Las hormigas (22 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

BOOK: Las hormigas
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Hace mucho tiempo se estableció un acuerdo entre las hormigas y los pulgones. Éstos alimentan a las hormigas, que como compensación les defienden. Y, en realidad, algunas ciudades les cortan las alas a sus «vacas lecheras» y les entregan sus propios olores pasaportes. Así es más cómodo cuidar los rebaños…

Zubi-zubi-kan practica este tipo de intercambio. Para redimirse, o quizá por puro modernismo, la Ciudad ha construido en su segundo nivel grandiosos establos provistos de todas las comodidades necesarias para el bienestar de los pulgones. Las nodrizas hormigas cuidan los huevos de sus áfidos con la misma dedicación que los huevos mirmeceanos. Sin duda, de ahí procede la importancia desacostumbrada y la hermosa presencia del ganado local.

La 103.683 y sus compañeras se acercan a un rebaño ocupado en vampirizar una rama de rosal. Hacen una o dos preguntas, pero los pulgones mantienen las trompas hundidas en la carne vegetal sin prestarles la menor atención. Después de todo, quizá ni conozcan el idioma oloroso de las hormigas… Las exploradoras buscan con las antenas a la pastora. Pero no aparece ninguna.

Entonces ocurre algo terrible. Tres chinches se dejan caer en medio del rebaño. Esas temibles salvajes siembran el pánico entre los pobres pulgones a los que sus alas recortadas les impiden volar.

Felizmente, los lobos hacen que aparezcan las pastoras. Dos hormigas zubizubikaninas saltan desde detrás de una hoja. Ya que estaban escondidas para sorprender con más facilidad a los depredadores rojos con manchas negras, sobre los que apuntan y a los que aniquilan con sus disparos de ácido.

Luego corren a tranquilizar a los rebaños de pulgones aún atemorizados. Los mecen, tamborilean sobre sus abdómenes, acarician sus antenas. Los pulgones hacen aparecer entonces una gran burbuja de azúcar transparente. El precioso melado. Cuando están llenándose de este licor, las pastoras zubizubikanianas ven a las exploradoras belokanianas.

Las saludan. Contacto antenar.

Hemos venido a cazar el lagarto,
emite una de ellas.

En ese caso tenéis que seguir hacia el Este. Se ha visto uno de esos monstruos hacia el puesto de Guayei-Tyolot.

En lugar de proponerles una trofalaxia, como es la costumbre, las pastoras les ofrecen alimentarse directamente de los animales. Las exploradoras no hacen que se lo digan dos veces. Cada una de ellas elige un pulgón y empieza a cosquillearle el abdomen para extraerles el delicioso melado.

En el interior del buche hay oscuridad, mal olor y un tacto oleoso. La hembra 56, cubierta de baba, se desliza ahora por la garganta de su depredador. Como no tiene dientes, no la ha mascado. Aún está intacta. Ni hablar de resignarse, con ella desaparecería toda una ciudad.

Con un supremo esfuerzo, hinca las mandíbulas en la carne lisa del esófago. Este reflejo la salva. La golondrina se sobresalta, tose y lanza lejos el irritante alimento. Ciega, la hembra 56 trata de volar, pero sus alas pegajosas pesan demasiado. Cae en medio de un río.

Unos machos agonizantes se abaten a su alrededor. La hembra detecta en lo alto el vuelo arrítmico de unas veinte hermanas que han sobrevivido al ataque de las golondrinas. Están agotadas y van perdiendo altura.

Una de ellas aterriza sobre un nenúfar, donde dos salamandras le dan caza de inmediato, la atrapan y la destrozan. Las otras reinas han abandonado el juego de la vida sucesivamente a manos de palomas, sapos, topos, serpientes, erizos, gallinas y pollos… Resumiendo, de las mil quinientas hembras que emprendieron el vuelo sólo han sobrevivido diez.

La hembra 56 está entre ellas. De milagro. Es necesario que viva. Ha de fundar su propia ciudad y resolver el enigma del arma secreta. Sabe que va a necesitar ayuda, y que podrá contar con la multitud amiga que puebla ya su vientre. Bastará con que salgan de ahí…

Pero, antes que nada, ella ha de salir de ahí.

Calculando la inclinación de los rayos solares, averigua que ha caído en el río del Este. Es un lugar poco recomendable, porque si bien hay hormigas en todas las islas del mundo nunca se sabe cómo han conseguido llegar hasta ellas, ya que no saben nadar.

Una hoja pasa a su alcance, y se agarra a ella con toda la fuerza de sus mandíbulas. Agita las patas de atrás con frenesí, pero ese medio de propulsión da un resultado ínfimo. Lleva un buen rato impulsándose así cuando ve perfilarse una sombra gigantesca. ¿Será un renacuajo? No, es mil veces más grande que un renacuajo. La hembra 56 ve una sombra acusada, de piel lisa y atigrada. Para ella es algo inédito. ¡Una trucha!

Los pequeños crustáceos huyen ante el monstruo. Éste se sumerge y luego sube dirigiéndose a la reina, que se encoge en su hoja, aterrorizada.

Con toda la energía de sus aletas, la trucha se lanza adelante hendiendo la superficie. Mientras una gran onda agita la hormiga, la trucha va como suspendida en el aire. Abre una boca armada con finos dientes y se zampa un moscardón que revoloteaba por allí. Luego se retuerce con un latigazo de la cola y vuelve a su universo cristalino… desencadenando una gran ola que hunde a la hormiga.

Y ya unas ranas saltan al agua para disputarse a esa reina y su caviar. Ésta consigue volver a la superficie, pero un remolino la aspira de nuevo hacia las inhospitalarias profundidades. Las ranas la siguen. El frío la inmoviliza. Pierde el conocimiento.

Nicolás estaba viendo la televisión en el refectorio, con sus dos nuevos amigos Jean y Philippe. A su alrededor, otros huérfanos de rostro sonrosado se acunaban con la ininterrumpida sucesión de imágenes.

El guión de la película penetraba por sus ojos y sus oídos hasta las memorias de sus cerebros a una velocidad de 500 kilómetros por hora. Un cerebro humano puede almacenar hasta sesenta mil millones de informaciones. Para cuando la memoria está saturada, se lleva a cabo una limpieza automática y las informaciones que se consideran menos interesantes se olvidan. No quedan entonces más que los recuerdos traumáticos y la pena por las alegrías pasadas.

Inmediatamente después de la narración, ese día había un debate sobre los insectos. La mayoría de los jóvenes humanos se dispersaron; la ciencia hablada no era para ellos muy excitante.

—Profesor Leduc, se le considera a usted, junto con el profesor Rosenfeld, el más importante especialista europeo en hormigas. ¿Qué le llevó a estudiar a las hormigas?

—Un día, al abrir el armario de la cocina, tropecé con una colonia de esos insectos. Me quedé horas mirando cómo trabajaban. Eso fue para mí una lección de vida y de humildad. Así que traté de saber más sobre ellas… Y eso es todo.

(Ríe).

—¿Qué diferencia hay entre usted y ese otro científico eminente que es el profesor Rosenfeld?

—¡Ah, si, el profesor Rosenfeld! ¿Aún no se ha retirado?
(Ríe otra vez).
No, en serio, no somos del mismo parecer. ¿Sabe usted? Hay muchas maneras de «comprender» a esos insectos… Antes se creía que todas las especies sociales (termitas, abejas, hormigas) eran monárquicas. Era sencillo, pero era falso. Se ha visto que entre las hormigas la reina no tenía en realidad más facultad que la de poner huevos. Existe incluso una multitud de formas de gobierno hormiga: monarquía, oligarquía, triunvirato de guerreras, democracia, anarquía, etc. Incluso a veces, cuando los ciudadanos no están satisfechos de su gobierno, se rebelan y asistimos a «guerras civiles» en el mismo interior de las ciudades.

—¡Fantástico!

—En mi opinión, y en la de la escuela llamada «alemana» a la que pertenezco, la organización del mundo de las hormigas se basa prioritariamente en una jerarquía de castas y en el dominio de individuos alfa más dotados que la media que dirigen grupos de obreras… Para Rosenfeld, que está vinculado a la escuela llamada «italiana», las hormigas son todas ellas visceralmente anarquistas, no hay individuos alfa, individuos más dotados que la media. Y sólo para resolver problemas prácticos aparecen a veces espontáneamente los líderes. Pero éstos son temporales.

—No lo entiendo muy bien.

—Digamos que la escuela italiana considera que no importa qué hormiga puede ser jefe, a partir del momento en que tiene una idea original que interese a las demás. Mientras que la escuela alemana es del parecer que siempre son ciertas hormigas con «carácter de jefe» las que asumen las misiones.

—¿Tan diferentes son las dos escuelas?

—Ya ha ocurrido que con ocasión de los grandes congresos internacionales la cosa derivase en un pugilato, si es eso lo que usted quiere decir.

—Se trata de la misma antigua rivalidad entre el espíritu sajón y el latino, ¿no?

—No. Esta pugna es más bien comparable a la que enfrenta a los defensores de lo «innato» y los de lo «adquirido». ¿Se nace idiota o se convierte uno en idiota? Ésta es una de las preguntas a las que tratamos de dar respuesta estudiando las sociedades de las hormigas.

—Las hormigas nos brindan la magnífica oportunidad de permitirnos ver cómo funciona una sociedad. Una sociedad compuesta por muchos millones de individuos. Es como observar un mundo. Que yo sepa, no existen ciudades de muchos millones de conejos ni de ratas…

Un codazo.

—¿Tú lo entiendes, Nicolás?

Pero Nicolás no escuchaba. Esa cara, esos ojos ambarinos, los había visto antes. ¿Dónde fue? ¿Cuándo? Buscó en su memoria. Exacto. Ahora se acordaba. Era el hombre de las encuadernaciones. Había pretendido llamarse Gougne, pero no era otro que el mismísimo Leduc de la televisión.

Su descubrimiento hundió a Nicolás en un abismo de reflexiones. Si el profesor le había mentido, lo había hecho para tratar de apropiarse de la enciclopedia. Su contenido debía ser precioso para el estudio de las hormigas. Y debía de estar allí abajo. Forzosamente tenía que estar en la bodega. Y eso era lo que todos anhelaban: papá, mamá y ese Leduc.

Había que ir a buscar la maldita enciclopedia, y así todo quedaría claro.

Se levantó.

—¿A dónde vas?

No contestó.

—Creía que las hormigas te interesaban.

Anduvo hasta la puerta, y luego corrió a su habitación. No iba a necesitar muchas cosas. Sólo su chaqueta de cuero de siempre, su navaja y sus gruesos zapatos de suela de crepé.

Los celadores no le prestaron atención cuando cruzó el gran vestíbulo.

Y así se fue del orfanato.

Desde lejos, de Guayei-Tyoloy no se ve más que una especie de cráter redondeado, como una topera. El «puesto avanzado» es un minihormiguero, ocupado por un centenar de individuos. Sólo funciona desde abril a octubre y permanece vacío todo el otoño y todo el invierno.

Aquí, como entre las hormigas primitivas, no hay reina, ni obreras, ni soldados. Todo el mundo lo es todo a la vez.

Nadie se molesta ni en criticar el ritmo febril de las grandes ciudades. Se burlan de los embotellamientos, del hundimiento de los corredores, de los túneles secretos que convierten una ciudad en una manzana agusanada, de las obreras superespecializadas que ya no saben cazar, de las porteras ciegas emparedadas de por vida en sus agujeros…

La 103.683 inspecciona el puesto. Guayei-Tyoloy está compuesto por un granero y una amplia sala principal. Esta estancia tiene un agujero en el techo por el que se deslizan los rayos de sol que revelan decenas de trofeos de caza, cutículas vacías que cuelgan en las paredes. Las corrientes de aire silban entre ellos.

La 103.683 se acerca a esos cadáveres multicolores. Una autóctona se dirige a ella y le acaricia las antenas. Le señala esos seres soberbios muertos debido a toda clase de mañas mirmeceanas. Los animales están recubiertos de ácido fórmico, sustancia que permite también conservar los cadáveres.

Aquí y allá, alineados cuidadosamente, hay toda clase de mariposas y de insectos de tamaños, formas y colores diversos. Y, sin embargo, en la colección falta un animal muy conocido: la reina termita.

La 103.683 pregunta si tienen problemas con las vecinas termitas. La autóctona levanta las antenas para mostrar su sorpresa. Deja de mascullar entre sus mandíbulas y se produce un pesado silencio olfativo.

¿Termitas?

Sus antenas bajan. Ya no tiene nada más que emitir. Y además tiene trabajo, algo a medio acabar. Ya ha perdido bastante el tiempo. Adiós. Se vuelve, dispuesta a abandonarla. Pero la 103.683 insiste.

La otra parece ahora completamente aterrorizada. Sus antenas tiemblan un poco. Resulta visible que la palabra «termita» evoca algo terrible para ella. Entablar conversación acerca de este tema parece exceder sus fuerzas. Se retira hacia un grupo de obreras que están bebiendo en ese momento.

Estas últimas, tras haberse llenado el buche social con alcohol de miel de flores, se prueban unas a otras el abdomen, formando una larga cadena cerrada sobre sí misma.

Cinco cazadoras afectas al puesto avanzado hacen entonces una entrada bastante ruidosa. Van empujando una oruga.

Hemos encontrado esto. Lo más extraordinario que produce miel.

La que ha emitido esta noticia tamborilea con sus antenas el cuerpo de la cautiva. Luego prepara una hoja y, en cuanto la oruga empieza a comer, salta sobre ella. La oruga se yergue, pero en vano. La hormiga asienta las garras en sus flancos, asegura bien su presa, se vuelve y le lame el último segmento, hasta que un líquido brota de él.

Todo el mundo la felicita. Se pasan de mandíbula en mandíbula ese melado hasta entonces desconocido. El sabor es distinto del que dan los pulgones. Es más untuoso, con un deje de savia más acusado. Cuando la 103.683 prueba ese licor exótico, una antena roza su cráneo.

Parece que estás buscando información sobre las termitas.

La hormiga que acaba de lanzar esta feromona parece extraordinariamente anciana. Todo su caparazón está marcado por golpes de mandíbula. La 103.683 lleva las antenas atrás en signo de aquiescencia.

Sígueme.

La vieja hormiga se llama 4.000 guerrera. Su cabeza es plana como una hoja. Sus ojos, minúsculos. Cuando emite, sus efluvios temblequeantes son muy débiles. Quizá por eso ha preferido conversar en una pequeña cavidad prácticamente cerrada.

No temas; aquí podemos hablar. Aquí es donde vivo.

La 103.683 le pregunta qué es lo que sabe sobre la termitera del Este. La otra separa las antenas.

¿Por qué te interesa eso? Sólo has venido a la caza del lagarto, ¿no?

La 103.683 decide jugar limpio con la anciana asexuada. Le cuenta que se utilizó un arma secreta e incomprensible contra las guerreras de La-Chola-kan. Al principio se creyó que era cosa de las enanas, pero no habían sido ellas. Entonces, de la manera más natural del mundo, las sospechas se dirigieron hacia las termitas del Este, los segundos enemigos…

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