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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (15 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Si la oda es oscura —dijo Zéphirine—, en cambio la declaración me parece muy clara.

Francis añadió:

—Y la armadura del arcángel es un vestido de muselina bastante ligero.

A pesar de que la educación obligaba a que se encontrara la oda ostensiblemente encantadora, a causa de la señora de Bargeton, las mujeres, furiosas por no disponer de un poeta a su servicio para que las tratara de ángeles, se levantaron con aspecto aburrido musitando con aire glacial unos: «muy bien, bonito, perfecto».

—Si me ama, no felicitará ni al autor ni a su ángel —dijo Lolotte con aire despótico a su querido Adrien, a quien no quedó más remedio que obedecer.

—Después de todo, son frases —dijo Zéphirine a Francis—, y el amor es una poesía en acción.

—Acaba de decir una cosa en la que yo mismo estaba pensando, Zizine, pero que no hubiese sabido expresar con tanta finura —terció Stanislas, desplumándose de la cabeza a los pies con una acariciadora mirada.

—No sé lo que sería capaz de dar —dijo Amélie a du Châtelet— con tal de ver inclinarse el orgullo de Naïs, que se hace tratar de arcángel, como si fuese más que nosotros, y nos rebaja con el hijo de un boticario y de una veladora, cuya hermana es una modistilla y que trabaja en una imprenta.

—Ya que el padre vendía pastillas contra las lombrices
[2]
, bien podía haber hecho comer algunas a su hijo.

—Continúa el oficio de su padre, ya que lo que nos acaba de dar me parece una purga —dijo Stanislas, adoptando una de sus más irritantes posturas—. Droga por droga, prefiero otra cosa.

En un instante, todo el mundo se puso de acuerdo para humillar a Lucien con alguna frase de aristocrática ironía. Lili, la mujer piadosa, vio en ello una acción caritativa, diciendo que ya había llegado el momento de abrir los ojos a Naïs, que estaba a punto de cometer una locura. Francis, el diplomático, se encargó de llevar a buen término esta estúpida conspiración, por la que se interesaron todos estos mezquinos caracteres como si se tratara del desenlace de un drama y en la que vieron una aventura que podrían contar el día siguiente. El antiguo cónsul, que no tenía ningún deseo de reñir con un joven poeta que, ante los ojos de su amada, se encabritaría por una frase insultante, comprendió que era preciso asesinar a Lucien con una arma sagrada contra la que fuese imposible cualquier venganza. Imitó el ejemplo que le había dado el dispuesto y hábil du Châtelet cuando se había tratado de convencer a Lucien para que recitara sus versos. Fue a conversar con el obispo, fingiendo compartir el gran entusiasmo que la oda de Lucien había producido a Su Ilustrísima; luego, le engañó haciéndose creer que la madre de Lucien era una mujer superior, de gran modestia, que proporcionaba a su hijo los temas de todas sus composiciones. El mayor placer de Lucien era ver cómo a su madre se le rendía el justo homenaje, ya que la adoraba. Una vez inculcada esta idea al obispo, Francis, aprovechando los azares de la conversación, fue a buscar la hiriente frase que había meditado hacer decir a Monseñor.

Cuando Francis y el obispo retornaron al círculo en cuyo centro se encontraba Lucien, se redobló la atención por parte de las personas que le hacían ya beber la cicuta a pequeños sorbos. Completamente ajeno a las artimañas de los salones, el pobre poeta sólo tenía miradas para la señora de Bargeton y respondía con poca gracia a las estúpidas preguntas que se le hacían. Ignoraba el nombre y los cargos de la mayor parte de las personas presentes y no sabía qué clase de conversación mantener con las mujeres que le decían tonterías que le causaban vergüenza. Por otra parte, se sentía a miles de leguas de aquellas divinidades anguleminas al oírse llamar unas veces señor de Rubempré y otras señor Chardon, mientras que ellas se hacían llamar Lolotte, Adrien, Astolphe, Lili, Fifine. Su confusión llegó al extremo cuando, habiendo tomado Lili por un apellido de hombre, llamó señor Lili al señor de Sénonches. El Nemrod interrumpió a Lucien con un: «¿Señor Lulú?», que hizo que la señora de Bargeton se ruborizara hasta las orejas.

—Hace falta estar muy ciega para admitir entre nosotros y presentarnos a este infeliz —dijo en voz baja.

—Señora marquesa —dijo Zéphirine a la señora de Pimentel en voz baja, pero de forma que se le pudiera oír—, ¿no encuentra un gran parecido entre el señor Chardon y el señor de Cante-Croix?

—La semejanza es ideal —respondió sonriendo la señora de Pimentel.

—La gloria tiene seducciones que se pueden confesar —dijo la señora de Bargeton a la marquesa—. Hay mujeres que se adaptan a la grandeza como otras a la mezquindad —añadió mirando a Francis.

Zéphirine no comprendió, pues encontraba a su cónsul muy elevado, pero la marquesa se pasó al bando de Naïs, echándose a reír.

—Es usted muy dichoso, caballero —dijo a Lucien el señor de Pimentel, quien se corrigió para llamarle señor de Rubempré después de haberle llamado Chardon—, no debe aburrirse nunca.

—¿Trabaja con rapidez? —le preguntó Lolotte, con el mismo tono con que hubiese dicho a un ebanista: «¿Tarda mucho en construir una caja?».

Lucien quedó anodadado ante ese golpe de matarife, pero levantó la cabeza al oír decir a la señora de Bargeton, sonriente:

—Querida, la poesía no crece en la cabeza del señor de Rubempré como la hierba en nuestros jardines.

—Señora —dijo el obispo a Lolotte—, nunca tendremos el suficiente respeto para los nobles espíritus a los que Dios dota de sus rayos. Sí, la poesía es una cosa santa. Quien dice poesía, dice sufrimiento. ¡Cuántas noches silenciosas han sido necesarias para componer las estrofas que usted acaba de admirar! Salude con amor al poeta, que casi siempre lleva una vida desgraciada y a quien sin duda Dios reserva un lugar en el cielo entre los profetas. Este joven es un poeta —añadió, colocando una mano sobre la cabeza de Lucien—. ¿Acaso no ve la fatalidad que hay impresa sobre esa bella frente?

Dichoso por ser defendido tan noblemente, Lucien saludó al obispo con una dulce mirada, sin saber que el digno prelado iba a ser su verdugo. La señora de Bargeton lanzó sobre el círculo enemigo miradas llenas de triunfo que se hundieron como otros tantos dardos en el corazón de sus rivales, cuya rabia redobló.

—¡Ah!, monseñor —respondió el poeta, esperando golpear a aquellas cabezas estúpidas con su cetro de oro—, el vulgo carece de vuestro ingenio y de vuestra caridad Nuestras penas son ignoradas; nadie sabe de nuestros esfuerzos. El minero tiene menos dificultad en extraer el oro de la mina que a lo que a nosotros nos cuesta arrancar nuestras imágenes de las entrañas de uno de los idiomas más ingratos. Si el fin que la poesía persigue es situar las ideas en el lugar preciso en donde todo el mundo puede verlas y percibirlas, el poeta debe, recorrer incesantemente la escala de las inteligencias humanas con el propósito de dar satisfacción a todas; debe esconder bajo las más vivas tonalidades la lógica y el sentimiento, dos potencias enemigas; le es preciso encerrar todo un mundo de pensamientos en una sola frase, resumir filosofías enteras mediante una descripción o una pintura; finalmente, sus versos son semilla cuyas flores deben germinar en los corazones procurando encontrar en ellos los surcos trazados con los sentimientos personales. ¿Acaso no es necesario haberlo experimentado todo a fin de expresarlo todo? Y sentir vivamente, ¿no es sufrir? Por lo tanto, las poesías no se crean sino tras penosos viajes que se emprenden a las vastas regiones del pensamiento y de la sociedad. ¿No son obras inmortales aquellas a las que debemos criaturas cuya vida se hace más auténtica que la de los seres que en verdad han existido, como la Clarisse de Richardson, la Camille de Chénier, la Délie de Tibulo, la Angélica de Ariosto, la Francisca, de Dante, el Alcestes de Molière, el Fígaro de Beaumarchais, la Rebecca de Walter Scott o el Don Quijote de Cervantes?

—¿Y qué nos creará usted? —preguntó du Châtelet.

—Anunciar tales conceptos —respondió Lucien—, ¿no es conceder un título de hombre de genio? Por otro lado esas sublimes creaciones necesitan y exigen una larga experiencia del mundo, un estudio de las pasiones e intereses humanos que yo no sabría haber hecho; pero yo empiezo —dijo con amargura—, lanzando una mirada vengativa sobre aquel círculo—. El cerebro gesta durante largo tiempo…

—Su parto será laborioso —dijo el señor de Hautoy, interrumpiéndole.

—Sin duda su excelente madre podrá ayudarle —dijo el obispo.

Esta frase preparada tan hábilmente, esta venganza esperada, alumbró en todas las miradas un destello de alegría. En todas las bocas se esbozó una sonrisa de aristocrática satisfacción, aumentada por la imbecilidad del señor de Bargeton, que se echó a reír con efecto retardado.

—Monseñor, en estos momentos estas señoras no os comprenden; quizá vuestro lenguaje sea demasiado elevado —dijo la señora de Bargeton, que con esta simple frase contuvo las sonrisas y atrajo hacia sí todas las miradas extrañadas—. Un poeta que sólo se inspira en la Biblia tiene en la Iglesia su verdadera madre. Señor de Rubempré, recítenos San Juan en Patmos o el Festín de Baltasar para demostrar a Monseñor que Roma es siempre la Magna Parens de Virgilio.

Las mujeres cambiaron una sonrisa al oír a Naïs pronunciar las dos palabras latinas.

En los comienzos de la vida, hasta los más templados caracteres no están exentos de abatimiento. Este golpe había enviado en un principio a Lucien al fondo del agua; pero taloneó con fuerza y volvió a la superficie, jurándose a sí mismo dominar a aquel mundo. Como el toro atravesado por mil flechas, se levantó furioso y obediente a la voz de Louise y se dispuso a recitar el San Juan en Patmos; pero la mayor parte de las mesas de juego habían atraído a sus jugadores, que caían en la rutina de sus costumbres, encontrado en ella un placer que la poesía no les había proporcionado. Además, la venganza de tanto amor propio ofendido no hubiese quedado completa sin el desdén negativo que se testimonió a la poesía indígena, desertando de Lucien y de la señora de Bargeton. Todos parecieron preocupados: éste se dirigió hacía el prefecto para hablarle de un camino vecinal; aquélla habló de introducir una variación en las diversiones de la velada, interpretando alguna pieza musical. La alta sociedad de Angulema se sentía mal juez respecto a la poesía y se encontraba llena de curiosidad sobre todo por conocer la opinión de los Rastignac y de los Pimentel acerca de Lucien, y muchas personas les hicieron corro. La gran influencia que estas dos familias ejercían en el departamento era siempre reconocida en las grandes circunstancias: todos les envidiaban y les cortejaban, ya que todos preveían necesitar su protección.

—¿Qué opina de nuestro poeta y de su poesía? —dijo Jacques a la marquesa, en cuyas propiedades solía cazar.

—Pues para ser versos provincianos —dijo ella, sonriendo— no están tan mal; además, un poeta tan guapo difícilmente puede hacer algo que no esté bien.

Todos encontraron la frase admirable y fueron a repetirla a los demás, dándole una entonación más maliciosa de lo que había pensado la marquesa du Châtelet fue solicitado entonces para que acompañara al señor de Bartas, quien destrozó la obertura de Fígaro. Una vez se abrió la puerta a la música, fue preciso escuchar la romanza caballeresca compuesta bajo el Imperio por Chateaubriand, cantada por Châtelet. Después les llegó el turno a las interpretaciones a cuatro manos de las jovencitas y que reclamó la señora du Brossard, quien quería hacer brillar el talento de su querida Camille ante los ojos del señor de Séverac.

La señora de Bargeton, herida por el desprecio que todos habían hecho a su poeta, devolvió desdén con desdén, encerrándose en su gabinete durante todo el tiempo que duró la sesión musical. La siguió el obispo, a quien su vicario general explicó la profunda ironía de su involuntario epigrama y que quería contrarrestarla. La señorita de Rastignac, a quien la poesía había conquistado, se coló en el gabinete a espaldas de su madre. Sentándose en su canapé de cojines de piqué, adonde arrastró a Lucien, Louise pudo, sin ser vista ni oída, decirle al oído:

—Ángel querido, no te han comprendido, pero…

Tus versos son dulces, me gusta repetirlos.

Lucien, consolado con este halago, olvidó por un momento sus penas.

—No hay gloria que no se pague —le dijo la señora de Bargeton, tomándole la mano y estrechándosela—. Sufre, sufre, amigo mío, serás famoso, tus penas son el precio de tu inmortalidad. Me gustaría tener que soportar las penalidades y trabajos de un combate. Dios te guarde de una vida átona y sin luchas, en donde las alas del águila no encuentran el espacio suficiente. Envidio tus sufrimientos, porque al menos tu vives. Desplegarás tus fuerzas, esperarás una victoria. Tu lucha será gloriosa. Cuando hayas llegado a la esfera imperial en donde dominan las grandes inteligencias, acuérdate de los pobres desheredados por la suerte cuya inteligencia se anquilosa a causa de la opresión del azote moral y que perecen tras de haber sabido constantemente lo que era la vida sin poder vivir, que han tenido una vista penetrante pero nada han visto, cuyo olfato era delicado y que no han percibido más que las miasmas de flores corrompidas. Canta entonces a la planta que se marchita en el fondo de un bosque sofocada por las lianas, por la vegetación devoradora, tupid-sin haber sido animada por el sol y que perece sin haber florecido. ¿No sería ése un poema de horrible melancolía, tema fantástico por completo? ¡Qué sublime composición de la muchacha nacida bajo los cielos de Asia, o de una muchacha del desierto, transportada a un país frío de Occidente llamando a su querido sol, muriéndose de dolores desconocidos, e igualmente fulminada por el frío y el amor! Ése sería el arquetipo de muchas existencias.

—Describiría así el alma con nostalgias del cielo —dijo el obispo—, un poema que debió componerse antaño y un de cuyos fragmentos me complazco en identificar con el Cantar de los cantares.

—Dediqúese a ello, emprenda esa tarea —exclamó Laure de Rastignac, expresando una ingenua fe en el genio de Lucien.

—Francia necesita un gran poema sagrado —dijo el obispo—. Créame, la gloria y la fortuna pertenecerán al hombre que trabaje en favor de la religión.

—Lo emprenderá, Monseñor —aseguró la señora de Bargeton enfáticamente—. ¿No veis ya la idea del poema brillando como una llama de la aurora en sus ojos?

—Naïs se porta muy mal con nosotros —decía Fifine—. ¿Qué está haciendo ahora?

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