Las ilusiones perdidas (87 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—El marido se esconde y la esposa se exhibe —dijo la señora Postel, lo suficientemente alto como para que la pobre mujer lo oyera.

—¡Oh!, volvamos —dijo Ève a su hermano—, he cometido una equivocación.

Unos minutos antes de la puesta del sol, el rumor que produce una aglomeración se levantó de la cuesta que desciende al Houmeau. Lucien y su hermana, empujados por la curiosidad, se dirigieron por aquel lado, ya que oyeron a varias personas que venían del Houmeau hablar entre ellas, como si se hubiese cometido un crimen.

—Tal vez un ladrón al que han detenido… Está pálido como un muerto —dijo un transeúnte al hermano y la hermana, al verles correr hacia el círculo que iba aumentando.

Ni Lucien ni su hermana tuvieron la menor aprensión. Miraron a los treinta chiquillos y viejas, a los obreros que venían de su trabajo y que precedían a los gendarmes, cuyos sombreros bordados brillaban en el centro del grupo principal. Este grupo, seguido de una muchedumbre de unas cien personas, caminaba como una nube tormentosa.

—¡Ah! —dijo Ève—. ¡Es mi marido!

—¡David! —gritó Lucien.

—¡Es su mujer! —dijeron algunos, apartándose.

—¿Quién te ha pedido hacer salir? —preguntó Lucien.

—Tu carta —repuso David, pálido y deshecho.

—Estaba segura de ello —dijo Ève, que cayó desmayada al suelo.

Lucien levantó a su hermana, que dos personas ayudaron a transportar hasta su casa, donde Marion la acostó. Kolb salió a buscar un médico. A la llegada del doctor, Ève no había recobrado aún el conocimiento. Lucien se vio entonces obligado a confesar a su madre que él era la causa de la detención de David, ya que no podía explicarse la confusión a que había dado lugar la falsa carta. Lucien, fulminado por una mirada de su madre, en la que puso su maldición, subió a su habitación y se encerró en ella.

Al leer la siguiente carta, escrita en medio de la noche e interrumpida varias veces, todos podrán adivinar por las frases, como arrojadas una a una, todas las agitaciones de Lucien.

«Mi bien amada hermana, nos hemos visto todos hace un momento por última vez. Mi resolución es definitiva. He aquí por qué: en muchas familias se encuentra un ser fatal que, para ellas, es una especie de enfermedad. Para vosotros, yo soy ese ser. Esta observación no es mía, sino de un hombre que ha visto mucho mundo. Cenábamos una noche entre amigos en el Rocher de Cancale. Entre las mil bromas que entonces se intercambiaron, este diplomático nos dijo que una cierta muchacha, a la que con sorpresa veíamos quedarse soltera, estaba enferma de su padre. Y entonces nos explicó su teoría sobre las enfermedades de familia. Nos explicó cómo, sin tal madre, una casa hubiese sido próspera, cómo un hijo había arruinado a su padre, cómo tal padre había destruido el porvenir y la consideración de sus hijos. Aunque mantenida un tanto en broma, esta tesis social quedó apoyada en diez minutos por tantos ejemplos, que me quedé sorprendido. Esta verdad justificaba todas las paradojas insensatas, pero ingeniosamente demostradas, mediante las que los periodistas se divertían entre ellos cuando no encuentran una persona a la que embromar.

»Pues bien, yo soy el ser fatal para nuestra familia. Con el corazón lleno de ternura obro como el peor enemigo. A todos vuestros sacrificios he respondido con males. Aunque de forma involuntaria, el último golpe asestado es el más cruel, Mientras llevaba en París una vida sin dignidad, llena de placeres y de miserias, tomando la camaradería por amistad, dejando a verdaderos amigos por personas que querían y habrían de explotarme, olvidándome y no acordándome de vosotros más que para causaros mal, seguíais el humilde sendero del trabajo, yendo de forma penosa pero segura hacia esa fortuna que yo trataba tan locamente de sorprender. Mientras vosotros os ibais haciendo mejores, yo introducía en mi vida un elemento funesto.

»Sí, tengo desmesuradas ambiciones que me impiden aceptar una vida humilde. Tengo gustos y placeres cuyo recuerdo envenena el goce que está a mi alcance y que antaño me hubiese bastado. ¡Oh, mi Ève querida!, me juzgo más severamente que lo que cualquiera pudiera hacerlo, ya que me condeno en absoluto y sin piedad para mí. La lucha en París exige una fuerza constante y mi querer sólo va por accesos: mi cerebro es intermitente. El futuro me asusta tanto que no quiero saber nada con el futuro, y el presente me es insoportable. He querido volver a veros, hubiese sido mejor haberme desterrado para siempre. Pero el destierro sin medios de fortuna sería una locura y no la voy a añadir a todas las otras.

»La muerte me parece preferible antes que una vida incompleta; y en cualquier posición que me sitúe, mi excesiva vanidad hará que cometa tonterías. Ciertos seres son como ceros, les es preciso una cifra que les preceda y entonces su nada adquiere un valor diez veces mayor. Yo sólo puedo adquirir valor mediante un matrimonio con una voluntad fuerte, implacable. La señora de Bargeton era mi mujer, he hecho fracasar mi vida al no abandonar a Coralie por ella. David y tú podríais ser excelentes pilotos para mí; pero no sois lo suficientemente fuertes como para domeñar mi debilidad que se escapa, en cierta manera, a la dominación. Me gusta la vida fácil, sin problemas; y, para librarme de una contrariedad, soy de una cobardía que me puede llevar muy lejos. Soy un príncipe nato. Tengo más destreza de ingenio que la necesaria para triunfar, pero sólo me dura un momento, y el premio en una carrera recorrida por tanto ambicioso es para aquel que sólo despliega la necesaria y que aún conserva la suficiente al final.

»Haré mal, como lo acabo de hacer aquí, con la mejor buena fe del mundo. Hay hombres-roble y yo no soy, tal vez más que un arbusto elegante y tengo la pretensión de ser un cedro. Éste es mi resultado escrito. Este desacuerdo entre mis medios y mis deseos, esta falta de equilibrio anulará para siempre mis esfuerzos. Hay muchos caracteres así entre los escritores, a causa de la desproporción continua entre la inteligencia y el carácter, entre el querer y el deseo. ¿Cuál sería mi destino? Lo puedo ver con antelación al acordarme de algunas viejas glorias parisienses que he visto olvidadas. En el umbral de la vejez seré un viejo prematuro, sin fortuna y sin consideración. Todo mi ser actual rechaza una vejez así: no quiero ser un pingajo social.

»Querida hermana adorada, tanto por tus últimos rigores como por tus ternuras primeras, si hemos pagado caro el placer que he tenido al volver a verte, tú y David pensaré tal vez más adelante que ningún precio era demasiado alto para las últimas dichas de un pobre ser que os amaba… No hagáis ninguna búsqueda sobre mí ni sobre mi destino: al menos mi ingenio me habrá servido para la ejecución de mi voluntad. La resignación, ángel mío, es un suicidio cotidiano; yo sólo tengo resignación para un sólo día, así que me voy a aprovechar de ella hoy…

»Dos de la mañana.

»Sí, lo he resuelto de forma definitiva. Adiós, pues, y para siempre, mi querida Ève. Experimento una cierta dicha al pensar que sólo viviré en vuestros corazones. Ésa será mi tumba… no quiero otra. Adiós una vez más… Es el último de tu hermano.

Lucien».

Después de haber escrito esta carta, Lucien bajó sin hacer ruido, la depositó sobre la cuna de su sobrino, dio un beso en la frente a su hermana dormida, con los ojos llenos de lágrimas, y salió. Apagó la vela ante la luz crepuscular y, después de haber contemplado aquella vieja casa por última vez, abrió con cuidado la puerta del corredor, pero a pesar de sus precauciones, despertó a Kolb, que dormía sobre un colchón en el suelo del taller.

—¿Quién fa?… —exclamó.

—Soy yo —repuso Lucien—. Me voy, Kolb.


Megor hupiese hecho gon no haper jenido minga
—se dijo Kolb a sí mismo, pero lo suficientemente alto para que Lucien lo oyera.

—Bien hubiese hecho con no haber venido al mundo —repuso Lucien—. Adiós, Kolb, no te censuro por un pensamiento que yo también tengo. Dirás a David que mi última pena es no haberle podido abrazar.

Cuando el alsaciano se hubo vestido, Lucien había cerrado ya la puerta de la casa y bajaba hacia el Charente por el paseo de Beaulieu, pero como si se dirigiera a una fiesta, ya que había hecho un sudario de su ropa parisiense y de su elegante conjunto de dandy. Sorprendido por el acento y las últimas palabras de Lucien, Kolb quiso saber si su ama estaba al corriente de la marcha de su hermano y si se había despedido de ella; pero al encontrar la casa sumida en un profundo silencio, pensó que sin duda aquella marcha debía de ser conocida y se volvió a acostar.

En relación a la gravedad del asunto, se ha escrito poco entre el suicidio y se ha estudiado poco. Tal vez esta enfermedad es inobservable.

El suicidio es el efecto de un sentimiento al que llamaremos si os parece la estima de sí mismo, para no confundirlo con la palabra honor. El día en que el hombre se desprecia, el día en que se ve despreciado, el momento en que la realidad de la vida está en desacuerdo con sus esperanzas, se mata y rinde de este modo homenaje a la sociedad ante la cual no quiere aparecer desprovisto de sus virtudes o de su esplendor. A pesar de lo que se diga, entre los ateos (hay que exceptuar del suicidio al cristiano) sólo los cobardes aceptan una vida deshonrosa. El suicidio es de tres naturalezas: en primer lugar existe el suicidio que no es más que el último acceso de una larga enfermedad y que, desde luego, pertenece a la patología; luego, el suicidio como desesperación, y, finalmente, el suicidio por razonamiento. Lucien se quería matar por desesperación y por razonamiento, los dos suicidios que se pueden volver a reconsiderar, ya que el patológico es el único irrevocable, aunque a menudo se juntan las tres causas, como en el caso de Jean-Jacques Rousseau, Lucien, una vez tomada su determinación, cayó en la deliberación de los medios, y el poeta quiso terminar poéticamente. En un principio había pensado en ir y arrojarse simplemente en el Charente; pero, al bajar las cuestas de Beaulieu por última vez, oyó por anticipado el escándalo que produciría su suicidio, vio el espantoso espectáculo de su cuerpo flotando sobre el agua, deformado, siendo objeto de una instrucción judicial; como algunos suicidas, tuvo un amor propio póstumo. Durante el día que pasó en el molino de Courtois se había paseado a lo largo del río y se había fijado que, no lejos del molino, había uno de esos remansos circulares, como se suelen encontrar en las corrientes de agua pequeñas cuya excesiva profundidad queda acusada por la tranquilidad de la superficie. El agua ya no es ni verde, ni azul, ni clara, ni amarilla; es como una especie de espejo de acero pulimentado. Los bordes de esta laguna carecían de gladiolos y flores azules y tampoco se veían las anchas hojas del nenúfar; la hierba de la orilla era corta y apretada; los sauces, colocados pintorescamente, lloraban a su alrededor. Se podía adivinar fácilmente un precipicio lleno de agua. Aquel que tuviera el suficiente valor como para llenar de piedras sus bolsillos, debía de encontrar allí una muerte inevitable y no ser nunca encontrado.

«He aquí —se había dicho el poeta, admirando aquel hermoso paisaje— un lugar en el que uno se ahoga de un chapuzón».

Este recuerdo acudió a su memoria en el momento en que llegaba al Houmeau. Echó a andar, pues, hacia Marsac, presa de sus últimos y fúnebres pensamientos y con la firme intención de ocultar así el secreto de su muerte, de no ser objeto de una investigación, de no ser enterrado y no ser visto en el: horrible estado en que se encuentran los ahogados cuando! salen a flor de agua. Pronto llegó hasta una de aquellas cuestas que frecuentemente se encuentran en las carreteras de Francia, y sobre todo entre Angulema y Poitiers.

La diligencia de Burdeos a París avanzaba con rapidez y los viajeros iban sin duda a bajar para subir aquella cuesta a pie. Lucien, que no quiso que le vieran, se dejó caer en un pequeño camino con desnivel y se puso a coger las flores de una viña. Cuando volvió de nuevo a la carretera principal, llevaba en la mano un gran ramillete de telefio, una flor amarilla que crece entre los guijarros de las viñas, y se fue a tropezar con un viajero vestido enteramente de negro, de cabellos empolvados, calzando unas zapatos de piel de Orléans con hebillas de plata, de rostro moreno y lleno de cicatrices, como si en su infancia se hubiese caído al fuego. Este viajero, de aspecto netamente eclesiástico, caminaba lentamente y fumaba un cigarro. Al oír al Lucien, que saltaba de la viña a la carretera, el desconocido se volvió y pareció sorprendido de la belleza profundamente melancólica del poeta, de su ramo simbólico y de su aspecto elegante. Este viajero se parecía a un cazador que se encuentra con una presa esperada por largo tiempo y buscada inútilmente. Dejó que Lucien se fuera acercando y retrasó el paso fingiendo mirar al fondo de la pendiente. Lucien, que hizo el mismo movimiento, vio allí una pequeña calesa con dos caballos enganchados y un postillón a pie.

—Ha dejado pasar la diligencia, caballero; perderá su sitio, a menos que quiera subir a mi calesa para alcanzarla, ya que se va más de prisa que en el transporte público —dijo viajero a Lucien, pronunciando estas palabras con un acento español muy marcado y dando a su ofrecimiento una exquisita cortesía.

Sin esperar la respuesta de Lucien, el español sacó de su bolsillo un estuche de cigarros y se lo presentó abierto al poeta para que cogiera uno.

—No soy un viajero —repuso Lucien—, y me encuentro demasiado cerca del final de mi viaje para darme el placer de fumar…

—Es usted muy severo consigo mismo —continuó el español—. Aunque canónigo honorario de la catedral de Toledo, de vez en cuando me apetece un buen cigarro. Dios nos ha dado el tabaco para adormecer nuestras pasiones y nuestros dolores… Me da la sensación de que está apenado, al menos lleva su enseña en la mano como el triste dios del himeneo. Tome… todas sus penas desaparecerán con el humo del cigarro.

Y el sacerdote acercó de nuevo su caja de mimbre con una especie de seducción y lanzando a Lucien vivas miradas de caridad.

—Perdón, padre —replicó secamente Lucien—, no hay cigarros que puedan disipar mis penas…

Y al decir esto, los ojos de Lucien se llenaron de lágrimas.

—¡Oh!, muchacho, ¿acaso es la providencia divina la que me ha hecho desear estirar un poco las piernas para de este modo disipar el sueño que por la mañana se adueña de todos los viajeros, a fin de que, al consolarle, pueda cumplir mi misión aquí abajo?… ¿Y qué grandes penas puede tener a su edad?

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