Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
Axel vio despegar otro avión que partía con destino desconocido. Había llegado al final del camino. Ya no había para él lugar alguno adonde ir.
Sintió un gran alivio cuando, tras muchas horas de espera, notó una mano en el hombro y oyó que pronunciaban su nombre.
Paula besó a Johanna en la mejilla y a su hijo en la cabeza. Aún no podía creer que se lo hubiese perdido todo. Y que Mellberg hubiese estado allí.
–Lo siento, lo siento muchísimo –repitió por enésima vez.
Johanna sonrió agotada.
–Bueno, vale que te maldije unas cuantas veces cuando vi que no te localizaba, lo admito, pero comprendo que no tienes la culpa de que te encerraran. Así que me alegro de que estés ilesa.
–Sí, yo también. De que lo estés tú, quiero decir –aclaró Paula besándola de nuevo–. Y el niño es… maravilloso. –La agente admiró de nuevo al pequeño que Johanna tenía en el regazo y se le antojaba imposible que ya estuviese allí. Que por fin hubiese nacido de verdad.
–Toma, cógelo –dijo Johanna entregándoselo a Paula, que se sentó en el borde de la cama y empezó a mecerlo–. Y vaya mala pata que el teléfono de Rita se estropease hoy precisamente.
–Sí, está destrozada –aseguró Paula haciéndole mimos a su hijo recién nacido–. Está convencida de que jamás volverás a dirigirle la palabra.
–Anda ya, ¿cómo iba a saberlo ella? Y, además, al final sí que tuve ayuda –rio Johanna.
–Sí, por Dios santo, ¿quién iba a pensarlo? –se sorprendió Paula, aún perpleja por el hecho de que su jefe hubiese ejercido de director de operaciones en el nacimiento de su hijo–. Y tendrías que oírlo hablar con mi madre en la sala de espera. No para de fanfarronear con todo el mundo de lo «hermosísimo» que es el niño y de lo valiente que has sido tú. O sea, que si mi madre no estaba enamorada de él antes, desde luego lo está ahora que ha hecho posible que su nieto venga al mundo. Madre mía… –exclamó Paula meneando la cabeza.
–Bueno, hubo un momento en que pensé que iba a echar a correr, pero confieso que tiene mejor madera de la que le suponía.
Como si hubiese oído que hablaban de él, tras unos golpecitos en la puerta, apareció Bertil en el umbral, acompañado de Rita.
–Adelante –los invitó Johanna haciéndoles una seña.
–Sólo queríamos ver cómo estáis –dijo Rita acercándose a Paula y a su nieto.
–Claro, si ya hace media hora desde la última vez que vinisteis –ironizó Johanna.
–Tendremos que comprobar si ha crecido. Y si ha empezado a salirle la barba –repuso Mellberg con una sonrisa radiante, mientras se acercaba al pequeño mirándolo con ternura. Rita lo observaba con una expresión que sólo podía significar una cosa: estaba enamorada.
–¿Puedo cogerlo un poco otra vez? –preguntó Mellberg sin poder contenerse.
Paula asintió.
–Sí, creo que te lo has ganado –afirmó pasándole a su hijo.
Contempló el modo en que Mellberg miraba al pequeño, y cómo Rita los miraba a los dos. Y comprendió que, aunque se le había ocurrido pensar que quizá fuese bueno para su hijo tener un modelo masculino, jamás se habría figurado a Mellberg en ese papel. Sin embargo, ahora que se veía ante esa posibilidad, no estaba tan segura de que fuese una mala idea.
Contó con que Erik estuviese en casa. Creía que era importante hablar con él antes de partir. Confiaba en Erik. Había en él algo auténtico, sincero, tras su árida fachada. Y sabía que era leal. Con eso contaba, sobre todo. Porque Hans no podía obviar la posibilidad de que ocurriese algo. Iba a volver a Noruega y, por mucho que la guerra hubiese terminado, era imposible saber qué podría ocurrirle en su país. Él había hecho cosas, cometido acciones imperdonables, y su padre había sido uno de los símbolos más destacados de la maldad de los alemanes en el país. De modo que debía ser realista. Debía comportarse como un hombre y tener en cuenta cualquier eventualidad, ahora que iba a ser padre. No podía dejar a Elsy así, sin red protectora, sin apoyo. Y Erik era el único que, según él, podía cumplir esa función. Llamó a la puerta.
No sólo estaba Erik. Suspiró para sus adentros al ver también a Britta y a Frans en la biblioteca, donde todos escuchaban música en el gramófono del padre de Erik.
–Mis padres estarán fuera hasta mañana –explicó Erik sentándose en su lugar habitual, ante el escritorio. Hans se quedó desconcertado en el umbral.
–En realidad, yo venía a hablar contigo –dijo haciéndole una seña.
–¿Y qué secretos os traéis entre manos, eh? –preguntó Frans en tono provocador, poniendo una pierna en el brazo del sillón en el que estaba sentado.
–Eso, ¿qué secretos os traéis entre manos? –repitió Britta como un eco sonriéndole a Hans.
–Nada, sólo que querría hablar con Erik –insistió Hans.
Erik se encogió de hombros y se levantó.
–Podemos salir un momento –propuso encaminándose a la escalinata del porche. Hans lo siguió y cerró la puerta cauteloso. Se sentaron en el último peldaño.
–Tengo que ausentarme unos días –comenzó removiendo la gravilla con el talón.
–¿Adónde? –preguntó Erik mientras se subía las gafas, que se empeñaban en escurrírsele nariz abajo.
–A Noruega. Tengo que ir a casa y… arreglar unas cuantas cosas.
–Ajá –respondió Erik con desinterés.
–Y quisiera pedirte un favor.
–Vale –asintió Erik encogiéndose de hombros otra vez. La música del gramófono se oía fuera. Frans debía de haber subido el volumen.
Hans vaciló un instante. Luego anunció brevemente:
–Elsy está embarazada.
Erik no dijo nada y se subió las gafas, que habían vuelto a resbalársele hasta la punta de la nariz.
–Está embarazada y quiero solicitar una dispensa para que podamos casarnos. Pero antes tengo que ir a casa a resolver un par de asuntos, y si… si algo me ocurriera, ¿me prometes que cuidarás de ella?
Erik seguía sin pronunciar palabra y Hans aguardaba tenso su respuesta. No quería partir sin la promesa de que alguien en quien él confiase estaría ahí apoyando a Elsy.
Finalmente, Erik le contestó:
–Por supuesto que le ayudaré. Aunque me parece muy desafortunado que la hayas metido en semejante lío. Pero ¿qué iba a pasarte a ti? –preguntó frunciendo el entrecejo–. Deberían recibirte como a un héroe en tu país. No creo que nadie pueda reprocharte que huyeses cuando el asunto se puso peligroso, ¿no? –Dirigió la vista a Hans.
Este ignoró la pregunta, se levantó y se sacudió la parte trasera de los pantalones.
–Claro que no me pasará nada. Pero sólo por si acaso, quería decírtelo. Y ahora tengo tu promesa.
–Sí, sí –aseguró Erik poniéndose de pie–. ¿Vas a entrar a despedirte de los demás antes de marcharte? Mi hermano también está en casa. Llegó ayer –dijo Erik radiante.
–¡Vaya, cómo me alegro! –exclamó Hans dándole un apretón en el hombro–. ¿Y cómo está? Me enteré de que ya volvía a casa, pero que había sido muy duro.
–Sí –el rostro de Erik se ensombreció–. Ha sido muy duro. Y está muy débil. ¡Pero está en casa! –repitió irradiando felicidad–. Venga, entra a saludar, que no os conocéis siquiera.
Hans sonrió y siguió a Erik otra vez al interior de la casa.
Los primeros minutos el ambiente que reinaba en torno a la mesa de la cocina resultó un poco tenso. Sin embargo, no tardaron en superar el nerviosismo y pudieron hablar con su hermano alegremente y en un tono distendido. Anna aún parecía algo conmocionada por la noticia, pero observaba fascinada a Göran, que estaba sentado justo enfrente de ella.
–¿No te preguntaste jamás por tus padres biológicos? –quiso saber Erica, que cogió un caramelo Dumle del cuenco que había llenado de golosinas.
–Sí, claro, a veces –respondió Göran–. Pero al mismo tiempo… para mí mis padres, o sea, Wilhelm y Märta, siempre fueron… suficientes. Aunque claro, en alguna ocasión, de vez en cuando, pensaba en ello y me preguntaba por qué me habrían dado en adopción y esas cosas. –Vaciló un instante–. Bueno, ya sé que sus circunstancias eran muy difíciles.
–Pues sí –convino Erica mirando de reojo a Anna. Le había costado decidir cuánto le contaría a su hermana pequeña, a la que siempre sobreprotegía. Pero al final comprendió que Anna había sobrevivido a situaciones mucho más duras que ella, de modo que acabó contándoselo todo, incluido lo de los diarios. Anna lo encajó con serenidad y allí estaban ahora, reunidos en casa de Erica y Patrik. Tres hermanos. Dos hermanas y un hermano. Era una sensación extraña pero, curiosamente, les parecía también natural. Tal vez fuese cierto el dicho según el cual la sangre es más espesa que el agua.
–Bueno, supongo que es tarde para empezar a inmiscuirme en vuestros novios y esas cosas –rio Göran señalando a Patrik y a Dan–. Me temo que es una etapa que, por desgracia, me he perdido.
–Sí, me temo que sí –sonrió Erica cogiendo otro Dumle.
–Por cierto, he oído que han atrapado al asesino, el hermano –dijo Göran, ya con expresión grave.
Patrik asintió.
–Cierto, estaba esperando en el aeropuerto. Curioso, porque habría podido huir, si hubiera querido, y jamás lo habríamos localizado. Pero, según mis colegas, se mostró muy solícito.
–Pero ¿por qué mató a su hermano? –se interesó Dan, rodeando con el brazo los hombros de Anna.
–Aún lo están interrogando, así que no lo sé con certeza –admitió Patrik dándole un trozo de chocolate a Maja, que estaba a su lado, en el suelo, jugando con la muñeca que le había regalado la madre de Göran.
–Me pregunto por qué el hermano, es decir, el asesinado, le dio dinero a mi padre durante tantos años. Por lo que he sabido, él no era mi padre, sino un noruego. ¿O estoy confundido? –preguntó Göran dirigiéndose a Erica.
–No, estás en lo cierto. Según los diarios de mamá, tu padre se llama Hans Olavsen. O, bueno, en realidad, Hans Wolf. Erik y mamá no tuvieron nunca ningún tipo de relación romántica. De modo que no sé… –Erica se mordía el labio inferior, en actitud reflexiva–. Seguro que sale a relucir cuando conozcamos lo que tenga que decir Axel Frankel.
–Sí, seguro –convino Patrik.
En ese momento, Dan emitió un leve carraspeo y todas las miradas se volvieron interrogantes hacia él. Intercambió una mirada cómplice con Anna, que, finalmente, tomó la palabra:
–Bueno, veréis, resulta que tenemos una noticia que daros…
–¿El qué? –preguntó Erica llena de curiosidad, metiéndose otro Dumle en la boca.
–Pues sí… –Anna no se decidía, pero al final lo soltó rápidamente–: que vamos a tener un niño. Para la primavera.
–¡Vayaaaa! ¡Qué alegría! –gritó Erica rodeando rápida la mesa para abrazar a su hermana y a Dan. Cuando volvió a sentarse, le brillaban los ojos.
–¿Y cómo te encuentras? ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien? –Erica iba lanzando las preguntas como una salva, y Anna se echó a reír.
–Pues verás, me encuentro fatal, mareadísima. Pero igual que con Adrian. Y además, tengo permanentemente unas ganas horribles de comer bastones de caramelo.
–¡Jajajaja! Bastones de caramelo, ¿no podía ser otra cosa? –rio Erica–. Bueno, no diré nada, yo no paraba de comer Dumles cuando estaba embarazada de… –Erica se interrumpió en mitad de la frase, con la vista clavada en el montón de envoltorios que había en la mesa. Miró a Patrik, que, a juzgar por su expresión, ya se había dado cuenta. Empezó a pensar febrilmente. ¿Cuándo le tocaba tener la regla? Se había centrado tanto en la investigación del pasado de su madre que no había reparado… ¡Hacía dos semanas! Hacía dos semanas que debería haber tenido la regla. Se quedó mirando la montaña de envoltorios con expresión bobalicona. Hasta que oyó que Anna estallaba en una sonora carcajada.
Axel oyó voces abajo. Se levantó de la cama con sumo esfuerzo. Le llevaría tiempo recuperarse del todo, eso ya se lo había advertido el médico cuando lo examinó a su llegada a Suecia. Y su padre dijo exactamente lo mismo cuando lo vio por fin al volver a casa, el día anterior. Fue una bendición enorme hallarse en casa de nuevo. Por un instante fue como si todo el miedo, todo el horror que había experimentado no hubiese existido nunca. Pero su madre lloró al verlo. Y lloró cuando abrazó su cuerpo escuálido y frágil. Eso le dolió, porque no eran sólo lágrimas de alegría, sino que lloraba también por la certeza de que ya no era el mismo. Y jamás volvería a serlo. El Axel extrovertido, temerario y siempre jovial, había dejado de existir. Todo eso se lo habían sacado a golpes aquellos años. Y vio en los ojos de su madre que lloraba al hijo que no iba a recuperar jamás, al mismo tiempo que se alegraba de que hubiese vuelto a casa un fragmento de ese hijo.
Ella no quería irse y pasar la noche fuera, como tenían decidido desde hacía tiempo. Pero su padre intuyó que Axel necesitaba tranquilidad, e insistió en que salieran, pese a todo.
–Ya lo tenemos en casa –dijo su padre–. Tendremos tiempo de sobra para estar con él. Más vale que descanse ahora. Y Erik está en casa, así que le hará compañía.
Al final su madre accedió y se fueron los dos. Y Axel sintió un profundo alivio al ver que podría estar solo, bastante tenía con acostumbrarse a la idea de estar en casa otra vez. A la idea de ser Axel.
Prestó atención con el oído derecho. Debía hacerse a la idea de que el oído izquierdo lo había perdido para siempre, ya se lo dijo el doctor. Claro que para él no fue una sorpresa. El mismo día que el vigilante le asestó el culatazo en la oreja notó que algo se le rompía por dentro. El oído dañado se convertiría en un recordatorio eterno y cotidiano de lo que había sufrido.
Salió al rellano arrastrando los pies. Aún tenía las piernas muy débiles, de modo que su padre le había prestado un bastón en el que apoyarse mientras se recuperaba. Era un bastón que había pertenecido a su abuelo, robusto, contundente y con empuñadura de plata.
Tuvo que agarrarse bien a la barandilla para bajar con esfuerzo las escaleras, pero había pasado mucho tiempo acostado descansando y sentía curiosidad por saber a quiénes pertenecían las voces que se oían. Y pese a que deseaba estar solo, le apeteció en aquel momento algo de compañía.
Frans y Britta estaban cada uno en su sillón, y se le hacía raro verlos así, como si nada hubiese ocurrido. Para ellos la vida había discurrido por los derroteros esperados. No habían tenido que ver montañas de cadáveres, ni al compañero de al lado estremecerse primero y desplomarse luego con una bala en la frente. Por un instante sintió una ira intensa ante la injusticia que esa diferencia entrañaba, pero enseguida se dijo que fue él mismo quien decidió exponerse al peligro y que tenía que afrontar las consecuencias. Aunque parte de la ira seguía allí humeando por dentro.