Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Lo último que oyó cuando dejó a Agnes en la sala de visitas fue su pregunta llena de sorpresa.
—¿Has adelgazado?
Mary no se dignó contestar. Iba camino de convertirse en otra persona.
Al día siguiente, la tormenta amainó y el otoño mostró su mejor cara. Las hojas que sobrevivieron a las ráfagas de viento se mecían ahora cadenciosas, rojas y amarillas, empujadas por una amable brisa. Brillaba un sol que, si bien no daba calor, sí infundía buen humor y neutralizaba la gélida crudeza del aire que antes penetraba la ropa helando y humedeciendo los cuerpos.
Patrik suspiró. Estaba en la cocina de la comisaría y Lilian insistía en negarse a confesar, pese a la cantidad abrumadora de pruebas que tenían contra ella. Pruebas más que suficientes para arrestarla, y aún tenían tiempo de seguir interrogándola.
—¿Qué tal va la cosa? —quiso saber Annika, que fue a llenar su taza de café.
—Nada bien —admitió Patrik suspirando una vez más—. Es muy tozuda. No suelta prenda.
—¿Pero necesitamos su confesión? Hay pruebas más que de sobra, ¿no?
—Sí, desde luego —convino Patrik—. Pero no tenemos el móvil. Con un poco de imaginación, se me ocurren varios motivos plausibles para que asesinara a su marido e intentara hacer otro tanto con el segundo. ¿Pero a Sara?
—¿Cómo supiste que fue ella quien mató a Sara?
—No lo sabía —confesó Patrik—. Pero lo que vas a oír me hizo reparar en un detalle: alguien nos mintió la mañana que Sara desapareció, y ese alguien tenía que ser Lilian.
Puso en marcha la grabadora que tenía sobre la mesa de la cocina. La voz de Morgan llenó la habitación: «Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí».
—¿Lo ves? —preguntó Patrik.
Annika meneó la cabeza:
—No, no lo veo.
—Escúchalo otra vez, presta atención.
Patrik rebobinó la cinta y la puso otra vez.
«Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí».
—«Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta» —repitió Annika con un hilo de voz.
—Exacto —afirmó Patrik—. Lilian sostenía que Sara salió y no volvió, pero Morgan la vio entrar de nuevo en la casa. Y la única que podía tener motivos para mentir sobre ello era Lilian. De lo contrario, ¿por qué ocultarnos que Sara volvió a casa?
—¿Cómo mierda puede nadie ahogar a su propia nieta? ¿Y por qué la obligó a comer ceniza? —preguntó Annika, incapaz de comprender.
—Sí, eso es justo lo que me gustaría saber —admitió Patrik con frustración—. Pero ella sonríe sin abrir la boca, ni para confesar ni para defenderse.
—¿Y el niño? —prosiguió Annika—. ¿Por qué le atacó? ¿Y a Maja?
—Yo creo que lo de Liam fue sólo una maniobra para despistar —respondió Patrik haciendo girar la taza entre las manos—. Creo que fue pura casualidad que le tocase a él. Era un modo de desplazar la atención de su familia y, ante todo, de Niclas, supongo. Y lo de Maja, sospecho que fue una forma de vengarse porque yo estaba investigándola a ella y a su familia.
—Bueno, ya he oído que tuviste mucha suerte al descubrir también el asesinato de Lennart y el intento de asesinato de Stig.
—Sí, por desgracia no puedo decir que fuera pericia. Si no me hubiese puesto a ver el programa Crime Night, jamás lo habríamos descubierto. Pero cuando hablaron del caso de la mujer norteamericana que envenenaba a sus maridos y que a uno de ellos le diagnosticaron en un primer examen el síndrome de Guillain-Barré, se me encendió la bombilla. Erica me había contado que el padre de Charlotte murió de una enfermedad neurológica y pensando en la dolencia de Stig… Dos esposos con los mismos síntomas lo ponen a uno a cavilar. Así que desperté a Erica, que me confirmó que el padre de Charlotte había muerto de Guillain-Barré, según le dijo Charlotte. De todos modos, cuando llamé al hospital no estaba totalmente seguro. Fue un alivio cuando salieron los resultados de los análisis; los niveles de arsénico eran altísimos. Pero me gustaría que nos contara el porqué. Simplemente se niega a hablar —se lamentó pasándose la mano por el cabello con frustración.
—Bueno, ahí no puedes hacer más que intentarlo —le consoló Annika, dispuesta a marcharse.
Pero antes se volvió a Patrik y le preguntó:
—Por cierto, ¿te has enterado de la noticia?
—No, ¿qué noticia? —respondió cansado y con escaso entusiasmo.
—A Ernst lo han despedido definitivamente. Y Mellberg ha reclutado a una chica. Al parecer, lo presionaron de las alturas al constatar el desigual reparto de sexos en esta comisaría.
—Vaya, pobre hombre —rio Patrik—. Esperemos que sea una mujer curtida.
—Bueno, yo no sé nada de ella, así que ya veremos. Creo que se incorpora dentro de un mes.
—Seguro que sale bien —auguró Patrik—. Cualquier cosa es mejor, en comparación con Ernst.
—Sí, desde luego, en eso tienes razón —convino Annika—. Y anímate un poco, hombre. Lo más importante es que tenemos al asesino. El móvil será siempre un secreto entre ella y el Creador.
—Aún no me he dado por vencido —murmuró Patrik.
Y se levantó dispuesto a volver a intentarlo.
Fue a buscar a Gösta y ambos condujeron a Lilian a la sala de interrogatorios. Tenía un aspecto algo ajado tras dos días en el calabozo, pero estaba serena. Salvo la irritación mostrada en la sala de espera del hospital cuando fueron a buscarla, se comportó en todo momento con una total y aparente calma. Nada de lo que dijeron la turbó en ningún momento y Patrik empezaba a dudar de que lo lograsen. Sin embargo, tenía que intentarlo por última vez. Luego se la dejarían al fiscal. Después de todo, tenían pruebas más que suficientes. En cualquier caso, quería que le respondiese sobre Maja. Él mismo estaba impresionado del temple con que había contenido su ira contra ella; se esforzó en todo momento por no perder de vista su objetivo principal. Lo importante era que Lilian fuese condenada y, si era posible, sonsacarle una explicación. Y airear sus sentimientos no habría servido a la causa. Además, sabía que cualquier arrebato por su parte conllevaría que lo apartasen de los interrogatorios inmediatamente. De hecho, todos los ojos estaban puestos en él precisamente por su relación personal con el caso.
Respiró hondo antes de proceder.
—Hoy entierran a Sara. ¿Lo sabía?
Él y Gösta estaban sentados enfrente de Lilian. La mujer negó con la cabeza.
—¿Le habría gustado asistir?
Lilian se encogió levemente de hombros y dibujó una extraña sonrisa hermética.
—¿Qué sentimientos cree que abriga su hija hacia usted ahora?
Cambiaba de tema constantemente con la esperanza de hallar algún resquicio vulnerable que la hiciese reaccionar. Pero hasta el momento se había mostrado de una inaccesibilidad prácticamente inhumana.
—Yo soy su madre —respondió Lilian con calma—. Y eso nunca podrá cambiarlo.
—¿Cree que desearía cambiarlo?
—Puede. Pero lo que ella quiera no significa nada.
—¿No cree que le gustaría saber por qué hizo usted lo que hizo? —intervino Gösta.
Clavó en Lilian una mirada intensa en busca de una grieta en lo que parecía una armadura impenetrable.
Ella no respondió, sino que empezó a mirarse las uñas con total indiferencia.
—Tenemos las pruebas, Lilian, y usted lo sabe. Ya se las hemos enumerado una y otra vez. No nos cabe la menor duda de que ha asesinado a dos personas y de que es culpable del intento de asesinato de una tercera. Los envenenamientos de Lennart y de Stig le acarrearán una pena de muchos, muchos años de prisión. Así que no le cuesta nada hablarnos del asesinato de Sara. Matar al marido no es ninguna novedad y se me pueden ocurrir mil razones para ello. ¿Pero por qué mató a su propia nieta? ¿Por qué mató a Sara? ¿Le molestaba? ¿La hizo enfadar y no pudo contenerse? ¿Sufrió uno de sus ataques, la quiso calmar con un baño y se le fue la mano? ¡Cuéntenos!
Sin embargo, al igual que en los interrogatorios anteriores, no obtuvieron respuesta. Lilian no hacía más que sonreír condescendiente.
—¡Tenemos las pruebas! —repitió Patrik ya sin ocultar su irritación—. Los resultados de los análisis de Lennart arrojaron altos niveles de arsénico, al igual que los de Stig. Incluso hemos podido demostrar que el envenenamiento se produjo durante los últimos seis meses, con dosis cada vez mayores. Encontramos el arsénico con raticida en una vieja caja que usted guardaba en el sótano. Y Sara tenía en los pulmones restos de la ceniza que hallamos en su dormitorio. Embadurnó a un bebé con la misma ceniza sólo para despistarnos y también dejó la cazadora de Sara en la cabaña de Morgan para inculparlo. El que Kaj resultase ser pederasta fue una suerte para usted. Pero, además, tenemos grabado el testimonio de Morgan. Él vio a Sara volver a casa. Y usted nos mintió al respecto. Sabemos que usted mató a Sara. ¿Por qué no nos ayuda? ¿Por qué no ayuda a su hija a seguir adelante? ¡Díganos por qué! Y mi hija, ¿por qué motivo la sacó del cochecito? ¿Era para hacerme daño a mí? ¡Hable!
Lilian describía con el índice pequeños círculos sobre la mesa. Había escuchado la súplica de Patrik varias veces, siempre sin resultado.
Patrik sintió que empezaba a perder el control y comprendió que más le valía dejarlo antes de hacer ninguna tontería. Se levantó bruscamente, recitó la fórmula con los datos necesarios para concluir el interrogatorio y se dirigió a la puerta. Pero antes de salir, se detuvo en el umbral.
—Lo que hace es imperdonable. En su mano está concederle a su hija la posibilidad de cerrar el asunto, pero se la niega. No es sólo imperdonable: es inhumano.
Le pidió a Gösta que llevase a Lilian de nuevo al calabozo. No soportaba seguir viéndola un segundo más. Por un instante, creyó estar mirando los ojos de la maldad misma.
—¡Demonio de mujeres! Siempre nos tienen que endilgar a alguna —masculló Mellberg—. Y ahora, además, nos mandan a una al trabajo. La verdad es que no entiendo para qué sirve la dichosa cuota. Ingenuo de mí, pensé que podría elegir a mis subordinados, pero qué va, han decidido mandarme a una tipa con faldas que seguro que no sabe ni abrocharse el uniforme. ¿Es eso justo?
Simon no respondió y siguió mirando fijamente su plato.
Le resultaba extraño almorzar en casa, pero era otro de los pilares del proyecto padre-hijo que Mellberg había puesto en marcha. Incluso se había esforzado en cortar unas verduras que, de lo contrario, no solían existir en su frigorífico. Mellberg se irritó al ver que Simon no había tocado ni el pepino ni el tomate, sino que se concentraba en los macarrones y en las albóndigas, que había bañado en una cantidad disparatada de kétchup. En fin, después de todo el kétchup llevaba tomates, así que podía pasar.
Abandonó el desquiciante tema del trabajo, pues pensar en la nueva empleada no hacía más que subirle la tensión. Y decidió centrarse en los planes de futuro de su hijo.
—Dime, ¿has pensado en lo del trabajo? Si no crees que el instituto tenga algo que ofrecerte, yo puedo ayudarte a conseguir un curro. No todo el mundo sirve para estudiar y si tienes la mitad de la habilidad práctica que tu padre…
Mellberg rio satisfecho. Tal vez un padre menos experimentado se hubiese preocupado por la falta de iniciativa de su hijo a la hora de considerar su futuro, pero Mellberg sentía una gran confianza. Estaba convencido de que sólo sería una mala racha transitoria, nada de lo que preocuparse. Y pensaba en qué prefería que estudiase el chico, si derecho o medicina. Derecho, resolvió al cabo de un rato. Los médicos ya no ganaban tanto. Pero hasta que lograse encauzarlo por ese camino, tenía que tomárselo con calma, dejarle un respiro al muchacho. Si sufría en sus carnes lo dura que podía ser la vida, recapacitaría y entraría en razón. Cierto que la madre de Simon lo había informado de que el chico había suspendido casi todas las asignaturas y, claro está, eso podía suponer un obstáculo. Pero Mellberg era optimista: seguramente se debía a la falta de apoyo por parte del entorno familiar, porque inteligencia no podía faltarle a menos que la madre naturaleza les hubiese jugado una absurda jugarreta.
Simon masticaba una albóndiga con desgana y no parecía muy dispuesto a responder a la pregunta de Mellberg.
—Y bien, ¿qué me dices de buscar un trabajo? —repitió el padre un tanto irritado.
Él se esforzaba por establecer lazos entre los dos y Simon no se dignaba responder siquiera.
Sin dejar de rumiar y tras unos minutos de silencio, el chico se pronunció:
—Bah, no, no creo.
—¿Cómo que no crees? —preguntó Mellberg indignado—. ¿Y qué es lo que crees entonces? ¿Que vas a vivir aquí, bajo mi techo, y a comer de mi comida sin hacer nada? ¿Sólo pasándote los días tirado en el sofá haciendo el gandul? ¿Eso es lo que crees?
Simon no pestañeó siquiera.
—Bah…, creo que me vuelvo con la vieja.
Aquella confesión impactó a Mellberg como un golpe en la frente. Y en su corazón sintió algo extraño, casi una punzada.
—¿Que te vuelves con la vieja? —repitió Mellberg.
Lo había dicho en tono bobalicón, casi incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Ni siquiera lo había considerado como posible.
—Pero…, yo creía que no estabas a gusto con ella… Que «odiabas a esa bruja», como dijiste cuando llegaste.