Las huellas imborrables (61 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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–Ya ha dilatado por completo –declaró la matrona satisfecha–. ¿Me has oído, Johanna? Buen trabajo. Diez centímetros. Pronto no tendrás más que empujar. Lo has hecho estupendamente. El bebé no tardará en nacer.

Mellberg le cogió la mano a Johanna y la apretó con fuerza. Le latía en el pecho un sentimiento extraño, que podría describirse como orgullo. Orgullo por las alabanzas a Johanna, por el trabajo que habían hecho juntos y porque pronto nacería el hijo de ella y de Paula.

–¿Cuánto tardará el alumbramiento en sí? –le preguntó a la matrona, que le respondió con amabilidad. Nadie había preguntado cuál era su relación con Johanna, de modo que suponía que pensaban que era el padre del niño, si bien un padre demasiado mayor. Y él los dejó con esa creencia.

–Bueno, depende, pero yo diría que este niño estará en el mundo dentro de media hora, como máximo –aseguró dirigiendo una sonrisa alentadora a Johanna, que en ese momento descansaba unos segundos entre dos contracciones. Aunque enseguida se le distorsionó la cara y volvió a tensársele el cuerpo.

–Los dolores son distintos –confirmó apretando las mandíbulas y echando mano nuevamente del óxido nitroso.

–Son las últimas contracciones –informó la matrona–. La próxima vez que te duela así, te ayudaré y, cuando yo te diga que empujes, subes las rodillas y pegas la barbilla al pecho y a empujar con todas tus fuerzas.

Johanna asintió exhausta, agarrándose de nuevo de la mano de Mellberg, que le correspondió con un apretón. Ambos miraban expectantes a la matrona, a la espera de nuevas instrucciones.

Al cabo de unos segundos, Johanna empezó a jadear y miró a la matrona con expresión interrogante.

–Espera, espera, espera… aguanta… hasta que sea lo bastante fuerte… y empuja ¡AHORA!

Johanna obedeció, pegó la barbilla al pecho, subió las rodillas y empujó con la cara roja por el esfuerzo, hasta que el dolor cedió.

–¡Bien! Muy bien hecho. Una contracción magnífica. Espera a la próxima y verás como terminamos en un minuto.

La matrona tenía razón. Dos contracciones más tarde se deslizó hacia el exterior un bebé que colocaron enseguida en la barriga de Johanna. Mellberg estaba fascinado y con los ojos como platos. Claro que él conocía la teoría, pero verlo en vivo… Ver que salía un niño, que movía los brazos y los pies y que protestaba llorando y moviendo la cabeza en torno al pecho de Johanna.

–Ayuda al pequeño a encontrar el pecho, eso es lo que está buscando –le indicó la matrona en tono amable, ayudándole ella también hasta que el bebé encontró el pezón y empezó a chupar.

–Enhorabuena –los felicitó la matrona a ambos. Mellberg se sintió radiante de alegría. Jamás había vivido nada semejante. Joder, jamás había vivido nada semejante.

Poco después, el niño había terminado de mamar, ya lo habían lavado y lo habían envuelto en una sabanita. Johanna estaba sentada en la cama, con un cojín en la espalda, y miraba a su hijo con adoración. Luego se dirigió a Mellberg y le dijo con voz queda:

–Gracias. Sola no lo habría conseguido.

Mellberg sólo fue capaz de asentir. Tenía algo en la garganta que le impedía hablar y no paraba de tragar saliva para que desapareciese el nudo.

–¿Quieres cogerlo? –preguntó Johanna.

Mellberg no podía más que asentir. Algo nervioso, extendió los brazos mientras Johanna colocaba al niño en su regazo, procurando que la cabeza estuviese bien apoyada. Era una sensación extraña la de tener en brazos aquel cuerpecillo cálido y nuevo. Contempló la carita y sintió que aquel nudo raro le seguía creciendo en la garganta. Y cuando miró al pequeño a los ojos lo supo enseguida: a partir de aquel instante, quedaba preso de un enamoramiento irremediable y profundo.

Fjällbacka, 1945

Hans iba sonriendo para sus adentros. Quizá no debiera, pero no podía evitarlo. Claro que sería difícil al principio. Muchos les soltarían reprimendas y darían su opinión, y hablarían de pecado ante Dios y cosas por el estilo. Pero cuando hubiese pasado lo peor, podrían empezar a labrarse una nueva vida juntos, él, Elsy y el niño. ¿Cómo podría sentir otra cosa que pura alegría ante semejante perspectiva?

Pero se le murió la sonrisa en los labios en cuanto empezó a pensar en la tarea que tenía por delante. La misión no era fácil. Una parte de él sentía deseos de olvidar el pasado, de quedarse allí y fingir que nunca había vivido otra vida. Esa parte quería ver el día en que se escondió en el barco del padre de Elsy como si hubiese vuelto a nacer a una existencia completamente distinta, una nueva página en blanco.

Sin embargo, la guerra había terminado. Y eso lo cambiaba todo. No podría seguir adelante sin haber regresado primero. Lo hacía más que nada por su madre. Tenía que asegurarse de que estaba bien y quería que supiese que él estaba vivo y que había encontrado un hogar.

Cogió una bolsa y empezó a llenarla con ropa para un par de días. Una semana. No pensaba estar fuera más tiempo. No podría estar lejos de Elsy más tiempo. Se había convertido en una parte tan importante de su persona que no era capaz de imaginar siquiera ausentarse más de lo necesario. Pero en cuanto acabase con aquel viaje, estarían juntos para siempre. Podrían dormir juntos cada noche, y despertarse abrazados todos los días, sin vergüenza y sin secretos. Hablaba en serio cuando dijo lo de presentar la solicitud ante el rey. Si les concedía la dispensa, tendrían tiempo de casarse antes de que naciera el niño. Se preguntaba qué sería. De nuevo irrumpió la sonrisa en su semblante mientras doblaba la ropa. Una niña, con la sonrisa dulce de Elsy. O un niño, con los bucles rubios de su padre. Lo que fuera, bienvenido era. Él se sentía tan feliz que acogería agradecido lo que Dios quisiera darles.

Al sacar un jersey del cajón, un objeto duro se salió del paño que lo envolvía. El objeto tintineó con contundencia al dar en el suelo y Hans se agachó para cogerlo. Se sentó apesadumbrado en la cama mientras observaba la pieza que tenía en la mano. Era la Cruz de Hierro que había merecido su padre como recompensa por su actuación en los primeros años de la guerra. Se la quedó mirando fijamente. Se la había robado a su padre y se la llevó como recordatorio cuando abandonó Noruega, y como salvavidas, por si los alemanes lo capturaban antes de que llegase a Suecia. Una vez allí, habría debido deshacerse de la medalla y lo sabía. Si alguien husmeaba en sus pertenencias y la encontraba, se descubriría su secreto. Pero la necesitaba. La necesitaba para recordar.

No sintió pena ninguna de dejar a su padre. Si pudiera elegir, no querría tener nada que ver con ese hombre nunca más. Representaba todo aquello que estaba mal en los hombres, y Hans se avergonzaba de, en una época de su vida, haber sido demasiado débil para enfrentarse a él. Una serie de imágenes acudieron a su mente. Imágenes crueles, implacables, de acciones ejecutadas por alguien con quien él ya no tenía nada en común. Era una persona débil, una persona que se había doblegado a la voluntad de su padre pero que, al fin, había logrado liberarse. Hans apretó en la mano la medalla con tanta fuerza que las puntas se le clavaron en la piel. No volvía para ver a su padre. Seguramente, el destino ya se habría encargado de él y habría recibido el castigo de que se había hecho acreedor. Pero tenía que ver a su madre. Ella no merecía la preocupación de no saber siquiera si estaba vivo o muerto. Tenía que hablar con ella, hacerle ver que se encontraba bien y hablarle de Elsy y del niño. Y, en su momento, quizá podría convencerla de que viviese con él y con Elsy. No creía que Elsy tuviese nada en contra. Una de las cualidades que más le gustaban de ella era precisamente su buen corazón. Y seguramente ella y su madre se llevarían bien.

Se levantó de la cama y, tras un instante de vacilación, volvió a dejar la medalla en su lugar. La dejaría allí hasta su regreso, como recordatorio de aquello en lo que jamás volvería a convertirse. Un recordatorio de que jamás volvería a ser un muchacho cobarde y débil. Por Elsy y por el niño, ahora debía comportarse como un hombre.

Cerró la bolsa y contempló la habitación en la que tanta felicidad había experimentado los últimos meses. El tren saldría dentro de un par de horas. Sólo le faltaba una cosa por hacer antes de partir. Tenía que hablar con una persona. Salió y cerró la puerta. De repente, tuvo un fatídico presentimiento cuando la oyó cerrarse. La sensación de que algo no iría bien. Luego ahuyentó el presagio y se marchó. Después de todo, estaría de vuelta al cabo de una semana.

Erica había insistido en ir sola a Gotemburgo, pese a que Patrik se había ofrecido a acompañarla. Aquello era algo que debía hacer personalmente.

Permaneció un rato ante la puerta, sin atreverse a levantar el dedo y tocar el timbre. Pero, al final, no pudo seguir aplazándolo.

Märta la observó asombrada cuando abrió la puerta, pero se hizo a un lado enseguida y la invitó a pasar.

–Siento molestar –se disculpó Erica, con la garganta súbitamente reseca–. Supongo que debería haber llamado antes, pero…

–No pasa nada –le aseguró Märta sonriendo con amabilidad–. A mi edad se agradece tanto la compañía… Así que es un placer, pasa, pasa.

Erica la siguió por el pasillo y se sentó en la sala de estar. Pensaba febrilmente en cómo empezar, pero Märta se le adelantó.

–¿Habéis conseguido avanzar algo con los asesinatos? –preguntó–. La verdad, siento mucho que no pudiéramos ser de más ayuda, pero la verdad, yo no tenía el menor control sobre nuestra economía doméstica.

–Ya sé para qué era el dinero. O, mejor dicho, para quién –afirmó Erica. El corazón le martilleaba desbocado en el pecho.

Märta la miró con curiosidad, aunque parecía no comprender a qué se refería.

Muy despacio, con la mirada fija en la anciana, le dijo con suavidad:

–En noviembre de 1945, mi madre dio a luz un niño que entregaron en adopción inmediatamente. Lo tuvo en casa de mi tía abuela, en Borlänge. Yo creo que el hombre asesinado, Erik Frankel, ordenaba las transferencias a su marido por ese niño.

Se hizo un denso silencio en la habitación. Märta bajó la mirada. Erica vio que le temblaban las manos.

–Ya me parecía a mí. Pero Wilhelm nunca me dijo nada y…, bueno, en parte yo no quería saber… Él siempre ha sido nuestro niño y, aunque suene terriblemente frío, jamás me he planteado que naciera de otra mujer. Era nuestro. Mío y de Wilhelm, y nunca lo hemos querido menos que si lo hubiese parido yo. Estuvimos esperando tanto tiempo, intentándolo tanto tiempo y… Bueno, Göran fue como un regalo del cielo.

–¿Sabe él que…?

–¿Que es hijo adoptivo? Sí, nunca se lo ocultamos. Pero yo no creo que él lo haya tenido muy presente, si he de ser sincera. Nosotros éramos sus padres, su familia. Claro que hablamos del asunto en alguna ocasión, Wilhelm y yo, y nos preguntamos cómo nos sentiríamos si él hubiera querido hacer averiguaciones sobre sus… padres biológicos. Pero siempre nos decíamos que ya veríamos, si llegaba el momento, y Göran no parecía añorarlos, de modo que lo dejamos pasar.

–A mí me gusta –soltó Erica en un impulso, intentando habituarse a la idea de que el hombre al que había conocido la última vez que estuvo allí era su hermano. Su hermano y el de Anna, se corrigió enseguida.

–Tú también le caíste bien –aseguró Märta radiante de alegría–. Y, en cierto modo, yo reaccioné inconscientemente ante el hecho de cuánto os parecéis. Los ojos, un poco… En fin, no sé, pero desde luego, os parecéis.

–¿Cómo cree que reaccionaría si…? –Erica no se atrevió a terminar la pregunta.

–Con lo que insistía de pequeño con que quería hermanitos, creo que recibiría a una hermana pequeña con los brazos abiertos –Märta sonrió, algo más distendida ya, después de la sorpresa inicial.

–Dos hermanas –aclaró Erica–. Tengo una hermana menor que se llama Anna.

–Dos hermanas –repitió Märta meneando la cabeza–. Ya ves, la vida no deja de sorprendernos. Ni siquiera a mi edad. –Al decir esto, se puso seria–. ¿Te importaría hablarme de tu madre? –preguntó estudiando la reacción de Erica.

–No, claro que no –repuso Erica, que empezó enseguida a contarle la historia de Elsy, y de las circunstancias que la obligaron a dar a su hijo en adopción. Estuvo hablando un buen rato, más de una hora, intentando hacerle justicia a su madre y a su situación ante la mujer que había educado y amado al hijo al que Elsy se vio obligada a renunciar.

Cuando se abrió la puerta y una voz alegre resonó en el vestíbulo, ambas dieron un respingo sobresaltadas.

–Hola, mamá, ¿tienes visita? –Los pasos se acercaron a la sala de estar.

Erica buscó inquisitiva los ojos de Märta, que asintió levemente, dándole su aprobación. La época de los secretos había llegado a su fin.

Cuatro horas más tarde empezaban a desesperar. Se sentían como topos encerrados en aquel sótano tenebroso, aunque al cabo de unos minutos, la vista se les había habituado lo suficiente como para que pudieran distinguir siluetas.

–Bueno, pues no era así como yo me imaginaba que nos iría –reconoció Paula con un suspiro–. ¿No crees que pronto lanzarán una orden de búsqueda para dar con nosotros? –bromeó agotada, aunque no pudo evitar exhalar otro suspiro.

Martin, que tampoco había podido evitar dos embestidas más contra la puerta, estaba frotándose el hombro; a aquellas alturas le dolía bastante. Seguro que se había ganado un moratón tremendo.

–Ya debe estar muy lejos –comentó Paula en un tono que rezumaba frustración.

–Existe cierto riesgo de que así sea –convino Martin, agravando un punto más su desencanto.

–Joder, qué de bártulos tiene aquí abajo. –Paula entornó los ojos para distinguir mejor las siluetas de los objetos que inundaban las estanterías del sótano.

–La mayor parte será de Erik, seguro –observó Martin–. Según entendí, él era el coleccionista.

–Pero todos esos objetos nazis, deben de valer una fortuna, ¿no?

–Seguro. Pero claro, si dedicas casi toda tu vida a coleccionar algo, al final reúnes un montón de chismes.

–¿Por qué crees que lo hizo? –Paula escrutaba la oscuridad intentando ordenar los pensamientos en torno a lo que ya consideraban un hecho. En honor a la verdad, ella ya lo daba por seguro en cuanto empezó a darle vueltas a la coartada. Fue entonces cuando se le ocurrió comprobar si había algún otro vuelo en junio en cuya lista de pasajeros figurase el nombre de Axel Frankel. En efecto, cuando comprobaron su coartada, sólo verificaron el vuelo que él declaró, pero no si había realizado algún otro viaje. Y ahí estaba, sobre el papel. Un tal Axel Frankel viajó de París a Gotemburgo el 16 de junio y volvió el mismo día.

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