y formaron uniones cruzadas con Markeno y Tholie. Tholie fue la que primero me enseñó a hablar mamutoi.

–Tholie es mi prima lejana, ¿y tú eres hermano de uno de sus compañeros? –El hombre se volvió hacia su hermana–. Thurie, este hombre es pariente. Creo que debemos darles la bienvenida. –Sin esperar respuesta, dijo–: Soy Rutan, jefe del Campamento del Halcón. En el nombre de Mut, la Gran Madre, os damos la bienvenida.

La mujer no tenía alternativa. No podía avergonzar a su hermano negándose a ofrecer la misma bienvenida, aunque en ese momento pensó en varias cosas que le diría a solas.

–Soy Thurie, jefa del Campamento del Halcón. En nombre de la Madre, te doy la bienvenida. En verano tenemos el Campamento del Espolín.

No era la acogida más cálida que Jondalar había recibido. Percibió una actitud definida de reserva y restricción. Ella le daba la bienvenida a aquel lugar concreto, pero se trataba de un campamento provisional. Jondalar sabía que la denominación del Campamento del Espolín designaba un campamento cualquiera de los que se organizaban durante la cacería estival. Los mamutoi eran sedentarios en invierno, y aquel grupo, como el resto, vivía en un campamento o comunidad permanente formado por uno o dos refugios semisubterráneos, o por varios refugios más pequeños, a los que denominaban Campamento del Halcón. Ella no le daba la bienvenida a aquel lugar.

–Soy Jondalar de los zelandonii y te saludo en nombre de la Gran Madre Tierra, a quien llamamos Doni.

–Tenemos lugares para dormir en la tienda del Mamut –continuó Thurie–, pero no sé qué haremos con los... animales.

–Si no os importa –dijo Jondalar, en una actitud cortés–, para nosotros sería más fácil organizar cerca nuestro propio campamento, en lugar de quedarnos aquí. Apreciamos vuestra hospitalidad, pero los caballos necesitan pastar, y como conocen nuestra tienda, volverán allí. Podrían inquietarse si tienen que entrar en vuestro campamento.

–Por supuesto –dijo Thurie, aliviada. También ella se hubiera sentido nerviosa.

Ayla comprendió que ella también necesitaba intercambiar bienvenidas. Lobo parecía observar una actitud menos defensiva y Ayla probó a aflojar un poco su vigilancia. Pensó: «No puedo permanecer aquí, sosteniendo a Lobo». Cuando se incorporó, Lobo intentó saltarle encima, pero ella le ordenó que se echara.

Sin extender la mano ni ofrecerle un mayor acercamiento, Rutan le dio la bienvenida a su campamento. Ella correspondió debidamente al saludo:

–Soy Ayla de los mamutoi –dijo, y añadió–: Del Hogar del Mamut. Te saludo en el nombre de Mut.

Thurie agregó su bienvenida y se las ingenió para limitarla sólo a aquel lugar, como había hecho con Jondalar. Ayla respondió con fría cortesía. Deseaba que le hubiesen demostrado más cordialidad, pero imaginaba que no podía hacerles blanco de sus críticas. La idea de que los animales viajasen por su propia voluntad con la gente podía ser temible. No todos aceptarían como Talut esta extraña innovación; así lo comprendió Ayla, y como una punzada de dolor sintió la ausencia de la gente a la que había amado en el Campamento del León.

Ayla se volvió hacia Jondalar:

–Ahora Lobo ya no tiene una actitud tan protectora. Creo que me obedecerá, pero necesito tener algo que lo contenga mientras merodea alrededor de este campamento, y después para retenerle en el caso de que nos crucemos con otras personas –dijo en zelandoni, pues prefería no hablar con absoluta franqueza acerca del Campamento de los Mamutoi, aunque hubiera deseado poder hacerlo–. Quizá algo parecido a esa cuerda que fabricaste para Corredor. Hay muchas cuerdas y correas sueltas en el fondo de uno de mis canastos. Le enseñaré que no debe arrojarse así sobre los extraños; tiene que aprender a quedarse donde yo le diga.

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