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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (84 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Esta carta, en la que Lucien volvía a adoptar el tono de superioridad que su éxito le daba interiormente, le recordó París. Inmerso desde hacía seis días en la absoluta calma provinciana, su pensamiento iba hacia sus buenas miserias y sintió vagas nostalgias, durante una semana permaneció preocupado por la condesa du Châtelet y concedió tanta importancia a su reaparición, que cuando bajó al caer la noche al Houmeau, para buscar en el despacho de las diligencias los paquetes que esperaba de París, experimentaba la angustia de la incertidumbre al igual que una mujer que ha puesto todas sus esperanzas en un vestido y desespera tenerlo.

«¡Ah, Lousteau, te perdono tus traiciones!», se dijo al ver por la forma de los paquetes que el envío debía de contener todo cuanto había pedido.

En la caja del sombrero encontró la siguiente carta.

«En el salón de Florine.

»Mi querido muchacho: El sastre se ha portado muy bien, pero como te lo hacía presentir tu profunda ojeada retrospectiva, las corbatas, el sombrero, las inedias de seda han creado un problema en nuestros corazones, ya que en nuestra bolsa no había problemas que considerar. Comentábamos con Blondet: se podría hacer una fortuna montando un establecimiento en el que los jóvenes pudiesen encontrar lo que cuesta poco. Ya que acabamos de pagar muy caro lo que no podemos pagar en absoluto. Ya el gran Napoleón, detenido en su carrera hacia las Indias por falta de un par de botas, lo dijo: ¡Los asuntos fáciles nunca se hacen! Así pues, todo marchaba, excepto tu calzado… ¡Te veía vestido y sin sombrero! Con chaleco y sin zapatos, y pensaba enviarte un par de mocasines que un americano dio a Florine como cosa curiosa. Florine ofreció un total de cuarenta francos para que los jugáramos por ti. Nathan, Blondet y yo nos hemos sentido tan felices al no tener que jugar nada por cuenta nuestra, que nos hemos considerado lo suficientemente ricos como para llevar a la Torpille, la antigua amiga de Des Lupeaulx, a cenar. Frascati nos debía eso con creces.

»Florine se encargó de las compras; además ha adjuntado tres preciosas camisas. Nathan te regala un bastón, Blondet, que ganó trescientos francos, una cadena de oro. La Torpille añade un reloj de oro, tan grande como una moneda de cuarenta francos, que un imbécil le dio y que no anda. Eso es pacotilla, como lo que él recibió a cambio, nos ha dicho ella. Bixiou, que vino a buscarnos al Rocher de Cancale, ha querido meter un frasco de agua de Portugal dentro del envío que París te hace. Nuestro primer cómico ha dicho: Si esto puede hacerle feliz, que lo sea…, con ese acento barriobajero y esa importancia burguesa que tan bien imita. Todo esto, mi querido muchacho, te prueba cuánto se quiere a los amigos en desgracia. Florine, a quien tuve la debilidad de perdonar, te ruega envíes un artículo sobre la última obra de Nathan. ¡Adiós, hijo mío! No puedo menos que compadecerte por haber vuelto al tarro de donde salías cuando te hiciste viejo amigo de tu camarada,

Étienne L.».

«Pobres muchachos, ¡han jugado para mí!», se dijo conmovido.

De los países malsanos o de aquellos en los que se ha sufrido mucho, llega una especie de bocanadas que semejan a los aromas del paraíso. En una vida temperada, el recuerdo de los sufrimientos es una especie de disfrute indefinible. Ève Se quedó estupefacta cuando vio bajar a su hermano con su ropa nueva. No le reconocía.

—Ahora sí puedo irme a pasear por Beaulieu —exclamó—. Ya no dirán de mí: ha vuelto lleno de harapos. Mira, un reloj que te daré, ya que es mío y, además, me parece que está estropeado.

—¡Qué niño eres!… —dijo Ève—. No se te puede reprochar nada…

—¿Acaso te vas a creer, mi querida niña, que he pedido todo esto con la idea bastante estúpida de brillar ante los ojos de Angulema, que me importa esto? —dijo, fustigando el aire con su bastón con empuñadura de oro tallada—. Quiero reparar el mal que he hecho, y me he armado.

El éxito de Lucien, como elegante, fue el único triunfo real que obtuvo, pero fue inmenso. La envidia desata tantas lenguas como las que hiela la admiración. Las mujeres enloquecieron por él, los hombres hablaron mal y él pudo exclamar como en la canción: ¡Oh, traje mío, te lo agradezco! Fue a dejar dos tarjetas en la prefectura e hizo igualmente una visita a Petit-Claud, a quien no encontró. Al día siguiente, día señalado para el banquete, los periódicos de París, en la rúbrica de Angulema, decían todos lo siguiente:

«Angulema. La vuelta de un joven poeta, cuyos comienzos fueron tan brillantes, del autor de
El arquero de Carlos IX
, la única novela histórica escrita en Francia sin imitar el estilo de Walter Scott, y cuyo prólogo es un acontecimiento literario, ha sido señalada por una ovación tan halagadora para la ciudad como para el señor Lucien de Rubempré. La ciudad se ha apresurado a ofrecerle un banquete patriótico. El nuevo prefecto, recién instalado, se ha asociado a la manifestación pública, festejando al autor de
Las Margaritas
, cuyo talento fue alentado de forma tan profunda en sus comienzos por la señora condesa Châtelet».

En Francia, una vez dado el impulso, nadie puede pararlo ya. El coronel del regimiento en guarnición ofreció su banda de música. El
maître
de hotel de la Cloche, cuyas expediciones de pavos trufados llegan hasta la China, adonde se envían en magníficas porcelanas; el famoso hotelero del Houmeau, encargado de la comida, había decorado su gran comedor con banderas sobre las que coronas de laurel, combinadas con ramilletes de flores, presentaban un magnífico efecto. A las cinco, cuarenta personas se habían reunido allí, todas con traje de etiqueta. Una muchedumbre de ciento y pico de personas, atraídas sobre todo por la presencia de los músicos en el patio, representaba a los conciudadanos.

—Todo Angulema está aquí —dijo Petit-Claud, asomándose a la ventana.

—No entiendo nada —decía Postel a su mujer, que había salido para escuchar a la banda—. ¡Cómo! ¡El prefecto, el recaudador general, el coronel, el director del polvorín, nuestro diputado, el alcalde, el prefecto de estudios, el director de la fundición Ruelle, el presidente, el procurador del Rey, el señor Milaud, todas las autoridades están ahí!…

Cuando se sentaron a la mesa, la banda militar comenzó con variaciones sobre el motivo de ¡Viva el rey, viva Francia!, que no ha podido hacerse popular. Eran las cinco de la tarde. A las ocho, un postre de sesenta y cinco platos, digno de mención por un Olimpo de azúcar rematado por una Francia de chocolate, dio la señal de los brindis.

—Caballeros —dijo el prefecto, levantándose—, ¡por el rey!… ¡por la legitimidad! ¿Acaso no debemos a la paz que los Borbones nos han proporcionado la generación de poetas y pensadores que mantienen en las manos de Francia el cetro de la literatura?…

—¡Viva el rey! —gritaron los comensales, entre los que predominaban los ministeriales.

El venerable prefecto de estudios, se levantó.

—Al joven poeta —dijo—, al héroe del día, que ha sabido aliar a la gracia y a la poesía de Petrarca, en un género que Boileau declaraba tan difícil, el talento del prosista.

—¡Bravo, bravo!

El coronel se levantó.

—Caballeros, ¡por el monárquico!, ya que el héroe de esta fiesta ha sabido y ha tenido el valor de defender los buenos principios.

—¡Bravo! —exclamó el prefecto, quien dio el tono a los aplausos.

Petit-Claud se levantó.

—Todos los compañeros de Lucien, a la gloria del colegio de Angulema, al venerable prefecto, que nos es tan querido y al que debemos conceder todo lo que le pertenece en nuestros éxitos…

El viejo prefecto, que no esperaba este brindis, se enjugó los ojos. Lucien se levantó: se hizo el silencio más profundo y el poeta palideció. En aquel momento, el prefecto del colegio, que se encontraba a su izquierda, le colocó en la cabeza una coronal de laurel. Hubo aplausos. Lucien sintió las lágrimas asomar a sus ojos y le tembló la voz.

—Está ebrio —dijo a Petit-Claud el futuro procurador del rey de Nevers.

—No es el vino lo que le ha embriagado —repuso el procurador.

—Mis queridos compatriotas, mis queridos compañeros —comenzó finalmente Lucien—, quisiera tener a Francia entera como testigo de esta escena. Así es como se educa a los hombres y se obtienen en nuestro país las grandes obras y las grandes acciones. Pero, al ver lo poco que yo he hecho y el gran honor que por ello recibo, no puedo por menos que sentirme confuso y remitirme al porvenir para que se encargue de justificar la acción de hoy. El recuerdo de estos momentos me dará fuerzas en medio de nuevas luchas. Permitidme que haga señalar para vuestros homenajes a la que fue mi primera musa y protectora, y beber igualmente a la salud de mi ciudad natal: así pues, a la salud de la bella condesa Sixte du Châtelet y a la salud de la noble ciudad de Angulema.

—No lo ha hecho mal —dijo el procurador del rey, que inclinó la cabeza en señal de aprobación—, ya que nuestros brindis estaban preparados y el suyo ha sido improvisado.

A las diez, los invitados se fueron en grupos. David Séchard, al oír aquella música extraordinaria, dijo a Basine:

—¿Qué sucede en el Houmeau?

—Dan un homenaje en honor de su cuñado Lucien… —repuso ella.

—Estoy seguro —contestó él— que debe de sentir mucho no poderme ver.

A medianoche, Petit-Claud acompañó a Lucien hasta la plaza du Murier. Allí, Lucien dijo al procurador.

—Amigo mío, entre nosotros habrá una amistad hasta la muerte.

—Mañana —dijo el procurador— se firma mi contrato de matrimonio en casa de la señora de Sénonches con la señorita Françoise de La Haye, su pupila, hazme el favor de venir; la señora de Sénonches me ha rogado que te invite, y allí verás a la prefecta, que se sentirá muy halagada por tu brindis del que, sin duda, le hablarán.

—¡Mis ideas eran ciertas!

—¡Oh! Tú salvarás a David.

—Estoy seguro de ello.

En aquel momento, David apareció como por encanto. He aquí por qué. Se encontraba en una posición bastante difícil: su mujer le prohibía absolutamente que recibiera a Lucien ni que le hiciera saber el lugar de su escondite, mientras que por su parte Lucien le escribía las más afectuosas cartas, en las que le indicaba que en pocos días habría reparado el mal. Y la señorita Clerget había entregado a David las dos cartas siguientes, diciéndole el motivo de la fiesta cuya música llegaba a sus oídos.

«Amor mío, haz como si Lucien no estuviese aquí; no te inquietes por nada, y graba en tu querida cabeza esta proposición: nuestra seguridad se deberá por entero a que tus enemigos ignoren por completo dónde te encuentras. Tal vez sea mi desgracia tener más confianza en Kolb y en Marion y Basine que en mi hermano. ¡Ay!, mi pobre Lucien ya no es el cándido y tierno poeta que conocimos. Precisamente porque quiere mezclarse en tus asuntos, y tiene la presunción de pagar nuestras deudas (por orgullo, David mío), es por lo que le temo. Ha recibido de París buena ropa y cinco piezas de oro en una bonita bolsa. Las ha puesto a mi disposición y vivimos de este dinero. Al fin tenemos un enemigo menos: tu padre nos ha dejado y debemos su marcha a Petit-Claud, quien ha descubierto las intenciones de papá Séchard e inmediatamente las ha aniquilado diciéndole que tú nada harías sin él; que él, Petit-Claud, nada te dejaría ceder de tu descubrimiento, sin una previa indemnización de treinta mil francos; primero quince mil, para pagar deudas y quince mil que cobrarías en cualquier circunstancia, tanto si triunfas como si fracasas. Petit-Claud es inexplicable para mí.

»Te abrazo, como una mujer abraza a su marido desgraciado. Nuestro pequeño Lucien está bien. ¡Qué espectáculo el de esta flor que se colorea y crece en medio de nuestras tempestades domésticas! Mi madre, como siempre, ruega a Dios y te abraza casi tan tiernamente como

tu Ève».

Petit-Claud y los Cointet, impresionados por la astucia campesina del viejo Séchard, se habían desembarazado de él, con tanta más facilidad cuanto que la labor de vendimia le reclamaba en sus viñas de Marsac.

La carta de Lucien, adjunta a la de Ève, iba concebida en los siguientes términos:

«Mi querido David, todo va bien. Estoy armado de pies a cabeza. Hoy entro en liza, y en dos días habré hecho mucha labor positiva. Con qué placer te abrazaré cuando estés libre y sin deudas. Pero estoy herido en el corazón y para toda la vida por la desconfianza que mi madre y mi hermana continúan testimoniándole. ¿Acaso no sé ya que te escondes en casa de Basine? Siempre que Basine viene a casa tengo noticias tuyas y respuesta a mis cartas. Además, es evidente que mi hermana no podía contar más que con su antigua amiga del taller. Hoy estaré muy cerca de ti y profundamente contrariado por no poderte hacer asistir al homenaje que me dan. El amor propio de Angulema me ha valido un pequeño triunfo, que dentro de unos días quedará olvidado por completo, pero en el que tu alegría hubiese sido la única sincera. En fin, unos pocos días más y lo perdonarás todo a aquel para quien cuenta más que todas las glorias del mundo el ser tu hermano,

Lucien».

David sintió una lucha en su corazón a pesar de que eran fuerzas algo desiguales, ya que adoraba a su mujer y su amistad con Lucien había bajado un poco de estima. Pero en la soledad, la fuerza de los sentimientos cambia por completo. El hombre solitario es presa de preocupaciones como las que devoraban a David y cede ante pensamientos contra los que encontraría puntos de apoyo en el ambiente ordinario de la vida. Por eso, al leer la carta de Lucien, en medio de las fanfarrias de ese inesperado triunfo, se sintió profundamente conmovido al ver expresado en ella un sentimiento con el que ya contaba. Las almas tiernas no resisten a esos pequeños efectos de sentimiento que estiman más poderosos en otros que en sí mismos. ¿No es acaso la gota que hace rebosar la copa ya llena?… Por eso, hacia la media noche, ninguna de las súplicas de Basine pudieron impedir que David se lanzara a la calle para ir a ver a Lucien.

—Nadie —le dijo él— se pasea a esta hora por las calles de Angulema, no me van a ver y no me pueden detener de noche, y, en el caso en que me encontrara con alguien, puedo emplear de nuevo el método utilizado por Kolb para volver a mi escondrijo. Además, hace mucho que no he abrazado a mi mujer y a mi hijo.

Basine cedió ante todas esas razones, tan plausibles, y dejó salir a David, que gritó: «¡Lucien!», en el momento en que Lucien y Petit-Claud se despedían. Y los dos hermanos se arrojaron el uno en brazos del otro, llorando. No hay muchos momentos semejantes en la vida. Lucien sentía la efusión de una de esas amistades a pesar de todo, con las que no se puede contar y a las que se reprocha haber engañado. David experimentaba la necesidad de perdonar. Este generoso y noble inventor quería, sobre todo, sermonear a Lucien y disipar las nubes que velaban el afecto del hermano y la hermana. Ante estas consideraciones del sentimiento, todos los peligros engendrados por la falta de dinero habían desaparecido.

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