Las ilusiones perdidas (19 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Halagado por el señor de Bargeton, halagado por Louise, servido por los criados con el respeto que tienen por los favoritos de sus amos, Lucien se quedó en la casa de los Bargeton, identificándose con todos los goces de una fortuna cuyo usufructo se le había ya otorgado. Cuando el salón estuvo lleno de gente, se sintió tan fuerte por la tontería del señor de Bargeton y el amor de Louise, que adoptó un aire dominador que su bella amante animó. Saboreó los placeres del despotismo conquistado por Naïs y que ella quería que él compartiera. En una palabra, durante esta reunión trató de interpretar el papel de un héroe de ciudad de provincias. Al ver la nueva actitud de Lucien, algunas personas pensaron que, según una vieja expresión, la señora de Bargeton bebía los vientos por él. Amélie, que había acudido del brazo del señor du Châtelet, confirmaba esta gran desgracia en un extremo del salón, en donde se habían reunido los murmuradores y los envidiosos.

—No hagan a Naïs responsable de la vanidad de un hombrecillo, tan orgulloso por encontrarse en un mundo en que nunca hubiese soñado penetrar —dijo Châtelet—. ¿Acaso no ven que este Chardon toma las frases graciosas de una mujer de mundo por insinuaciones y no sabe distinguir aún el silencio que guarda la verdadera pasión, del lenguaje protector que le merecen su belleza, su juventud y su talento? Las mujeres serían muy dignas de lástima si las hiciésemos responsables de todos los deseos que nos inspiran. Él, ciertamente está enamorado, pero en cuanto a Naïs…

—¡Oh!, Naïs —repitió la pérfida Amélie—, Naïs se siente muy dichosa por esta pasión. ¡A su edad, el amor de un joven ofrece tantas seducciones! A su lado se siente una rejuvenecer, se vuelve a los tiempos de la adolescencia, se vuelven a tener sus escrúpulos y sus maneras y no se piensa en el ridículo… ¿Es que no lo ven? El hijo de un farmacéutico se da aires de dueño y señor en casa de la señora de Bargeton.

—El amor no conoce esas distancias —arguyó Adrien.

Al día siguiente no hubo una sola casa en Angulema donde no se discutiera el grado de intimidad en que se encontraba el señor Chardon, alias De Rubempré, con la señora de Bargeton; culpables apenas de unos besos, la opinión pública les acusaba ya de la más criminal de las dichas. La señora de Bargeton sobrellevaba el peso de su realeza. Entre las rarezas de la sociedad, ¿no había observado el capricho de sus opiniones y la locura de sus exigencias? Hay personas a las que todo está permitido: pueden hacer las cosas más insensatas; nunca se habla mal de ellas; todos justifican sus actos. Pero hay otras para las que la sociedad es de una crueldad inaudita; éstas deben hacerlo todo bien, no equivocarse nunca, no fallar, ni siquiera dejar escapar una tontería; se diría estatuas admiradas a las que se baja de su pedestal en el preciso momento en que el invierno les ha hecho caer un dedo o les ha roto la nariz; no se les permite nada de humano y se les exige ser siempre divinas y perfectas. Una sola mirada de la señora de Bargeton a Lucien equivalía a doce años de dicha de Zizine y Francis. Un apretón de manos de los dos amantes iba a atraer sobre ellos todos los rayos del Charente.

David se había traído de París un secreto peculio que destinaba a los gastos necesarios para su matrimonio y para la construcción del segundo piso de la casa paterna. Ampliar esta casa, ¿no era trabajar para él mismo? Tarde o temprano sería suya, pues su padre tenía setenta y ocho años. El impresor hizo construir, pues, con armazón el piso de Lucien, a fin de no sobrecargar demasiado aquella agrietada casa. Se entretuvo en decorar y amueblar coquetonamente el primer piso, donde la bella Ève debería pasar su vida. Fue una época de alegría y dicha sin nubes para los dos. Aunque cansado de las ruines proporciones de la existencia provinciana y fatigado por esta sórdida economía que de una moneda de cien sueldos hacía una enorme suma, Lucien soportó sin queja los cálculos de la miseria y sus privaciones. Su sombría melancolía había pasado a la radiante expresión de la esperanza. Veía brillar una estrella por encima de su cabeza; soñaba con una bella existencia, afianzando su dicha sobre la tumba del señor de Bargeton, el cual, de vez en cuando, tenía difíciles digestiones y la feliz manía de considerar la indigestión de su comida como una enfermedad que debería curarse con la digestión de la cena.

A principios del mes de septiembre Lucien ya no era regente; era el señor de Rubempré, magníficamente alojado en comparación con la buhardilla miserable con claraboya en la que el oscuro Chardon habitaba en el Houmeau; ya no era un hombre del Houmeau; vivía en la alta Angulema, y cenaba más de cuatro veces por semana en casa de la señora de Bargeton. Había hecho amistad con Monseñor y era recibido en el obispado. Sus ocupaciones le clasificaban entre las personas de alto rango. En una palabra, era alguien que un día llegaría a ocupar un puesto entre las grandes personalidades de Francia.

Indudablemente, al recorrer un bello salón, un dormitorio encantador o un gabinete lleno de detalles que revelaban buen gusto, podía consolarse de apartar treinta francos mensuales de los salarios tan penosamente ganados por su madre y hermana, ya que vislumbraba el día en que la novela histórica en la que trabajaba desde hacía dos años,
El arquero de Carlos IX
, y un volumen de poesías, titulado
Las Margaritas
, extenderían su nombre en el mundo literario, proporcionándole dinero suficiente para resarcir a su madre, a su hermana y a David. Por lo tanto, considerándose engrandecido, prestando oído a la resonancia de su nombre en el porvenir, aceptaba ahora esos sacrificios con una noble seguridad: sonreía al ver su desgracia y disfrutaba de sus últimas miserias.

Ève y David habían hecho pasar por delante la dicha de su hermano, anteponiéndola a la suya propia. La boda se había retrasado debido al tiempo que pedían los obreros para terminar los muebles, la pintura y el empapelado del primer piso: ya que los asuntos de Lucien habían tenido prioridad. Cualquiera que conociese a Lucien no se sorprendería de esta abnegación: ¡era tan seductor!, ¡sus ademanes eran tan zalameros!, ¡expresaba de forma tan graciosa su impaciencia y sus deseos! Siempre tenía ganada su causa antes ya de hablar. Este privilegio fatal pierde más jóvenes que salva. Acostumbrados a las atenciones que inspira una hermosa juventud, feliz con esta egoísta protección que el mundo otorga a un ser que le agrada, como da la limosna a un mendigo que despierta un sentimiento y una emoción, muchos de esos niños grandes disfrutan de ese favor en lugar de aprovecharlo. Engañados por el sentido y el móvil de las relaciones sociales, creen encontrar siempre sonrisas decepcionadoras; pero llegan desnudos, calvos, despojados, sin valor ni fortuna en el momento en que, como una vieja cómoda o un viejo harapo, el mundo los deja a la puerta de un salón o abandonados en un rincón. Ève, sin embargo, había deseado aquel retraso, quería dejar económicamente situadas las cosas necesarias para un joven matrimonio. Qué podían negar dos enamorados a un hermano que viendo trabajar a su hermana decía con un acento que salía del corazón: «¡Lo que daría por saber coser!». Además, el serio y observador David había sido cómplice en aquel sacrificio. Sin embargo, después del triunfo de Lucien en casa de la señora de Bargeton, tuvo miedo de la transformación que se operaba en él, temió verle despreciar las costumbres burguesas. Con el deseo de probar a su hermana, David le colocó algunas veces entre las alegría patriarcales de la familia y los placeres del gran mundo, y viendo como Lucien sacrificaba sus vanidosos goces, exclamó: «¡No nos lo corromperán!».

Algunas veces, los tres amigos y la señora Chardon realizaron algunas jiras campestres como se suelen hacer en provincias: iban a pasearse por los bosques próximos a Angulema que bordean el Charente; comían sentados en la hierba con las provisiones que el aprendiz de David les llevaba a un lugar determinado y a una hora fijada; luego, volvían al caer la tarde, un tanto cansados y no habiendo gastado ni tres francos. En las ocasiones memorables, cuando comían en lo que se llama un restaurante, especie de restaurantes campestres que están entre las fondas de provincias y los ventorrillos de París, llegaban a los cien sueldos, repartidos entre David y los Chardon. A David le causaba una alegría infinita ver como Lucien olvidaba en estas jornadas campestres las satisfacciones que encontraba en casa de la señora de Bargeton y los suntuosos banquetes del gran mundo. Todos entonces rivalizaban en festejar al gran hombre de Angulema.

En estas circunstancias, en el momento en que se estaba terminando el futuro hogar, durante un viaje que David hizo a Marsac para obtener de su padre que asistiera a su boda, esperando que el anciano, seducido por su nuera, contribuyera a las enormes sumas gastadas para el arreglo de la casa, sucedió uno de esos acontecimientos que en una pequeña ciudad cambian por completo la faz de las cosas.

Lucien y Louise tenían en du Châtelet un espía íntimo que atisbaba con la persistencia del odio, mezclado a la pasión y a la avaricia, la ocasión de provocar un estallido. Sixte quería obligar a la señora de Bargeton a inclinarse de tal forma hacia Lucien, que llegara a estar lo que se suele decir perdida. Se presentaba como un humilde confidente de la señora de Bargeton, pero si admiraba a Lucien en la calle de Minage, le atacaba en todos los demás lugares. Insensiblemente había conseguido vivir la intimidad en casa de Naïs, que no desconfiaba en absoluto de su antiguo adorador; pero sus presunciones acerca de los dos enamorados habían ido demasiado lejos; aquel amor continuaba siendo platónico, con gran desesperación de Louise y de Lucien.

Efectivamente, hay pasiones que se embarcan mal o bien, como se quiera. Dos personas se lanzan a la táctica del sentimiento, hablan en lugar de obrar y se baten en campo abierto en lugar de organizar un sitio. De este modo, a menudo se cansan de sí mismos, fatigando sus deseos en el vacío. Dos enamorados se dan entonces tiempo para reflexionar y juzgarse. Muchas veces pasiones que habían entrado en liza con banderas desplegadas, pimpantes, con un ardor que todo lo arrollaba a su paso, acaban por volver a sus puestos sin victoria, avergonzadas, desarmadas e idiotizadas por su vano estruendo. Estas fatalidades pueden explicarse muchas veces debido a la timidez de la juventud y por las componendas que gustan a las mujeres que comienzan, ya que esta especie de mutuo engaño no se da ni en los presumidos que conocen la táctica, ni en las coquetas acostumbradas a las maniobras de la pasión.

La vida en provincias es por otro lado singularmente contraria a las conformidades en el amor y favorece los debates intelectuales de la pasión; e igualmente, los obstáculos que opone al dulce trato que liga a los enamorados precipita a las almas ardientes en los extremos opuestos. Esta vida está basada en un espionaje tan meticuloso, en una transparencia tan grande de los interiores, admite tan raras veces la intimidad, que consuela sin ofender a la virtud, las más puras relaciones se ven incriminadas tan irracionalmente que muchas mujeres quedan mancilladas a pesar de su inocencia. Cierto número de ellas se desesperan por no haber gustado de todas las delicias de una falta cuyas desgracias les abruman por completo. La sociedad que censura o critica sin ningún examen serio los hechos patentes con los que se terminan las largas luchas secretas, es, por tal motivo, cómplice originaria de estos estallidos; pero la mayor parte de las personas que murmuran contra los pretendidos escándalos ofrecidos por algunas mujeres calumniadas sin razón, nunca se han puesto a pensar en las causas que determinan en ellas una resolución pública. La señora de Bargeton se iba a hallar en esta extraña situación en la que se han encontrado multitud de mujeres que sólo se han perdido después de haber sido acusadas injustamente.

En los comienzos de la pasión, los obstáculos asustan a las personas sin experiencia, y los que encontraban los dos amantes se parecían mucho a las ligaduras con que los liliputienses habían atado a Gulliver. Eran naderías multiplicadas que hacían todo movimiento imposible y anulaban los más violentos deseos. Por esta causa, la señora de Bargeton debía de permanecer siempre visible. Si hubiese hecho cerrar su puerta a las horas en que Lucien solía visitarla, todo hubiese quedado dicho y tanto hubiese valido huir con él. Le recibía a las claras en aquel gabinete al que él se había acostumbrado de tal forma que se creía dueño de él; pero las puertas permanecían abiertas de par en par. Todo se desarrollaba de la forma más virtuosa. El señor de Bargeton se paseaba por su casa como un abejorro, sin creer que su mujer quisiera estar a solas con Lucien. Si no hubiese habido más obstáculo que él, Naïs le hubiese podido despedir muy bien y ocuparle en otro sitio, pero estaba abrumada por las visitas y había muchos visitantes cuya curiosidad se había despertado.

Los provincianos son bromistas por naturaleza y les gusta contrariar las pasiones nacientes. Los criados iban y venían por la casa sin ser llamados y sin avisar de su aparición, como consecuencia de viejas costumbres que una mujer que nada tenía que ocultar les había permitido. Cambiar las costumbres interiores de su casa, ¿no era confesar un amor del que aún dudaba todo Angulema? La señora de Bargeton no podía poner el pie fuera de su casa sin que la ciudad supiese dónde iba. Pasear con Lucien a solas fuera de la ciudad era un acto decisivo: hubiese sido menos peligroso encerrarse en su casa a solas con él. Si Lucien se hubiera quedado hasta después de media noche en casa de la señora de Bargeton sin estar en compañía, hubiese dado lugar a la maledicencia del día siguiente. De esta manera, tanto en el interior como en el exterior, la señora de Bargeton vivía siempre cara al público. Estos detalles describen toda la provincia; en ella los deslices o son confesados o son imposibles.

Louise, como todas las mujeres arrastradas por una pasión sin tener experiencia en ella, reconocía una a una todas las dificultades de su posición; y se asustaba. Su temor reaccionaba entonces en estas amorosas discusiones que llenan las más bellas horas en las que dos enamorados se encuentran juntos. La señora de Bargeton no tenía ninguna propiedad a la que pudiese llevar a su poeta, como hacen algunas mujeres que, valiéndose de un pretexto hábilmente forjado, van a enterrarse en el campo. Cansada de vivir en público, exasperada por esta tiranía cuyo yugo era más duro que dulces eran sus placeres, pensaba en Escarbas, y meditaba en ir a visitar a su anciano padre, hasta tal punto le irritaban aquellos miserables obstáculos.

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